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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
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viernes, 30 de marzo de 2012

POR QUÉ MUERE JESÚS Y POR QUÉ LE MATAN

Ignacio Ellacuría
Aparición original: «Misión Abierta» (marzo 1977)17-26
El intento de poner en relación a Jesús con la historia y, consiguientemente, a la Iglesia con la historia, es esencial para la comprensión y realización del cristianismo, así como para la realización y la comprensión de la historia. Si no se llega a tener clara esta «relación», se cae en posturas religiosistas o en posturas secularistas, con menoscabo de lo que es realmente la salvación histórica.
La encarnación histórica de Jesús, como paradigma de lo que ha de ser una historización de la salvación, puede presentarse desde diversos aspectos de su vida. Uno de ellos, especialmente privilegiado, es el de su pasión y su muerte. En efecto, éstas representan el núcleo original de los relatos evangélicos, permiten una mayor verificación histórica, representan la culminación de su vida mortal y, desde otro punto de vista, son elemento de divergencia entre quienes se atienen a que Jesús murió por nuestros pecados y quienes piensan que se le mató en razón de su lucha por el hombre y en virtud de motivos políticos.
El estudio, por tanto, de la pasión en su doble vertiente de por qué muere Jesús y de por qué le matan, es un lugar adecuado para iluminar la unidad intrínseca y necesaria entre la lucha por el hombre y la implantación del Reino de Dios.
Es un problema muy presente en el Nuevo Testamento. Ya en el primero de sus escritos se nos dice, por un lado: «porque Dios no nos destinó a la ira, sino a adquirir la salvación por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el que murió por nosotros, a fin de que... lleguemos a la vida juntamente con él» (I Tes 5, 910); por otro: «pues vosotros hermanos os hicisteis imitadores de las Iglesias de Dios que están en Judea, en Cristo Jesús, porque también vosotros padecisteis de parte de vuestros compatriotas las mismas persecuciones que ellos de parte de los judíos, los que mataron al Señor, a Jesús, y a los profetas...» (ib., 2, 14-15). Y es un problema que no puede resolverse a la ligera. Un autor, tan ponderado como Rahner, considera, por ejemplo, que es discutible si el propio Jesús atribuyó a su muerte una función soteriológica; esto es, si a él mismo le era clara la conexión entre el significado histórico de su muerte y su sentido trascendente1 .
Consideramos nuestro problema desde tres puntos de vista: 1) la dimensión histórica de la muerte de Jesús; 2) la conciencia histórica de Jesús sobre su muerte; 3) significado teológico de su muerte. Nos ceñiremos a los relatos de la pasión y el punto de vista será exclusivamente exegético-histórico.
1. Dimensión histórica de la muerte de Jesús
a) Creciente oposición entre Jesús y sus enemigos.
Los autores evangélicos presentan la vida de Jesús como una creciente oposición entre él y quienes van a ser los causantes de su muerte. Pocas dudas pueden caber sobre este punto, léase la vida de Jesús según Marcos o, en el otro extremo, según Juan2 . Jesús y sus enemigos representan dos totalidades distintas, que pretenden dirigir contrapuestamente la vida humana; se trata de dos totalidades prácticas, que llevan la contradicción al campo de la existencia cotidiana. Ya en el pasaje de la curación del hombre con la mano paralizada (Mc 3,1-6; Lc 6, 6-11) aparecen sus enemigos espiándole para acusarle y condenarle y Jesús encolerizado, con el resultado de que los fariseos y herodianos salieran dispuestos a deshacerse de él.
Pero el complot definitivo aparece en la pasión y está narrado por los cuatro evangelistas. Parecería que hasta Juan se ha vuelto «sinóptico», a la hora de contar el proceso de la muerte de Jesús. Esta relativa «coincidencia sinóptica» de los cuatro evangelistas indica el carácter histórico del fondo de la narración. Reunamos los rasgos más sobresalientes.
Se reúnen los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (Mt 26, 3), los escribas (Mc 14, 1 y Lc 22, 2) y los fariseos (Jo 11, 47). Coinciden todos en querer matar a Jesús y los tres sinópticos señalan que no se atreven a hacerlo por miedo al pueblo, con lo cual se sobrepasa el nivel de la confrontación puramente personal. Pero se aprovechan de Judas, que llega a capturarlo con un grupo numeroso, enviado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (Mt 26, 47), de los escribas (Mc 14, 43) y de los fariseos (Jo 18, 3). Juan añade que se trata de la cohorte y de los guardias; al parecer, la cohorte era romana y los guardias lo eran de los sumos sacerdotes. Hay, pues, una captura en que se aunan los poderes sociales, políticos y religiosos. La acusación, a pesar de las divergencias entre los evangelistas, muestra por qué le persiguen y le combaten estos poderes.
b) Por qué persiguen a Jesús.
Según Juan (18, 19-27) el sumo sacerdote le interroga a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina; se trataría, por tanto, de un problema de ortodoxia, pero tras este primer plano de la ortodoxia aparece el de sus seguidores, esto es, el de un movimiento, que ha cobrado fuerza y frente al cual no tienen control los dominantes oficiales de la situación religioso-oficial. No deja de ser significativo que los guardianes le insulten como a profeta; debieron de percibir en sus amos la persuasión de que Jesús era profeta y ponía en marcha dinamismos proféticos.
