Anglocatólico

COMUNIDAD ECUMÉNICA MISIONERA LA ANUNCIACIÓN. CEMLA
Palabra + Espíritu + Sacramento + Misión
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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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martes, 29 de noviembre de 2011

A. MARÍA SEGÚN LAS ESCRITURAS


A. MARÍA SEGÚN LAS ESCRITURAS

6. Estamos convencidos de que las Sagradas Escrituras, en su calidad de Palabra de Dios escrita, proporcionan un testimonio normativo del plan de salvación divino; por ello la presente Declaración recurre en primer lugar a ellas. Desde luego, resulta imposible ser fiel a la Escritura y no tomar en consideración a María. Reconocemos, con todo, que durante algunos siglos anglicanos y católicos han interpretado las Escrituras al tiempo que permanecen divididos unos de otros. Al reflexionar juntos sobre el testimonio de las Escrituras acerca de María, hemos descubierto algo más que unos pocos destellos tentadores de lo que podría ser la vida de una gran santa. Hemos acabado meditando con maravilla y gratitud en todo el desarrollo de la historia de la salvación: creación, elección, encarnación, pasión y resurrección de Cristo, don del Espíritu en la Iglesia y visitón final de la vida eterna para todo el Pueblo de Dios en la nueva creación.

7. En los siguientes apartados, nuestro empleo de la Escritura intenta inspirarse en toda la tradición de la Iglesia, a lo largo de la cual se han utilizado lecturas tan ricas como variadas. En el Nuevo Testamento, el Antiguo suele interpretarse tipológicamente1: acontecimientos o imágenes se interpretan con referencia específica a Cristo. Este enfoque lo desarrollarán los Padres de la Iglesia y los predicadores y autores medievales. Los Reformadores, por su parte, subrayaron la claridad y suficiencia de la Escritura, y
abogaron por un retorno a la centralidad del mensaje evangélico. Mediante enfoques propios de la crítica histórica se intentó discernir el significado pretendido por los autores bíblicos y explicar el origen de sus textos. Cada una de estas lecturas tiene sus limitaciones y puede dar origen a exageraciones o desequilibrios: la interpretación tipológica puede acabar siendo extravagante, los enfoques de la Reforma reduccionista, y los métodos críticos hiperhistoricistas. Los estudios bíblicos más recientes se centran más bien en la gama de posibles lecturas de un texto, concretamente en sus dimensiones narrativas, retóricas y sociológicas. En la presente Declaración tratamos de integrar los elementos valiosos de estos enfoques como corrección y aportación a nuestra utilización de la Escritura. Además, reconocemos que ninguna lectura de un texto es neutral, ya que cada una de ellas está determinada por el contexto y el interés de sus lectores. La nuestra se ha llevado a cabo en el contexto de nuestro diálogo en Cristo, con vistas a esa comunión que es voluntad suya. Trátase, pues, de una lectura eclesial y ecuménica que se esfuerza por considerar cada pasaje relacionado con María en el contexto del Nuevo Testamento como un todo, sobre el trasfondo del Antiguo y a la luz de la Tradición.

El testimonio de la Escritura: una trayectoria de gracia y esperanza

8. El Antiguo Testamento da testimonio de la creación divina de hombres y mujeres a imagen de Dios y de la llamada amorosa de éste a vivir una relación de alianza con él. Ni siquiera cuando se vio desobedecido abandonó Dios a los seres humanos en poder del
pecado y de la muerte. Una y otra vez les ofreció una alianza de gracia. Pactó con Noé que nunca jamás las aguas desatadas destruirían «toda carne». El Señor pactó con Abraham que, a través de él, todas las familias de la tierra serian benditas. Por mediación de Moisés pactó con Israel que, si éste obedecía a su palabra, sería nación santa y pueblo sacerdotal.

Los Profetas pidieron reiteradamente al pueblo que de la desobediencia volviera al Dios misericordioso de la Alianza para recibir la Palabra de Dios y para que ésta fructificara en su vida. Esperaban una renovación de la Alianza en la que habría perfecta obediencia y entrega: «Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días —oráculo de Yahveh—: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31, 33). En la profecía de Ezequiel se habla de esta esperanza no sólo en términos de pureza y limpieza, sino también como don del Espíritu (Ez 36, 25-28).

