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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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domingo, 20 de abril de 2014

AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS


"Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13, 32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz:
Cristo resucitó de entre los muers. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida.
(Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)

I EL ACONTECIMIENTO HISTÓRICO Y TRASCENDENTE

El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: "Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: "(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (Cf. Hch 9, 3- 18).

El sepulcro vacío
"¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado" (Lc 24, 5- 6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (Cf. Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres (Cf. Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (Cf. Lc 24, 12). "El discípulo que Jesús amaba" (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir "las vendas en el suelo"(Jn 20, 6) "vio y creyó" (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (Cf. Jn 20, 5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro (Cf. Jn 11, 44).

Las apariciones del Resucitado
María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (Cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado aprisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (Cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (Cf. Mt 28, 9- 10;Jn 20, 11-18). Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (Cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció enseguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (Cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (Cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: "¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!" (Lc 24, 34).

 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles - y a Pedro en particular - en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos "testigos de la Resurrección de Cristo" (Cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (Cf. 1 Co 15, 4-8).

 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(Cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y asustados (Cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y "sus palabras les parecían como desatinos" (Lc 24, 11; Cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua "les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado" (Mc 16, 14).

 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (Cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (Cf. Lc 24, 39). "No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados" (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (Cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, "algunos sin embargo dudaron" (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un "producto" de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació - bajo la acción de la gracia divina - de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
 
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (Cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (Cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (Cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (Cf. Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (Cf. Mt 28, 9. 16- 17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (Cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (Cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra figura" (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (Cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).

La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (Cf. 1 Co 15, 35-50).

La resurrección como acontecimiento trascendente
"¡Qué noche tan dichosa, canta el “Exultet” de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos. Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (Cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, "a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo" (Hch 13, 31).

II LA RESURRECCIÓN, OBRA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención trascendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que "ha resucitado" (cf. Hch 2, 24) a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad - con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente "Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1, 3-4). San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (Cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.

En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (Cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: "doy mi vida, para recobrarla de nuevo... Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo" (Jn 10, 17-18). "Creemos que Jesús murió y resucitó" (1 Te 4, 14).

Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: "Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas" (San Gregorio Niceno, res. 1; Cf. también DS 325; 359; 369; 539).

III SENTIDO Y ALCANCE SALVÍFICO DE LA RESURRECCIÓN

"Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe"(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (Cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (Cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión "según las Escrituras" (Cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Él había dicho: "Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy" (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era "Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: "La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros... al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy" (Hch 13, 32-33; Cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (Cf. Rm 4, 25) "a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos... así también nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (Cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a mis hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

Por último, la Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado - es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos "saborean los prodigios del mundo futuro" (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (Cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).

RESUMEN
La fe en la Resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y misteriosamente trascendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios.

El sepulcro vacío y las vendas en el suelo significan por sí mismas que el cuerpo de Cristo ha escapado por el poder de Dios de las ataduras de la muerte y de la corrupción. Preparan a los discípulos para su encuentro con el Resucitado.

Cristo, "el primogénito de entre los muertos" (Col 1, 18), es el principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma (Cf. Rm 6, 4), más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo (Cf. Rm 8, 11).

sábado, 19 de abril de 2014

PREGÓN PASCUAL


Exulten por fin los coros de los ángeles,
exulten las jerarquías del cielo,
y por la victoria de Rey tan poderoso
que las trompetas anuncien la salvación.
Goce también la tierra,
inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del Rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla
que cubría el orbe entero.
Alégrese también nuestra madre la Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.
En verdad es justo y necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre todopoderoso,
y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre
la deuda de Adán
y, derramando su sangre,
canceló el recibo del antiguo pecado.
Porque éstas son las fiestas de Pascua,
en las que se inmola el verdadero Cordero,
cuya sangre consagra las puertas de los fieles.
Ésta es la noche
en que sacaste de Egipto
a los israelitas, nuestros padres,
y los hiciste pasar a pie el mar Rojo.
Ésta es la noche
en que la columna de fuego
esclareció las tinieblas del pecado.
Ésta es la noche
en que, por toda la tierra,
los que confiesan su fe en Cristo
son arrancados de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia
y son agregados a los santos.
Ésta es la noche
en que, rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.
¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?
¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!
Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!
¡Qué noche tan dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos.
Ésta es la noche
de la que estaba escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mí gozo.»
Y así, esta noche santa
ahuyenta los pecados,
lava las culpas,
devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes,
expulsa el odio,
trae la concordia,
doblega a los poderosos.
En esta noche de gracia,
acepta, Padre santo,
este sacrificio vespertino de alabanza
que la santa Iglesia te ofrece
por rnedio de sus ministros
en la solemne ofrenda de este cirio,
hecho con cera de abejas.
Sabernos ya lo que anuncia esta columna de fuego,
ardiendo en llama viva para gloria de Dios.
Y aunque distribuye su luz,
no mengua al repartirla,
porque se alimenta de esta cera fundida,
que elaboró la abeja fecunda
para hacer esta lámpara preciosa.
¡Que noche tan dichosa
en que se une el cielo con la tierra,
lo humano y lo divino!
Te rogarnos, Señor, que este cirio,
consagrado a tu nombre,
arda sin apagarse
para destruir la oscuridad de esta noche,
y, como ofrenda agradable,
se asocie a las lumbreras del cielo.
Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
y es Cristo, tu Hijo resucitado,
que, al salir del sepulcro,
brilla sereno para el linaje humano,
y vive y reina glorioso
por los siglos de los siglos.
Amén.

DESCENDIO A LOS INFIERNOS


Catequesis del Obispo de Roma Juan Pablo II
(11.I.89)

1. En las catequesis más recientes hemos explicado, con el ayuda de textos bíblicos, el artículo del Símbolo de los Apóstoles que dice de Jesús: 'Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado y sepultado'. No se trataba sólo de narrar la historia de la pasión, sino de penetrar la verdad de fe que encierra y que el Símbolo hace que profesemos: la redención humana realizada por Cristo con su sacrificio. Nos hemos detenido particularmente en la consideración de su muerte y de las palabras pronunciadas por él durante la agonía en la cruz, según la relación que nos han transmitido los evangelistas sobre ello. Tales palabras nos ayudan a descubrir y a entender con mayor profundidad el espíritu con el que Jesús se inmoló por nosotros.

