Anglocatólico

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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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martes, 29 de noviembre de 2011

D. MARÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA


D. MARÍA EN LA VIDA DE LA IGLESIA

64. «Todas las promesas hechas por Dios han tenido su "sí" en él [= Cristo]; y por eso
decimos por él "amén" a la gloria de Dios» (2 Co 1, 20). El «sí» de Dios en Cristo asume
una forma característica y exigente cuando se dirige a María. El profundo misterio de
«Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1, 27) entraña un significado único
para ella. Hace posible que pronuncie ese «amén» mediante el cual, a través de la
«sombra» del Espíritu, se inaugura el «sí» divino de la nueva creación. Como hemos visto,
ese fiat de María fue especial, en su apertura a la Palabra de Dios y en el camino —hasta el
pie de la cruz y más allá de ésta— por el que el Espíritu la condujo. Las Escrituras
representan a una María cuya relación con Cristo va creciendo: la compartición por parte
de éste de la familia natural de aquélla (Lc 2, 39) se vio rebasada por la compartición por
parte de María de la familia escatológica de Cristo, de aquellos sobre los que desciende el
Espíritu (Hch 1, 14; 2, 1-4). El «amén» de María al «sí» que Dios le dice en Cristo es pues,
contemporáneamente, único y modélico para todo discípulo y para la vida de la Iglesia.

65. Un resultado de nuestro estudio ha sido la toma de conciencia de la diferencia en
las formas en que el ejemplo de la vivencia de la gracia de Dios por parte de María se ha
incorporado a la vida de devoción de nuestras tradiciones. Si bien ambas han reconocido el
papel especial de María en la comunión de los santos, la forma en que unos y otros hemos
experimentado su ministerio se ha visto caracterizada por acentuaciones distintas. Los
anglicanos han tendido a partir de la reflexión sobre el ejemplo bíblico de María como
inspiración y modelo de discipulado. Los católicos han privilegiado el ministerio
permanente de María en la economía de la gracia y en la comunión de los santos. María
dirige a las personas hacia Cristo, encomendándolas a él y ayudándolas a compartir su
vida. Ninguna de estas caracterizaciones generales hace plena justicia a la riqueza y
diversidad de cada una de las tradiciones, y el siglo XX fue testigo de un especial avance en
convergencia, ya que muchos anglicanos se vieron atraídos hacia una devoción más activa
a María, al tiempo que los católicos redescubrían las raíces bíblicas de dicha devoción.
Juntos convenimos en que al concebir a María como el ejemplo humano más pleno de la
vida de gracia, estamos llamados a reflexionar acerca de las enseñanzas de su vida
registradas en la Escritura y a asociarnos a ella como a alguien no ya muerto, sino
realmente vivo en Cristo. Al hacerlo, caminamos juntos como peregrinos en comunión con
María, la discípula más aventajada de Cristo, y con todos aquéllos cuya participación en la
nueva creación nos alienta a ser fieles a nuestra llamada (cf. 2 Co 5, 17 y 19).

66. Conscientes del papel destacado de María en la historia de la salvación, los
cristianos le han dado un lugar especial en su oración litúrgica y privada, alabando a Dios
por lo que realizó en ella y a través de ella. Al cantar el Magníficat, con ella alaban a Dios;
en la Eucaristía, oran con ella y con todo el Pueblo de Dios, insertando sus plegarias en la
gran comunión de los santos. Reconocen el papel de María en «las oraciones de todos los
santos» que se pronuncian ante el trono de Dios en la liturgia celestial (Ap 8, 3-4). Todas
estas formas de implicar a María en la alabanza y en la oración pertenecen a nuestro
legado común, al igual que nuestro reconocimiento de su condición exclusiva de
Theotókos, lo que le otorga un lugar destacado en el seno de la comunión de los santos.