9. La alianza entre el Señor y su pueblo se describe en más de una ocasión como historia de amor entre Dios e Israel, la hija virgen de Sión, esposa y madre: «Me comprometí con juramento, hice alianza contigo —oráculo del Señor Yahveh— y tú fuiste mía» (Ez 16, 8; cf. Is 54, 1 y Ga 4, 27). Incluso cuando castiga su falta de fe, Dios siempre se mantiene fiel, prometiendo restaurar la relación de alianza y reunir al pueblo disperso (Os 1-2; Jr 2, 2 y 31, 3; Is 62, 4-5). También en el Nuevo Testamento se emplea la imaginería nupcial para describir la relación existente entre Cristo y la Iglesia (Ef 5, 21-33; Ap 21, 9). Paralelamente a la imagen profética de Israel como la esposa del Señor, la literatura salomónica del Antiguo Testamento caracteriza a la santa Sabiduría como
servidora del Señor (Pr 8, 22s.; cf. Sb 7, 22-26), poniendo análogamente de relieve el tema de la sensibilidad y de la actividad creativa. En el Nuevo Testamento, tales motivos proféticos y sapienciales se combinan (Lc 11, 49) y hallan cumplimiento en la venida de Cristo.

10. También hablan las Escrituras de la llamada de Dios a determinadas personas, como David, Elías, Jeremías e Isaías, para que puedan realizarse ciertas tareas en el seno del Pueblo de Dios. Ellas dan testimonio del don del Espíritu o de la presencia de Dios que
las faculta para cumplir la voluntad y el propósito divinos. También hallamos profundas reflexiones acerca de lo que significa ser conocido y llamado por Dios desde el inicio mismo de la propia existencia (Sal 139, 13-16; Jr 1, 1-5). Este sentimiento de estupefacción ante la gracia preveniente de Dios también lo atestigua de manera análoga el Nuevo Testamento, especialmente en los escritos de Pablo, que habla de aquellos que «han sido llamados según el designio [de Dios]» y afirma que a los que Dios «de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo [...] Y a los que predestinó, a ésos también los llamó; a los que llamó, a esos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó» (Rm 8, 28-30; cf. 2 Tm 1, 9). La preparación por obra de Dios de una misión profética queda ilustrada en las palabras que el ángel dirige a Zacarías antes del
nacimiento de Juan el Bautista: «Estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre» (Lc 1, 15; cf. Jc 13, 3-5).

11. Siguiendo la trayectoria de la gracia divina y la esperanza en una respuesta humana perfecta que hemos delineado en los apartados anteriores, los cristianos, al igual que los escritores del Nuevo Testamento, vieron la culminación de la misma en la
obediencia de Cristo. En este contexto cristológico, discernieron un modelo similar en aquélla que había de recibir la Palabra en su corazón y en su cuerpo, ser cubierta por la sombra del Espíritu y dar a luz al Hijo de Dios. El Nuevo Testamento no trata tan sólo de la
preparación por obra de Dios del nacimiento de su Hijo, sino también de la elección, vocación y santificación de una mujer judía en la línea de aquellas santas mujeres como Sara o Ana cuyos hijos realizaron los designios de Dios para con su pueblo. Pablo habla del
Hijo de Dios como nacido «al llegar la plenitud de los tiempos» y «nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Ga 4, 4). El nacimiento del hijo de María es el cumplimiento de la voluntad divina acerca de Israel, y la participación de María en dicho cumplimiento representa un asentimiento libre e incondicional en entrega y confianza perfectas: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38; cf. Sal 123, 2).

María en el relato de la Natividad según Mateo

12. Si bien varios pasajes del Nuevo Testamento hacen referencia al nacimiento de Cristo, sólo dos evangelios, los de Mateo y Lucas, cada uno desde su perspectiva, narran la historia de su nacimiento y se refieren explícitamente a María. Mateo titula su evangelio
«Libro de la generación de Jesucristo» (1, 1), retomando el principio de la Biblia (Gn 1, 1). En su genealogía (1, 1-18) reconduce la ascendencia de Jesús, a través del exilio, hasta David, y por último hasta Abraham. Hace constar el extraño papel que en el desarrollo providencial de la historia salvífica de Israel desempeñaron cuatro mujeres, cada una de las cuales amplía los límites de la Alianza. Esta acentuación de la continuidad con lo antiguo se ve compensada en la sucesiva narración del nacimiento de Jesús por el relieve dado en ella a lo nuevo (cf. 9, 17), una suerte de re-creación por obra del Espíritu Santo que desvela nuevas posibilidades de salvación del pecado (1, 21) y de presencia del «Dios con nosotros» (1, 23). Mateo amplía aún más los límites al aunar la ascendencia davídica de Jesús a través de la paternidad legal de José y su nacimiento de la Virgen conforme a la profecía de Isaías: «He aquí que una virgen está encinta y va a dar a luz un hijo» (Is 7, 14 LXX).

