Anglocatólico

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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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sábado, 7 de diciembre de 2013

CELEBREMOS EL ADVIENTO HOY

 
Un poco de historia
 
 En el siglo IV de nuestra era los cristianos comenzaron a celebrar la venida del Señor entre los hombres. Era una celebración nueva, en esa época, pues antes de ella sólo se celebraba el día de Cristo, la Pascua del Señor, no sólo el día anual de la Pascua sino cada domingo. Surge la fiesta de la Navidad para celebrar el aniversario de la venida del Señor y también como ocasión para combatir las fiestas paganas -que se celebran el 25 de Diciembre en Roma y para los egipcios el 6 de Enero- proclamando la fe de la Iglesia en la Encarnación y Nacimiento del Verbo.
 
 Fijada la celebración del Nacimiento del Señor, ésta se va preparando durante un tiempo. Esta costumbre tuvo su origen en Francia y España; y en el siglo VII, aproximadamente, se extiende a Roma naciendo así este tiempo litúrgico, que hoy llamamos Adviento.
 
 Ya en los primeros datos sobre el Adviento se descubre un carácter escatológico a la vez del carácter de preparación a la Navidad, lo cual ha llevado a la discusión sobre el sentido originario del Adviento. En estas discusiones unos han optado por la tesis del adviento orientado a la Navidad, mientras otros optaron la tesis de preparación a la venida escatológica.
 
 SENTIDO Y ESTRUCTURA DEL ADVIENTO
 
 La celebración del Adviento dura cuatro semanas que están divididas en dos etapas. Durante este tiempo se prepara la Venida del Señor contemplada en dos aspectos: la Venida escatológica y la venida histórica.
 
 La primera etapa empieza el primer domingo de Adviento y termina el día 16 de diciembre. En esta etapa la Venida del Señor es contemplada en sus dos dimensiones, los creyentes son invitados a prepararse para salir al encuentro del Señor y recibirlo en la existencia concreta.
 
 La segunda etapa pone la atención en la venida histórica del Señor, es como una "Semana Santa" que prepara la Navidad.
 De lo señalado hasta el momento se puede inducir cuál es el sentido del Adviento, lo más importante es que se trata de la Venida del Señor, el Señor vendrá y por eso hay que estar preparado; no de cualquier manera se puede recibir al Señor, es necesaria una preparación previa. Esta preparación es la conversión del corazón acompañada del gozo y la alegría, la esperanza y la oración. El tiempo del Adviento es el tiempo de la esperanza, de poner en ejercicio esta virtud que con la fe y el amor constituyen la trama de la vida espiritual.
 
 El Adviento difiere de la Cuaresma, pues no es directamente penitencial, sería un error pensar en el Adviento como una Cuaresma que antecede a la Navidad.
 
 Las lecturas de este tiempo nos orientan en las dos dimensiones de la Venida del Señor ya señaladas, en la primera lectura se escucha a los profetas mesiánicos, especialmente Isaías, anunciando al Salvador y los tiempos nuevos y definitivos; en el Evangelio se oyen exhortaciones del Señor a la vigilancia y textos del Evangelio de la infancia.
 
 Este sentido de espera de lo definitivo se expresa en la liturgia mediante la supresión de los símbolos festivos, falta algo para la fiesta completa que sólo tendrá el culmen de la alegría cuando el Señor esté con su pueblo.
 
 PERSONAJES DEL ADVIENTO
 
 El tiempo del Adviento nos presenta tres personajes que nos ayudan a preparamos para las fiestas navideñas.
 
 Isaías es el profeta del Adviento. En sus palabras resuena el eco de la gran esperanza que confortará al pueblo elegido en tiempos difíciles y trascendentales, en su actitud y sus palabras se manifiesta la espera, la venida del Rey Mesías. Él anuncia una esperanza para todos los tiempos. En nuestro tiempo conviene mirar la figura de Isaías y escuchar su mensaje que nos dice que no todo está perdido, porque el Dios Fiel en quien creemos no abandona nunca a su pueblo, sino por el contrario, le da la salvación.
 
 Juan Bautista, el Precursor, es otro de los personajes del Adviento; él en su persona y sus palabras nos resume toda la historia anterior, él prepara los caminos del Señor, nos invita a la conversión, anuncia la salvación, señala a Cristo entre los hombres. Las palabras de invitación a la penitencia de Juan el Bautista cobran una gran actualidad hoy, su invitación es importantísima; para recibir al Señor hay que cambiar nuestra mentalidad engendradora de malas acciones, para encontrarnos con Él después de nuestro cambio interior.
 
 María, la Madre del Señor es el tercer personaje del Adviento. En ella culmina y adquiere una dimensión maravillosa toda la esperanza del mesianismo hebreo. María espera al Señor cooperando en la obra redentora. El Adviento es el mes litúrgico mariano, en este tiempo María aparece en los textos bíblicos, sobre todo en la última semana. Su actitud de confianza y esperanza activa es un modelo a seguir.
 
 ESPIRITUALIDAD DEL ADVIENTO
 
 Durante el tiempo del Adviento la liturgia pone a nuestra consideración al Dios - Amor que se hace presente en la historia de los hombres, Dios que salva al género humano por medio de Jesús de Nazaret en quien el Padre se revela.
 
 El Adviento nos debe hacer crecer en nuestra convicción de que Dios nos ama y nos quiere salvar, y debe acrecentar nuestro amor agradecido a Dios.
 
 Adviento es el tiempo litúrgico de dimensión escatológica, el tiempo que nos recuerda que la vida del cristiano no termina acá, sino que Dios nos ha destinado a la eternidad, a la salvación; en este proyecto la historia es el lugar de las promesas de Dios.
 
 Dios anuncia y cumple sus promesas en nuestra historia. Adviento es el tiempo en que celebramos la dimensión escatológica de nuestra fe, pues nos presenta el plan divino de salvación con elementos ya realizados en Cristo y con otros elementos de plenitud que aún esperamos se cumplan.
 
 Esta esperanza escatológica supone una actitud de vigilancia, porque el Señor vendrá cuando menos lo pensamos. La vigilancia requiere la fidelidad, la espera ansiosa y también el sacrificio; la actitud radical del cristiano ante el retorno del Señor es el grito interior de: ¡VEN, SEÑOR JESÚS!.
 
 Esperar en el Señor supone estar convencido que sólo de Él viene la salvación, sólo Él puede liberarnos de nuestra miseria, de esa miseria que nos esclaviza e impide crecer; el tiempo de Adviento nos recuerda que se acerca el Salvador por eso la esperanza va unida a la alegría, el gozo y la confianza.
 
 Adviento es también, el tiempo del compromiso terreno; la invitación del Bautista a preparar los caminos del Señor nos presenta como ideal una espera activa y eficaz. No se espera al Señor que vendrá con los brazos cruzados sino en actividad, en el esfuerzo por contribuir a construir un mundo mejor, más justo, más pacífico donde se viva la fraternidad y la solidaridad. La espera del cielo nuevo y tierra nueva nos impulsa a esta acción transformante de nuestro mundo, pues así éste va madurando y preparándose positivamente para la transformación definitiva al final de los tiempos.
 
 La espera escatológica definitiva al final de los tiempos no es una invitación a la ausencia del compromiso con la sociedad terrena sino un estímulo a prepararla para esa transformación.
 
 El Adviento nos hace desear ardientemente el retorno de Cristo, pero la visión de nuestro mundo injusto, sembrado de odio y división nos revela su falta de preparación para recibir al Señor. Los creyentes hemos de preparar el mundo, madurarlo para venida del Señor.
 
 PASTORAL DE LA CELEBRACIÓN
 
 La venida de Cristo y su presencia en el mundo es ya una realidad, Cristo está presente en la Iglesia y en el mundo y esa presencia se prolongará ¿por qué, entonces, esperar su venida?
 Cristo está presente pero su presencia no es aún total ni definitiva, el Adviento nos sitúa en lo realizado en la encarnación y lo que queda por realizar de la plenitud escatológico, en el "ya", pero "todavía no".
 
 Hay muchos hombres que aún no han reconocido a Jesucristo, el mundo no está plenamente reconciliado con el Padre aunque sí en germen, es preciso, entonces, seguir anunciando la venida plena del Señor hasta la reconciliación plena de Dios con los hombres al final de los tiempos; hemos de pedir que venga a nosotros el reino del Señor.
 
 También en nuestra vida personal Cristo no se ha posesionado totalmente de nosotros porque nosotros muchas veces lo hemos impedido. En nuestra vida personal hemos de seguir esperando la venida del Señor. En la Navidad, en cada misa, en el hoy de cada celebración eucarística se actualizan el acontecimiento histórico de la venida del Señor y su futura Parusía; de allí la importancia de la celebración litúrgica en todo tiempo y también en Adviento.
 
 Por eso queremos ofrecer algunas sugerencias para la celebración que ayuden a captar en mayor profundidad el sentido y la espiritualidad del Adviento.
 
 La ambientación del lugar de la celebración debe ayudar a los fieles a darse cuenta que empieza una nueva etapa dentro de la liturgia dominical, la etapa de la espera. Un primer elemento es el tono morado de los ornamentos, junto con la ausencia de flores en el altar, así resaltará más la alegría festiva de la Navidad con los ornamentos blancos y los arreglos florales. No se han de colocar flores, pero sí sería oportuno colocar algunas plantas de interior en el presbiterio. Puede ser muy expresivo, también, una pancarta en un lugar visible del templo, en el atrio y dentro de la iglesia con frases como: "Ven, Señor Jesús', 'Esperamos tu venida', 'Preparemos los caminos del Señor", etc.
 
 La música sólo debería usarse para acompañar los cantos y si en algún caso se tocara música instrumental que sea creadora de un ambiente de serenidad. Antes y después de las celebraciones convendría una ambientación musical con cantos gregorianos de Adviento o música de órgano que mantengan el ambiente discreto y recogido.
 
 También sería conveniente potenciar el tiempo de Adviento como tiempo mariano, en el espíritu de la exhortación “Marialis Cultus”. Ayudaría mucho colocar una imagen de la Virgen con el Niño ya que así se evoca la venida. En el rito de entrada sería conveniente encender progresivamente cada domingo las velas de la corona de Adviento sea en el momento en que habitualmente se encienden los cirios o cuando el sacerdote ha llegado al altar y se sigue cantando el canto de entrada o en el silencio posterior al saludo.
 El cirio puede ser encendido cada semana por diferentes personas, por ejemplo: un niño, una familia, una religiosa, el presidente de la celebración. Hay que cuidar también en este tiempo el canto de entrada, el cual deberá crear el ambiente de la celebración, cantos como: 'Ven, Señor no tardes', "Cielos, lloved vuestra justicia", 'Esperando al Mesías' pueden ser muy oportunos. Este canto es preferible repetirlo los cuatro domingos en vez de cambiarlo perdiendo el sentido creador de atmósfera.
 
 En la liturgia de la Palabra convendría remarcar el primer domingo de Adviento el inicio de un nuevo ciclo de lecturas, para lo cual, aparte de una monición presidencial, puede ayudar la actualización del rito de inauguración del lugar de la Palabra dentro de la Dedicación de una iglesia. El ministro que acompaña al presidente de la celebración o él mismo, lleva el leccionario durante la procesión de entrada y al llegar lo deja sobre el altar, antes de besarlo. Terminada la oración colecta, el presidente va al altar, toma el leccionario y lo lleva al ambón, allí muestra el leccionario al pueblo y dice éstas o palabras semejantes: "iniciamos hoy, como cada año en este domingo, un ciclo de lecturas bíblicas (el Evangelio de... ). Que la Palabra de Dios halle eco en nosotros, cada domingo, para que conozcamos mejor el misterio de Jesús y para que se realice en nosotros la salvación que Dios quiere para todos los hombres".
 
 Luego deja el libro abierto sobre el ambón, va a su sitio y el lector proclama la lectura. El salmo responsorial deberá cantarse, en lo posible, o al menos aprender antífonas propias o apropiadas. El Aleluya debería cantarse los domingos y mejor omitirse los días feriales. Sería también oportuno cantar los cuatro domingos una misma respuesta para la oración de los fieles, la cual podría ser: "Ven, Señor Jesús", "Ven, Señor no tardes más", "Venga a nosotros tu reino". etc.
 
 En la liturgia eucarística sería conveniente hacer en silencio la presentación de los dones o con una melodía suave, en todo caso, mejor sin canto, para resaltar el carácter austero del tiempo y permitir la meditación de los fieles. Sí, por el contrario, convendría cantar la aclamación primera después de la consagración ya que expresa mejor el ansia por la venida del Señor. También conviene en este tiempo que como prolongación de la austeridad en la celebración eucarística se viva una austeridad en la disposición y arreglo del lugar de la Reserva Eucarística.
 
 VIVAMOS EL "ADVIENTO" ... DEL SEÑOR QUE LLEGA
 
 INVOCACIÓN. Adviento o "advenimiento" son palabras que significan tiempo y actitud de espera ... con llegada. Por su fuerza intensiva, no las aplicamos al acontecer rutinario en el que los hombres nos hallamos inmersos, acaso sin emoción y sobresalto... Las reservamos para hablar de acontecimientos altamente deseados y esperados (si reportan bienes) o pavorosamente temidos, si traen consigo males ... Advenimiento altamente deseado y esperado es, para una joven, el día de su desposorio; para una esposa, el de su maternidad; y para un pueblo en guerra, el de su paz. Y advenimiento intensamente temido es, para una familia, el zarpazo de la crisis en sus relaciones hogareñas; y para una economía modesta, la pérdida del puesto de trabajo que garantizaba el pan. ...Invoquemos muchas veces este tipo de "advientos" que salpican de gracia o dolor nuestras vidas, y aprenderemos a valorar otros igualmente fuertes
 
 EXPECTACIÓN. ¡Feliz el hombre que sabe vivir en constante "adviento"! .... Si consideramos atentamente las cosas, los avatares de cada día nos obligan a vivir siempre expectantes, pues, queramos o no, transitamos, de la mañana a la noche, por caminos siempre inacabados... , siempre abiertos a la sorpresa ... Nos hacemos y rehacemos a golpe de sorpresas y esperanzas, sobre todo de sorpresas gratas y de esperanzas fundadas .... ¿No es verdad que, si bien con frecuencia soportamos días grises, y con lágrimas, damos primacía a los advenimientos alegres que muestran el rostro positivo de las cosas...? Del "adviento humano", venturoso, podríamos decir que es tiempo de esperanza firme y de preparación robusta para dar alcance a presas arduas: a un amor difícil, a una amistad profunda, a una actitud solidaria, a una mesa compartid ..
 