En el juicio ante el Sanedrín se le acusa de querer destruir el templo. No puede pasarse por alto lo que suponía el templo jerosolimitano en la configuración religiosa y política de Judea; la afirmación del templo nuevo que sustituye al antiguo era una blasfemia, que exigía la lapidación. Distintos motivos redaccionales han hecho que se ampliara la acusación a la más llamativa de hacerse el Mesías, pero este punto lo trataremos en la tercera parte. En este primer estadio Jesús aparece como blasfemo, pero como blasfemo público, que pone en conmoción los pilares de la estructura del judaísmo.
Las acusaciones cambian ante Pilato. El punto de conexión está en la acusación de presentarse como Mesías, que de cara a los judíos se presenta como Hijo del Bendito y de cara a los romanos como rey de los judíos. Es Lucas quien propone el sumario de la acusación: «Hemos encontrado a este hombre excitando al pueblo a la rebelión e impidiendo pagar los tributos al César y diciéndose ser el Mesías, Rey» (23, 2). Pilato sabía que el Mesías sería enemigo de los romanos; toda la época de su mandato estaría llena de expectativas mesiánicas y de levantamientos armados de tinte mesiánico. Por eso pregunta a Jesús: ¿eres el Rey de los judíos? Ninguno de los cuatro evangelistas pone en boca de Jesús el rechazo de esta acusación. Ante las reticencias de Pilato los sumos sacerdotes y los escribas le siguen acusando violentamente (Lc 23, 10) e insisten en que Jesús subleva al pueblo con su enseñanza. Ni Herodes ni Pilato recogen la acusación; pero cuando le amenazan a Pilato con que si no condena a Jesús se convierte en enemigo del César, acaba por ceder. De hecho le condena a la crucifixión, pena típicamente política impuesta a los rebeldes contra Roma, y como titulus de la condenación se establece su pretensión de convertirse en rey de los judíos.
c) Jesucristo como enemigo del poder y estructura social.
Es claro que, fuera de intereses redaccionales, los enemigos de Jesús extreman y distorsionan las apariencias, pero estas apariencias lo eran de hechos reales. Ante todo, está el hecho real de la oposición a muerte de los poderes socio-religiosos contra Jesús; si no hubieran visto en él a un enemigo de su poder y de la estructura social, no lo hubieran condenado a muerte; y si la acción de Jesús no hubiera tenido nada que ver con aquello de que le acusan, tampoco hubiera prosperado. Ambos aspectos que en su unidad se hacen presentes a todo lo largo de la vida de Jesús, prueban el carácter de su vida: el anuncio del Reino de Dios tenía mucho que ver con la historia de los hombres y esta historia quedaba contradicha por el anuncio efectivo del Reino. Tan peligrosa aparecía la persona y la acción de Jesús, que las autoridades judías habían calculado que esa peligrosidad iba a traer una mayor represión por parte de los romanos. Lo cuenta San Juan: reunidos los sumos sacerdotes y los fariseos se preguntaban qué hacer, porque Jesús hacía muchos signos; si le dejaban seguir, todos iban a creer en él, lo cual ocasionaría la intervención de los romanos, que destruirían el lugar santo y la nación entera; a lo cual respondió Caifás que era mejor que muriera un solo hombre por el pueblo y no que pereciera toda la nación (11, 47-50). La apelación a los romanos y al peligro del lugar santo y de la nación, muestra la conexión de la palabra y de los signos de Jesús con la realidad histórica, tanto en su vertiente religiosa como política. Curiosamente esta frase de Caifás de tinte tan marcadamente político va a ser leída por Juan teológicamente y, además, en un sentido expiatorio. El por qué le matan a Jesús queda unido al por qué muere en la propia historia teológica de Juan.
La preponderancia de los elementos histórico-políticos en el juicio de Jesús y aun en el relato entero de la pasión es grande. Lo que más resaltan los evangelistas es una serie de elementos históricos, como si estuvieran preocupados por responder a por qué le mataron a Jesús. Sobre este punto crucial se han deslizado los comentaristas teológicos con peligrosa e ideologizada facilidad; hoy se trata de evitar ese deslizamiento interesado. No en vano este punto tiene tal importancia en los relatos evangélicos; considerar la morosidad de los evangelistas como algo anecdótico o como concesión sentimental, sería caer en lo que Zubiri ha llamado docetismo biográfico. Insistir en lo que realmente significa nos lleva a la que fue la raíz humana de la vida de Jesús y, consiguientemente, al lugar adecuado de la fe y de la trascendencia.
2. Conciencia histórica de Jesús ante su muerte
a) Jesús sabía que su modo de actuar era peligroso y lo llevaba a la muerte.
Entramos en un tema lleno de dificultades exegéticas y dogmáticas. Dando por supuesta la literatura sobre la conciencia de Jesús, nos vamos a ceñir a lo que los evangelistas muestran de esa conciencia en los relatos de la pasión.
Como preámbulo podemos dar por supuesto que Jesús era consciente de la peligrosidad de su vida y de que su actuación ofrecía motivos para llevarlo a la muerte. La hipótesis contraria no es aceptable: una cosa es que los anuncios de la pasión sean port-pascuales, otra que Jesús no previera el peligro mortal que corría. La confrontación con sus enemigos, tal como la señalan los evangelistas, no podía llevar a otro final; Juan reitera incansablemente cómo Jesús conocía el propósito de sus adversarios: «algún tiempo después recorría Jesús Galilea, evitando andar por Judea porque los judíos trataban de matarlo» (7, 1; cfr. 2, 24-25; 5, 16-17; 7,19, 25-26, 30-35; 8, 20, 59; 10, 30-31, 39; 11, 8, 53-54, 57).
¿Cómo se le presenta a Jesús no tanto la inminencia de su muerte sino lo que la muerte significaba para él y para los hombres? Esta conciencia puede sospecharse a partir de dos pasajes: el huerto y la crucifixión.
b) La muerte de Jesús, consecuencia de haber anunciado el Reino de Dios.