13. En el relato de Mateo, a María se la menciona en relación con su hijo en locuciones como «María su madre» o «el niño y su madre» (2, 11. 13. 20 y 21). Entre toda la intriga política, la matanza y la huida propias de esta historia, un momento sereno de veneración ha cautivado la imaginación cristiana: los Magos, cuya profesión consiste en averiguar cuándo se cumplirá el tiempo, se postran en adoración del Rey niño acompañado de su real madre (2, 2.11). Mateo pone el acento en la continuidad de Jesucristo con la expectación mesiánica de Israel y en la novedad que supone el nacimiento del Salvador. Su ascendencia davídica por una u otra vía y su nacimiento en la ciudad real de sus antepasados revelan dicha continuidad. Y su concepción virginal revela la novedad.

María en el relato de la Natividad según Lucas

14. En el relato de la infancia de Jesús según Lucas, María destaca desde el principio. Es el vínculo que une a Juan el Bautista y a Jesús, cuyos milagrosos nacimientos se narran con deliberado paralelismo. Ella recibe el mensaje del ángel y responde con humilde
obediencia (1, 38). Viaja sola de Galilea a Judea para visitar a Isabel (1, 40), y en su cántico proclama el vuelco escatológico que constituirá el núcleo del anuncio del Reino de Dios por obra de su hijo. María es aquélla que en el recogimiento sabe mirar más allá de la superficie de los hechos (2, 19.51), y representa la interioridad de la fe y del sufrimiento (2, 35). Habla en nombre de José en la escena del Templo y, pese a la represión por su incomprensión inicial, sigue progresando en comprensión (2, 48-51).

15. En la narración de Lucas hay dos escenas que invitan a reflexionar sobre el papel de María en la vida de la Iglesia: la Anunciación y la Visitación. Estos pasajes ponen de relieve que María es, de manera única, destinataria de la elección y de la gracia divinas. El
relato de la Anunciación recapitula varios episodios del Antiguo Testamento, concretamente los nacimientos de Isaac (Gn 18, 10-14), Sansón (Jc 13, 2-5) y Samuel (1S 1, 1-20). El saludo del ángel también evoca los pasajes de Isaías (66, 7-11), Zacarías (9,9) y Sofonías (3, 14-17) que presentan a la «Hija de Sión» -es decir a Israel- esperando con alegría la llegada de su Señor. La elección de «cubrir con la sombra» (episkiásei) para describir la acción del Espíritu Santo en la concepción virginal (Lc 1, 35) evoca la sombra de las alas de los querubines extendidas sobre el Arca de la Alianza (Ex 25, 20), la presencia divina en la nube que cubría la Tienda del Encuentro (Ex 40, 35) y el aleteo del Espíritu por encima de las aguas en la creación (Gn 1, 2). En la Visitación, el cántico de María –el
Magnificat- refleja el cántico de Ana (1S 2, 1-10), cuyo ámbito amplía hasta transformarse en portavoz de todos los pobres y oprimidos que anhelan la instauración del reino de justicia de Dios. Así como en el saludo de Isabel la madre recibe un saludo propio, distinto del dirigido a su hijo (1, 42), también en el Magnificat María predice: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (1, 48). Este texto proporciona la base bíblica para una devoción adecuada a María, si bien nunca separada de su papel de madre del
Mesías.

16. En el relato de la Anunciación, el ángel llama a María la «llena del favor» divino (en griego, kejaritoméne, participio perfecto que significa «la que ha estado y sigue estando llena de gracia») de manera que implica una santificación anterior por obra de la gracia
divina con vistas a su llamada. El anuncio del ángel enlaza el hecho de que Jesús sea «santo» e «Hijo de Dios» con su concepción por obra del Espíritu Santo (1, 35). La concepción virginal tiene, pues, como objetivo la filiación divina del Salvador que habrá de
nacer de María. Isabel describe al niño aún por nacer como el Señor: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (1, 43). Llama la atención el esquema trinitario de la acción divina en estas escenas: la encarnación del Hijo comienza con la elección por parte del Padre de la Virgen Bienaventurada por mediación del Espíritu Santo. Igualmente sorprendente resulta el fiat de María, su «amén» dado con fe y libertad a la poderosa Palabra de Dios comunicada por el ángel (1, 38).