 EXPECTACIÓN RELIGIOSA. ¡Feliz el hombre cuyos "advientos humanos" colman sus esperanzas! Pero más feliz todavía aquel cuyos advientos tienen auras de "religiosidad" ..... Miremos al hombre que es creyente. Su adviento, por ser religioso (pues habla de advenimiento de Dios, o de los dioses), es el más bello y sublime que cabe en la escala de las "esperanzas"... Con razón todas las religiones, primitivas o evolucionadas, celebraron su peculiar adviento una y otra vez. A todas les gusta revivir con cierta expectación solemne la cercanía de su Dios (o de sus dioses)... ¡Cómo "suspiramos" todos los mortales por que "advenga" a nuestra vida un Ser Divino de rostro amigable y protector ...
 
 ADVIENTO JUDEO-CRISTIANO Y EXPECTACIÓN SUPREMA.
Todas las religiones celebran su Adviento.... Pero, entre todos los Advientos celebrados, el que proclaman el judaísmo y el cristianismo ofrece singularidades extraordinarias, al calor de una fe que se alimenta en la Palabra y el Amor desbordante de un Dios que es padre del pueblo elegido...
 
 En la tradición judía, YAVÉ, Dios único y creador, se convierte en providencia amorosa y luz que alumbra toda la historia del pueblo elegido a través de Alianzas de fidelidad, Leyes de vida y culto, y Promesas de gracia que recorren los libros del Antiguo Testamento.... Entre esas Promesas, el ventanal del Adviento se abre con un compromiso sagrado y una exigencia: compromiso divino de que Yavé enviará a Israel un MESÍAS LIBERADOR ..; y exigencia al pueblo de que viva a la espera del Mesías, en prolongado Adviento, sin desfallecer .... ¿No es hermosa esta de Israel, pueblo llamado a vivir en permanente Adviento, porque el MESÍAS prometido llegará...? ¡Hermosura es la promesa ! ... Pero no lo es el dolor de la esperanza frustrada... Porque ese Mesías, el prometido, llegó ya; llegó en la plenitud de los tiempos, en JESÚS DE NAZARET....! ¡ Y los suyos no le recibieron....! ... Los judíos recorren todavía hoy el mundo soñando con otros mesías..
 
 En la tradición cristiana, las cosas cambiaron. Nosotros, iluminados por la gracia del Nuevo Testamento, confesamos en Adviento y Navidad que Jesús de Nazaret es el MESÍAS ESPERADO DE ISRAEL y lo adoramos como a tal ... Por eso hacemos un Adviento jubiloso que colma toda expectación..! Nosotros creemos que Jesús es el Hijo del Padre, y que el Padre, por amor, nos le envió a compartir con nosotros la tienda de la vida, haciéndose Niño en las entrañas de la virgen María.... En la fe, aceptamos que el Mesías anunciado, Dios Hijo, ya se vistió de nuestra naturaleza y se hizo apto para sentir, imaginar, amar, sufrir, reir, llorar... como nosotros ..... Gocémonos en ello .
 
 ¡Adviento! ¡Adviento! ... ¡Seas para nosotros esperanza, acogida y escucha del mensaje del Mesías que viene a transformar el mundo por el Amor ...! ¡Ven, Señor, no tardes!

EL CONCILIO VATICANO II: 50 AÑOS DESPUÉS UNA CLAVE DE LECTURA


Padre Raniero Cantalamessa

1. El Concilio: hermenéutica de la ruptura y de la continuidad

 En esta meditación querría reflexionar sobre el segundo motivo de celebración de este año: el 50º aniversario del Concilio Vaticano II.

 En las últimas décadas se han multiplicado los intentos de trazar un balance de los resultados del Concilio Vaticano II . No es el caso de continuar en esta línea, ni, por otra parte, lo permitiría el tiempo a disposición. Paralelamente a estas lecturas analíticas ha existido, desde los años mismos del Concilio, una evaluación sintética, o en otras palabras, la investigación de una clave de lectura del acontecimiento conciliar. Yo quisiera insertarme en este esfuerzo e intentar, incluso, una lectura de las distintas claves de lectura.

 Fueron básicamente tres: actualización, ruptura, novedad en la continuidad. Juan XXIII, al anunciar al mundo el concilio, usó repetidamente la palabra «aggiornamento = actualización», que gracias a él entró en el vocabulario universal. En su discurso de apertura del Concilio dio una primera explicación de lo que entendía con este término:

«El Concilio Ecuménico XXI quiere transmitir la doctrina católica pura e íntegramente, sin atenuaciones ni deformaciones, [...]. Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que recorre la Iglesia desde hace veinte siglos [...]. Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo» .

Sin embargo, a medida que progresaban los trabajos y las sesiones del Concilio, se delinearon dos facciones opuestas según que, de las dos necesidades expresadas por el Papa, se acentuara la primera o la segunda: es decir, la continuidad con el pasado, o la novedad respecto de éste. En el seno de estos últimos, la palabra aggiornamento terminó siendo sustituida por la palabra ruptura. Pero con un espíritu y con intenciones muy diferentes, dependiendo de su orientación. Para el ala llamada progresista, se trataba de una conquista que había que saludar con entusiasmo; para el frente opuesto, se trataba de una tragedia para toda la Iglesia.

 Entre estos dos frentes —coincidentes en la afirmación del hecho, pero opuestos en el juicio sobre él—, se sitúa la posición del Magisterio papal que habla de «novedad en la continuidad». Pablo VI, en la Ecclesiam suam, retoma la palabra aggiornamento de Juan XXIII, y dice que la quiere tener presente como «dirección programática» . Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II confirmó el juicio de su predecesor y, en varias ocasiones, se expresó en la misma línea. Pero ha sido sobre todo el actual papa Benedicto XVI el que ha explicado qué entiende el Magisterio de la Iglesia por «novedad en la continuidad». Lo hizo pocos meses después de su elección, en el famoso discurso programático a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005. Escuchemos algunos pasajes:
«Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos. Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. […] A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma».

Benedicto XVI admite que ha habido una cierta discontinuidad y ruptura, pero ésta no afecta a los principios y a las verdades a la base de la fe cristiana, sino a algunas decisiones históricas. Entre éstas enumera la situación de conflictividad que se ha creado entre la Iglesia y el mundo moderno, que culminó con la condena en bloque de la modernidad bajo Pío IX, pero también situaciones más recientes, como la creada por los avances de la ciencia, por la nueva relación entre las religiones con las implicaciones que ello tiene para el problema de la libertad de conciencia; no en último lugar, la tragedia del Holocausto que imponía un replanteamiento de la actitud hacia el pueblo judío.
«Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción. Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma».
Si del plano axiológico, es decir, el de los principios y valores, pasamos al plano cronológico, podríamos decir que el Concilio representa una ruptura y una discontinuidad respecto al pasado próximo de la Iglesia, y representa, en cambio, una continuidad con respecto a su pasado remoto. En muchos puntos, sobre todo en el punto central que es la idea de Iglesia, el Concilio ha querido realizar una vuelta a los orígenes, a las fuentes bíblicas y patrísticas de la fe.

 La lectura del Concilio hecha propia por el Magisterio, es decir, la de la novedad en la continuidad, tuvo un precursor ilustre en el Ensayo sobre desarrollo de la doctrina cristiana del cardinal Newman, definido a menudo, también por esto, como «el Padre ausente del Vaticano II». Newman demuestra que, cuando se trata de una gran idea filosófica o de una creencia religiosa, como es el cristianismo,
«no se pueden juzgar desde sus inicios sus virtualidades y metas a las que tiende. [...]. Según las nuevas relaciones que tenga, surgen peligros y esperanzas y aparecen principios antiguos bajo forma nueva. Ella muda junto con ellos para permanecer siempre idéntica a sí misma. En un mundo sobrenatural las cosas van de otra forma, pero aquí en la tierra vivir es cambiar, y la perfección es el resultado de muchas transformaciones» .

San Gregorio Magno anticipaba, de algún modo, esta convicción cuando afirmaba que la Escritura cum legentibus crescit, «crece con aquellos que la leen» ; es decir, crece a fuerza de ser leída y vivida, a medida que surgen nuevas solicitudes y nuevos desafíos por la historia. La doctrina de la fe cambia, por tanto, pero para permanece fiel a sí misma; muda en las coyunturas históricas, para no cambiar en la sustancia, como decía Benedicto XVI.

 Un ejemplo banal, pero indicativo, es el de la lengua. Jesús hablaba la lengua de su tiempo; no el hebreo, que era la lengua noble y de las Escrituras (¡el latín del tiempo!), sino el arameo hablado por la gente. La fidelidad a este dato inicial no podía consistir, y no consistió, en seguir hablando en arameo a todos los futuros oyentes del Evangelio, sino en hablar griego a los griegos, latín a los latinos, armenio a los armenios, copto a los coptos, y así siguiendo hasta nuestros días. Como decía Newman, es precisamente cambiando como a menudo se es fiel al dato originario.

2. La carta mata, el espíritu de la vita

 Con todo el respeto y la admiración debidos a la inmensa y pionera contribución del cardenal Newman, a distancia de un siglo y medio de su ensayo y con lo que el cristianismo ha vivido entretanto, no se puede, sin embargo, dejar de señalar también una laguna en el desarrollo de su argumento: la casi total ausencia del Espíritu Santo. En la dinámica del desarrollo de la doctrina cristiana, no se tiene en cuenta suficientemente: el papel preponderante que Jesús había reservado al Paráclito en la revelación de esas verdades que los apóstoles no podían entender en el momento y para conducir a la Iglesia «a la verdad plena» (Jn 16, 12-13).

 ¿Qué es lo que permite hablar de novedad en la continuidad, de permanencia en el cambio, si no es precisamente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Lo había entendido perfectamente san Ireneo cuando afirma que la revelación es como un «depósito precioso contenido en una vasija valiosa que, gracias al Espíritu de Dios, rejuvenezca siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que lo contiene» . El Espíritu Santo no dice palabras nuevas, no crea nuevos sacramentos, nuevas instituciones, pero renueva y vivifica constantemente las palabras, los sacramentos y las instituciones creadas por Jesús. No hace cosas nuevas, pero, ¡hace nuevas las cosas!

 La insuficiente atención al papel del Espíritu Santo explica muchas de las dificultades que se han creado en la recepción del Concilio Vaticano II. La tradición, en nombre de la cual algunos han rechazado el concilio, era una Tradición donde el Espíritu Santo no jugaba ningún papel. Era un conjunto de creencias y prácticas fijado una vez para siempre, no la onda de la predicación apostólica que avanza y se propaga en los siglos y que, como toda onda, sólo se puede captar en movimiento.

Congelar la Tradición y hacerla partir o terminar en un cierto punto, significa hacer de ella una tradición muerta y no como la define Ireneo, una «Tradición viva». Charles Péguy expresa, como poeta, esta gran verdad teológica:

«Jesús no nos ha dado palabras muertas
que nosotros debamos encerrar en pequeñas cajas (o en grandes),
y que debamos conservar en aceite rancio…
Como las momias de Egipto.
Jesucristo, niña,
no nos ha dado conservas de palabras que haya que conservar.
Sino que nos ha dado palabras vivas para alimentar…
De nosotros depende, enfermos y carnales,
hacer vivir, alimentar y mantener vivas en el tiempo
esas palabras pronunciadas vivas en el tiempo» .

En seguida hay que decir, sin embargo, que también en el lado del extremismo opuesto las cosas no iban de modo distinto. Aquí se hablaba gustosamente del «espíritu del Concilio», pero no se trataba, lamentablemente, del Espíritu Santo. Por «espíritu del Concilio» se entendía ese mayor impulso, valentía innovadora, que no habría podido entrar en los textos del Concilio por las resistencias de algunos y de los compromisos necesarios entre las partes.

 Querría tratar ahora de explicar lo que me parece que es la verdadera clave de lectura neumatológica del Concilio, es decir, cuál es el papel del Espíritu Santo en la actuación del Concilio. Retomando un pensamiento audaz de san Agustín a propósito del dicho paulino sobre la letra y el espíritu (2 Cor 3,6) San Tomás de Aquino escribe:

«Por letra se entiende cualquier ley escrita que queda fuera del hombre, también los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por lo cual también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia de la fe que sana» .

En el mismo contexto, el santo Doctor afirma: «La ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los creyentes» . Los preceptos del Evangelio son también la nueva ley, pero en sentido material, en cuanto al contenido; la gracia del Espíritu Santo es la ley nueva en sentido formal, porque da la fuerza para poner en práctica los mismos preceptos evangélicos. Es la que Pablo define como «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rom 8, 2),

 Éste es un principio universal que se aplica a cualquier ley. Si incluso los preceptos evangélicos, sin la gracia del Espíritu Santo, serían «letra que mata», ¿qué decir de los preceptos de la Iglesia, y qué decir, en nuestro caso, de los decretos del Concilio Vaticano II? La «implementación», o la aplicación del Concilio no tiene lugar, por lo tanto, de manera inmediata, no hay que buscarla en la aplicación literal y casi mecánica del Concilio, sino «en el Espíritu», entendiendo con ello el Espíritu Santo y no un vago «espíritu del concilio» abierto a cualquier subjetivismo.

 El Magisterio papal fue el primero en reconocer esta exigencia. Juan Pablo II, en 1981, escribía:
«Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha propuesto e iniciado tan providencialmente —renovación que debe ser al mismo tiempo “puesta al día” y consolidación en lo que es eterno y constitutivo para la misión de la Iglesia— no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su virtud» .

3. ¿Dónde buscar los frutos del Vaticano II

 ¿Ha existido, en realidad, esto «nuevo Pentecostés»? Un conocido estudioso de Newman, Ian Ker, ha puesto de relieve la contribución que él puede dar, además de al desarrollo del Concilio, también a la comprensión del post-Concilio . A raíz de la definición de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I en 1870, el cardinal Newman fue llevado a hacer una reflexión general sobre los concilios y sobre el sentido de sus definiciones. Su conclusión fue que los concilios pueden tener a menudo efectos no pretendidos en el momento por aquellos que participaron en ellos. Estos pueden ver mucho más en ellos, o mucho menos, de lo que sucesivamente producirán tales decisiones.