Intercesión y mediación en la comunión de los santos

67. La práctica por parte de los fieles de suplicar a María que interceda por ellos ante
su hijo se incrementó rápidamente tras su declaración como Theotókos por obra del
Concilio de Éfeso. Actualmente, la forma más común de dicha intercesión la constituye el
Avemaría, forma que combina los saludos que le dirigieran Gabriel e Isabel (Lc 1, 28 y 42).
Fue ampliamente usada a partir del siglo V sin la frase final —«ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte»—, que se añadió por vez primera
durante el siglo XV y que Pío V incorporó al Breviario Romano en 1568. Los Reformadores
ingleses criticaron esta invocación y otras formas análogas de oración porque las
consideraban una amenaza a la mediación única de Jesucristo. Enfrentándose a una
devoción desmesurada, derivada de una exaltación excesiva del papel y del poder de María
como paralelos a los de Cristo, rechazaron la «doctrina católica de [...] la invocación de los
santos», la cual, «lejos de basarse en garantía alguna de la Escritura, resulta más bien
repulsiva para la Palabra de Dios» (artículo XXII). El Concilio de Trento afirmó que procurar
el auxilio de los santos para alcanzar favores de Dios es cosa «buena y útil»: semejantes
peticiones se realizan «por medio de su Hijo Jesucristo Señor nuestro, que es nuestro único
Redentor y Salvador» (DS 1821). El Concilio Vaticano II aprobó la práctica continuada de
los creyentes consistente en rogar a María que interceda por ellos, haciendo hincapié en
que «la misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o
hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia [...L favorece,
y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo» (Lumen
gentium, n. 60). Por eso la Iglesia Católica sigue fomentando la devoción mariana, al
tiempo que reprueba a quienes exageran o minimizan el papel de María (Marialis cultus, n.
31). Con este trasfondo, buscamos una forma, fundamentada teológicamente, de unirnos
de manera más estrecha en la vida de oración en comunión con Cristo y con sus santos.

68. Enseñan las Escrituras que «hay un solo [..] mediador entre Dios y los hombres,
Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm
2, 5-6). Como apuntábamos arriba, sobre la base de esta afirmación «rechazamos toda
interpretación del papel de María que empañe esta afirmación» (El don de la Autoridad II,
n. 30). Sin embargo, también es verdad que todos los ministerios de la Iglesia,
particularmente los de la Palabra y los del sacramento, sirven de mediación entre la gracia
de Dios y los seres humanos. Dichos ministerios no compiten con la mediación única de
Cristo, antes al contrario están a su servicio y en ella tienen origen. En concreto, la oración
de la Iglesia no se sitúa en paralelo a la intercesión de Cristo o en lugar de ésta, sino que
se realiza a través de él, nuestro Abogado y Mediador (cf. Rm 8, 34; Hb 7, 25 y 12, 24; 1
Jn 2, 1). Y halla tanto su posibilidad como su práctica en el Espíritu Santo y a través de él,
el otro Abogado enviado conforme a la promesa de Cristo (cf. Jn 14, 16-17). Por este
motivo, pedir a nuestros hermanos y hermanas de la tierra y del cielo que rueguen por
nosotros no se opone a la mediación única de Cristo, sino que constituye más bien un
medio a través del cual, en el Espíritu y a través de éste, el poder de dicha mediación puede
manifestarse.