17. En el relato lucano del nacimiento de Jesús, la alabanza dada a Dios por los pastores corre parejas con la adoración del Niño por parte de los Magos en la narración de Mateo. Una vez más, se trata de la escena que constituye el centro sereno en el núcleo
mismo de la historia de la Natividad: «Encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (Lc 2, 16). Conforme a la ley mosaica, el niño es circuncidado y presentado en el Templo. Con ocasión de ello, Simeón pronuncia unas palabras especialmente proféticas dirigidas a la madre del niño Cristo: «¡A ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2, 34-35). Desde este momento, su peregrinación de fe llevará a María hasta el pie de la cruz.

La concepción virginal

18. La iniciativa divina en la historia humana queda proclamada en la buena nueva de la concepción virginal mediante la acción del Espíritu Santo (Mt 1, 20-23; Lc 1, 34-35). La concepción virginal puede antojarse, al principio, una ausencia, concretamente la de un
padre humano. En realidad, se trata de un signo de la presencia y de la obra del Espíritu. La creencia en la concepción virginal constituye una tradición cristiana primitiva que Mateo y Lucas adoptaron y desarrollaron con independencia mutua 2 . Para los creyentes cristianos, se trata de un signo elocuente de la filiación divina de Cristo y de la nueva vida a través del Espíritu. La concepción virginal también apunta hacia el nuevo nacimiento de todos los cristianos como hijos adoptivos de Dios. Cada uno de ellos nace «de lo alto [...] de agua y de Espíritu» (In 3, 3-5). Bajo esta luz, la concepción virginal, lejos de ser un milagro aislado, constituye una poderosa expresión de lo que la Iglesia cree acerca de su Salvador y de nuestra salvación.

María y la verdadera familia de Jesús

19. Después de estos relatos de la Natividad, no deja de causar cierta sorpresa la lectura del episodio —narrado en los tres evangelios sinópticos— que trata la cuestión de la verdadera familia de Jesús. Marcos nos cuenta que «su madre y sus hermanos» (Mc 3,31) llegaron y se quedaron fuera, enviándole a llamar3. Por toda respuesta, Jesús se distancia de su familia natural, y habla en cambio de quienes lo rodean, de su «familia escatológica», es decir de «quien cumpla la voluntad de Dios» (3, 35). Para Marcos, la
familia natural de Jesús —con inclusión de su propia madre— parece no comprender aún, en esta fase, la naturaleza auténtica de su misión. Pero lo mismo sucederá también con los discípulos (por ejemplo, 8, 33-35; 9, 30-33; 10, 35-40). Marcos indica que el crecimiento en la comprensión resulta inevitablemente lento y doloroso, y que la auténtica fe en Cristo sólo se alcanza en el encuentro con la cruz y con la tumba vacía.

20. En Lucas, el crudo contraste entre la actitud para con Jesús de su familia natural por un lado y la de su familia escatológica por otro queda soslayado (Lc 8, 19-21). En una escena posterior (11, 27-28), la mujer que entre el gentío prorrumpe en una bendición
dirigida a su madre —«¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!»— se ve corregida: «Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan». Pero este tipo de bendición, tal y como la presenta Lucas, incluye sin duda alguna a María, que desde el principio de su narración estuvo dispuesta a dejar que todo en su vida sucediera conforme a la palabra de Dios (1, 38).

21. En su segundo libro, los Hechos de los Apóstoles, Lucas indica que entre la ascensión del Señor resucitado y la fiesta de Pentecostés los Apóstoles permanecían reunidos en Jerusalén «en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de
sus hermanos» (Hch 1, 14). María, receptiva a la obra del Espíritu divino en el nacimiento del Mesías (Lc 1, 35-38), forma aquí parte de la comunidad de los discípulos que aguardan en oración la efusión del Espíritu que marcará el nacimiento de la Iglesia.

María en el Evangelio de Juan

22. No se menciona explícitamente a María en el Prólogo del Evangelio de Juan. Con todo, algún elemento revelador de la importancia de su papel en la historia de la salvación puede discernirse situándola en el contexto de las verdades teológicas que el evangelista articula al exponer la buena nueva de la Encarnación. La acentuación teológica dada a la iniciativa divina, que en las narraciones de Mateo y Lucas queda expresada en el relato del nacimiento de Jesús, corre parejas, en el Prólogo de Juan, con el relieve dado a la voluntad y a la gracia predestinadoras de Dios, gracias a las cuales de todos los que renacen a nueva vida se dice que han nacido «no [...] de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino [...] de Dios» (1, 13). Son palabras que podrían igualmente aplicarse al nacimiento del propio Jesús.