 De este modo, Newman no hacía más aplicar a las definiciones conciliares el principio del desarrollo que había explicado a propósito de la doctrina cristiana en general. Un dogma, toda gran idea, no se comprende plenamente si no después de que se han visto las consecuencias y los desarrollos históricos; después de que el río —por usar su imagen— desde el terreno accidentado que lo ha visto nacer, descendiendo, encuentra finalmente su lecho más amplio y profundo .

 Ocurrió así a la definición de la infalibilidad papal que en el clima encendido del momento pareció a muchos que contenía mucho más de lo que, de hecho, la Iglesia y el Papa mismo dedujeron de ella. No hizo ya inútil cualquier futuro concilio ecuménico, como alguno temió o esperó en el momento: el Vaticano II es la confirmación .

 Todo esto encuentra una singular confirmación en el principio hermenéutico de Gadamer de la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte), según el cual para comprender un texto es preciso tener en cuenta los efectos que haya producido en la historia, al integrarse en esta historia y dialogando con ella . Es lo que sucede de forma ejemplar en la lectura espiritual de la Escritura. Ella no explica el texto sólo a la luz de lo que lo ha precedido, como hace la lectura histórico-filológica con la investigación de las fuentes, sino también a la luz de lo que lo ha seguido; explica la profecía a la luz de su realización en Cristo, el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo.

 Todo esto arroja una singular luz sobre el tiempo del post-Concilio. También aquí las verdaderas realizaciones se sitúan quizás en una parte diferente hacia la que nosotros mirábamos. Nosotros mirábamos al cambio en las instituciones, a una diferente distribución del poder, a la lengua a utilizar en la liturgia, y no nos dábamos cuenta de lo pequeñas que eran estas novedades en comparación con lo que el Espíritu Santo estaba obrando.

 Hemos pensado romper con nuestras manos los odres viejos y nos hemos dado cuenta de que eran más resistentes y duros que nuestras manos, mientras que Dios nos ofrecía su método de romper los odres viejos, que consiste en poner en ellos el vino nuevo. Quería renovarlos desde dentro, espontáneamente, no asaltándolos desde el exterior.

 A la pregunta de si ha habido un nuevo Pentecostés, se debe responder sin vacilación: ¡Sí! ¿Cuál es su signo más convincente? La renovación de la calidad de vida cristiana, allí donde este Pentecostés ha sido acogido. Todos están de acuerdo en considerar como el hecho más nuevo y más significativo del Vaticano II los dos primeros capítulos de la Lumen gentium, donde se define a la Iglesia como sacramento y como pueblo de Dios en camino bajo la guía del Espíritu Santo, animada por sus carismas, bajo la guía de la jerarquía. La Iglesia como misterio y no solamente institución. Juan Pablo II ha lanzado nuevamente esta visión haciendo de su aplicación el compromiso prioritario en el momento de entrar en el nuevo milenio .

 Nos preguntamos: ¿de dónde ha pasado esta imagen de Iglesia de los documentos a la vida? ¿Dónde ha tomado «carne y sangre» ? ¿Dónde se vive la vida cristiana según «la ley del Espíritu», con alegría y convicción, por atracción y no por coacción? ¿Dónde se tiene la palabra de Dios en gran honor, se manifiestan los carismas y es más sentida el ansia por una nueva evangelización y por la unidad de los cristianos?

 La respuesta ultima a esta pregunta sólo la conoce Dios, pues se trata de un hecho interior que acontece en el corazón de las personas. Tendríamos que decir del nuevo Pentecostés lo que Jesus decía del reino de Dios: “Ni se dirá: Vedlo aquí o allá, porque, mirad, el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,21). Sin embargo, es posible discernir algunos signos, ayudados también por la sociología religiosa que se ocupa de estos fenómenos. Desde este punto de vista, la respuesta que se da a aquella pregunta desde varias partes es: ¡en los movimientos eclesiales!

 Pero hay que precisar una cosa en seguida. De los movimientos eclesiales forman parte, si no en la forma sí en la sustancia, también esas parroquias y comunidades nuevas, donde se vive la misma koinonia y la misma calidad de vida cristiana. Desde este punto de vista, movimientos, parroquias y comunidades espontáneas no deben ser vistos en oposición o en competencia entre sí, sino unidos en la realización, en contextos diferentes, de un mismo modelo de vida cristiana. Entre ellas se deben enumerar también las denominadas «comunidades de base», al menos aquellas en las que el factor político no ha tomado la ventaja al factor religioso.

 Sin embargo, es necesario insistir en el nombre correcto: movimientos «eclesiales», no movimientos «laicales». La mayor parte de ellos están formados, no por uno solo, sino por todos los componentes eclesiales: laicos, ciertamente, pero también obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas. Representan el conjunto de los carismas, el «pueblo de Dios» de la Lumen gentium. Sólo por razones prácticas (porque ya existe la Congregación del clero y la de los religiosos) se ocupa de ellos el «Pontificio Consejo de los laicos».

Juan Pablo II veía en estos movimientos y comunidades parroquiales vivas «los signos de una nueva primavera de la Iglesia» . En el mismo sentido se ha expresado, en varias ocasiones, el papa Benedicto XVI. En la homilía de la Misa crismal del Jueves Santo de 2012 dijo:
«Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo».

Hablando de los signos de un nuevo Pentecostés, no se puede dejar de mencionar en particular, aunque sólo fuera por la amplitud del fenómeno, a la Renovación Carismática, o Renovación en el Espíritu. Cuando, por primera vez, en 1973, uno de los artífices mayores del Vaticano II, el cardinal Suenens, oyó hablar del fenómeno, estaba escribiendo un libro titulado El Espíritu Santo, fuente de nuestras esperanzas, y esto es lo que relata en sus memorias:

«Dejé de escribir el libro. Pensé que era una cuestión de la más elemental coherencia prestar atención a la acción del Espíritu Santo, por lo que pudiera manifestarse de manera sorprendente. Estaba particularmente interesado en la noticia del despertar de los carismas, por cuanto el Concilio había invocado un despertar semejante».

Y esto es lo que escribió después de haber comprobado en persona y vivido desde dentro dicha experiencia, compartida mas tarde por millones de otras personas:

«De repente, san Pablo y los Hechos de los apóstoles parecían hacerse vivos y convertirse en parte del presente; lo que era auténticamente verdad en el pasado, parece que ocurre de nuevo ante nuestros ojos. Es un descubrimiento de la verdadera acción del Espíritu Santo que siempre está actuando, tal como Jesús mismo prometió. Él mantiene su palabra. Es de nuevo una explosión del Espíritu de Pentecostés, una alegría que se había hecho desconocida para la Iglesia» .

Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades no realizan por cierto todas las potencialidades y las esperas del Concilio, pero responden a la mas importante de ellas, al menos a los ojos de Dios. No son libres de debilidades humanas y a veces de fracasos, pero ¿cual grande novedad ha hecho su aparición en la historia de la Iglesia de manera diferente? ¿No pasó lo mismo cuando, en el siglo XIII, hicieron su aparición las ordenes mendicantes? También en esta ocasión fueron los Romanos pontífices, sobre todo Inocencio III, quienes por primeros acogieron la novedad del momento y animaron el resto del episcopado a hacer lo mismo.

4. Una promesa cumplida

 Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es el significado del Concilio, entendido como el conjunto de los documentos producidos por él, la Dei Verbum, la Lumen gentium, Nostra aetate, etc.? ¿Los dejaremos de lado para esperar todo del Espíritu? La respuesta está contenida en la frase con la que Agustín resume la relación entre la ley y la gracia: «La ley fue dada para que se buscara la gracia y la gracia fue dada para que se observara la ley» .

Por tanto, el Espíritu no dispensa de valorar también la letra, es decir, los decretos del Vaticano II; al contrario, es precisamente él quien empuja a estudiarlos y a ponerlos en práctica. Y, de hecho, fuera del ámbito escolar y académico donde ellos son materia de debate y de estudio, es precisamente en las realidades eclesiales recordadas anteriormente donde son tenidos en mayor consideración.
Lo he experimentado yo mismo. Yo me liberé de los prejuicios contra los judíos y contra los protestantes, acumulados durante los años de formación, no por haber leído Nostra aetate, sino por haber hecho yo también, en mi pequeñez y por mérito de algunos hermanos, la experiencia del nuevo Pentecostés. Después descubrí Nostra aetate, igual que descubrí la Dei Verbum después de que el Espíritu hizo nacer en mí el gusto por la palabra de Dios y el deseo di evangelizar. Pero yo sé que el movimiento es en los dos sentidos: algunos de la letra ha sido empujados a buscar el Espíritu, otros del Espíritu han sido empujados a observar la ley.

 El poeta Thomas S. Eliot escribió unos versos que nos pueden iluminar en el sentido de las celebraciones de los 50 años del Vaticano II:

«No debemos detenernos en nuestra exploración
y el fin de nuestro explorar
será llegar allí de donde hemos partido
y conocer el lugar por primera vez» .

Después de muchas exploraciones y controversias, somos reconducidos también nosotros a allí de donde hemos partido, es decir, al acontecimiento del Concilio. Pero todo el trabajo alrededor de él no ha sido en vano porque, en el sentido más profundo, sólo ahora estamos en condiciones de «conocer el lugar por primera vez», es decir, de valorar su verdadero significado, desconocido para los mismos Padres del concilio.

 Esto permite decir que el árbol crecido desde el Concilio es coherente con la semilla de la que ha nacido. En efecto, ¿de qué ha nacido el acontecimiento del Vaticano II? Las palabras con las que Juan XXIII describe la conmoción que acompañó «el repentino florecer en su corazón y en sus labios de la simple palabra concilio» , tienen todos los signos de una inspiración profética. En el discurso de clausura de la primera sesión habló del Concilio como de «un nuevo y deseado Pentecostés, que enriquecerá abundantemente a la Iglesia de energías espirituales» .

A 50 años de distancia sólo podemos constatar el pleno cumplimiento por parte de Dios de la promesa hecha a la Iglesia por boca de su humilde servidor, el beato Juan XXIII. Si hablar de un nuevo Pentecostés nos parece que es por lo menos exagerado, vistos todos los problemas y las controversias surgidos en la Iglesia después y a causa del Concilio, no debemos hacer otra cosa que ir a releer los Hechos de los apóstoles y constatar cómo no faltaron problemas y controversias ni siquiera después del primer Pentecostés. ¡Y no menos encendidos que los de hoy!

 [Traducción de Pablo Cerve

Cf. Il Concilio Vaticano II. Recezione e attualità alla luce del Giubileo [R. FISICHELLA ed.] (Ed. San Paolo 2000).
2 Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio, 6,5.
3 Pablo VI, Encíclica Ecclesiam suam, 52; cf. también Insegnamenti di Paolo VI, vol. IX (1971) 318.
4 Juan Pablo II, Audiencia general del 1 agosto de 1979.
5 J.H. Newman, Lo sviluppo della dottrina cristiana (Bologna, Il Mulino 1967) 46s. [trad. esp: Ensayo sobre desarrollo de la doctrina cristiana (Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1998)].
6 S. Gregorio Magno, Comentario a Job XX, 1: CCL 143 A, 1003.
7 S. Ireneo, Adv. Haer., III, 24,1.
8 Ch. Péguy, Le Porche du mystère de la deuxième vertu (La Pléiade, París 1975) 588s. [trad. esp. El pórtico del misterio de la segunda virtud (Encuentro, Madrid 1991)].
9Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 106, a. 2.
10Ibid., q. 106, a. 1; cf. ya Agustín, De Spiritu et littera, 21, 36.
11 Juan Pablo II, Carta apostólica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981: AAS 73 (1981) 515-527.
12 I. Ker, «Newman, the Councils, and Vatican II»: Communio. International Catholic Review (2001) 708-728.
13 Newman, op. cit. 46.
14Un ejemplo, en mi opinión, aún más claro es lo que ocurrió con el concilio ecuménico de Éfeso del año 431. La definición de María como la Theotokos, Madre de Dios, en las intenciones del concilio y sobre todo de su promotor san Cirilo de Alejandría, debía servir únicamente para afirmar la unidad de persona de Cristo. De hecho, dio pie a la inmensa floración de devoción a la Virgen y a la construcción de las primeras basílicas en su honor, entre las cuales está la de Santa María la Mayor, en Roma. La unidad de persona de Cristo fue definida en otro contexto y de manera más equilibrada, en el concilio de Calcedonia del año 451.
15Cf. H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode (Tubinga 1960) [trad. esp. Verdad y método (Sígueme, Salamanca, 2012)].
16Novo millennio ineunte, 42 ss.
17 I. Ker, art. cit. 727.
18Novo millennio ineunte, 46.
19 L.-J. Suenens, Memories and Hopes (Veritas, Dublín 1992) 267.
20 Agustín, De Spiritu et littera, 19, 34.

lunes, 25 de noviembre de 2013

ÓRDENES APOSTÓLICAS VÁLIDAS

CATÓLICA ANTIGUA, VIEJO CATÓLICOS, VETERO CATÓLICOS

El diccionario católico romano [pre conciliar] de Addison dice: 'ellos (los Viejo Católicos) poseen órdenes apostólicas válidas.'

En una guía católica para el código de Ley canónica de THOMAS P DOYLEY, OP. Página 44, se lee: 'Cuando un sacro ministro católico romano no puede ser llamado, y hay urgente necesidad espiritual, los católicos deben recibir el viático, la confesión, o la unción, de ministros consagrados de denominaciones no católicas romanas cuyas órdenes sean estimadas válidas por la iglesia católica romana. Aquí se incluyen todos los ministros de la ortodoxia oriental como los sacerdotes de las iglesias viejo católicas, o la iglesia nacional de Polonia.'

Un diccionario católico, de Donald Attwater, que lleva el imprimátur del Cardenal Hayes de Nueva York, manifiesta, 'sus órdenes (Viejo Católicos) y Sacramentos, son válidos.'

La obra 'Denominaciones Cristianas,' impresa en 1948 por el Reverendo Honrad Algermisson, y que lleva el imprimatur de John Cardinal Glennon, de St. Louis, Missouri, Estados Unidos, en la página 363 dice: 'La Iglesia Viejo Católica preserva sus órdenes episcopales válidas.'

La publicación 'Lejano Oriente,' fechada en junio de 1928, publicada por los Padres de San Columbano, en Nebraska, Estados Unidos, en respuesta a una inquietud sobre la Iglesia Viejo Católica, manifiesta: 'sus órdenes apostólicas son válidas.'