Ese artículo de fe se concluye, como acabamos de repetir, con las palabras: '... y fue sepultado'. Parecería una pura anotación de crónica: sin embargo es un dato cuyo significado se inserta en el horizonte más amplio de toda la Cristología. Jesucristo es el Verbo que se ha hecho carne para asumir la condición humana y hacerse semejante a nosotros en todo excepto en el pecado (Cfr. Heb 4 15). Se ha convertido verdaderamente en 'uno de nosotros' (Cfr. Concilio Vaticano 11 Const. Gaudium et Spes 22) para poder realizar nuestra redención, gracias a la profunda solidaridad instaurada con cada miembro de la familia humana. En esa condición de hombre verdadero sufrió enteramente la suerte del hombre, hasta la muerte, a la que habitualmente sigue la sepultura, al menos en el mundo cultural y religioso en el que se insertó y vivió. La sepultura de Cristo es, pues, objeto de nuestra fe en cuanto nos propone de nuevo su misterio de Hijo de Dios que se hizo hombre y llegó hasta el extremo del acontecer humano.

2. A estas palabras conclusivas del artículo sobre la pasión y muerte de Cristo, se une en cierto modo el artículo siguiente que dice: 'Descendió a los infiernos' En dicho artículo se reflejan algunos textos del Nuevo Testamento que veremos enseguida. Sin embargo será bueno decir previamente que, si en el período de las controversias con los arrianos la fórmula arriba indicada se encontraba en los textos de aquellos herejes, sin embargo fue introducida también en el así llamado Símbolo de Aquileya que era una de las profesiones de la fe católica entonces vigentes, redactada a final del siglo IV (Cfr. DS 16). Entró definitivamente en la enseñanza de los concilios con el Lateranense IV (1215) y con el 11 Concilio de Lión en la profesión de fe de Miguel el Paleólogo (1274).

Como punto de partida aclárese además que la expresión 'infiernos' no significa el infierno, el estado de condena sino la morada de los muertos, que en hebreo se decía sheol y en griego hades (Cfr. Hech 2, 31).

3. Son numerosos los textos del Nuevo Testamento de los que se deriva aquella fórmula. El primero se encuentra en el discurso de Pentecostés del Apóstol Pedro que refiriéndose al Salmo 16, para confirmar el anuncio de la resurrección de Cristo allí contenido, afirma que el profeta David 'vio a lo lejos y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades ni su carne experimentó la corrupción' (Hech 2, 31). Un significado parecido tiene la pregunta que hace el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: '¿Quién bajará al abismo? Esto significa hacer subir a Cristo de entre los muertos' (Rom 10, 7).

También en la Carta a los Efesios hay un texto que, siempre en relación con un versículo del Salmo 68: 'Subiendo a altura ha llevado cautivos y ha distribuido dones a los hombres' (Sal 68, 19), plantea una pregunta significativa: '¿Qué quiere decir ''subió sino que antes bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo' (Ef 4, 8-10). De esta manera el Autor parece vincular el 'descenso' de Cristo al abismo (entre los muertos), del que habla la Carta a los Romanos con su ascensión al Padre, que da comienzo a la 'realización' escatológica de todo en Dios.

A este concepto corresponden también las palabras puestas en boca de Cristo: 'Yo soy el Primero y el Ultimo, el que vive. Estuve muerto pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades' (Ap 1, 17-18).

4. Como se ve en los textos mencionados, el artículo del Símbolo de los Apóstoles 'descendió a los infiernos' tiene su fundamento en las afirmaciones del Nuevo Testamento sobre el descenso de Cristo tras la muerte en la cruz, al 'país de la muerte', al 'lugar de los muertos' que en el lenguaje del Antiguo Testamento se llamaba 'sheol'. Si en la Carta a los Efesios se dice 'en las regiones inferiores de la tierra', es porque la tierra acoge el cuerpo humano después de la muerte, y así acogió también el cuerpo de Cristo que expiró en el Gólgota como lo describen los Evangelistas (Cfr. Mt 27, 59 s. y paralelos; Jn 19 40-42). Cristo pasó a través de una auténtica experiencia de muerte incluido el momento final que generalmente forma parte de su economía global: fue puesto en el sepulcro.

Es la confirmación de que su muerte fue real, y no sólo aparente. Su alma, separada del cuerpo, fue glorificada en Dios, pero el cuerpo yacía en el sepulcro en estado de cadáver.
Durante los tres días (no completos) transcurridos entre el momento en que 'expiró' (Cfr. Mc 15, 37) y la resurrección, Jesús experimentó el 'estado de muerte', es decir, la separación del alma y cuerpo, en el estado y condición de todos los hombres. Este es el primer significado de las palabras 'descendió a los infiernos', vinculadas con lo que el mismo Jesús había anunciado previamente cuando, refiriéndose a la historia de Jonás, dijo: 'Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches' (Mt 12, 40).

5. Precisamente se trataba de esto; el corazón o el seno de la tierra. Muriendo en la cruz, Jesús entregó su espíritu en manos del Padre: 'Padre en tus manos encomiendo mi espíritu' (Lc 23, 46). Si la muerte comporta la separación de alma y cuerpo, se sigue de ello que también para Jesús se tuvo por una parte el estado de cadáver del cuerpo, y por otra la glorificación celeste de su alma desde el momento de la muerte. La primera Carta de Pedro habla de esta dualidad cuando, refiriéndose a la muerte sufrida por Cristo por los pecados, dice de él: 'Muerto en la carne, vivificado en el espíritu' (1 Ped 3, 18). Alma y cuerpo se encuentran por tanto en la condición terminal correspondiente a su naturaleza, aunque en el plano ontológico el alma tiende a recomponer la unidad con el propio cuerpo. El Apóstol sin embargo añade: 'En el espíritu (Cristo) fue también a predicar a los espíritus encarcelados' (1 Ped 3, 19). Esto parece ser una representación metafórica de la extensión, también a los que murieron antes que El, del poder de Cristo crucificado.

6. Aun en su oscuridad, el texto petrino confirma los demás textos en cuanto a la concepción del 'descenso a los infiernos' como cumplimiento, hasta la plenitud, del mensaje evangélico de la salvación. Es Cristo el que, puesto en el sepulcro en cuanto al cuerpo, pero glorificado en su alma admitida en la plenitud de la visión beatifica de Dios, comunica su estado de beatitud a todos los justos con los que, en cuanto al cuerpo, comparte el estado de muerte.

En la Carta a los Hebreos se encuentra la descripción de la obra deliberación de los justos realizada por El: 'Por tanto... así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, par aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos por temor a la muerte estaban de por vida sometidos a la esclavitud' (Heb 2, 14-15). Como muerto (y al mismo tiempo como vivo 'para siempre'), Cristo tiene 'las llaves de la Muerte y del Hades' (Cfr. Ap 1, 17)18). En esto se manifiesta y realiza la potencia salvífica de la muerte sacrificial de Cristo, operadora de redención respecto a todos los hombres, también de aquellos que murieron antes de su venida y de su 'descenso a los infiernos', pero que fueron alcanzados por su gracia justificadora.