69. En nuestra oración de cristianos elevamos nuestras peticiones a Dios, nuestro
Padre celestial, en Jesús y a través de él, de la forma en que el Espíritu Santo nos induce
y nos lo hace posible. Toda invocación análoga tiene lugar en el seno de esa comunión que
es el ser y el don de Dios. En la vida de oración invocamos el nombre de Cristo en
solidaridad con toda la Iglesia, auxiliados por las plegarias de hermanos y hermanas de
todo tiempo y lugar. Como ARCIC ya expresó, «la peregrinación de fe del creyente se vive
con el apoyo mutuo de todo el Pueblo de Dios. En Cristo, todos los fieles, vivos y difuntos,
permanecen unidos en una comunión de oración» (La salvación y la Iglesia, n. 22). En la
experiencia de esta comunión de oración, los creyentes son conscientes de su asociación
permanente con sus hermanas y hermanos que han «cerrado los ojos», esa «gran nube de
testigos» que nos rodea en nuestra carrera de fe. Para algunos, esta intuición significará
una percepción de la presencia de sus amigos; para otros podrá significar ponderar las
cuestiones de la existencia con quienes los precedieron en el camino de la fe. Esta
experiencia intuitiva afirma nuestra solidaridad en Cristo con los cristianos de todo tiempo
y lugar, y no menos con la mujer a través de la cual él se hizo «igual que nosotros, excepto
en el pecado» (Hb 4, 15).

70. Las Escrituras invitan a los cristianos a pedir a sus hermanos y hermanas que
rueguen por ellos en Cristo y a través de él (cf. St 5, 13-15). Quienes ahora están «con
Cristo», libres ya del impedimento del pecado, comparten la oración y la alabanza
incesantes que caracterizan la vida celestial (véanse, por ejemplo: Ap 5, 9-14; 7, 9-12; 8,
3-4). A la luz de estos testimonios, muchos cristianos han descubierto la procedencia y
eficacia de la petición de ayuda en la oración a aquellos miembros de la comunión de los
santos que se han distinguido por su vida santa (cf. St 5, 16-18). En este sentido
afirmamos que rogar a los santos que recen por nosotros no puede excluirse como algo
ajeno a la Biblia, si bien las Escrituras no lo enseñan directamente como elemento
necesario de la vida en Cristo. Además, convenimos en que la forma de procurar dicha
asistencia no debe dificultar el acceso directo de los creyentes a Dios, nuestro Padre
celestial, quien gusta de dar cosas buenas a sus hijos (Mt 7, 11). Cuando, en el Espíritu y
a través de Cristo, los creyentes elevan sus oraciones a Dios, les auxilian las oraciones de
los demás creyentes, especialmente las de aquellos realmente vivos en Cristo y libres del
pecado. Es de notar que las formas litúrgicas de oración se dirigen a Dios: no dirigen la
plegaria «a» los santos, sino que más bien piden a éstos que «rueguen por nosotros». Con
todo, en éste como en otros casos, toda idea de invocación que empañe la economía
trinitaria de gracia y esperanza ha de ser rechazada como no conforme a la Escritura o a las
antiguas tradiciones comunes.

El ministerio distintivo de María

71. Entre todos los santos, María ocupa su lugar de Theotókos: viviente en Cristo,
sigue siendo, con aquél al que dio a luz, «llena de gracia» en la comunión de gracia y
esperanza, ejemplo de la Humanidad redimida e icono de la Iglesia. Por consiguiente,
creemos que ejerce un ministerio distintivo de auxilio a los demás mediante su oración
activa. Muchos cristianos, al leer el relato de Caná, siguen oyendo a María que les ordena:
«Haced lo que él os diga», y están seguros de que somete a la atención de su hijo sus
necesidades: «No tienen vino» (Jn 2, 1-12). Muchos experimentan una sensación de
empatía y solidaridad con María, especialmente en momentos cruciales en los que la vida
de ella parece reflejar la propia, por ejemplo en la aceptación de la vocación, en el
escándalo de su embarazo, en las imprevistas circunstancias de su alumbramiento y de su
huida como refugiada. Las representaciones de María al pie de la cruz y las tradicionales de
ella recibiendo el cuerpo crucificado de Jesús (la Pietá) evocan el especial dolor de una
madre por la muerte de su hijo. Anglicanos y católicos se sienten atraídos de igual manera
por la madre de Cristo como figura tierna y compasiva.