Boismard3 rastrea tres documentos anteriores al actual relato de Getsemaní, de los cuales el más primitivo ofrecería un sensible paralelismo con algunos versículos de Juan, no referidos por éste a la escena del huerto. El más antiguo diría:
"ha llegado la hora en la que es entregado el hijo del hombre en manos de los pecadores; mi alma está triste hasta la muerte, y oraba para que si fuera posible pasase de él la hora; he aquí que se acerca el que me entrega; levantaos, vayamos». Jesús, pues, esperaría la "hora", pero la "hora" tiene un claro carácter mesiánico que, sobre todo en Juan, implica el paso por la glorificación de la muerte, lo cual le causa profunda turbación. No aparece explícitamente ni el sentido expiatorio de su muerte ni siquiera de su inmediata resurrección. Tanto la oración de Jesús como su tristeza mortal son datos no conciliables con una visión clara de su triunfo glorioso sobre el príncipe de este mundo.
Igualmente las palabras de Jesús en la cruz muestran el dramatismo de una conciencia oscura respecto del sentido de la muerte. Boismard4 trata aquí también de reconstruir los documentos que reflejan la tradición más antigua: en el más antiguo no habría ni siquiera una palabra de Jesús; en el segundo, mucho más elaborado, sólo estaría la palabra del abandono: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado. Sólo en el tercer nivel aparecerían las otras "seis palabras", de las cuales las recogidas por Lucas serian las más significativas: el perdón a los que le matan, el premio al que se arrepiente y un último suspiro de confianza en el Padre.
Lo que en el huerto aparecía todavía como autoconciencia del «hijo del hombre entregado en manos de los pecadores», todavía queda más oscurecido en la cruz. Ni siquiera la reelaboración teológica de los evangelistas se creyó autorizada a poner en los labios y en la conciencia manifiesta de Jesús un planteamiento claro del sentido de su muerte. Jesús muere en la cruz acosado por sus enemigos, abandonado por sus discípulos; todo ello como resultado de lo que hizo en vida, todo ello como resultado de su oposición radical a quienes acaban venciéndole en la cruz. No aparece ningún sentido místico expiatorio: lo que le ocurrió en la muerte fue la consecuencia de lo que actuó en vida: el anuncio y la realización del Reino de Dios entre los hombres, a lo que se oponían los representantes del poder religioso, del poder social y del poder político, como plasmación visible del príncipe este mundo.
3. Significado teológico de su muerte
¿Es, entonces, arbitraria la referencia al por qué muere Jesús, cuando el acento de los evangelistas en la pasión está puesto en por qué le matan los judíos y los romanos? Para responder a esta cuestión quedan por examinar dos pasajes fundamentales del relato de la pasión: la institución de la Eucaristía y las palabras puestas en boca de Jesús con ocasión de su condena.
a) La institución de la Eucaristía.
No pretendemos entrar en el problema general de la cena pascual y de la institución de la Eucaristía ni desde el punto de vista exegético ni desde el punto de vista dogmático. Nuestra pretensión se reduce a mostrar la conexión del por qué muere Jesús y del por qué le matan, la conexión entre el sentido histórico de su muerte y el sentido teológico respecto de un punto particular.
Si consideramos las diferentes redacciones de la institución eucarística (1 Cor 11, 24-25; Lc 22, 19-20; Mc 14, 22-24 y Mt 26, 28) en su versión actual, parecería evidente que Jesús, en la víspera de su pasión, consideraba expiatoria y soteriológica su muerte. Aunque respecto del pan, como cuerpo suyo, nada dicen Marcos y Mateo, Pablo afirma que es por vosotros y Lucas que es entregado por vosotros; con estos últimos coincide Juan (6, 51) cuando pone en boca de Jesús que su carne es para la vida del mundo. Pero, al hablar del vino y de la sangre los tres sinópticos y Pablo hablan de la (nueva) alianza, mientras que sólo los tres5 hablan de la sangre derramada por vosotros o por muchos, añadiendo Mateo -y sólo él- «para el perdón de los pecados». Según Pablo y Lucas, Jesús les manda a sus discípulos que lo sigan haciendo en su memoria y Pablo señala que, haciéndolo así, anunciarán la muerte del Señor mientras vuelva.
Este recuerdo de datos mostraría que Jesús en la cena habría tenido clara conciencia de la relación entre la institución eucarística y su sangre derramada por el perdón de los pecados y aun con una segunda venida suya. Se trataría de una nueva alianza sellada con un nuevo sacrificio. Vista la muerte de Jesús desde la cena poco o nada importaría el planteamiento del por qué le matan; lo importante sería el sentido de su muerte. De ahí a considerar que lo importante en el cristianismo es la celebración cultual de la pasión y de la resurrección de Jesús, dejando de lado la celebración real e histórica de su vida, no hay más que un paso. El culto sería el álibi perfecto de la realidad cristiana.
Pero un análisis del modo en que están redactados los textos pone en entredicho esta apariencia del relato eucarístico, si queremos saber lo que realmente ocurrió en la víspera de la pasión. En efecto, dos planos fundamentales deben distinguirse en el texto evangélico: el relato de la cena ritual de la pascua y el relato de la institución eucarística; el primero más histórico y el segundo más litúrgico.
En el relato más primitivo de Marcos6 se hace explícita referencia a la celebración de la pascua judía: Jesús toma la copa, da gracias, se la pasa a los discípulos, que beben de ella, mientras les dice que no beberá más del producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el reino de Dios. Es a esta cena a lo que aludirían las palabras: «con gran deseo, he deseado comer con vosotros esta pascua». En este plano del relato pascual nada rompe la continuidad de la conciencia histórica de Jesús. Jesús prevé su final, pero no desespera del sentido de su muerte sino que positivamente establece su firme esperanza en el triunfo del Reino y el de su causa personal.