23. En dos importantes momentos de la vida pública de Jesús, el principio (la boda de Caná) y el final (la cruz), Juan registra la presencia de la madre de Jesús. Ambas son horas de necesidad; la primera, superficialmente examinada, parece bastante trivial, pero a un nivel más profundo se revela como anticipación simbólica de la segunda. En su evangelio, Juan da un lugar preeminente a la boda de Caná (2, 1-12), llamándola comienzo (arjé) de los signos de Jesús. El relato pone de relieve el vino nuevo que trae Jesús, y que simboliza la celebración de la boda escatológica de Dios con su pueblo y el banquete mesiánico del Reino. La narración transmite ante todo un mensaje cristológico: Jesús revela la propia gloria mesiánica a sus discípulos, y éstos creen en él (2, 11).

24. La presencia de la «madre de Jesús» se menciona al principio del relato, y la misma desempeña un papel especial en el desarrollo de la narración. María parece estar invitada y presente por derecho propio, no junto con «Jesús y sus discípulos» (2, 1-2); al
principio, se considera a Jesús presente como miembro de la familia de su madre. En el diálogo que mantienen cuando se acaba el vino, en un primer momento Jesús parece rechazar la petición implícita de María, aunque acaba accediendo a ella. Con todo, la
lectura de este relato da cabida a una lectura simbólica del acontecimiento aún más profunda. En las palabras de María: «No tienen vino», Juan pone en su boca no tanto la expresión de una deficiencia en los preparativos de la boda, sino la del anhelo de salvación
de todo el pueblo de la Alianza, que dispone de agua para su purificación pero carece del vino jovial del reino mesiánico. En su respuesta, Jesús empieza poniendo sobre el tapete su anterior relación con su madre («¿Qué tengo yo contigo, mujer?»), lo que implica que ha de registrarse un cambio. No se dirige a María llamándola «madre», sino «mujer» (cf. Jn 19, 26). Jesús no ve ya su relación con María como mera relación de parentesco terrenal.

25. La contestación de María, que dice a los sirvientes: «Haced lo que él os diga», resulta inesperada, ya que no es ella la encargada del banquete (cf. 2, 8). Su papel inicial como madre de Jesús ha experimentado un cambio radical; se la considera ya una
creyente en el seno de la comunidad mesiánica. Desde este instante, se entrega totalmente al Mesías y a su palabra. Surge así una nueva relación, indicada en el cambio del orden de los protagonistas al final del relato: «Después bajó a Cafarnaúm con su madre
y sus hermanos y sus discípulos» (2, 12). El relato de Caná se abre, pues, situando a Jesús en la familia de María, su madre; desde ahora en adelante, María forma parte de la «compañía de Jesús», es discípula suya. Nuestra lectura de este pasaje refleja la
interpretación del papel de María llevada a cabo por la Iglesia: ayudar a los discípulos para que lleguen hasta su hijo, Jesucristo, y para que «hagan» lo que él les «diga».

26. La segunda mención por parte de Juan de la presencia de María tiene lugar en la hora decisiva de la misión mesiánica de Jesús: durante su crucifixión (19, 25-27). Estando con otros discípulos junto a la cruz, María comparte el sufrimiento de Jesús, quien durante sus últimos instantes le dirige una palabra especial: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y dice al discípulo a quien amaba: «Ahí tienes a tu madre». No nos puede dejar de conmover el hecho de que, a punto mismo de morir, Jesús se preocupe por el bienestar de su madre, mostrando con ello su afecto filial. Pero esta lectura superficial demanda una vez más una lectura simbólica y eclesial de la rica narración joánica. Los últimos mandatos dados por Jesús antes de su muerte revelan una interpretación que trasciende su referencia primaria a María y al «discípulo a quien amaba» como individuos. Los papeles recíprocos de la «mujer» y del «discípulo» guardan relación con la identidad de la Iglesia. En otros pasajes del evangelio de Juan, el discípulo amado se presenta como el discípulo modelo de Jesús, el más próximo a él y el que jamás lo abandona, objeto de su amor y testigo siempre fiel (13, 25; 19, 26; 20, 1-10; 21, 20-25). Interpretadas en términos de discipulado, las últimas palabras de Jesús otorgan a María una función maternal en la Iglesia y alientan a la comunidad de los discípulos a adoptarla como madre espiritual.