Reconocida asimismo por las Iglesias Ortodoxas de Oriente, la sucesión viejo católica fue reafirmada en 1911 por las labores del Arzobispo Viejo Católico ARNOLD HARRIS MATTHEW, quien firmó un Acta de Unión con el Patriarcado Ortodoxo de Antioquia, y otra similar con el Patriarcado Ortodoxo de Alejandría en 1912. Tales Actas jamás fueron cuestionadas, y permanecen como sólido fundamento a nuestra fundación Apostólica Histórica.

Por lo tanto EL MINISTERIO EN NUESTRA IGLESIA ANTIGUA, fiel a la Palabra y Los Sacramentos, Los Credos Históricos, La Doctrina de los Concilios y de los Padres de la Ortodoxia de todos los tiempos, es uno apto para enfrentar las necesidades de una sociedad desesperada y agónica; una sociedad ahogada por la cultura de la muerte, como presencia en el mundo entero, presagiando los albores de la parusía. Las Iglesias Viejo Católicas, al ser pequeñas, pueden brindar atención especial a las necesidades espirituales, y desarrollar una cercanía única para salir al encuentro y dar compañía a esas necesidades.

viernes, 5 de abril de 2013

LA MODALIDAD ANGLICANA EN EL SEGUIMIENTO DE JESÚS EL CRISTO

Indicadores de una jornada común.


Cuál es la contribución distintiva de la vida de la Comunidad Católica Anglicana a la Misión de Dios, y a la proclamación del Evangelio. ¿Cuál es la visión distintiva de la fe Cristiana, incorporada en la historia y la herencia de las Iglesias Anglicanas, que puede ser ofrecida a nuestras hermanas y hermanos en Cristo y al mundo, en el servicio del discipulado Cristiano y la sanidad del mundo? Como obispos en la tradición Anglicana, reconocemos y conservamos cuatro
dimensiones particulares para nuestra vida en comunión:
a)       que estamos formados por la escritura,
b)       moldeados por la liturgia,
c)       ordenados para comunión,
d)       dirigidos por la misión de Dios.

Estas cuatro notas nos hacen un llamado a enriquecer nuestra vida juntos, y requiere de nosotros abordar honesta y francamente las tensiones en curso dentro de la Comunidad Anglicana.

¿Cuál es la identidad, vida y práctica cristiana en tradición Católica Anglicana.?
¿Cuáles son las características en las cuales los cristianos anglicanos se entienden  ellos mismos y su misión en el mundo?

Estas características son descritas como “La Modalidad Anglicana”.

¿Cuáles son algunos indicadores, los cuales guían la jornada del auto-entendimiento anglicano y el discipulado cristiano?

La jornada continúa, ya que lo que significa ser cristiano anglicano será influenciado por el contexto y la historia. Históricamente, ha surgido un número de formas diferentes de ser cristiano anglicano, las cuales pueden ser encontradas en la rica diversidad del anglicanismo de hoy. Los anglicanos también tienen sus semejanzas y es esto lo que los mantiene juntos en comunión a través de las “cadenas afectivas”.

Los indicadores puestos abajo se ofrecen en espera de que ellos apunten el camino hacia un claro entendimiento de la identidad y ministerio Anglicano, y que todos los cristianos anglicanos podrán ser enseñados y proveídos efectivamente para su servicio en la misión de Dios en el mundo.

La modalidad anglicana es una expresión particular del sentido cristiano siendo Una, Santa, Católica y Apostólica Iglesia de Jesucristo.
Se forma y enraíza en la Escritura, moldeada por el culto a Dios vivo, ordenada en comunión y dirigida fielmente por la misión de Dios en el mundo.
En situaciones diversas y globales, la vida y ministerios anglicanos atestiguan al encarnado, crucificado y resucitado Señor Jesucristo y es fortalecida por el Espíritu Santo. Junto con todos los cristianos, los cristianos anglicanos, esperan, oran y trabajan para la venida del Reino de Dios.

Formados por la Escritura

1. Como cristianos anglicanos tratamos de discernir la voz de Dios vivo en la Sagrada Escritura, mediada por tradición y razón. Leemos la Biblia, juntos en comunidad e individualmente, con sentido agudo y critico del pasado, comprometidos vigorosamente con el presente y con paciente espera por el futuro de Dios.

2. Valoramos toda la Escritura para cada aspecto de nuestras vidas y valoramos las muchas formas en la que nos enseña a seguir fielmente a Cristo en una variedad de contextos. Oramos y cantamos la Escritura a través de la liturgia y los himnos. Los leccionarios nos relacionan con lo extenso de la Biblia y a través de la predicación, interpretamos y empleamos la plenitud de la Escritura a nuestra vida compartida en el mundo.

3. Aceptamos su autoridad. Escuchamos la Escritura con corazones abiertos y mentes atentas. Ha dado forma a nuestra rica herencia, por ejemplo: los credos ecuménicos de la iglesia primitiva, el libro de oración común, los formularios anglicanos, tales como los artículos de religión, catecismo y el cuadrilátero de Lambeth.

4. En nuestra proclamación y testimonio de la palabra encarnada, valoramos la práctica del compromiso de eruditos con la Escritura desde los primeros siglos hasta nuestros días. Deseamos ser una verdadera comunidad de fe, aprendiendo, buscando sabiduría, fortaleza y esperanza en nuestra jornada. Constantemente descubrimos que nuevas situaciones requieren de frescas expresiones de fe y vida espiritual fundadas bíblicamente.

Moldeados a través del culto y adoración

5. Nuestra relación con Dios es nutrida a través de nuestro encuentro con el Padre, Hijo y Espíritu Santo en palabra y sacramento. Esta experiencia enriquece y moldea nuestro entendimiento de Dios y la comunión con otros.

6. Como cristianos anglicanos ofrecemos alabanza al Trino Dios expresado a través del culto combinando orden y libertad. En penitencia y acción de gracias nos ofrecemos en servicio a Dios en el mundo y para el mundo.

7. A través de nuestras liturgias y formas de culto, balanceamos la rica tradición del pasado con la variedad de culturas en nuestras diversas comunidades.

8. Como personas frágiles y pecadoras, consientes de la misericordia de Dios, vivimos por gracia  a través de la fe y continuamente nos esforzamos por ofrecer vidas santas a Dios. Perdonados a través de Cristo y fortalecidos por su palabra y sacramentos, somos enviados al mundo en el poder del Espíritu Santo.

Ordenada en Comunión

9. En nuestra dirección episcopal y gobierno sinodal en diócesis y provincias, nos gozamos en los diversos llamados de todos los  bautizados. Los tres servicios del ministerio, obispos, presbíteros, diáconos, colaboran en la afirmación, coordinación y desarrollo de esos llamados como percibidos y ejercitados por todo el pueblo de Dios.

10. Como cristianos anglicanos en todo el mundo, valoramos nuestra relación con uno y otro. Observamos al Arzobispo de Canterbury como un foco de unidad y reunión en comunión espiritual con la sede de Canterbury. Adicionalmente estamos atentos al mover del Espíritu en los tres instrumentos formales de comunión: la Conferencia de Lambeth, el Consejo Consultivo Anglicano y la Reunión de Primados. El Arzobispo de Canterbury y estos tres instrumentos, ofrecen cohesión a un anglicanismo global, limitado de autoridad centralizada. Ellos dependen de cadenas de afecto para un funcionamiento efectivo.

11. Reconocemos la contribución de agencias de misión y otros cuerpos internacionales. Nuestra vida común en el cuerpo de Cristo es también fortalecida por comisiones, grupos de trabajo, cadenas de compañerismo, actividades regionales, educadores teológicos y lazos compañeros.

Conducidos por la Misión de Dios.

12. Como cristianos anglicanos estamos llamados a participar en la misión de Dios en el mundo, comprometidos respetuosamente con la evangelización, un servicio de amor y testimonio profético. Así sea en toda la variedad de contextos, damos testimonio y seguimos a Jesucristo el crucificado y resucitado Salvador. Celebramos la reconciliación de Dios con una misión viva, a través de creativos, encarecidos y fieles ministerios y testimonios de hombres, mujeres y niños, en el pasado y presente, alrededor de la comunión.

13. Sin embargo, como cristianos anglicanos estamos muy consientes que nuestra vida y compromiso común con la misión de Dios se corrompen por defectos y equivocaciones: aspectos de herencia colonial, abuso de poder y privilegios, menosprecio en contribuciones de laicos y mujeres, desigualdad en distribución de recursos y ceguera a la experiencia de pobres y oprimidos. Como un resultado, buscamos seguir al Señor con renovada humildad con la que podríamos, libre y alegremente, esparcir las buenas nuevas de salvación en palabra y hecho.

14. Confiados en Cristo, nos unimos a todas las personas de buena voluntad para trabajar por la paz, justicia y amor reconciliador de Dios. Reconocemos la inmensidad de desafíos posados en la secularización, pobreza, avaricia desenfrenada, violencia, degradación ambiental y enfermedades como VIH/SIDA. En respuesta, llamamos una crítica profética de política destructiva e ideologías religiosas, y construimos sobre una herencia de cuidado por el bienestar humano expresado a través de educación, salud y reconciliación.

15. En nuestra relación y dialogo con otras comunidades de fe, combinamos el testimonio de Jesucristo con un deseo de paz, respeto mutuo y relaciones justas.

16. Como  cristianos anglicanos, bautizados en Cristo, compartimos la misión de Dios con todos los cristianos y estamos profundamente comprometidos a construir relaciones ecuménicas. Nuestra reformada tradición católica, ha demostrado ser un don y estamos dispuestos a atraer un esfuerzo ecuménico. Alternamos en dialogo con otras iglesias basado en confianza y en deseo de que toda la compañía del pueblo de Dios  crecería en plenitud de unidad a la cual Dios nos llama, para que el mundo crea en el Evangelio.

jueves, 14 de marzo de 2013

POSIBILIDAD DOGMÁTICA Y CONVENIENCIA PASTORAL DE LA ABSOLUCIÓN SACRAMENTAL COMUNITARIA SIN CONFESIÓN INDIVIDUAL PRIVADA

Domiciano Fernández cmf
Celebración comunitaria de la penitencia

1. MOTIVACIÓN

Acaba de publicarse un nuevo documento de la Conferencia Episcopal Española sobre el sacramento de la penitencia(1). Es un documento bastante bueno y completo, aunque un poco extenso y reiterativo porque no ofrece nada nuevo. Naturalmente no podíamos esperar cambios en las normas del Ritual de la Penitencia, porque estos cambios dependen de la Santa Sede. Pero hay tonos y matices de enfocar las cuestiones que nos parecen demasiado apegados a la letra de las normas. Se habla bastante de las celebraciones comunitarias de la penitencia y se insiste en el carácter de excepción de la Forma C: reconciliación de muchos penitentes con confesión y absolución general. Aquí hubiéramos deseado y esperado menos rigor en las normas y una actitud más abierta y comprensiva hacía las celebraciones, bien preparadas y bien hechas, que surgen en diversos puntos por razón de las necesidades pastorales. Generalmente, los cambios han comenzado siempre por la base y luego la jerarquía los ha tenido que admitir. Esto es lo que ha ocurrido en la larga historia del sacramento de la penitencia: cuando las normas y estatutos canónicos eran ya caducos e inviables, la vida de fe de las bases tuvo que abrir nuevos caminos para no verse privada de la gracia sacramental. Vamos a referir un caso bien significativo del III Concilio de Toledo del año 589, cuyo XIV centenario estamos celebrando.
Durante los seis primeros siglos se consideraba que el sacramento de la penitencia era irrepetible, que sólo se podía conceder una vez en la vida. Se consideraba como un "segundo bautismo" o un "bautismo laborioso", y como el primer bautismo era irrepetible, se atribuía la misma condición a la penitencia. Como, además, las penas y satisfacciones que se imponían a los que se sometían a la penitencia eclesiástica eran durísimas y de graves consecuencias para la vida social y familiar (prohibición del uso del matrimonio o de casarse, prohibición de ejercer el comercio y otras profesiones civiles), el sacramento de la penitencia se había convertido en un sacramento de ancianos y moribundos. Algunos sínodos episcopales prohibían expresamente recibir la penitencia a los jóvenes y a los casados2. El gran mérito de romper con el principio de la irrepetibilidad del sacramento de la penitencia se debió a los monjes irlandeses, que, a principios del siglo VII, vinieron al Continente e introdujeron nuevas costumbres en la praxis penitencial. Pero el primer testimonio que poseemos de que ya se había comenzado a recibir el sacramento de la penitencia más de una vez en la vida proviene de España. En este Concilio de 589, convocado por Recaredo, al que asistieron muchos obispos de España y de la Galia Narbonense, se advierte que algunos piden la reconciliación al sacerdote cada vez que pecan. Y esto les parece un abuso intolerable (execrabilis praesumptio). Vale la pena recordar las palabras de esta magna asamblea:

“Como ha llegado a nuestro conocimiento que en algunas iglesias de España los seres humanos hacen penitencia por sus pecados, no según los cánones, sino de una forma reprochable (foedissime), de modo que cada vez que pecan le piden la reconciliación al sacerdote, a fin de acabar con esta presunción tan execrable (exsecrabilis praesumptio), este santo concilio establece que la penitencia sea dada según la forma canónica de los antiguos, esto es, que el que se arrepienta de sus pecados sea suspendido en primer lugar de la comunión y se someta a la imposición de las manos junto con los demás penitentes; concluido luego el tiempo de la satisfacción, quede restituido a la comunión según la oportunidad que establezca el sacerdote. Y aquellos que, o durante la penitencia o después de la reconciliación, caigan en sus anteriores pecados, sean excomulgados según las normas de la antigua severidad de los cánones"(3).