Pero, además del relato pascual, está el relato de la institución eucarística, cuyo texto más antiguo es el de Pablo; se trata de un texto litúrgico de vocabulario distinto al de Pablo y que retrotrae la tradición usada más allá del año 54, fecha de la carta, pero al mismo tiempo, muestra un texto transformado por exigencias litúrgicas e incluso una helenización de la fórmula eucarística7 . Reunidos los textos de los sinópticos y de Pablo tendríamos los siguientes elementos: a) esto es mi cuerpo; b) entregado por vosotros; c) esto es mi sangre; d) derramada por muchos; e) para el perdón de los pecados; f) como alianza (nueva); g) mandato de su recuerdo.
Ahora bien, si el texto de Marcos es el que responde a una tradición mas antigua y es el menos afectado por el lenguaje litúrgico, los elementos más originales serían: a) una cena de despedida en que Jesús anuncia la inminencia del final de su vida de predicador y anunciador del Reino de Dios; b) una cierta esperanza escatológica en continuidad con lo que ha sido su predicación del Reino y su relación con el Padre; c) la referencia a su cuerpo y a su sangre como alimentos nuevos de la alianza de Dios con el hombre; d) un profundo sentido sacrificial de toda su vida entregada a los demás.
Que esto ofrezca suficiente base para que una tradición, muy primitiva, viera en los sucesos de la cena y de la crucifixión un claro sentido soteriológico y expiatorio, no permite concluir que Jesús apreciara su muerte en los mismos términos.
b) Los títulos trascendentes de Jesús.
En los diferentes enfrentamientos de Jesús con sus enemigos con ocasión de su enjuiciamiento, los evangelistas proponen una serie de títulos, que mostrarían cómo el propio Jesús teologizaba creyentemente lo que estaba ocurriendo, sobre todo con ocasión del interrogatorio del Sumo Sacerdote. Le pregunta, en efecto, si es el Mesías, el Hijo del Bendito. Jesús acepta estos títulos, pero los reinterpreta desde el título de Hijo del Hombre, sentado a la derecha del Padre y que ha de volver entre las nubes del cielo (Mc 14, 61-62). El sentido de la pregunta no hace referencia a una presunta divinidad de Jesús, que caía completamente fuera del horizonte mental del Sumo Sacerdote; significaba tan sólo una pregunta por su carácter de rey mesiánico, que gozaría de la total protección de Yahvé. Jesús, por su parte, le responde con el salmo 110,1, referido al rey mesiánico y con Daniel 7,13 referido al Hijo del hombre; esto es, en ninguno de los dos casos autoproclamaría su divinidad sino que se limitaría a colocarse en la línea de un nuevo mesianismo y anunciaría la certeza de su triunfo final y de su potestad de juicio definitivo.
¿Qué supondrían, entonces para Jesús estos títulos de Hijo del hombre y de Mesías en referencia al sentido de su muerte?
No tiene razón Bultmann, al rechazar tan rápidamente la conexión de este título con la vida histórica de Jesús8 . Aunque se acepte que las profecías de la pasión, tal como hoy se encuentran en el texto evangélico, son formulaciones de la comunidad primitiva, no hay por qué negar la proyección escatológica del Hijo del hombre. Si se acepta un sentido escatológico del Reino de Dios, no hay por qué desechar la proyección escatológica de Jesús como Hijo del hombre en función del Reino de Dios, aunque la plena identificación de toda la carga teológica del Hijo del hombre con el Jesús histórico sólo se realizara en la experiencia creyente de la comunidad primitiva. En la propia vida de Jesús se dan las bases de esa identificación: Jesús habría acentuado cómo su misión le iba llevando al sufrimiento, a la oposición y a la muerte habría proclamado también el carácter definitivo del Reino de Dios y de su persona; habría anunciado que el criterio definitivo del juicio es la relación con su vida y con su persona (Lc 12, 8ss.), y, en este sentido, habría preanunciado una esperanza que la comunidad primitiva habría clarificado tras la experiencia creyente de la resurrección. Pero esto no supone que Jesús se haya concebido a sí mismo como siervo de Yahvé, que cumple su misión mesiánica mediante una muerte expiatoria. Aunque la presencia de este título llene los evangelios y remita a un estadio muy primitivo de la redacción9 , no debe olvidarse la resonancia teológica diversa que han ido poniendo en el Hijo del hombre las distintas comunidades. Las referencias evangélicas al Hijo del hombre apuntan a una justificación del paso del por qué le matan al por qué muere, pero no permiten independizar la segunda pregunta de la primera.
Algo parecido ha de decirse de la autoproclamación como Mesías. La disposición del texto (Mc 14, 62 y paralelos) muestra que Jesús no rechaza el título, pero muestra asimismo que él no lo toma en el contexto del mesianismo judío; por otra parte, el mismo Jesús desvía el significado demasiado político hacia la consideración del Hijo del hombre. Pero esto no permite confundir la mesio-logía del Nuevo Testamento en su sentido judaico con la cristología en su sentido helénico. Es cierto que Jesús intentó purificar el mesianismo politizado, entendido como una toma del poder en la linea de una concepción teocrática, pero de ahí no se sigue que se haya entendido a sí mismo como Cristo-Señor, que poco tiene que ver con la historia material de los hombres.