7. Leemos también en la Primera Carta de San Pedro: '...por eso hasta al os muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios' (1 Ped 4, 6). También este versículo, aun no siendo de fácil interpretación, remarca el concepto del 'descenso a los infiernos' como la última fase de la misión del Mesías; fase 'condensada' en pocos días por los textos que tratan de hacer una presentación accesible a quien está habituado a razonar y a hablar en metáforas espacio) temporales, pero inmensamente amplio en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los tiempos y lugares, también de aquellos que en los días de la muerte y sepultura de Cristo yacían ya en el 'reino de los muertos'. La Palabra del Evangelio y de la cruz llega a todos, incluso a los que pertenecen a las generaciones pasadas más lejanas, porque todos los que se salvan han sido hechos partícipes de la Redención, aun antes de que sucediera el acontecimiento histórico del sacrificio de Cristo en el Gólgota. La concentración de su evangelización y redención en los días de la sepultura quiere subrayar que en el hecho histórico de la muerte de Cristo está inserto el misterio supra histórico de la causalidad redentora de la humanidad de Cristo, 'instrumento' de la divinidad omnipotente. Con el ingreso del alma de Cristo en la visión beatífica en el seno de la Trinidad, encuentra su punto de referencia y de explicación la 'liberación de la prisión' de los justos, que habían descendido al reino de la muerte antes de Cristo. Por Cristo y en Cristo se abre ante ellos la libertad definitiva de la vida del Espíritu, como participación en la Vida de Dios (Cfr. Santo Tomás, III, q. 52, a. 6). Esta es la 'verdad' que puede deducirse de los textos bíblicos citados y que se expresa en el artículo del Credo que habla del 'descenso a los infiernos'.

8. Podemos decir, por tanto, que la verdad expresada por el Símbolo de los Apóstoles con las palabras 'descendió a los infiernos', al tiempo que contiene una confirmación de la realidad de la muerte de Cristo, proclama también el inicio de su glorificación. No sólo de El, sino de todos los que por medio de su sacrificio redentor han madurado en la participación de su gloria en la felicidad del reino de Dios.


MEDITACIONES PARA LA NOCHE DEL SÁBADO SANTO


SOBRE LAS TINIEBLAS DE LOS CORAZONES BRILLA SU LUZ

Joseph Ratzinger
16 julio 2008

 

Meditaciones para la noche del sábado santo

LA afirmación de la muerte de Dios resuena, cada vez con más fuerza, a lo largo de nuestra época. En primer lugar aparece en Jean Paul (Jean Paul F. Richter (1763-1825), ) como una simple pesadilla. Jesús muerto proclama desde el techo del mundo que en su marcha al más allá no ha encontrado nada: ningún cielo, ningún dios remunerador, sino sólo la nada infinita, el silencio de un vacío bostezante. Pero se trata simplemente de un sueño molesto, que alejamos suspirando al despertarnos, aunque la angustia sufrida sigue preocupándonos en el fondo del alma, sin deseos de retirarse.

Cien años más tarde es Nietzsche quien, con seriedad mortal, anuncia con un estridente grito de espanto: «¡Dios ha muerto! ¡Sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos asesinados. Cincuenta años después se habla ya del asunto con una serenidad casi académica y se comienza a construir una «teología después de la muerte de Dios», que progresa y anima al hombre a ocupar el puesto abandonado por él.

El impresionante misterio del sábado santo, su abismo de silencio, ha adquirido, pues, en nuestra época un tremendo realismo. Porque esto es el sábado santo: el día del ocultamiento de Dios, el día de esa inmensa paradoja que expresamos en el credo con las palabras «descendió a los infiernos», descendió al misterio de la muerte.

El viernes santo podíamos contemplar aún al traspasado; el sábado santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su hijo. Podemos estar tranquilos; los hombres sensatos, que al principio estaban un poco preocupados por lo que pudiese suceder, llevaban razón.

Sábado santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran sábado santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y se disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir que aquél a quien creen muerto se halla entre ellos?

Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos hemos dado realmente cuenta de que esta frase está tomada casi literalmente de la tradición cristiana, de que hemos rezado con frecuencia algo parecido en el vía-crucis, sin penetrar en la terrible seriedad y en la trágica realidad de lo que decíamos? Lo hemos asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de ideologías y costumbres anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad irreal y a frases de devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de museo arqueológico; lo hemos asesinado con la duplicidad de nuestra vida, que lo oscurece a él mismo; porque, ¿qué puede hacer más discutible en este mundo la idea de Dios que la fe y la caridad tan discutibles de sus creyentes?

La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se convierte cada vez más en un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se refiere también a nosotros. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de su radical solidaridad con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es, simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin fronteras.

Todavía más: a través del naufragio del viernes santo, a través del silencio mortal del sábado santo, pudieron comprender los discípulos quién era Jesús realmente y qué significaba verdaderamente su mensaje. Dios debió morir por ellos para poder vivir de verdad en ellos. La imagen que se habían formado de él, en la que intentaban introducirlo, debía ser destrozada para que a través de las ruinas de la casa deshecha pudiesen contemplar el cielo y verlo a él mismo, que sigue siendo la infinita grandeza. Necesitamos las tinieblas de Dios, necesitamos el silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza, el abismo de nuestra nada, que se abriría ante nosotros si él no existiese.

Hay en el evangelio una escena que prenuncia de forma admirable el silencio del sábado santo y que, al mismo tiempo, parece como un retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en un bote, que está a punto de zozobrar asaltado por la tormenta.

El profeta Elías había indicado en una ocasión a los sacerdotes de Baal, que clamaban inútilmente a su dios pidiendo un fuego que consumiese los sacrificios, que probablemente su dios estaba dormido y era conveniente gritar con más fuerza para despertarle. ¿Pero no duerme Dios en realidad? La voz del profeta ¿no se refiere, en definitiva, a los creyentes del Dios de Israel que navegan con él en un bote zozobrante? Dios duerme mientras sus cosas están a punto de hundirse: ¿no es ésta la experiencia de nuestra propia vida? ¿No se asemejan la Iglesia y la fe a un pequeño bote que naufraga y que lucha inútilmente contra el viento y las olas mientras Dios está ausente? Los discípulos, desesperados, sacuden al Señor y le gritan que despierte; pero él parece asombrarse y les reprocha su escasa fe. ¿No nos ocurre a nosotros lo mismo? Cuando pase la tormenta reconoceremos qué absurda era nuestra falta de fe.

Y, sin embargo, Señor, no podemos hacer otra cosa que sacudirte a ti, el Dios silencioso y durmiente y gritarte: ¡despierta! ¿no ves que nos hundimos? Despierta, haz que las tinieblas del sábado santo no sean eternas, envía un rayo de tu luz pascual a nuestros días, ven con nosotros cuando marchamos desesperanzados hacia Emaús, que nuestro corazón arda con tu cercanía. Tú que ocultamente preparaste los caminos de Israel para hacerte al fin un hombre como nosotros, no nos abandones en la oscuridad, no dejes que tu palabra se diluya en medio de la charlatanería de nuestra época. Señor, ayúdanos, porque sin ti pereceríamos.