A pesar de esta oposición de la jerarquía, la nueva forma se abrió paso rápidamente. Medio siglo después un sínodo de Francia ya acepta y hasta recomienda conceder la "penitencia" a los fieles, siempre que hayan hecho la confesión(4). Hoy estamos viviendo una situación semejante. Después del Concilio surgieron nuevas formas de celebrar el sacramento fomentadas por los sacerdotes y los fieles. Ha sido la Iglesia jerárquica la que se ha mostrado más reacia a admitir algunas de estas celebraciones surgidas desde la base.
La Instrucción pastoral de los obispos españoles insiste bastante en la necesidad de la confesión individual y se esfuerza por encontrar una explicación razonable a una norma anómala: la obligación de confesar los pecados graves después de haber recibido la absolución sin confesión individual previa. Creo que la cuestión está mal planteada y, por lo mismo, es difícil resolverla bien. Todo el problema surge de lo que yo juzgo un falso presupuesto que tiene su origen en un canon del Concilio de Trento y luego se repite en posteriores documentos. Este principio, tal como lo formula el nuevo Código, es el siguiente:

"La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia." (can. 960)

Este anunciado, considerado a la luz de la historia y de la teología, yo lo considero equivocado -y de esto nos vamos a ocupar a continuación-, pero ha sido el caballo de batalla de innumerables discusiones durante la preparación del nuevo Ritual de la Penitencia y fue el que provocó la dura reacción del cardenal Seper en el año 1972, cuando, antes de publicarse el nuevo Ordo paenitentiae, que se estaba preparando, lanzó el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe Sacramentum paenitentiae(5) que impidió una renovación más profunda. El caso es conocido, pero lo vamos a recordar en lo esencial.
Muy pronto después del Concilio, el 2 de diciembre de 1966, se creó una comisión para la renovación del sacramento de la penitencia(6). Esta comisión trabajó con eficacia y competencia, de suerte que para 1968 se esperaba ya la pronta publicación del nuevo "Ordo paenitentiae". Diversos acontecimientos eclesiales lo impidieron. Se hizo una reorganización de las Congregaciones Romanas. El Consejo para la aplicación de la constitución sobre la Liturgia y la Congregación de Ritos desaparecen para fundirse en uno solo ente: la Congregación para el Culto divino. También se cambió la comisión para el sacramento de la penitencia(7).
Por otra parte, los sacerdotes con cura de almas, sin esperar las nuevas normas, habían comenzado a tener celebraciones penitenciales comunitarias en las que se impartía la absolución general sin la confesión individual previa, aunque se tenía una confesión general o se les exigía algún otro signo de arrepentimiento. Esto asustó al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y, queriendo salir al paso de lo que él consideraba abusos intolerables, publicó el citado documento, estableciendo un estrecho marco doctrinal y proponiendo las normas que debían regular tales celebraciones comunitarias. Estas normas han pasado casi íntegramente al nuevo Ritual de la Penitencia. Pero, como hemos indicado, impidieron y siguen impidiendo que la Forma C (reconciliación de muchos penitentes con confesión general y absolución común) pase a ser un modo ordinario, como lo tenía preparado la primera comisión. Este hecho ha tenido y tiene graves consecuencias para muchos fieles que podrían recibir de este modo el perdón sacramental y, de hecho, no lo reciben ni de este modo ni de otro. Por eso creo que vale la pena afrontar serenamente y sin prejuicios esta cuestión.


2. UN HECHO DE EXPERIENCIA

Todo el mundo sabe que, sí se anuncia una celebración penitencial con absolución sacramental sin confesión individual previa, acude más gente a recibir el sacramento. Se ha observado que en las parroquias o diócesis donde se practicaban de un modo habitual tales celebraciones o se siguen practicando -con la interpretación benigna del obispo-, venían fieles de otras parroquias y de otras poblaciones para participar en dichos actos. Esto hay que interpretarlo como una buena señal y no como un abuso. Puede ser un signo para que la Iglesia jerárquica reflexione, a la luz del Evangelio, sobre sí estos hechos no inducen a pensar en una acción del Espíritu. En la historia de la penitencia ha sucedido esto con frecuencia. No se trata de hacer fácil o difícil el perdón de los pecados, sino de reconciliarse con Dios y con la Iglesia, de favorecer una conversión sincera, de hacer vivir a los fieles la alegría del perdón y de ayudarles a vivir una vida cristiana más auténtica y más comprometida. Sí esto se consigue mejor con las celebraciones comunitarias que con la confesión individual, no veo razones para prohibirlas. Creo que las dificultades dogmáticas se pueden superar, como lo han demostrado los especialistas en la materia. Por eso no debería descartarse sin más esta forma de reconciliación.

"La expresión 'camino más fácil' 'camino más difícil' está cercana a considerar la confesión individual como un castigo; evidentemente, éste no sería un concepto demasiado elevado del sacramento de la penitencia"(8).

Estoy plenamente convencido de que la crisis de la penitencia sacramental -de la que se habla en la Introducción de la Instrucción pastoral de los obispos españoles- tiene causas más profundas y no se resuelve suprimiendo la confesión individual y fomentando las celebraciones comunitarias. Hay que vivir profundamente la vida cristiana y la conversión para poder celebrarla dignamente. Pero, sí somos sinceros, tenemos que reconocer que lo que aleja hoy a muchos de recibir el sacramento de la penitencia es la obligación de confesar todos los pecados graves al sacerdote. Y esto es triste. Para muchos será necesaria a confesión individual y encontrarán en ella la paz y el gozo del perdón. Para otros es un tormento. Imponer a todos esta obligación, si Dios no lo exige, me parece grave.

 3. LA DOCTRINA DEL CONCILIO DE TRENTO

La mayor dificultad que ven hoy algunos teólogos, y en particular las Congregaciones romanas, para admitir como modo ordinario de reconciliación la Forma C (confesión y absolución genéricas) es la que procede de las enseñanzas del Concilio de Trento. Los textos de Trento son bastante claros, pero hay que leerlos en el contexto histórico y polémico contra la doctrina de los reformadores y hay que tener en cuenta el contenido de algunas frases que se usan con frecuencia, como 'jure Divino " (de derecho divino), "herejía", "sea anatema", etc.(9). Lo curioso es que tanto Lutero como Calvino no rechazan la confesión privada de los pecados, sino su obligatoriedad y el que sea un sacramento instituido por Jesucristo. Lutero se confesaba con frecuencia y afirmaba que por nada del mundo se dejaría arrebatar esta práctica. Me parece útil recordar aquí sus palabras:

“No quiero dejarme quitar por nadie la confesión secreta, y no la daría por ningún tesoro del mundo, porque sé cuánta fuerza y consolación me ha dado. Nadie sabe lo que puede la confesión secreta, pues a menudo hay que luchar y combatir con el demonio. Yo hubiera sido vencido y estrangulado hace tiempo de no haber conservado esta confesión... Por tanto, ved que la confesión secreta no es de despreciar, sino que es una cosa muy conveniente que yo, por mí parte, no quiero desaconsejar por nada del mundo”(10).

Estos elogios a la confesión privada voluntaria no le Impiden rechazar enérgicamente la confesión como imposición papal y con la obligación de confesar todos los pecados, porque esto, en vez de proporcionar alivio y consuelo, sería un tormento y una tortura para el alma(11).
Por tratarse de un texto importante que ha Influido decisivamente en las "Normas pastorales" publicadas en 1972 y en sucesivos documentos, incluso en el mismo nuevo Código de Derecho Canónico, vamos a citar íntegro el canon 7 del Concilio de Trento:

"Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario por derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales de los cuales se tenga memoria tras un conveniente y serio examen; aun los pecados ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo, y las circunstancias que cambian la especie de pecado, sino que esa confesión sólo es útil para instruir y consolar al penitente; y antiguamente se observó únicamente para imponer la satisfacción canónica; o dijere que quienes se esfuerzan en confesar todos sus pecados no quieren dejar nada a la misericordia divina para que les sea perdonado, o, en fin, que no es lícito confesar los pecados veniales, sea anatema" (DS 1707; Collantes 1177).

Por supuesto, no es éste el único texto del Concilio de Trento que habla de la obligatoriedad de la acusación de los pecados12. Existen también otros documentos del magisterio eclesiástico que exigen la integridad de la confesión de los pecados al sacerdote(13), pero no podemos ocuparnos de ellos. Es cierto que en la Iglesia latina, desde la Edad Medía, se ha exigido con mayor o menor fuerza la acusación de todos los pecados graves(14).
Por lo que se refiere a los textos del Concilio de Trento, se ha escrito tanto sobre ellos que parece ocioso volver sobre su interpretación. Además, la dificultad no reside en el contenido del texto, sino en determinar la obligatoriedad y valor que tiene para nosotros hoy una norma dada en circunstancias muy distintas de las nuestras. Vamos a estudiar este punto con mayor detenimiento.


a) Obligatoriedad de la confesión

Leyendo atentamente todo el capítulo V sobre la confesión (DS 1679-1683) y los cánones correspondientes (cc. 6-8, DS 1706-1707) no se puede evitar la impresión de que los Padres de Trento creyeron que la confesión de todos los pecados al sacerdote era un precepto divino y, por tanto, obligatoria, a no ser que algunas causas graves físicas o morales dispensaran esta obligación.
También es necesario reconocer que esta confesión íntegra de todos los pecados graves la entendieron "humano modo", es decir, dentro de los límites y deficiencias de la naturaleza humana. Dios no exige lo imposible. Son muchas las frases con que procuran suavizar y humanizar esta declaración obligatoria de todos los pecados, de aquellos de los que puedan acordarse después de un diligente examen. No pretenden atormentar la conciencia de los fieles, sino inculcarles un deber que consideran sagrado. Es evidente que se trata de una integridad formal y no material.
Hablan además de la confesión secreta. No faltaron Padres que querían que se definiese que la confesión secreta al solo sacerdote era también de iure divino. Afortunadamente, esta pretensión no fue admitida. Para los Padres de Trento la confesión de los pecados era necesaria, pero el modo de hacerla -secreta o pública- era de derecho humano. Cristo no impuso el modo. La confesión pública no fue mandada ni prohibida por Cristo (DS 1683). Para oponerse a la doctrina de los reformadores insistieron demasiado en la obligatoriedad de la confesión de los pecados.
El que algunas de estas afirmaciones de Trento nos parezcan inexactas o falsas no es motivo suficiente para eludirlas. Cabe una hermenéutica de los textos, cabe el dar una explicación por razón del momento histórico, se puede negar el valor dogmático de estas proposiciones o decir sencillamente que hoy no obligan. Lo que no es honesto es negar que se hicieran tales afirmaciones o tergiversar su sentido con interpretaciones sutiles y arbitrarias. Desde esta postura de admitir honestamente lo que está escrito, no puedo ocultar mí sorpresa y mí estupor cuando leo estos y otros textos a la luz de la Escritura y de la praxis penitencial de la Iglesia antigua. En varios puntos no concuerdan ni con la Escritura ni con la historia.

 Escritura

Las pruebas de Escritura para probar este "precepto divino" de confesar todos los pecados son muy débiles y poco convincentes. A esto se añade que no se compaginan estas normas con la conducta de Jesús. Los textos bíblicos que se citan a este propósito son los siguientes: Mt, 16, 19; 18, 18; Jn 20, 23; Lc 17, 14; Sant 5, 16; 1 Jn 1, 9.
Los textos de Mateo 16, 19 (palabras dichas a Pedro) y 18, 18 (palabras dirigidas a los discípulos), se refieren a la potestad de atar y desatar. No se refieren concretamente al sacramento de la penitencia, sino a una potestad más amplía de prohibir o permitir, declarar lícita o prohibida alguna cosa, expulsar a uno de la comunidad o readmitirlo. Pero no se excluye que puedan aplicarse también al perdón de los pecados. Los Padres de Trento argumentaban que para, poder atar o desatar, se requiere conocimiento de los pecados, pues ellos lo entendían como absolver o negar la absolución, refiriéndose al sacramento de la penitencia.
Casi lo mismo puede decirse del texto de Juan 20, 23, que los Padres de Trento consideran como el texto institucional del sacramento de la penitencia: “A quienes perdonéis, los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Es ciertamente el texto más expresivo de los Evangelios sobre la potestad de perdonar los pecados encomendada a los apóstoles. Y, como en los textos de Mateo, perdonar o retener exige el conocimiento del sujeto a quien se concede o niega el perdón. No debemos minimizar la fuerza de este argumento para exigir cierta declaración o confesión de los pecados. Lo grave es deducir de aquí un precepto del Señor de declarar todos los pecados, aun los ocultos, para obtener el perdón. Los textos bíblicos no dan para tanto.
El texto de Santiago 5,16 ofrece, sin duda, gran interés: "Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros para que seáis curados". Todo el contexto nos habla de enfermedad, de unción, de oración por los enfermos, del perdón de los pecados y de curación. En la Edad Medía fue el texto clásico para justificar la confesión a los laicos cuando faltaba el sacerdote. Hoy se cita generalmente como el principal texto bíblico sobre la unción de los enfermos. De esta exhortación a "confesar mutuamente sus pecados", dirigida a todos los cristianos, difícilmente se puede deducir un precepto de declarar todos los pecados al sacerdote para obtener el perdón. Por lo demás no parece que estas palabras puedan aplicarse a la posterior institución del sacramento de la penitencia.
La primera carta de San Juan habla de reconocer y confesar nuestros pecados ante Dios, no ante el sacerdote: "Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificamos de toda injusticia (1 Jn 1, 9). Menos aún tiene que ver con el sacramento de la penitencia y el perdón de los pecados el mandato de Jesús a los leprosos curados: "Id y presentaos a los sacerdotes" (Lc 17, 14). Se trata de un mero requisito legal para poder ser admitidos de nuevo en la sociedad.
Es difícil, con semejante base bíblica, hablar de un precepto Divino de confesar todos los pecados graves, aun los ocultos e internos, al sacerdote para obtener el perdón de Dios. Y la paz con la Iglesia se puede conseguir con otros métodos.