No puede interpretarse el «Heilsbringer», el salvador, como alguien que tan sólo aporta una salvación individual y espiritualizada. Moltmann lo ha resaltado con razón, así como lo han hecho con insistencia los teólogos de la liberación. Una lectura objetiva de la vida y, sobre todo, de la pasión de Jesús no deja lugar a dudas, sobre todo si se subraya que se trata de relatos posteriores -mucho más historizados- a algunos de los textos paulinos. ¿Qué interés pudo tener la comunidad postpascual al mostrar tan numerosos y precisos rasgos histórico-sociales, una vez que estaba en posesión del Jesús resucitado y exaltado? No otro sino el de mostrar la conexión real entre el Cristo de la fe con el Jesús de la historia.
4. A Jesús le mataron por la vida que llevó y por la misión que cumplió
Podemos ahora aproximarnos a la respuesta de nuestra pregunta. Circunscritos a lo que sucedió al Jesús histórico y, por tanto, dejando sólo metódicamente de lado el resto del Nuevo Testamento y las formulaciones ulteriores de la Iglesia, podemos decir que el por qué murió Jesús no se explica con independencia del por qué le mataron; más aún, la prioridad histórica ha de buscarse en el por qué le mataron. A Jesús le mataron por la vida que llevó y por la misión que cumplió. Sobre este por qué de su muerte puede plantearse el para qué de su muerte. Si desde un punto de vista teológico-histórico puede decirse que Jesús murió por nuestros pecados y para la salvación de los hombres, desde un punto de vista histórico-teológico ha de sostenerse que lo mataron por la vida que llevó. La historia de la salvación no es ajena nunca a la salvación en la historia. No fue ocasional que la vida de Jesús fuera como fue; no fue tampoco ocasional que esa vida le llevara a la muerte que tuvo. La lucha por el Reino de Dios suponía necesariamente una lucha en favor del hombre injustamente oprimido; esta lucha le llevó al enfrentamiento con los responsables de esa opresión. Por eso murió y en esa muerte les venció.
5. Conclusiones principales
a) Jesús no fue muerto por confusión de sus enemigos. Ni los judíos ni los romanos se confundieron, pues la acción de Jesús, pretendiendo ser primariamente un anuncio del Reino de Dios, era necesariamente una amenaza contra el orden social establecido, en cuanto estaba estructurado sobre fundamentos opuestos a los del Reino de Dios.
b) Esta conexión se funda en una necesidad histórica. Jesús no predica un Reino de Dios abstracto o puramente transterreno sino un Reino concreto, que es la contradicción de un mundo estructurado por el poder del pecado; un poder que va más allá del corazón del hombre y se convierte en pecado histórico y estructural. En estas condiciones históricas la contradicción es inevitable y la muerte de Jesús se constituye en necesidad histórica.
c) La comunidad post-pascual, aun tras la experiencia creyente de la resurrección y de la divinidad de Jesús consideró imprescindible no dejar anulado el Jesús histórico sino que le dio máxima importancia para mostrar cómo la experiencia creyente está ligada necesariamente al proseguimiento de lo que fue la vida de Jesús, muerto y crucificado por lo que representaba como oposición al mundo de su tiempo.
d) Sólo en el proseguimiento esperanzado de esa vida de Jesús, se hace posible una fe verdadera, que testifique la fuerza nueva de la resurrección. Porque Jesús ha resucitado como Señor, ha quedado confirmada la validez salvífica de su vida; pero al mismo tiempo, por la relación de su vida con su resurrección ha quedado mostrado cuál es el camino histórico de la fe y de la resurrección.
e) La conmemoración de la muerte de Jesús hasta que vuelva no se realiza adecuadamente en una celebración cultual y mistérica ni en una vivencia interior de la fe, sino que ha de ser también la celebración creyente de una vida que sigue los pasos de quien fue muerto violentamente por quienes no aceptan los caminos de Dios, tal como han sido revelados en Jesús
f) La separación en la vida de la Iglesia y de los cristianos del por qué muere Jesús y del por qué le matan, no está justificada. Es una disyunción que reduce la fe a una pura evasión o reduce la acción a una pura praxis histórica. La praxis verdadera, la plena historicidad, está en la unidad de ambos aspectos, aunque esa unidad se presente a veces con la misma oscuridad, que se hizo presente en la vida del Jesús histórico.
g) No puede olvidarse que si la vida de Jesús hubiera terminado definitivamente en la cruz, nosotros estaríamos en la misma oscuridad que su muerte produjo entre sus discípulos. El que su vida no pudo terminar en la cruz muestra retroactivamente la plenitud que esa vida encerraba y da la base firme para que la comunidad creyente actualizara las posibilidades reales que esa vida tuvo. Jesús fue y se proclamó el verdadero templo de Dios, el lugar definitivo de la presencia de Dios entre los hombres y del acceso de los hombres a Dios. Por eso murió y por eso nos dio la vida nueva.
Notas:
·  1 RAHNER y W. THÜSSING, Christologie systematisch und exegetisch. Freiburg 1972, pp. 27 y 33.
·  2 I. ELLACURIA, Teología política, San Salvador, 1973; traducción inglesa: Freedom made flesh, New York, 1976.
·  3 P. BENOIT, M. BOISMARD, Synopse des quatre évangiles, París, 1972, pp. 390ss.
·  4 l.c., 428 ss.
·  5 Dejamos de lado, a pesar de su gran importancia para nuestro propósito, el problema del texto largo y del texto corto de Lucas. Cfr. P. BENOIT, Exegese et theologie, Paris, 1961, I, pp. 163-203 y J. JEREMIAS, Die AbendmaHlsworte Jesu, Goettingen, 1960, pp. 133-135.
·  6 Cfr. BOISMARD, l.c., pp. 381 SS.; Jeremías, l.c., pp. 153 ss.
·  7 Cfr. BOISMARD, l.c.
·  8 R. BULTMANN, Theologie des neuen Testaments, Tübingen, 1968, p. 31 ss.
·  9 F. HANN, Christologische Hoheitstitel, Goettingen, 1966, p. 13 ss.