2.

El ocultamiento de Dios en este mundo es el auténtico misterio del sábado santo, expresado en las enigmáticas palabras: Jesús «descendió a los infiernos». La experiencia de nuestra época nos ayuda a profundizar en el sábado santo, ya que el ocultamiento de Dios en su propio mundo —que debería alabarlo con millares de voces—, la impotencia de Dios, a pesar de que es el todopoderoso, constituye la experiencia y la preocupación de nuestro tiempo.

Pero, aunque el sábado santo expresa íntimamente nuestra situación, aunque comprendamos mejor al Dios del sábado santo que al de las poderosas manifestaciones en medio de tormentas y tempestades, como las narradas por el Antiguo Testamento, seguimos preguntándonos qué significa en realidad esa fórmula enigmática: Jesús «descendió a los infiernos».

Seamos sinceros: nadie puede explicar verdaderamente esta frase, ni siquiera los que dicen que la palabra infierno es una falsa traducción del término hebreo sheol, que significa simplemente el reino de los muertos; según éstos, el sentido originario de la fórmula sólo expresaría que Jesús descendió a las profundidades de la muerte, que murió en realidad y participó en el abismo de nuestro destino. Pero surge la pregunta: ¿qué es la muerte en realidad y qué sucede cuando uno desciende a las profundidades de la muerte? Tengamos en cuenta que la muerte no es la misma desde que Jesús descendió a ella, la penetró y asumió; igual que la vida, el ser humano no es el mismo desde que la naturaleza humana se puso en contacto con el ser de Dios a través de Cristo. Antes, la muerte era solamente muerte, separación del mundo de los vivos y —aunque con distinta intensidad— algo parecido al «infierno», a la zona nocturna de la existencia, a la oscuridad impenetrable.

Pero ahora la muerte es también vida, y cuando atravesamos la fría soledad de las puertas de la muerte encontramos a aquél que es la vida, al que quiso acompañarnos en nuestras últimas soledades y participó de nuestro abandono en la soledad mortal del huerto y de la cruz, clamando: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

Cuando un niño ha de ir en una noche oscura a través de un bosque, siente miedo, aunque le demuestren cien veces que no hay en él nada peligroso. No teme por nada determinado a lo que pueda referirse, sino que experimenta oscuramente el riesgo, la dificultad, el aspecto trágico de la existencia. Sólo una voz humana podría consolarle, sólo la mano de un hombre cariñoso podría alejar esa angustia que le asalta como una pesadilla. Existe un miedo —el miedo auténtico, que radica en lo más íntimo de nuestra soledad— que no puede ser superado por el entendimiento, sino exclusivamente por la presencia de un amante, porque dicho miedo no se refiere a nada concreto, sino que es la tragedia de nuestra soledad última. ¿Quién no ha experimentado alguna vez el temor de sentirse abandonado? ¿Quién no ha experimentado en algún momento el milagro consolador que supone una palabra cariñosa en dicha circunstancia? Pero cuando nos sumergimos en una soledad en la que resulta imposible escuchar una palabra de cariño estamos en contacto con el infierno. Y sabemos que no pocos hombres de nuestro mundo, aparentemente tan optimista, opinan que todo contacto humano se queda en lo superficial, que ningún hombre puede tener acceso a la intimidad del otro y que, en consecuencia, el sustrato último de nuestra existencia lo constituye la desesperación, el infierno.

Jean Paul Sartre lo ha expresado literariamente en uno de sus dramas, proponiendo, simultáneamente, el núcleo de su teoría sobre el hombre. Y de hecho, una cosa es cierta: existe una noche en cuyo tenebroso abandono no resuena ninguna voz consoladora; hay una puerta que debemos cruzar completamente solos: la puerta de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en definitiva, el miedo a esta soledad. Por eso en el Antiguo Testamento una misma palabra designaba el reino de la muerte y el infierno: sheol. Porque la muerte es la soledad absoluta. Pero aquella soledad que no puede iluminar el amor, tan profunda que el amor no tiene acceso a ella, es el infierno.

«Descendió a los infiernos»: esta confesión del sábado santo significa que Cristo cruzó la puerta de la soledad, que descendió al abismo inalcanzable e insuperable de nuestro abandono. Significa también que, en la última noche, en la que no se escucha ninguna palabra, en la que todos nosotros somos como niños que lloran, resuena una palabra que nos llama, se nos tiende una mano que nos coge y guía.

La soledad insuperable del hombre ha sido superada desde que él se encuentra en ella. El infierno ha sido superado desde que el amor se introdujo en las regiones de la muerte, habitando en la tierra de nadie de la soledad. En definitiva, el hombre no vive de pan, sino que en lo más profundo de sí mismo vive de la capacidad de amar y de ser amado. Desde que el amor está presente en el ámbito de la muerte, existe la vida en medio de la muerte. «A tus fieles, Señor, no se les quita la vida, se les cambia», reza la Iglesia en la misa de difuntos.

Nadie puede decir lo que significa en el fondo la frase: «descendió a los infiernos». Pero cuando nos llegue la hora de nuestra última soledad captaremos algo del gran resplandor de este oscuro misterio. Con la certeza esperanzadora de que en aquel instante de profundo abandono no estaremos solos, podemos imaginar ya algo de lo que esto significa. Y mientras protestamos contra las tinieblas de la muerte de Dios comenzamos a agradecer esa luz que, desde las tinieblas, viene hacia nosotros.

En la oración de la Iglesia, la liturgia de los tres días santos ha sido estudiada con gran cuidado; la Iglesia quiere introducirnos con su oración en la realidad de la pasión del señor y conducirnos a través de las palabras al centro espiritual del acontecimiento.

Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas del sábado santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran. Cristo se ha ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables se ha convertido también en nuestra salvación; ahora se realizan las escuetas palabras del salmista: «aunque bajase hasta los infiernos, allí estás tú». En esta liturgia ocurre que, cuanto más avanza, comienzan a lucir en ella, como en la alborada, las primeras luces de la mañana de pascua. Si el viernes santo nos ponía ante los ojos la imagen desfigurada del traspasado, la liturgia del sábado santo nos recuerda, más bien, a los crucifijos de la antigua Iglesia: la cruz rodeada de rayos luminosos, que es una señal tanto de la muerte como de la resurrección.