Carácter judicial del sacramento de la penitencia

Para urgir la confesión detallada de todos los pecados se recurre con mucha frecuencia al carácter judicial del sacramento. Se habla del tribunal de la penitencia, se dice que el sacerdote es juez y médico y, por lo mismo, debe conocer al reo o al enfermo. El mismo texto conciliar de Trento presenta a los sacerdotes en su función de confesores como "praesides et iudices" (DS 1679), como presidentes y jueces. Cuando el mismo Concilio habla de la absolución, advierte que no se puede reducir a la mera proclamación del Evangelio o a decir al penitente que Dios le ha perdonado los pecados, sino que la absolución se realiza a modo de un acto judicial (ad Instar actus iudicialis), en el cual el sacerdote pronuncia la sentencia como un juez (velut a iudice) (DS 1685).
Es evidente que el Concilio establece una comparación y no pretende equiparar en todo el acto de la absolución a un acto de la potestad civil, ni el sacerdote cumple las funciones de un juez profano. Conviene recordar que el texto primitivo de Trento hablaba de un acto verdaderamente judicial y se cambió el adverbio vere por ad Instar: a modo de. Lo que el Concilio quiere hacer resaltar es la eficacia de la absolución y, que no puede reducirse a la mera declaración: Dios ya te ha perdonado.
Tampoco vamos a negar que la función del sacerdote tenga cierta semejanza con la del juez que examina una causa y perdona o condena, o que concede una gracia con alguna obligación. Pero se trata de una analogía, no de un proceso idéntico. Por lo mismo no tienen toda la fuerza que algunos conceden a los argumentos que apelan al carácter judicial del sacramento de la penitencia para exigir la declaración detallada de todos los pecados. Esto es alejarse de la realidad e incluso del espíritu y de la letra del Concilio de Trento, porque en aquellos tiempos no existía aún en los procesos civiles la división bipartita de potestad administrativa y potestad judicial propiamente dicha. Por consiguiente, la potestad judicial comprendía tanto la concesión de un indulto o gracia como la condenación o absolución de un reo. Los padres de Trento entienden la absolución como "alieni beneficii díspensatio " (DS 1685). Por eso, un teólogo de hoy que, apoyándose en las palabras del Concilio de Trento, quisiera deducir el conocimiento exacto de la causa con todos sus detalles para poder dar una sentencia justa, se basaría en el actual orden jurídico y en la actual nomenclatura, y se alejaría del pensamiento de los padres de Trento.
El acto de la absolución, tendiendo en cuenta la actual división de poderes, se parece más a un acto de la potestad graciosa administrativa que a un proceso judicial en el sentido moderno15. Este tema ha sido estudiado ya con suficiente amplitud, de suerte que no vale la pena insistir en él. Remitimos a los autores recientes.


La confesión es necesaria “iure divino

Hay otro punto que merece una reflexión atenta. Tanto el Concilio de Trento, como los demás documentos que de él dependen, afirman que la confesión de todos los pecados graves al sacerdote es de iure Divino (cf DS 1679; 1706; 1707). Hoy nadie duda que esta expresión tiene una gran amplitud de significados en los textos de Trento. Uno de los teólogos de Trento explicaba, en 1547, los significados de esta expresión:

1. Lo que está contenido en la Sagrada Escritura del Antiguo y Nuevo Testamento.
2. Lo que está implícitamente contenido en la Escritura y se deduce de ella con consecuencia necesaria.
3. Los estatutos de la Iglesia y de los Concilios, y este último grado también se puede llamar "derecho humano"". Es decir, se puede entender de una prescripción que proviene de Dios o de Cristo o de una prescripción que proviene de las costumbres de la Iglesia.

La cuestión que nos interesa es saber en qué sentido se emplea la expresión "de derecho divino" en este capítulo V de la penitencia y en los cánones respectivos. La respuesta más cómoda sería decir que se emplea en sentido amplio, pero creo sinceramente que los Padres de Trento pensaban que la confesión íntegra era necesaria "por derecho divino" en el primer sentido, es decir, como precepto del Señor o expresamente revelado, pues se afirma que "fue instituida por el Señor" (DS 1679) y se citan los textos de la Escritura antes indicados: Sant 5, 16; 1 Jn 1, 9; Lc 17, 14. Pero esto no significa que los Padres de Trento tengan razón o que se trate de una verdad infalible. Los textos bíblicos no lo prueban y la historia se opone a sus afirmaciones. En el canon 6, por ejemplo, se dice que la Iglesia practicó siempre, desde el principio, la confesión secreta al solo sacerdote, lo cual no responde a la realidad (cf DS 1706). Si admitiéramos que todas las afirmaciones de los Concilios son verdades infalibles e inmutables, no se podría dar un paso en teología. No debe maravillarnos que los Padres conciliares hablen desde los conocimientos históricos de su tiempo y lean la Escritura con la mentalidad de su época. Hoy, tanto los estudios históricos como exegéticos nos obligan a imponer diversas correcciones.


Signo de la verdadera contrición

Los textos conciliares insinúan diversas veces otra razón para exigir la confesión humilde de los pecados. La verdadera conversión tiende a manifestarse, a encarnarse en los actos de confesión y satisfacción. Quien rehúsa la acusación humilde de los pecados muestra que no está verdaderamente arrepentido. La confesión de los pecados es una exigencia o una consecuencia natural de la verdadera conversión. Hasta aquí podemos estar de acuerdo. Pero no olvidemos que la declaración de los pecados no es el único modo de confesarlos ni el único gesto para expresar externamente la conversión. Los textos antiguos apenas mencionan la confesión y hablan mucho más de las lágrimas, de los ayunos, de las postraciones, del cilicio y la ceniza. Es otro modo de confesar los pecados(17).


b) Observaciones generales a los textos del Concilio de Trento

1. Los Padres del concilio de Trento partían del supuesto de que la confesión auricular privada había sido el modo ordinario de administrar el sacramento de la penitencia desde los orígenes de la Iglesia, lo cual no responde a la realidad histórica. No ignoraban del todo que en la antigüedad hubo otras formas públicas de celebrar la penitencia, pero esto no les preocupaba. Lo que ellos tenían presente era la negación de la necesidad de la confesión de los pecados, que sostenían los reformadores, y el modo ordinario de recibir entonces el sacramento, que era la confesión privada con la absolución sacerdotal.

2. Es una anomalía aplicar a las celebraciones comunitarias las normas que el Concilio de Trento estableció para la confesión auricular privada. Es mal método recurrir a los textos del pasado, que suponen un contexto histórico diferente, para resolver los problemas de nuestro tiempo. Problemas que han surgido precisamente con la intención de revitalizar y renovar la praxis de un sacramento que había quedado relegado a una administración privada del todo insatisfactoria.

3. Me parece evidente que los textos de Trento, relativos la confesión de los pecados, si conservan aún valor para nuestros días, sólo se pueden aplicar a la celebración auricular privada y no a las celebraciones penitenciales comunitarias, que constituyeron un modo diverso de celebración. Si en el curso de la historia de la penitencia se han hecho cambios tan radícales en la forma de celebrarlo, ¿por qué no se puede admitir hoy un cambio en un aspecto bastante secundario?
Aunque se admita que es de derecho divino la obligación de confesar todos los pecados graves en la reconciliación de un solo penitente, no veo dificultad para que la Iglesia jerárquica autorice otros modos de celebración con confesión genérica solamente, pues se trata de formas diferentes de celebrar el sacramento. Que esto sea posible lo demuestra la historia.

4. La obligación de confesar todos los pecados nunca se ha considerado como una obligación absoluta, sino solamente condicionada. Esto lo demuestran las numerosas circunstancias y situaciones en las que se puede prescindir de la confesión completa: en los casos de los moribundos, sordomudos, ignorancia del idioma, muchedumbre de fieles que desean recibir el sacramento y no pueden declarar sus pecados por falta de sacerdotes, etc.(18)

5. Hay otro dato a tener en cuenta. Muchos fieles, de los que frecuentan el sacramento de la penitencia o participan en celebraciones penitenciales, consideran como pecados mortales actos que en realidad no lo son, pues no rompen la relación de amor y comunión con Dios ni destruyen la opción fundamental de servir a Dios y al prójimo. Puesto que no hay obligación de confesar los pecados no graves, se podría impartir la absolución general en una celebración comunitaria sin contravenir las disposiciones del Concilio de Trento. Éste es el camino que siguió el Padre Z. Alszeghy en un artículo escrito mucho antes de que se publicara el Nuevo Ritual de la penitencia(19).
El Padre Alsezghy se plantea la cuestión con toda claridad: ¿Puede la jerarquía introducir el uso de la absolución sacramental comunitaria haciendo caso omiso de la declaración privada de los pecados? Su respuesta es taxativa: la necesidad de someter al poder de las llaves todos los pecados mortales ha sido definida en el Concilio de Trento. Sólo la imposibilidad física o moral puede dispensar de la confesión individual(20). La dureza de esta respuesta viene de hecho mitigada a lo largo del artículo con una serie de casos o circunstancias que permiten la absolución comunitaria(21).
La mayor diferencia que advierto entre la opinión del Padre Alszeghy y la mía consiste en que él da demasiada importancia a los textos del Concilio de Trento y busca salvar su valor normativo para las circunstancias actuales. Yo, por el contrarío, pienso que se debería atender más a los problemas reales y tratar de resolverlos a la luz del Evangelio y de toda la tradición de la Iglesia. Trento no representa toda la tradición de la Iglesia.

6. Con esto apuntamos a un problema mucho más amplio y real que aquí no podemos desarrollar. A veces nos perdemos en los textos sin mirar la realidad, nos detenemos en la letra, olvidándonos del espíritu. Esto se llama "judaizar". Lo que interesa para el perdón de los pecados y para recuperar la gracia y amistad con Dios es la verdadera conversión y la mediación de la Iglesia. El verdadero arrepentimiento se puede manifestar de muchos modos y no sólo con la declaración de los pecados. Las lágrimas son un lenguaje más elocuente y más sincero que las palabras. El conocimiento del penitente también se puede obtener muchas veces mejor con un gesto o pocas palabras que con el recuento minucioso de los pecados. Una persona que, sin que nadie le obligue, acude al sacerdote, se arrodilla ante él y le dice: "perdóneme, Padre, porque tengo muchos pecados", y se echa a llorar, creo que ha hecho lo suficiente para animarle a que le dé la absolución sin pedirle cuentas exactas de sus pecados. Pienso que todos hemos tenido experiencias de algunos de estos casos. No podemos ser esclavos de la letra y de las normas, sino que debemos ayudar a los seres humanos a encontrar la alegría y el perdón y llevarles la certeza y confianza de que Dios los ama y perdona. La mejor prueba de la sinceridad del arrepentimiento es el cambio de vida. Por eso, en la antigüedad, esperaban este cambio efectivo antes de conceder la reconciliación. Hoy a nadie extrañaría escuchar al Papa o a un predicador que la mejor penitencia es el cambio de vida. Pienso que es doctrina común. Así lo predicó Lutero en un sermón sobre la penitencia. Pero esta proposición fue condenada por León X: "Optima Poenitentia, nova vita" (DS 1457). Hay que tener en cuenta todo el contexto histórico, pero no deja de ser extraño y doloroso que se haya condenado esta sentencia.

7. Pienso que habría que reflexionar más sobre los orígenes históricos y sobre el verdadero sentido de la confesión íntegra en orden al perdón de los pecados. ¿Por qué en la época moderna se ha exigido con tanto rigor la declaración de los pecados cuando se ha descuidado tan lastimosamente toda satisfacción? ¿Cómo se estructura la declaración de los pecados en el conjunto del sacramento de la penitencia y qué formas de acusación puede revestir? ¿Qué relación existe entre la integridad de la confesión y los demás valores y exigencias de la auténtica conversión del cristiano pecador?
A mi juicio, los orígenes históricos están suficientemente dilucidados, pero es preciso no olvidarlos. El retorno a los orígenes, a los textos evangélicos y el dar a Dios la primacía en la obra de la reconciliación puede iluminar algunos aspectos que para otros parecen oscuros.


4. LAS "NORMAS PASTORALES" Y SU REPERCUSIÓN

Para los documentos recientes de la Santa Sede más importancia que el mismo Concilio de Trento han tenido las Normas pastorales publicadas, en 1972, por la Congregación para la Doctrina de la Fe, siendo prefecto de la misma, el cardenal F. Seper y monseñor P. Philippe, secretario. Estas orientaciones fueron recogidas casi íntegramente por el Ritual de la Penitencia (nn. 31-34) y en su parte esencial por el nuevo Código de Derecho Canónico (cc. 960-963). En el Código se agravan incluso algunas prescripciones.
Comienza el canon 960 repitiendo la afirmación de la norma I: La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único medio ordinario de reconciliarse. A continuación se recogen en lo esencial las normas que regulan la absolución general a varios penitentes sin confesión individual previa (c. 961). Para recibir válidamente la absolución sacramental general se requiere:

1. Que el penitente esté debidamente dispuesto.

2. Que tenga el propósito de hacer, a su debido tiempo, confesión individual de todos los pecados graves no confesados (c. 962).

3. Se precisa que esta confesión individual se haga lo antes posible, antes de recibir otra absolución general (c. 963).
El primer requisito es evidente, pero el segundo que establece el canon 962 no acabo de comprenderlo. Porque en este canon no sólo se afirma la obligación de los fieles de declarar todos los pecados graves no confesados, sino que se establece como requisito para la validez de la absolución sacramental el que tenga este propósito. Creo sinceramente que los caminos de Dios difieren de las prescripciones canónicas. Si un fiel está verdaderamente arrepentido, queda realmente reconciliado con Dios y con la Iglesia al recibir la absolución sacramental. La adición de confesar luego individualmente los pecados graves todavía no confesados es una prescripción eclesiástica que no afecta al perdón de Dios.

Los escolásticos decían que todo acto de verdadera contrición lleva implícito el "votum sacramenti" y, de este modo, buscaban explicar el que un acto de perfecta contrición borre los pecados. Ahora -aunque parezca que se dice lo mismo, en realidad el caso es distinto-, se añade que para la validez del sacramento necesita el penitente estar dispuesto a declarar privadamente al ministro todos los pecados graves no confesados. La solución es fácil:

a) Si se identifica con la voluntad de Dios el precepto de la confesión individual de todos los pecados graves, no puede haber verdadera conversión ni verdadero arrepentimiento si uno no está dispuesto a cumplir la voluntad de Dios.

b) Pero quien no identifique con un precepto divino la obligación de declarar al confesor todos los pecados graves, puede tener un verdadero arrepentimiento de haber ofendido a Dios y a los hermanos, y recibir el perdón y la gracia sacramental sin tener intención de acusarse luego privadamente de los pecados graves no confesados. Ésta es mi opinión. Y, por supuesto, no es tan fácil determinar qué pecados en concreto se pueden considerar graves, cuando en la antigüedad hubo algún conato de reducirlos a tres precisamente en orden a la penitencia eclesiástica. Si sólo se establecen dos categorías de pecados: ales o graves y veniales o leves es muy difícil imponer como voluntad de Dios la acusación de todos los pecados graves. Otra cosa es dar algún signo externo de arrepentimiento en orden al sacramento.