¿CÓMO ANUNCIAR HOY LA CRUZ DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO?

Leonardo Boff

Cambian los clavos, otros son los verdugos; la víctima sigue siendo la misma: Cristo que es crucificado y agoniza en los pobres, oprimidos y pequeños. ¿Cómo denunciar hoy los verdugos? ¿Cómo alertar a la "turbamulta" que es, en su inconsciencia, seducida y manipulada por la destreza de las raposas de este mundo? ¿Cómo traducir, en la predicación, la primacía paulina de la sabiduría de la cruz?
Inicialmente es preciso ampliar nuestra comprensión de cruz y de muerte. Muerte no es solamente el último momento de la vida. Es la vida toda que va muriendo, limitándose, hasta sucumbir en un límite último. Por esto preguntar: ¿Cómo murió Cristo? equivale a preguntar: ¿Cómo vivió? ¿Cómo asumió los conflictos de la vida? ¿Cómo acogió el caminar de la vida que va hasta terminar de morir? Él asumió la muerte en el sentido de haber asumido todo lo que trae la vida: alegrías y tristezas, conflictos y enfrentamientos, por causa de su mensaje y de su vida.
Algo semejante vale para la cruz. Cruz no es solamente el madero. Es la corporificación del odio, de la violencia y del crimen humanos. Cruz es aquello que limita la vida (las cruces de la vida), que hace sufrir y dificulta el andar, por causa de la mala voluntad humana (cargar la cruz de cada día). ¿Cómo soportó Cristo la cruz? No buscó la cruz por la cruz. Buscó el espíritu que hacía evitar la producción de la cruz para sí y para los otros. Predicó y vivió el amor y las condiciones necesarias para que pueda haber amor. Quien ama y sirve, no crea cruces para los demás por su egoísmo, por la mala calidad de la vida que genera. Anunció la buena nueva de la Vida y del Amor. Se entregó por ella. El mundo se cerró a él, le creó cruces en su camino y finalmente lo levantó en el madero de la cruz.
La cruz fue consecuencia de un anuncio cuestionador y de una práctica liberadora. El no huyó, no contemporizó, no dejó de anunciar y atestiguar, aunque esto lo llevara a tener que ser crucificado. Continuó amando, a pesar del odio. Asumió la cruz en señal de fidelidad para con Dios y para con los seres humanos. Fue crucificado por Dios (fidelidad a Dios) y crucificado por los seres humanos y para los seres humanos (por amor y fidelidad a los seres humanos).
LOS SIGNIFICADOS ACTUALES DEL ANUNCIO DE LA CRUZ DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
1. Empeñarse para que haya un mundo donde sea menos difícil el amor, la paz, la fraternidad, la apertura y la entrega a Dios. Esto implica denunciar situaciones que engendran odio, división y ateísmo en términos de estructuras, valores, prácticas e ideologías. Esto implica anunciar y realizar, en una praxis comprometida, amor, solidaridad, justicia en la familia, en las escuelas, en el sistema económico en las relaciones políticas. Esto implica apoyar y participar en la gestación de las infraestructuras económicas, sociales, ideológicas, psicológicas y religiosas que hacen posible la justicia y la fraternidad. Este compromiso lleva como consecuencia crisis, enfrentamientos, sufrimientos, cruces. Aceptar la cruz que viene de este embate es cargar la cruz como el Señor la cargó en el sentido de soportar y sufrir por razón de la causa que perseguimos y de la vida que llevamos.
2. El sufrimiento que se padece en este empeño, la cruz que se tiene que cargar en este camino, es sufrimiento y martirio por Dios y por Su causa en el mundo. El mártir es mártir por causa de Dios. No es mártir por causa del sistema. Es mártir del sistema, pero para Dios. Por esto el que sufre y el crucificado por causa de la justicia de este mundo, es testigo de Dios. Rompe el sistema cerrado que se considera justo, fraterno y bueno. Es mártir por la justicia; como Jesús y como todos los que lo siguen, descubre el futuro, dejan abierta la historia para que ella crezca y produzca más justicia que la que existe, más amor que el que está vigente en la sociedad. El sistema quiere cerrar y encubrir el futuro. Es fatalista; juzga que no necesita de reforma y modificación. Quien soporta la cruz y sufre en la lucha contra ese fatalismo intra-sistémico, carga la cruz y sufre con Jesús y como Jesús. Sufrir así es digno. Morir así es valor.
3. Cargar la cruz como Jesús la cargó significa, por tanto, solidarizarse con aquellos que son crucificados en este mundo: los que sufren violencia, son empobrecidos, deshumanizados, ofendidos en sus derechos. Defenderlos, atacar las prácticas en cuyo nombre son hechos no-personas, asumir la causa de su liberación, sufrir por causa de esto: he ahí lo que es cargar la cruz. La cruz de Jesús y su muerte fueron consecuencia de este compromiso por los desheredados de este mundo.
4. Tal sufrimiento y muerte por causa de los otros crucificados implica soportar la inversión de los valores realizada por el sistema, contra el cual alguien se empeña. El sistema dice: estos que asumen la causa de los pequeños e indefensos, son subversivos, traidores, enemigos de los seres humanos, maldecidos por la religión y abandonados por Dios ("maldito el que muere en la cruz"). ¡Son aquellos que quieren revolucionar el orden! Por el contrario, el que sufre y es mártir se opone al sistema y denuncia sus valores y prácticas porque constituyen orden en el desorden. Aquello que el sistema llama justo, fraterno, bueno, en realidad es injusto, discriminador y malo. El mártir desenmascara el sistema. Por eso sufre la violencia de él. Sufre por causa de una justicia mayor, por causa de otro orden ("Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los fariseos..."). Sufre sin odiar, soporta la cruz sin huir de ella. La carga por amor de la verdad y de los crucificados por quienes arriesgó la seguridad personal y la vida. Así hizo Jesús. Así deberá hacer cada seguidor suyo a lo largo de toda la historia. Sufre como "maldito", pero en verdad es bendito; muere como "abandonado", pero en realidad es acogido por Dios. Así, Dios confunde la sabiduría y la justicia de este mundo.
5. La cruz, por tanto, es símbolo de rechazo y de violación del sagrado derecho de Dios y de todo hombre. Es producto del odio. Empeñándose en la lucha para abolir del mundo la cruz, la persona sufre sobre sí la cruz impuesta e infligida por los que crearon la cruz. La acepta, no porque ve en ella un valor, sino porque rompe su lógica de violencia con el amor. Aceptar es ser mayor que la cruz; vivir así es ser más fuerte que la muerte.