De este modo, el sábado santo puede mostrarnos un aspecto de la piedad cristiana que, al correr de los siglos, quizá haya ido perdiendo fuerza. Cuando oramos mirando al crucifijo, vemos en él la mayoría de las veces una referencia a la pasión histórica del Señor sobre el Gólgota. Pero el origen de la devoción a la cruz es distinto: los cristianos oraban vueltos hacia oriente, indicando su esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la historia; es decir, expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz está estrechamente ligada, al principio, con esta orientación de la oración, representa la insignia que será entregada al rey cuando llegue; en el crucifijo alcanza su punto culminante la oración.

Así, pues, para la cristiandad primitiva la cruz era, ante todo, signo de esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección hacia el Señor que viene. Con la evolución posterior se hizo bastante necesario volver la mirada, cada vez con más fuerza, hacia el hecho: ante todas las volatilizaciones de lo espiritual, ante el camino extraño de la encarnación de Dios, había que defender la prodigalidad impresionante de su amor, que por el bien de unas pobres criaturas se había hecho hombre, y qué hombre. Había que defender la santa locura del amor de Dios, que no pronunció una palabra poderosa, sino que eligió el camino de la debilidad, a fin de confundir nuestros sueños de grandeza y aniquilarlos desde dentro.

¿Pero no hemos olvidado quizás demasiado la relación entre cruz y esperanza, la unidad entre la orientación de la cruz y el oriente, entre el pasado y el futuro? El espíritu de esperanza que respiran las oraciones del sábado santo deberían penetrar de nuevo todo nuestro cristianismo. El cristianismo no es una pura religión del pasado, sino también del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza, porque Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino también el que ha de venir.

Señor, haz que este misterio de esperanza brille en nuestros corazones, haznos conocer la luz que brota de tu cruz, haz que como cristianos marchemos hacia el futuro, al encuentro del día en que aparezcas.

Oración

Señor Jesucristo, has hecho brillar tu luz en las tinieblas de la muerte, la fuerza protectora de tu amor habita en el abismo de la más profunda soledad; en medio de tu ocultamiento podemos cantar el aleluya de los redimidos.

Concédenos la humilde sencillez de la fe que no se desconcierta cuando tú nos llamas a la hora de las tinieblas y del abandono, cuando todo parece inconsistente. En esta época en que tus cosas parecen estar librando una batalla mortal, concédenos luz suficiente para no perderte; luz suficiente para poder iluminar a los otros que también lo necesitan.

Haz que el misterio de tu alegría pascual resplandezca en nuestros días como el alba, haz que seamos realmente hombres pascuales en medio del sábado santo de la historia.

Haz que a través de los días luminosos y oscuros de nuestro tiempo nos pongamos alegremente en camino hacia tu gloria futura.

Amén.

CRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS

Las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las cuales Jesús "resucitó de entre los muertos" (Hch 3, 15; Rm 8, 11; 1 Co 15, 20) presuponen que, antes de la resurrección, permaneció en la morada de los muertos (cf. Hb 13, 20). Es el primer sentido que dio la predicación apostólica al descenso de Jesús a los infiernos; Jesús conoció la muerte como todos los hombres y se reunió con ellos en la morada de los muertos. Pero ha descendido como Salvador proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban allí detenidos (cf. 1 P 3,18-19).

La Escritura llama infiernos, sheol, o hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (cf. Sal 6, 6; 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos (cf. Sal 89, 49;1 S 28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el "seno de Abraham" (cf. Lc 16, 22-26). "Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos" (Catecismo Romano, 1, 6, 3). Jesús no bajó a los infiernos para liberar a los condenados (cf. Concilio de Roma, año 745: DS, 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf. Benedicto XII, Libelo Cum dudum: DS, 1011; Clemente VI, c. Super quibusdam: ibíd., 1077) sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Concilio de Toledo IV, año 625: DS, 485; cf. también Mt 27, 52-53).

"Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva ..." (1 P 4, 6). El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. Es la última fase de la misión mesiánica de Jesús, fase condensada en el tiempo pero inmensamente amplia en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares porque todos los que se salvan se hacen partícipes de la Redención.

Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de la muerte (cf. Mt 12, 40; Rm 10, 7; Ef 4, 9) para "que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivan" (Jn 5, 25). Jesús, "el Príncipe de la vida" (Hch 3, 15) aniquiló "mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo y libertó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud "(Hb 2, 14-15). En adelante, Cristo resucitado "tiene las llaves de la muerte y del Infierno" (Ap 1, 18) y "al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos" (Flp 2, 10).

«Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo [...] Va a buscar a nuestro primer Padre como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es la mismo tiempo Dios e Hijo de Dios,  va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y a Eva [...] Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu Hijo. A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos» (Antigua homilía sobre el grande y santo Sábado: PG 43, 440. 452. 461).


En la expresión "Jesús descendió a los infiernos", el símbolo confiesa que Jesús murió realmente, y que, por su muerte en favor nuestro, ha vencido a la muerte y al diablo "Señor de la muerte" (Hb 2, 14).

Cristo muerto, en su alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido.

miércoles, 16 de abril de 2014

EL EVANGELIO DE LA RENOVACIÓN... EXHORTACIÓN PASTORAL

IGLESIA CATÓLICA APOSTÓLICA SIRO-ORTODOXA DE ANTIOQUÍA
ARQUIDIÓCESIS DE CENTRO AMÉRICA

IGLESIA CATÓLICA ECUMÉNICA RENOVADA - ICERGUA

EXHORTACIÓN PASTORAL
CON OCASIÓN DE LA MISA DE 
RENOVACIÓN DE LOS COMPROMISOS PRESBITERALES
E  INICIO DEL AÑO DE LA RENOVACIÓN DE TODO EL PUEBLO DE DIOS 
EN LA ARQUIDIÓCESIS DE CENTRO AMÉRICA


EL EVANGELIO DE LA RENOVACIÓN 

INTRODUCCIÓN
 
Queridos presbíteros, diáconos, seminarista y amados hermanos que, por la gracia de Dios, hacen parte de la Arquidiócesis de Centro América de la Santa Iglesia Católica Apostólica Siro-Ortodoxa de Antioquía:  Ustedes “a quienes Dios el Padre escogió conforme a su propósito y por medio del Espíritu los ha santificado para que lo obedezcan y sean purificados con la sangre de Jesucristo; reciban abundancia de gracia y de paz.” (1Pe 1:2) Hace pocos días, el sentido fallecimiento de nuestro bendito y venerable Patriarca, Su Santidad Ignacio Zaqueo I, 122 legítimo sucesor del Apóstol San Pedro y quien permanecerá en el corazón de cada uno de nosotros y en la historia de la Arquidiócesis de Centro América como el elegido por el Señor para que nos fueran abiertas las puertas de la Santa Iglesia de Antioquía, Madre de todas las Iglesias, me obligó a viajar al Medio Oriente, para encontrarme con todos los Arzobispos y Obispos, miembros de nuestro Santo Sínodo, así como con numerosos monjes y presbíteros. En medio del duelo y de los inevitables momentos de cierta incertidumbre, especialmente en torno a la elección del nuevo Patriarca que, como todos saben, recayó en Su Santidad Ignacio Efrén II; tuve ocasión de compartir largo tiempo de diálogo con varios Arzobispos y monjes, que me expresaron la sed profunda que tienen de una transformación interior y de que toda nuestra Santa Iglesia experimente, por la acción del Espíritu Santo, una primavera; tratando de que haya una auténtica renovación en la vida de los obispos, presbíteros, diáconos y de todo el pueblo de Dios.