5. CÓMO SUPERAR ESTA DIFICULTAD

Hemos indicado anteriormente que la principal dificultad que ven muchos en la reconciliación de varios penitentes sin confesión individual previa proviene de las enseñanzas del Concilio de Trento. Los otros documentos, aunque urjan más que el mismo Trento la obligación de la confesión, no tienen el mismo rango dogmático. Ahora bien, un modo sencillo de resolver esta dificultad es decir que se trata de una norma disciplinar y no de una afirmación dogmática. De este modo, se pueden librar de escrúpulos los que teman ir contra una sentencia de un concilio ecuménico. Muchos cánones del Concilio de Trento y de otros concilios se han abandonado sin crear problemas. El primer Concilio ecuménico de Nicea (325) prohíbe rezar de rodillas los domingos o en los días de pentecostés y manda hacerlo de pie(22), y prescribe rebautizar y reordenar a los paulinianos que retornen a la Iglesia católica(23). El Concilio Lateranense IV, el mismo que prescribe la confesión y comunión cada año, manda que los cristianos se distingan por sus vestidos de los judíos y sarracenos(24). El Concilio de Trento condena a los que afirman que la misa debe celebrarse sólo en lengua vulgar o que no debe mezclarse agua con el vino que va a ofrecerse(25). Las prescripciones de los concilios están condicionadas por las costumbres y la mentalidad de una época, y no pueden aplicarse indiscriminadamente a todos los tiempos.
Una hermenéutica sana y elemental nos prohíbe también el conceder un valor absoluto e incondicional a los textos antiguos. Cuando el Concilio de Trento exige la acusación de todos los pecados para su perdón, además de oponerse a la doctrina de los protestantes, quiere indicar que la recta administración del sacramento exige el conocimiento del estado del penitente. Para poder retener o perdonar se exige el conocimiento de lo que se retiene o se perdona. Esto en términos generales. Pero, de aquí no se sigue que sea necesaria la acusación detallada de todos los pecados. Más que los pecados interesa el pecador, el estado de ánimo del penitente. Y nadie duda de que para esto es necesario que el fiel lo manifiesto de algún modo, que se reconozca pecador y pida perdón. Pero esto se puede manifestar de diversos modos. En la antigüedad, el inscribirse en el “orden de los penitentes" ya implicaba una confesión de los pecados, al menos de los más graves. La participación en una celebración penitencial ya es un signo de que se reconoce pecador, aunque no se especifiquen ni enumeren los pecados. En estas circunstancias, una confesión genérica puede incluso ser más aconsejable y más liberadora que la acusación detallada de todos los pecados.
Pero la posible dificultad que pudieran ofrecer los textos de Trento y los posteriores documentos del magisterio eclesiástico se resuelven mejor recurriendo a la historia y a la teología.

a) La praxis de la Iglesia antigua

Si repasamos un poco la historia de la penitencia eclesiástica de los primeros siglos, es difícil admitir que sólo se perdonan los pecados con la confesión íntegra del penitente y la absolución del sacerdote. Durante varios siglos la única penitencia sacramental que existía en la Iglesia no era un medio ordinario, sino más bien extraordinario, raro, excepcional, que sólo se concedía una vez en la vida. Y los seres humanos de aquellos tiempos pecaban, sin duda, más de una vez antes y después de haber recibido la penitencia eclesiástica. Pero era problema de pocos, porque "prácticamente, al menos desde el siglo V la mayor parte de los cristianos solamente podían recibir la reconciliación oficial sacramental, cuando iban a morir"(26). Y en esas circunstancias no se solía exigir una confesión completa de los pecados. No digo que estaban dispensados de la confesión íntegra, porque no existía tal precepto, sino que era suficiente manifestar los motivos y causas que le movían a pedir la reconciliación. Recordemos algunos datos esenciales de esta praxis.

1. En la Iglesia antigua, ya desde sus orígenes, existía una confesión general de los pecados, una exomológhesis en la que se pedía a Dios el perdón de los pecados antes de iniciar el culto. Era algo parecido a nuestro "confiteor "o acto penitencial con que hoy iniciamos la celebración eucarística". Pero no se trataba de una confesión sacramental.

2. Desde el siglo III por lo menos, existía también una confesión de los pecados al sacerdote o al padre espiritual en orden a corregir los vicios y practicar las virtudes. Se trataba de una dirección espiritual. Esta práctica se extendió mucho entre los monjes y ascetas, y se hacía a un maestro espiritual, aunque no fuese sacerdote. Tales confesiones, aunque se hicieran para humillarse y pedir consejo y aliento para su vida espiritual, no pertenecen al ámbito del sacramento. Algunos autores, como P. Galtier y J. Grotz defendieron que estas confesiones, cuando se hacían a los presbíteros, eran de orden sacramental(28), pero hoy esta opinión ha sido abandonada(29). Los documentos antiguos sólo hablan de una penitencia eclesiástica o canónica para los pecados graves. Más tarde, en los siglos V y VI no faltaron algunos cristianos fervorosos que pedían la penitencia eclesiástica aun sin tener pecados graves, pero esto debe considerarse más bien como una excepción(30).

3. Nadie niega que para poder recibir la penitencia canónica, y discernir sí el cristiano estaba obligado o no a ella, y para determinar la duración y obligaciones que debía cumplir era necesaria una confesión de los pecados o alguna manifestación de los motivos que le movían a pedir la penitencia pública. Pero esta confesión previa a la "entrada en la penitencia" no puede equipararse en modo alguno a la confesión detallada de todos los pecados, incluso internos, tal como impone el Concilio de Trento (Sess. XIV, can. 7; DS 1707). Sería un error histórico grave, puesto que las circunstancias y toda la forma de la celebración eran muy diversas.
Dada la dureza de las satisfacciones y las graves obligaciones que pesaban sobre el pobre penitente, de hecho se tendía a limitar lo más posible la lista de pecados que debían expiarse con la penitencia canónica. En general, aunque es preciso tener en cuenta las épocas y los lugares diversos, se tendía a reservar la penitencia para los pecados externos muy graves y escandalosos. Algunos quisieron reservarla a los tres pecados capitales (apostasía, homicidio, adulterios)31, pero esta orientación no prevaleció. Otros autores, por el contrarío, afirmaban que la Iglesia no podía reconciliar a los que hubiesen cometido tales pecados (Tertuliano, en su época montanista, y Novaciano).
Muchos de los pecados que exigían la penitencia canónica eran pecados públicos, por lo mismo, en comunidades pequeñas de cristianos, como eran las de los primeros siglos, apenas era necesario confesarlos por ser ya conocidos. Desde la conversión masiva de paganos al cristianismo, en la época constantiniana, las circunstancias cambiaron notablemente.

4. A los clérigos desde el siglo IV y a los monjes desde el siglo V les estaba prohibida la penitencia eclesiástica por su carácter infamante. ¿No habría para ellos ningún medio para el perdón de sus pecados? A esta conclusión habría que llegar si la confesión íntegra y la absolución del sacerdote fueran el único medio ordinario32.

5. El verdadero problema en la praxis de la penitencia antigua no era la confesión de los pecados, sino las obligaciones terribles que comportaba para toda la vida el someterse a la penitencia canónica. Por eso la rehusaban. Algunos autores hablan de la vergüenza de confesar los pecados(33), pero casi todos insisten en las dificultades que provienen de las satisfacciones y vida mortificada que comportaba la vida penitente. Debido precisamente a estas penitencias inhumanas, la penitencia eclesiástica en el siglo VI quedaba reservada casi sólo a las personas mayores o a enfermos en peligro de muerte.
Una conclusión se impone: es un error afirmar que la confesión individual y completa al sacerdote es el único medio para el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. En la antigüedad, se practicó una forma muy diferente de celebrar la penitencia, que no se puede identificar con la confesión privada de nuestros días, y eran pocos los cristianos que la practicaban por su carácter extraordinario y excepcional. Innumerables santos y cristianos de la antigüedad nunca recibieron el sacramento de la penitencia. Los dos grandes sacramentos para la remisión de los pecados y la reconciliación eran el bautismo y la eucaristía.

b) La teología

1. Desde el comienzo de mi actividad sacerdotal me impresionó la conducta de Jesús para con los pecadores. Fue llamado "el amigo de publicanos y pecadores" (Lc. 7, 34) y les perdona generosamente siempre que encuentra un ser humano arrepentido. No pregunta cuántos ni cuáles pecados tiene, sino solamente exige fe y amor. Basta un gesto, una palabra de súplica para que Jesús perdone y absuelva: "Vete en paz, tu fe te ha salvado" (Lc. 7, 50; cf. Mt. 9, 22). "Se le ha perdonado mucho, porque ha amado mucho" (Lc 7, 47).
Para mí, los hechos y enseñanzas de Jesús son más vinculantes que los decretos del Concilio de Trento o de cualquier concilio. Y Jesús perdona a la mujer pecadora (Lc. 7, 36-50), a la mujer adúltera Jn 8, 1 - 11), al buen ladrón (Lc. 23, 43) y enseña que el publicano volvió justificado a su casa con sólo gritar: "Señor, ten piedad de este pecador" (Lc. 18, 13). En la parábola del hijo pródigo, el padre misericordioso recibe con alegría al hijo menor, le perdona y celebra un banquete por haberlo recuperado vivo (Lc. 15, 11-32).
La pregunta que me he formulado mil veces al leer los Evangelios es ésta: ¿Nos exige Dios hoy más para el perdón de los pecados de lo que exigió Jesús? ¿Es menor hoy la misericordia de Dios? ¿Es más exigente su justicia y su santidad?
A todas estas preguntas hay que responder con un no rotundo. Lo que hizo Jesús, bien hecho está. Y Dios sigue perdonando generosamente, cuando encuentra en el ser humano las debidas disposiciones sin pedir cuentas exactas ni imponer condiciones difíciles. La necesaria mediación de la Iglesia es para ayudar, no para poner obstáculos al ser humano que se arrepiente y pide perdón.

2. Los teólogos han deducido la necesidad de la confesión íntegra de los oficios que ejerce el confesor: es juez y médico. Como juez debe conocer la causa para poder dar sentencia. Como médico tiene que conocer la enfermedad para poder sanarla.
Ya hemos indicado cómo debe entenderse la función de juez y que no se deben extralimitar las consecuencias en orden a la declaración de los pecados. Es preferible la imagen de médico, que cura y sana la enfermedad. De aquí se deduce la utilidad, la conveniencia y aun la necesidad de declarar los pecados para señalar el oportuno remedio. Se trata de una comparación y no de una imposición dogmática. En realidad, en el caso de pecados graves, ¿cuántos son los que piden consejo y siguen las orientaciones del confesor, sí sólo se presentan una vez al año? Los consejos y la dirección espiritual de ordinario los piden las personas piadosas, que no suelen tener pecados graves.
El médico ayuda al enfermo si éste le descubre sus dolencias y síntomas. Pero sí la obligación de declarar todos los pecados graves aleja de hecho al cristiano de recibir el sacramento, nada se adelanta en orden a su curación. Se apela a una función inexistente para imponer una obligación grave. Las consecuencias que se deducen de estas funciones para el penitente, también podrían exigirse con mayor rigor para el ministro. Como juez y médico debería poseer conocimientos no sólo de teología, sino también de psicología y de la vida espiritual para poder ayudar realmente a los que recurran a él. Si esto se exigiera como condición indispensable, tendría que disminuir mucho el número de confesores.


6. ORÍGENES DE LA CONFESIÓN DETALLADA DE TODOS LOS PECADOS

Hoy se inculca como un deber ineludible para el perdón de los pecados graves la confesión individual e íntegra de todos ellos. Esto da la impresión de que siempre existió esta obligación y, sin embargo, no fue así. Vamos a resumir, aunque ya lo hemos indicado en las páginas anteriores, cuál fue el origen de este precepto.

a) Orígenes remotos. Existía una confesión libre y espontánea al sacerdote o al padre espiritual de la que nos hablan ya en el siglo III Clemente Alej. y Orígenes(34). Pero esta confesión privada parece cierto que se orientaba a la dirección espiritual o a buscar los remedios más convenientes para el progreso en la virtud. A mi juicio, no era un sacramento.

b) Entre los monjes esta confesión privada se convirtió en praxis habitual para humillarse y pedir consejo al anciano o al maestro del Espíritu. A él le confiaban sus pecados y flaquezas y esperaban una palabra de aliento y orientación para su vida espiritual. San Basilio, San Benito y Casiano hablan de esta práctica como medio de aprovechamiento espiritual.