72. La función maternal de María, afirmada por vez primera en los relatos evangélicos
acerca de su relación con Jesús, ha sido desarrollada de diversas formas. Los creyentes
cristianos reconocen a María como Madre del Dios encarnado. Al meditar las palabras de
nuestro Salvador ya moribundo a su discípulo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27),
pueden oír en ellas una invitación a quererla como «madre de los fieles» que velará sobre
ellos tal y como hizo con su hijo cuando éste lo necesitaba. Al oír llamar a Eva «madre de
todos los vivientes» (Gn 3, 20), pueden considerar a María como madre de la nueva
Humanidad, activa en su ministerio de señalar a Cristo a todas las personas, procurando el
bienestar de todos los vivientes. Convenimos en que resulta adecuado aplicar estas
imágenes a María —sin mengua de la precaución necesaria para su empleo— como forma
de honrar su relación distintiva con su hijo y la eficacia en ella de la obra redentora de éste.

73. Muchos cristianos experimentan que dar expresión piadosa a su agradecimiento
por este ministerio de María enriquece su culto a Dios. Hay que respetar la devoción
popular auténtica a María, que por su propia naturaleza despliega una amplia diversidad
personal, regional y cultural. La concentración de muchedumbres en algunos lugares en
los que se cree que María se haya aparecido parece indicar que dichas apariciones
constituyen parte importante de esta devoción y aportan consuelo espiritual. Es preciso un
discernimiento atento a la hora de examinar el valor espiritual de toda supuesta aparición.
Lo ha puesto de relieve un comentario católico reciente: «La revelación privada [...) puede
ser una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el momento presente;
por eso no se debe descartar. Es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso
de la misma. El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su
orientación a Cristo mismo. Cuando ella nos aleja de él, cuando se hace autónoma o, más
aún, cuando se hace pasar por otro y mejor designio de salvación, más importante que el
Evangelio, entonces no viene ciertamente del Espíritu Santo» (Congregación para la
Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima, 26-6-00: ECCLESIA 3.004 [2000/II], págs.
1086-1087).
Convenimos en que, con las limitaciones establecidas en esta doctrina con vistas a
asegurar la preeminencia del honor rendido a Cristo, prestar fe a semejantes revelaciones
privadas es algo aceptable, si bien nunca exigible a los fieles.

74. Al verse reconocida por vez primera como madre del Señor por parte de Isabel,
María respondió alabando a Dios y proclamando su justicia a favor de los pobres en el
Magnificat (Lc 1, 46-55). En esta respuesta de María podemos ver una actitud de pobreza
hacia Dios que refleja el compromiso y la preferencia divinos por los pobres. En su
impotencia, se ve exaltada por el favor divino. El testimonio de su obediencia y aceptación
de la voluntad de Dios, si bien utilizado a veces para alentar una actitud pasiva y para
imponer la servidumbre a la mujer, puede rectamente considerarse como un compromiso
radical con el Dios que es misericordioso para con su siervo, con el Dios que exalta a los
humildes y derriba a los poderosos. La reflexión diaria sobre el extraordinario cántico de
María ha suscitado exigencias de justicia y de atribución de poder a los oprimidos.
Inspirándose en sus palabras, comunidades femeninas y masculinas de varias culturas se
han comprometido a trabajar con los pobres y los excluidos. Sólo cuando la alegría
acompaña a la justicia y a la paz compartimos con toda razón la economía de esperanza y
gracia que María proclama y encarna.

75. Al afirmar juntos sin ambigüedad alguna la mediación única de Cristo, que
fructifica en la vida de la Iglesia, no consideramos la práctica consistente en rogar a María
y a los santos que oren por nosotros como algo que divide nuestra comunión. Puesto que
el esclarecimiento de la doctrina, la reforma litúrgica y las disposiciones prácticas
consiguientes han eliminado los obstáculos del pasado, creemos que no subsiste razón
teológica alguna para una división eclesial sobre estas cuestiones.

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