Esta experiencia no solo sirvió para confirmarme en la certeza de que el camino que hemos emprendido, de trabajar por la renovación de todo el pueblo de Dios, es una iniciativa que el Señor está poniendo en el corazón de muchos miembros de nuestra Iglesia, sino también para tomar conciencia, sin lugar a dudas, de que la renovación no se puede impulsar solamente hacia afuera, es decir, hacia ganar nuevos miembros, sino es un proceso que tiene que comenzar por cada uno de todos los que formamos parte de la Arquidiócesis. Comenzando por el Arzobispo, los presbíteros, diáconos, seminaristas y servidores, tiene que alcanzar a cada miembro del pueblo de Dios. Se trata de que profundicemos en la experiencia de comunión con Dios que nace de la presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas y de que dejemos que esa presencia renueve, eficazmente, nuestra manera de pensar, de sentir, de valorar las cosas, de tomar decisiones y de actuar, en cada momento.  Implica promover una vida de oración personal en el Espíritu Santo, alimentada por la vida sacramental, como sucedía en la primera comunidad cristiana (cf. Hech 2:42); la cual, debe llevarnos a asumir actitudes que hagan realidad en nuestras vidas las palabras de Jesús: “Aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde; así encontrarán descanso.” (Mat 11:29) Cuando veo mi propia realidad y las situaciones que, con tanta frecuencia, se manifiestan en todos los niveles de la Arquidiócesis y en la vida de los presbíteros, diáconos, seminaristas, líderes y miembros de las comunidades, no puedo menos que clamar al Señor para pedir perdón por mis limitaciones y las de los demás e implorarle que, llenándonos de su Espíritu Santo, este año de la renovación, lo comencemos reconociendo nuestras propias faltas para que, renunciando a nosotros mismos, nos abramos a su gracia misericordiosa, de manera que vivamos una auténtica y continua renovación en el Espíritu. 

LA AUTÉNTICA RENOVACIÓN EN EL ESPÍRITU SANTO 

Estoy convencido de que el eje y corazón del Evangelio lo constituye la proclamación de que en Cristo, se realiza la renovación de todas las cosas (ver Mt 19:28) por la acción transformadora del Espíritu Santo; el cual hace que, progresivamente, se realice en cada creyente lo que Juan Bautista decía: “Él va aumentando en importancia, y yo disminuyendo.” (Jua 3:30).
 
1. La Vida en el Espíritu Santo

Ante todo, es importante que reflexionemos sobre lo que implica la Vida en el Espíritu Santo.  Algunas veces se le identifica simplemente con el haber participado en retiros, seminarios o formaciones y en utilizar formas especiales en cuanto a la manera de alabar y de orar; dando por descontado que, con ello, se es renovado. Todos estos métodos pueden ser medios válidos para renovarse, pero, por sí mismos, no garantizan la Vida en el Espíritu.

El origen de la vida en el espíritu se encuentra en el nacer de nuevo. San Juan nos presenta esta realidad con claridad, cuando Jesús le dice a Nicodemo: “Te aseguro que el que no nace de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de padres humanos, es humano; lo que nace del Espíritu, es espíritu. No te extrañes de que te diga: „Todos tienen que nacer de nuevo.‟” (Jua 3:5-6)  En el Evangelio también se nos recuerda que quienes han creído y recibido a Jesucristo, “son hijos de Dios, no por la naturaleza ni los deseos humanos, sino porque Dios los ha engendrado”. (Jua 1:13) Ahora bien, al nacer de nuevo y ser engendrado por Dios, el cristiano es renovadoespiritualmente en su manera de juzgar, y se reviste de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios y se distingue por una vida recta y pura, basada en la verdad.” (Efe 4:23-24) Renovarse en la manera de juzgar significa llegar a pensar, sentir y actuar, no de acuerdo a los criterios e intereses humanos sino según el sentir y la voluntad de Dios. Y revestirse de la nueva naturaleza es dejarse llenar y transformar interiormente por el Espíritu Santo, viviendo una experiencia de comunión constante con Dios. La vida en el Espíritu Santo, además, debe tener un crecimiento continuo e interminable. San Pablo lo recuerda de la siguiente manera: “somos como un espejo que refleja la gloria del Señor, y vamos transformándonos en su imagen misma, porque cada vez tenemos más de su gloria, y esto por la acción del Señor, que es el Espíritu.” (2Co 3:17-18) Tener más de la gloria significa estar cada vez más lleno y transformado por el Espíritu Santo e irradiar en la vida esta presencia, produciendo más abundantes y mejores frutos.
 