c) Orígenes próximos. Más cercana a nosotros, la penitencia tarifada, que se introdujo en el continente europeo a principios del siglo VII, fue la principal causa de la costumbre y de la obligación de declarar al ministro todos los pecados. En este sistema, promovido por los monjes de Irlanda que evangelizaron Europa, se suprimió la irrepetibilidad del sacramento de la penitencia y se estableció una sanción para cada pecado. A cada pecado correspondía una satisfacción concreta, y si se duplicaban o triplicaban los pecados, se multiplicaban en igual medida las sanciones. Esto impuso la necesidad de acusarse de todos los pecados e incluso del número de los pecados.
Como este sistema, aunque muy riguroso en cuanto a las satisfacciones impuestos, era más llevadero que la penitencia antigua, pronto se difundió por toda Europa. Pero, siendo tan rigurosas las sanciones por los pecados cometidos y multiplicándose según el número de los pecados, pronto se hizo inviable. Toda la vida no era suficiente para cumplir algunas penitencias. Por eso se introdujo muy pronto el sistema de compensaciones y redenciones, que mitigaba un poco la penitencia, pero no la obligación de acusarse de todos los pecados.
Poco a poco, se fue abandonando el rigor de las satisfacciones y se consideró como sustituto de las antiguas penitencias la acusación detallada de los pecados. La vergüenza que se siente en decir los pecados debía considerarse suficiente penitencia. Y así se inició una práctica de confesar los mismos pecados varias veces o a diversos confesores, porque de este modo era mayor la vergüenza y se hacía más penitencia. Algunas secuelas de esta costumbre han llegado hasta nuestros días: el acusarse de los pecados de la vida pasada, que todavía hoy practican muchos, se funda en dos motivos: 1) asegurar la materia del sacramento, cuando uno sólo se acusa de faltas o imperfecciones que no se pueden considerar verdaderos pecados; 2) renovar y estimular el arrepentimiento sincero al considerar los pecados de su vida pasada.
Cuando se introduce una costumbre litúrgica, generalmente se prolonga durante siglos y luego se procura justificar desde la Escritura y desde la teología. Es lo que ha ocurrido con la confesión de los pecados. Desde el siglo XIII prácticamente sólo quedó como forma ordinaria de la penitencia la confesión privada, incluso se llegó a llamar "confesión" a todo el proceso del sacramento de la penitencia. Cuando, en 1215, el Concilio de Letrán IV impuso la obligación de confesar y comulgar al menos una vez al año, la absolución se recibía antes de cumplir la penitencia y quedaba reducida al mínimo. Por eso los documentos de este tiempo inculcan la obligación de confesar todos los pecados graves. Esta tendencia se agravó en Trento, como reacción contra los protestantes, y así ha quedado hasta nuestros días. Quien omite el confesar un pecado grave por vergüenza o miedo, comete un tremendo sacrilegio. Ésta fue la educación que recibimos los que ya somos mayores y muchos de nuestros discípulos. Sólo el estudio de la historia de la teología y los grandes horizontes que abrió el Vaticano II nos pudieron librar de estos atavismos teológicos.
Hoy, la razón de seguir insistiendo en la confesión individual íntegra como único modo de obtener el perdón de los pecados me parece un anacronismo. En los seis primeros siglos, el sacramento de la penitencia no era un modo ordinario de obtener el perdón de los pecados, puesto que sólo se concedía una vez en la vida y para casos excepcionales. Se recibía menos veces que hoy la unción de los enfermos.
Pero, en concreto, más aún que la doctrina del Concilio de Trento, la razón de insistir tanto en este punto fue la publicación de las Normas pastorales, en 1972, (AAS 64(1972)510-514) por la Congregación para la Doctrina de la Fe, que exageraban y agravaban la doctrina de Trento. Estas Normas impidieron una mejor y más profunda renovación del sacramento de la penitencia, y siguen influyendo en nuestros días en su celebración. Hemos indicado que, a nuestro parecer, contienen un error histórico y teológico y, no obstante, han pasado al Nuevo Ritual de la penitencia, al Código de Derecho Canónico, al nuevo Catecismo de la Iglesia católica y a la exhortación apostólica "Reconciliación y penitencia" de Juan Pablo II(35). Esperamos que estas reflexiones sirvan para una investigación serena e imparcial y contribuyan a esclarecer la doctrina evangélica y a eliminar los obstáculos que se oponen a la renovación de la celebración penitencial en la Iglesia de hoy.

  
7. CONVENIENCIA PASTORAL

Desde hace muchos años, venimos defendiendo las grandes ventajas pastorales que tiene esta forma de celebración si llega a proponerse por la jerarquía como un modo ordinario de celebrar el sacramento(36). Creo que, litúrgicamente, es la forma más completa y perfecta, la más coherente, pues no se interrumpe una celebración comunitaria con la confesión y absolución individuales. Toda la comunidad participa en el acto con las oraciones, la escucha de la Palabra, el pedir perdón, el confesar en común las culpas y con la celebración del acto final de reconciliación y de acción de gracias. Esta forma de celebración no requiere muchos confesores, que es una de las dificultades de la Forma B (reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución individuales). La Forma C (reconciliación de muchos penitentes con confesión y absolución generales), bien preparada, puede ser la forma ideal para las comunidades religiosas, seminarios, colegios de niños y niñas, grupos de ejercitantes, cursillos de cristiandad y de otros grupos que pasan unos días de retiro o de convivencia bajo la dirección de un sacerdote. Pero será también el modo más conveniente y de mayor impacto para el compromiso cristiano en las parroquias, si se tiene la debida preparación y catequesis previa. Sobre todo en adviento y en la cuaresma debería ser normal alguna de estas celebraciones, cuando lo autoricen las rúbricas.
Se ofrece incluso la posibilidad de espaciar cronológicamente el proceso penitencial en sus diversas fases:

1. Un día se dedica a la acogida, escucha de la Palabra de Dios, lecturas bíblicas con comentarios y examen.

2. Otro día puede consagrarse a profundizar el arrepentimiento y exigencias de la conversión. Se debe insistir en la necesidad de un propósito serio de enmienda, se hace la confesión individual o general y se indica una satisfacción adecuada que debe cumplirse antes de recibir la absolución.

3. En una tercera fase se congrega de nuevo la comunidad o el grupo para celebrar con alegría la reconciliación con la Iglesia. Es un plan utópico que sólo podrá realizarse con grupos pequeños y comunidades estables.
El que defendamos la posibilidad y conveniencia de esta forma de celebración (confesión general y absolución colectiva), no quiere decir que no apreciamos otros modos de recibir el sacramento y, en concreto, la confesión individual. Es una necesidad humana que responde a un anhelo profundo de reconocer y confesar los pecados a una persona de confianza y con poder de otorgar el perdón en nombre de Dios. Es una obligación ineludible el proporcionar a todos los fieles la posibilidad de la reconciliación sacramental individual. De esto hemos hablado en otra parte37 y mantenemos nuestro postura de que debe seguir subsistiendo este modo de celebración privada. No se trata de una alternativa, sino de una complementariedad. No debemos empobrecer el sacramento de la penitencia propugnando un solo modo de celebración. Cada una de las formas tiene sus valores existenciales propios que es preciso aprovechar para la vida cristiana de las comunidades



Notas al capítulo primero
1. Dejaos reconciliar con Dios. Instrucción pastoral sobre el sacramento de la penitencia. Conferencia Episcopal Española, Madrid 1989.
2. Cf. Concilio de Agde (año 506) can. 15; CCL 148, 201; Concilio de Orléans (año 538) can. 27; CCL 148A, 124.
3. Canon 11; Mansi VI, 708.
4. Sínodo de Chalon-sur Saône (ca 650),can. 8; CCL, 148A.
5. Sacramentum paenitentiae. Normae pastorales circa absolutionem sacramentalem generali modo impartiendam, AAS 64 (1972) 510-514.
6. La primera comisión la formaban: LÉCUYER, J. (presidente), HEGGEN, F. (secretario; más tarde, al retirarse HEGGEN, fue secretario NICOLASCH, F., ALSZEGHY, Z., ANCIAUX, C., FLORISTÁN, P. C., KIRCHGASNER, A., LIGIER, L, RAHNER, K., VOGEL, C. Todos muy conocidos y autores de libros importantes sobre la penitencia, como VOGEL, C., ANCIAUX, R, RAHNER, K., LIGIER, J., etc.
7. La segunda comisión la componían: JOUNEL, R (presidente), SORROCORNOLA, F., (secretario), GRACIA, J. A., VISENTIN, R, MEYER, H., DONOVAN, K., PASQUALETTI, G.
8. IMBACH, J., Perdónanos nuestras deudas, Santander 1983, p. 177.
9. Existen muchos artículos sobre el sentido de estas expresiones en el Concilio de Trento. Citemos algunos: FRANSEN, P., Réflexions sur L´anathème au concile de Trento, ETL 29, 1953, pp. 657-672; MARRANZINI, A., Valore del “anathema sit" nei canoni tridentini, Ras. Teol. 9, 1968, pp. 27-33; VORGRIMLER, H., Das Busssakrament iuris divini?, Diakonía 4/5, 1969, pp. 257-266; RAHNER, K., Sobre el concepto de "ius divinum" en su comprensión católica, Escritos de Teología V, pp. 247-273; BECKER, K. J., Die Notwendigkeit des vollstandigen Bekenntninisses in der Beichte nach dem Konzil von Trient, Theol. und Philos, 1972, p. 47; AMATO, A., I pronunciamenti tridentini sulla necessitá della confesione sacramentaria nei canoni 6-9 della sessione XIV (25 novembre 1551), Las-Roma, 1974; NICOLAU, M., "Jus divinum" acerca de la confesión en el ConciIio de Trento, RET. 32 1972, pp. 419.439; PETER, J., Dimensions of Jus divinum in Roman Catholic TheoIogy, Theol. Stud. 34 1973, pp. 227-250.
10. Edit. Weimar, 10, 3, 61-64.
11. Weimar, 2. 645, 16; Weimar 8a, 58, 5.
12. Véanse cc. 8 y 9 (DS 1708 y 1709); capít. 5 (DS 1679-1680), etc.
13. Antes de Trento el Papa Martín V exige la integridad de la declaración de los pecados a los partidarios de Hus y de Wiclef (DS 1260); en el Concilio de Florencia se incluye esta doctrina en el decreto “Pro Armenis" en 1439 (DS 1325).
14. Véase la obra de ESCUDÉ, J., La doctrina de la confesión íntegra desde el Concilio de Letrán hasta el Concilio de Trento, Barcelona, 1967; LOZANO ZAFRA, J. E., La integridad de la confesión, ¿precepto positivo divino o norma eclesiástica?, Roma, 1977; Do Couto, J. A., De integritate confesionis apud patres concilii tridentini, Romae 1963; FERNÁNDEZ, D., El Sacramento de la reconciliación, Edicep, Valencia, 1977, pp. 259-275, XXX Semana Española de Teología, El Sacramento de la penitencia, CSIC, Madrid, 1972, con diversos estudios sobre la confesión de los pecados en el Concilio de Trento.
15. Cf. GIL DE LAS HERAS, Carácter judicial de la absolución sacramental según el Concilio de Trento, Burgense 3, 1962), pp. 151-153.
16. DELFINO, Fr. ANTONIO Cf. CT, edic. Görres, 6,1.70. Véase además la nota interesante de COLLANTES, J., La fe de la Iglesia católica, Madrid, 1983, p. 724 nota 94.
17. Pueden verse numerosos textos en la obra de VOGEL, C., El pecador y la penitencia en la Iglesia antigua, Barcelona, 1968. Rara vez se alude a la vergüenza de confesar los pecados. El mismo hecho de hacer penitencia publica ya era una manifestación de su condición de pecador. Así dice Cesáreo de Arlés: "el que no tuvo vergüenza de cometer pecados que hay que reparar con la penitencia, que no la tenga tampoco de hacer ésta," (Sermo 65; PL 39, 2223)
18. Cf. FERNÁNDEZ, D., El sacramento de la Reconciliación, pp. 262 ss, donde recogemos las principales causas y los hechos históricos en los que la Santa Sede ha concedido esta dispensa de la acusación de los pecados. Algunos casos más se recogen en el documento de la primera Comisión del "Consilium ad exequendam Constitutionem de sacra Liturgia ", Coetus XXIII bis, del 16.3.1968, pp. 38 ss.
19. ALSZEGHY, Z., Problemi dogmatici della celebrazione penítenziale comunitaria, Greg 48 (1967) 577-587. De este escrito y de su posición ya nos ocupamos en nuestro artículo: Renovación del sacramento de la penitencia. Nuevas perspectivas en "Pastoral Misionera", sept.-oct. 1967 nº 5, pp. 54-71.
20. ALSZEGHY, Ibíd., pp. 580-581.
21. Ibíd., p. 584.
22. Canon 20; Concil. Ecum. Decreta, edit. Alberigo, Herder Freiburg 1962, p. 15.
23. Canon 19; Ibid., p. 14.
24. Const. 68; Ibid., p. 242.
25. Sess. XXII, canon 9; DS 1759.
26. RAMOS-REGIDOR, J., El sacramento de la penitencia, Salamanca, 1975, p. 203; VOGEL, C., El pecador y la penitencia en la Iglesia antigua: "Entrar en penitencia equivalía a firmar su sentencia de muerte civil. Por eso, desde fines del siglo V, la orden de los penitentes quedaba en desuso, y la indiferencia por ella iría en aumento" (p. 85).
27. Didaché 4,14; 14,1 (D. RUIZ BUENO, Padres apostólicos, BAC nº 65, Madrid, pp. 82; 91).
28. GALTIER, R., L'Église et Ia rémission des péchés aux premiers siècles, Paris 1932; Idem, L'Église et la rémission des péchés aux premiers siècles. A propos de la pénitence primitive, RHE 30 (1934) 797-846; Ictem, Aux origines du Sacrement de pénitence, Roma 195 1; GROTZ, J., Die Entwicklung des Buss-stufenwesen in der voriccänischen Kirche, Freiburg, 1955.
29. La opinión de que en la antigüedad nunca existió una penitencia sacramental privada distinta de la canónica o pública es hoy la opinión más común. Pueden citarse a su favor VOGEL, C., RAHNER, ANCIAUX, K. P., ALSZEGHY, Z, BADA, J., ADNÉS, P., SCHMAUS, M., CARRA DE VAUX SAINT-CYR, RONDET, H., RAMOS-REGIDOR, etc.
30. VOGEL, C., escribe: "Algunos cristianos virtuosos se hacían penitentes aun sin haber pecado gravemente. Esta práctica, por paradójica que pueda parecer a primera vista, se explica muy bien, según veremos después". En El pecador y la penitencia, p. 57.
31. Se suele citar como favorable a esta opinión a San Paciano, Paraenesis ad paenitentiam, cap. 5; PL 13, 1804. Pero de este texto no se puede deducir que Paciano limitase la penitencia pública a estos tres pecados.
32. Sobre la penitencia de los clérigos y monjes pueden verse algunas indicaciones en mi obra El sacramento de la Reconciliación, Valencia, 1977, pp. 137-141.
33. Así, por ejemplo, San Paciano entre los autores más antiguos: "Mi llamamiento se dirige, pues, en primer lugar a vosotros, hermanos, que rechazáis la penitencia por los pecados; a vosotros... que no os ruborizáis de pecar y os ruborizáis de confesaros" (op.cit. cap. 6; PL 13, 1085).
34. Cf. FERNÁNDEZ, D., El sacramento de la Reconciliación, pp. 143-147. Los textos de los autores antiguos sobre la penitencia se encuentran en la obra de KARP, H., La pénitence. Textes et Commentaires des origines de I'ordre pénitentiel de I’Église ancienne, Neuchatel, 1970.
35. Rit. de la Penit. nn. 31-34; CIC, cc. 960-963; Rec. y Penit. Nº 32; Cat. IgI. Cat. nn. 1484; 1497.
36. Cf. FERNANDEZ, D., Renovación del sacramento de la penitencia, Pastoral Misionera 4(1967)45-59; 5(1967)54-71; Idem, Nuevas perspectivas sobre el sacramento de la penitencia, Valencia, 1971, pp. 147-155; Idem, El sacramento de la reconciliación, Valencia, 1977, pp. 293-299.
37. El sacramento de la reconciliación, pp. 303-305.