27. Una interpretación colectiva de la «mujer» llama también constantemente a la Iglesia a contemplar a Cristo crucificado y a cada discípulo a velar por la Iglesia como madre suya. Tal vez subyace aquí una tipología Eva-María: al igual que la primera «mujer»
fue formada de una «costilla» de Adán (Gn 2, 22; pleurá según los LXX) y se convirtió en madre de todos los vivientes (Gn 3, 20), así la «mujer» María es, espiritualmente hablando, la madre de todos los que obtienen la verdadera vida del agua y de la sangre que
fluyen del costado (en griego pleurá, literalmente «costilla») de Cristo (In 19, 34) y del Espíritu exhalado por su triunfante sacrificio (19, 30; 20, 22; cf. 1Jn 5, 8). En estas lecturas simbólicas y colectivas, generadoras de imágenes para la Iglesia, María y los discípulos
interaccionan. María es considerada la personificación de Israel, que ahora da a luz a la comunidad cristiana (cf. Is 54, 1; 66, 7-8) al igual que lo hiciera con el Mesías (cf. Is 7, 14).

Considerando desde esta perspectiva el relato mariano de Juan al principio y al final del ministerio de Jesús, resulta difícil hablar de la Iglesia sin pensar en María, la Madre del Señor, como arquetipo y primera realización de la misma.

La Mujer de Apocalipsis 12

28. Con un lenguaje altamente simbólico, lleno de imágenes bíblicas, el vidente del Apocalipsis describe la visión de una señal en el cielo que implica a una mujer, un dragón y al hijo de la mujer. El relato de Ap 12 tiene la función de asegurar al lector la victoria
definitiva de los fieles de Dios en tiempo de persecución y de lucha escatológica. A lo largo de la historia, el símbolo de la mujer ha originado diversas interpretaciones. La mayoría de los estudiosos convienen en que su significado primordial es colectivo: el pueblo de Dios, ya sean éste Israel, la Iglesia de Cristo, o ambos. Además, el estilo narrativo del autor sugiere que la «visión plena» de la mujer sólo se alcanza al final del libro, cuando la Iglesia de Cristo se convierte en la Nueva Jerusalén triunfante (Ap 21, 1-3). Los avatares reales de la comunidad del autor se sitúan en el marco global de la historia, que es escenario de la lucha en curso entre los fieles y sus enemigos, entre el bien y el mal, entre Dios y Satán. La imagen de la descendencia nos recuerda la lucha de Gn 3, 15 entre la serpiente y la mujer, entre el linaje de la serpiente y el linaje de la mujer4.

29 Dada esta interpretación eclesial primordial de Ap 12, ¿resulta aún posible hallar en este pasaje una referencia secundaria a María? El texto no identifica explícitamente a la mujer con María. Se refiere a ella como madre del «hijo varón [...] que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro», cita ésta del Salmo 2 aplicada en otros pasajes del Nuevo Testamento tanto al Mesías como al pueblo fiel de Dios (cf. Hb 1, 5; 5, 5; Hch 13, 33 y Ap 2, 27). Ante este hecho, algunos Padres de la Iglesia llegaron a pensar en la madre de Jesús al leer este capítulo5. Habida cuenta de la inclusión del Libro del Apocalipsis en el canon de la Escritura, en el que las diferentes imágenes bíblicas se entrelazan, se planteó la posibilidad de una interpretación más explícita, tanto individual como colectiva, de Ap 12, interpretación que arroja luz sobre el papel de María y de la Iglesia en la victoria escatológica del Mesías.

Reflexión bíblica

30. El testimonio de la Escritura invita a todos los fieles de cada generación a llamar «bienaventurada» a María, a esa mujer judía de humilde extracción, a esa hija de Israel que vivió esperando justicia para los pobres, a quien Dios honró y escogió para que se
convirtiera en la madre virgen de su Hijo cubriéndola con la sombra del Espíritu Santo.

Debemos bendecirla como «esclava del Señor» que dio su consentimiento incondicional al cumplimiento del designio divino de salvación, como madre que meditó todas las cosas en su corazón, como refugiada que buscó asilo en tierra extranjera, como madre desgarrada por el sufrimiento inocente de su propio hijo, y como mujer a la que Jesús encomendó sus amigos. Nos asociamos a ella y a los Apóstoles cuando oran por la efusión del Espíritu sobre la Iglesia naciente, familia escatológica de Cristo. E incluso podemos vislumbrar en ella el destino final del pueblo de Dios: compartir la victoria de su hijo sobre el poder del mal y de la muerte.

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