2. Los frutos y los dones del Espíritu Santo

Y cuáles son los frutos del Espíritu, nos lo recuerda San Pablo con claridad: “Lo que el Espíritu produce es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. Contra tales cosas no hay ley. Y los que son de Cristo Jesús, ya han crucificado la naturaleza del hombre pecador junto con sus pasiones y malos deseos. Si ahora vivimos por el Espíritu, dejemos también que el Espíritu nos guíe.” (Gál 5:22-25)  Subordinados a los frutos del Espíritu, están los dones del Espíritu; los cuales son de provecho para el creyente solamente cuando son manifestación de una vida vivida en el Espíritu Santo. En la primera carta a los Corintios, se encuentra una descripción indicativa de los dones, subrayando que su finalidad es la edificación de toda la Iglesia: “Dios da a cada uno alguna prueba de la presencia del Espíritu, para provecho de todos. Por medio del Espíritu, a unos les concede que hablen con sabiduría; y a otros, por el mismo Espíritu, les concede que hablen con pro- fundo conocimiento. Unos reciben fe por medio del mismo Espíritu, y otros reciben el don de curar enfermos. Unos reciben poder para hacer milagros, y otros tienen el don de profecía. A unos, Dios les da la capacidad de distinguir entre los espíritus falsos y el Espíritu verdadero, y a otros la capacidad de hablar en lenguas; y todavía a otros les da la capacidad de interpretar lo que se ha dicho en esas lenguas. Pero todas estas cosas las hace con su poder el único y mismo Espíritu, dando a cada persona lo que a él mejor le parece. El cuerpo humano, aunque está formado por muchos miembros, es un solo cuerpo. Así también Cristo.” (1Co 12:7-12; ver 1Co 14:10) Sin embargo, en la misma carta a los Corintios, San Pablo insiste en que esos dones valen para el que los recibe y los ejercita, únicamente en la medida en que nazcan de una vida interior, animada por el mismo Espíritu Santo: “Si hablo las lenguas de los hombres y aun de los ángeles, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Y si tengo el don de profecía, y entiendo todos los designios secretos de Dios, y sé todas las cosas, y si tengo la fe necesaria para mover montañas, pero no tengo amor, no soy nada.” (1Co 13:1-2) Eso quiere decir que la autenticidad de los dones debe discernirse, no únicamente por el efecto que producen, sino por la actitud y estilo de vida de la persona a través de quien estos dones son recibidos.  De allí que no debe de extrañarnos que en el Evangelio Jesús dice que a muchos que habían profetizado y hecho milagros en su nombre no les conocía: El día del juicio “muchos me dirán: „Señor, Señor, nosotros profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros.‟ Pero entonces les contestaré: „Nunca los conocí; ¡aléjense de mí, malhechores!‟” (Mat 7:22-23) Y por eso también Jesús exhorta: “Cuídense de esos mentirosos que pretenden hablar de parte de Dios. Vienen a ustedes disfrazados de ovejas, pero por dentro son lobos feroces. Ustedes los pueden reconocer por sus acciones, pues no se cosechan uvas de los espinos ni higos de los cardos.” (Mat 7:15-16) Y el apóstol Juan insiste: “Queridos hermanos, no crean ustedes a todos los que dicen estar inspirados por Dios, sino pónganlos a prueba, a ver si el espíritu que hay en ellos es de Dios o no. Porque el mundo está lleno de falsos profetas.” (1Jn 4:1-2) 

3. La vida en el Espíritu Santo se origina y alimenta en la vida sacramental

Otra de las características que tiene la auténtica vida en el Espíritu Santo, de acuerdo con la Biblia, es que está conectada directamente a la vida sacramental y a la vida de la Iglesia.  En el evangelio de San Marcos se insiste en que el Señor confió el encargo de predicar y de administrar los sacramentos específicamente a los apóstoles y se subraya que hay una relación inseparable entre la fe y el bautismo: “Jesús dijo a los once discípulos:El que crea y sea bautizado, obtendrá la salvación; pero el que no crea, será condenado. Y estas señales acompañarán a los que creen: en mi nombre expulsarán demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes; y si beben algo venenoso, no les hará daño; además pondrán las manos sobre los enfermos, y estos sanarán.‟” (Mar 16:16-18) Y Pedro en su primera predicación, cuando le preguntaron qué se debía hacer para obtener la salvación, respondió: “Vuélvanse a Dios y bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo, para que Dios les perdone sus pecados, y así él les dará el Espíritu Santo.” (Hch 2:38) 
También al leer el Nuevo Testamento resulta claro que, para los apóstoles y los primeros cristianos, la venida del Espíritu Santo no era un hecho del pasado, limitado meramente al día de Pentecostés, sino era una experiencia constante. Cuando cada domingo se reunían para celebrar la Eucaristía, el Señor resucitado se hacía presente en medio de ellos, por el Espíritu Santo (ver Hech 2,42); y, por la vida sacramental, tenían la certeza de que el Señor siempre estaba presente con ellos, como consta en la frase con la que termina el Evangelio de San Mateo: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mat 28:20) En el evangelio de san Juan, la relación entre la vida en el Espíritu Santo, que allí es llamada “Vida Eterna”, y la Eucaristía, es aún más explícita y contundente: “Jesús les dijo:—Les aseguro que si ustedes no comen la carne del Hijo del hombre y beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día último.” (Jn 6:53-54) Por eso el apóstol Juan liga absoluta e inseparablemente el Bautismo, la Eucaristía y la Vida en el Espíritu Santo: “La venida de Jesucristo quedó señalada con agua y sangre; no solo con agua, sino con agua y sangre. El Espíritu mismo es testigo de esto, y el Espíritu es la verdad. Tres son los testigos: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo.” (1Jn 5:6-8) La expresión “la venida de Jesucristo quedó señalada” significa que Jesucristo está presente y sigue viniendo en el tiempo y permaneciendo en medio de su pueblo, por el Bautismo, la Eucaristía y el don del Espíritu Santo, administrados y vividos dentro de la Iglesia. Los tres son inseparables y la autenticidad y eficacia de cada uno depende de la presencia de los otros dos.
 
4. La verdadera renovación carismática a la luz de la Sagrada Escritura

A la luz de la Sagrada Escritura, no puede haber otra Renovación Carismática, diferente de la que brevemente hemos presentado en los párrafos precedentes. La Vida en el Espíritu surge con el nuevo nacimiento, por el don del Espíritu Santo recibido en el Bautismo; se alimenta y va creciendo por la acción del Espíritu que se comunica a través de la Eucaristía, de la oración, del ayuno y de otros medios instituidos por el Señor; se manifiesta por los frutos de vida y la transformación interior, que hacen que la persona se identifique cada día más con Cristo y dé frutos en el Espíritu más claros, profundos y verdaderos; y, a través de la diversidad de dones que el Señor da a cada uno de los creyentes, permite que la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, se edifique y crezca.
         
NUESTRA SITUACIÓN ACTUAL 

5. Nuestra vida está llena de carencias

Si confrontamos lo que es la verdadera vida en el Espíritu Santo y la Renovación Carismática original, según la Palabra de Dios, con la realidad que muchas veces vivimos a nivel personal y comunitario, humildemente tenemos que admitir que nos queda un largo camino por recorrer. Con frecuencia, se insiste mucho en las manifestaciones externas como el canto, la oración e incluso el ejercicio de dones especiales, pero se olvida que todo ello debe nacer de una vida que tenga las características y produzca los frutos que, identifican la vida en el Espíritu Santo en el Nuevo Testamento. 

6. Alguna manifestación de nuestras carencias

Recuerdo que un día oí a un hermano, muy apreciado por sus dones de predicación y de enseñanza, que, al dar su testimonio, se glorió de tener varias décadas de ser renovado en el Espíritu Santo. Sin embargo, un poco antes, su esposa me había contado que sufría mucho por los maltratos y los enojos que le daba a ella y a su familia; y también algunos hermanos de la comunidad, me habían hablado del autoritarismo, la prepotencia y el afán desmedido que tenía por el dinero. A la luz de estos hechos, nos podemos preguntar si este hermano está viviendo la verdadera renovación o si no será uno más de aquellos que, en el último día, escucharán del Señor que, aunque profetizaron, expulsaron demonios y sanaron en su nombre, Él no los conoce. No es raro que en ciertas comunidades se derrochen grandes sumas invitando a ministerios de música y predicadores de fama que exigen altas remuneraciones para participar y que se gaste mucho dinero en dar comida abundante a los invitados, mientras, al mismo tiempo, hay indiferencia y olvido hacia el prójimo que está en necesidad, hacia las viudas, huérfanos y quienes pasan penurias y hambre. Y, por los comentarios que se hacen y se oyen, en no pocos casos, se tiene la impresión de que la motivación más importante para hacer ese tipo de manifestaciones es mostrar que se posee abundancia de medios materiales, que se tiene más capacidad y que se es mejor que los demás. Ante estas actitudes, uno no puede dejar de recordar lo que dice el Señor: “Lo que a mí me agrada es que compartas tu pan con el hambriento y recibas en tu casa al pobre sin techo; que vistas al que no tiene ropa y no dejes de socorrer a tus semejantes. Si te das a ti mismo en servicio del hambriento, si ayudas al afligido en su necesidad, tu luz brillará en la oscuridad, tus sombras se convertirán en luz de mediodía. Yo te guiaré continua- mente, te daré comida abundante en el desierto, daré fuerza a tu cuerpo y serás como un jardín bien regado, como un manantial al que no le falta el agua.” (Isa 58:7.10-11) Además, viene a la mente el pensamiento de que quizás lo que se está haciendo resuena mucho pero, como dice san Pablo, por carecer de la humildad y el amor exigidos por el Evangelio, a los ojos de Dios no vale para nada.  En otros casos, las rivalidades, discordias y conflictos que, desgraciadamente, existen en algunas comunidades, hacen que uno pueda preguntarse si, efectivamente, se trata de comunidades renovadas en el Espíritu Santo o solamente de grupos humanos que están en búsqueda de protagonismo. También, cuando se ve la importancia que se da a aspectos externos y emotivos, mientras se tiene gran descuido y desinterés por la vida sacramental, no podemos evitar de preguntarnos si se trata realmente de la Renovación Carismática y de la vida en el Espíritu Santo como consta en la Biblia o si se trata, más bien, de grupos que, aunque estén bien intencionados, al no respetar en su totalidad lo que dice la Palabra de Dios, caen en actitudes sectarias y carecen de rasgos fundamentales que debe tener la verdadera Renovación en el Espíritu Santo

7. Necesidad de profundización y llamado a la conversión

La existencia de estos problemas y de otros no mencionados, desgraciadamente tiene  consecuencias negativas en la vida de las comunidades: divisiones, falta de crecimiento, autoritarismo, pérdida del entusiasmo, estancamiento, manipulación, búsqueda de recursos económicos por encima de la búsqueda de la vida en el Espíritu Santo, etc… Al señalar estas fallas, no quiero hacer ningún juicio sobre nadie. Lo que dice el Evangelio: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra,” (Jua 8:7) vale en este caso.  Se trata simplemente de una invitación a la reflexión, a la interiorización y a la conversión. Como indiqué al inicio, es algo que no deja fuera a nadie: abarca al Arzobispo y a los Presbíteros, a diáconos, seminaristas, servidores y debe alcanzar hasta al más pequeño, al último y al recién llegado de los hermanos. Es algo que nos involucra a todos.
 
EL TRABAJO DURANTE EL AÑO DE LA RENOVACIÓN 

8. Tomar conciencia de nuestra situación actual y comprometerse en el cambio

El año de la renovación, entonces, tiene que comenzar por casa: Conscientes de lo que, según la Sagrada Escritura, es la Renovación Carismática en el Espíritu Santo en su sentido original y auténtico, se trata de emprender el camino de conversión personal y comunitario, por todos los medios que estén a nuestro alcance. Hay que romper con el equívoco de que la renovación consiste simplemente en la implementación de ciertos métodos de avivamiento espiritual, y hay que esforzarse por llegar a tener la convicción y la experiencia de que la renovación se basa en una vida injertada en el Espíritu Santo que, progresivamente, va transformándose y dando más frutos, hasta que, como personas y comunidades, se logre llegar a exclamar con san Pablo: “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí.” (Gál 2:19-20) 

9. Esforzarse por que la renovación alcance todo y a todos.

Les pido que no escatimemos esfuerzos para hacer efectivo el proceso de renovación de cada uno de nosotros y de todas nuestras comunidades: Ha llegado “el tiempo en que todo sea renovado.” (Mt 19:28) Por eso, en la medida en que dejemos que esa renovación inunde toda nuestra existencia, vamos a sentir con mayor fuerza que el mandato último que el Señor Jesús dejó a sus apóstoles: “Vayan por todo el mundo y anuncien a todos el Evangelio,” (Mar 16:15) nos lo da a cada uno de nosotros y, fieles a ese encargo; como los apóstoles “salieron a anunciar el mensaje por todas partes; y el Señor los ayudaba, y confirmaba el mensaje acompañándolo con señales milagrosas,” (Mar 16:20) también nosotros  vamos a trabajar incansablemente en la misión y experimentaremos que, a través de nuestro ministerio, el Señor realiza las mismas señales con las que confirmó la predicación apostólica. Si el Señor nos ha concedido la gracia de injertarnos dentro de la Iglesia Madre de todas las Iglesias, no es para que añoremos o imitemos lo que otras Iglesias, alejadas de las raíces originales, hacen o enseñan; sino es para que, asumiendo con todas sus características la auténtica renovación en el Espíritu Santo, vivamos una Iglesia plenamente sacramental, renovada y carismática como la que Cristo fundó y los apóstoles instituyeron; y para que, como ellos hicieron, proclamemos a todos, sobre todo con nuestra forma de vida, que el Reino de Dios está dentro de nosotros. Esta es la llamada y la misión que se nos confía a todos y a cada uno durante el año de la Renovación de todo el Pueblo de Dios. 

CONCLUSIÓN 
Que el ejemplo de la Santísima Virgen María que, por su humildad y su disponibilidad incondicional a Dios, fue cubierta con el poder del Espíritu Santo (ver Lc 1:35) y dejó que el Señor cumpliera su promesa de salvación para toda la humanidad; y su maternal intercesión (ver Jn 19:26; Hech 1:14; Sant 5:16); nos animen en este camino que emprendemos, para que, al final del mismo, como es la voluntad del Señor para nosotros, (ver Jn 15:16) se produzcan frutos abundantes y duraderos.  

San Lucas Sacatepéquez, tres de abril,  Memoria de los Bienaventurados Mártires de Chajul, del año 2014. 

Con mi bendición pastoral, 

Mor Santiago Eduardo Aguirre Oestmann
 Arzobispo de Centro América

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