6. Predicar la cruz puede significar una invitación a un acto extremo de amor y de confianza y de total descentramiento de sí mismo. La vida posee su faceta dramática: existen los derrotados por una causa justa, los desesperanzados, los condenados a la prisión perpetua, los entregados a la muerte fatal. Todos en alguna forma penden de la cruz cuando no tienen que cargarla onerosamente. Muchas veces tenemos que asistir al drama humano, silenciosos e impotentes, porque cada palabra de consuelo podría parecer charlatanería, y cada gesto de solidaridad, resignación inoperante. La garganta ahoga la palabra y la perplejidad seca las lágrimas en su fuente. Especialmente cuando el dolor y la muerte son resultado de la injusticia que dilacera el corazón, o cuando el drama es fatal, sin ninguna salida posible. Aún así tiene sentido, contra todo cinismo, resignación y desesperación, el hablar de la cruz.
El drama no tiene necesariamente que transformarse en tragedia. Jesucristo, que pasó por todo esto, transfiguró el dolor y la condenación a muerte, haciéndolos un acto de libertad y de amor que se entrega a sí mismo, un acceso posible a Dios y una nueva aproximación a aquellos que lo rechazaban: perdonó y se entregó confiadamente a Alguien mayor. Perdón es la forma dolorosa del amor. Entrega confiada es la total descentración de sí mismo para centrarse en Alguien que nos sobrepasa infinitamente y para arriesgarse al Misterio, como el portador último del Sentido del cual participamos pero que no hemos creado. Esta oportunidad se ofrece a la libertad del ser humano: puede aprovecharla y entonces queda sosegado en la confianza; puede perderla y entonces zozobra en la desesperación. Tanto el perdón como la confianza constituyen las formas por las cuales no dejamos que el odio y la desesperación se queden con la última palabra. Es el gesto supremo de la grandeza del ser humano.
Que morir así confiado y descentrado alcanza el último Sentido, lo revela la resurrección, que es la plenitud de manifestación de la Vida, presente dentro de la vida y de la muerte. El cristiano sólo puede afirmar esto mirando hacia el Crucificado que ahora es el Viviente.
7. Morir así es vivir. Dentro de esta muerte de cruz hay una vida que no puede ser absorbida. Ella está oculta dentro de la muerte. No viene después de la muerte. Está dentro de la vida de amor, de solidaridad y de coraje de soportar y de morir. Con la muerte se revela ella en su poderío y en su gloria. Es esto lo que expresa san Juan cuando dice que la elevación de Jesús en la cruz es glorificación, que la "hora" es tanto la hora de la pasión como la hora de la glorificación. Existe, por lo tanto, una unidad entre pasión y resurrección, entre vida y muerte. Vivir y ser crucificado así por causa de la justicia y por causa de Dios, es vivir.
Por eso el mensaje de la pasión viene siempre unido con el mensaje de la resurrección. Quienes murieron rebelados contra el sistema de este siglo y rehusaron entrar en los "esquemas de este mundo" (Rm 12, 2), ésos son los resucitados. La insurrección por causa de Dios y del otro, es resurrección. La muerte puede parecer sin sentido. Pero ella es la que tiene futuro y guarda el sentido de la historia.
8. Predicar la cruz hoy, es predicar el seguimiento de Jesús. No es pasividad ante el dolor ni magnificación de lo negativo. Es anuncio de la positividad, del compromiso para hacer cada vez más imposible que unos seres humanos continúen crucificando a otros seres humanos. Esta lucha implica asumir la cruz y cargarla con valor y también ser crucificado con valor. Vivir así es vivir ya la resurrección, es vivir a partir de una Vida que la cruz no puede crucificar. La cruz sólo la revela todavía más victoriosa. Predicar la cruz significa: seguir a Jesús. Y seguir a Jesús es per-seguir su camino, pro-seguir su causa y con-seguir su victoria.
EL MISTERIO Y LA MISTICA DE LA CRUZ
Vivir la cruz de Nuestro Señor Jesucristo implica una mística de vida. Esta mística se asienta sobre un misterio: el misterio de una vida que se genera donde aparece la muerte, el misterio de un amor donde se manifiesta el odio. La cruz resume todo esto.
Por una parte es el símbolo del misterio de la libertad humana rebelde: es producida por la voluntad de rechazo, de venganza y de autoafirmación hasta la eliminación del otro. Es aquello que el ser humano puede llegar a ser cuando rehusa a Dios. Es, pues, símbolo del ser humano caído, del no-ser-humano. Es símbolo del crimen.
Por otra parte, es símbolo del misterio de la libertad humana en su poder: cuando es soportada dentro de un compromiso para superarla y volverla entonces más inviable en el mundo, la cruz es símbolo de otro tipo de vida, descentrada de sí misma, vida del profeta, del mártir, de la persona del Reino de Dios. No provoca la cruz, sino que la soporta; no sólo la soporta, sino que también la combate, y al combatirla es hecho víctima, al ser crucificado por la saña de aquellos que endurecieron el corazón frente al hermano y a Dios; al ser crucificado, puede transfigurarla, haciéndola sacrificio de amor por los otros. Es, pues, símbolo del hombre y la mujer nuevos y vivientes. Es símbolo de amor.
Cada cruz contiene una denuncia y un llamamiento. Denuncia el cerrarse de lo humano sobre sí mismo hasta el punto de crucificar a Dios. Es un llamamiento a un amor capaz de soportarlo todo, hasta el punto de que el Padre entrega a su propio Hijo a la muerte por sus enemigos. La cruz se presenta así como esencialmente ambigua. Mantener permanentemente esta ambigüedad es condición para preservar su carácter crítico, acrisolador, tanto de las pretensiones de auto-afirmación humana como de nuestra imagen de Dios, impasible ante el dolor de los crucificados de la historia.
Esta paradoja de la cruz no se entiende por la razón formal ni por la razón dialéctica. Está más allá de los logos abstractos. Es el lógos tou staurou, la lógica de la cruz (1 Cor 1, 8). La apropiación de la lógica de la cruz no se realiza sino en la praxis: combatiendo, y asumiendo la cruz y la muerte. Así como no se mata el hambre de un desfallecido haciéndole un discurso sobre el arte culinario, así tampoco se resuelve el problema del sufrimiento simplemente penando en él. Es comiendo como se mata el hambre. Es luchando contra el mal como se supera su carácter absurdo.
Como dijo y vivió Pablo:

"Atribulados en todo, mas no aplastados;
perplejos mas no desesperados;
perseguidos más no abandonados;
derribados mas no aniquilados.
Como desconocidos, aunque bien conocidos;
como quienes están condenados a la muerte, pero vivos;
como tristes, pero siempre alegres;
como pobres, aunque enriquecemos a muchos;
como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos"
(2 Cor 4.8-9; 6.9-10).
Esta praxis revela lo que se oculta en el drama de la cruz y de la muerte: el Sentido último y la Vida.
Nudus nudum Christum sequi: desnudo seguir a Cristo desnudo; he ahí la mística y el misterio de la Cruz.
 
""(Tomado de: Pasión de Cristo, Pasión del mundo, Indoamerican Press Service, Bogotá 1978, pág 167-174; Sal Terrae, Santander (España) 1989, pág. 171; Paixão de Cristo, Paixão do mundo, Vozes 1977, Petrópolis, pág. 158-164)"

jueves, 29 de marzo de 2012

PASIÓN DE CRISTO-PASIÓN DEL MUNDO (selección)

LEONARDO BOFF

Sumario

Introducción: Jesús, Dios-Hombre

3. ¿Cómo interpretó Jesús su propia muerte?
1. Actitud de Jesús frente a la muerte violenta
2. ¿Cómo se pudo imaginar Jesús su propio fin?
3. Intento de reconstrucción del camino del Jesús histórico
4. Significado trascendente de la muerte humana de Jesús
4. La resurrección como sentido último de la muerte de Cristo
7. Teología de la cruz
f) La cruz no es algo a entender, sino a asumir como escándalo
9. Qué significa predicar la cruz de Nuestro Señor Jesucristo hoy




 

Introducción

JESÚS, DIOS-HOMBRE
Acerca de la humanidad de Jesucristo se pueden asumir posiciones teológicas diversas. La tradición fraguó dos, cuya vigencia no ha perdido nunca actualidad. Ambas se asientan sobre los evangelios y sobre el dogma cristológico tal como fue definido en el Concilio de Calcedonia (451). Allí se definió, de forma irreformable y decisiva para la fe posterior, la real humanidad y la verdadera divinidad de Jesucristo. En Jesús subsisten, en la unidad de la misma persona divina del Verbo eterno, dos naturalezas distintas, sin confusión, sin mutación, sin división y sin separación. Esta formulación, llena de tensiones, permite dos líneas que se han formulado en la historia de la teología: una de ellas acentuará en Jesús-Dios-Hombre la divinidad y la otra la humanidad. La transferencia de los acentos marca opciones de fondo diferentes, que llegan a constituir verdaderas escuelas: en el Nuevo Testamento, será el evangelio de Juan el que ponga de relieve la divinidad de Jesús, en tanto que los sinópticos destacan su humanidad; en el mundo antiguo la escuela de Alejandría representaba la primera tendencia y la escuela de Antioquía la segunda. Ambas corren el riesgo de caer en herejía: el monofisitismo, que afirma la vigencia de una única naturaleza en Jesús, la divina (escuela de Alejandría), y el arrianismo que defiende de tal modo la dualidad de naturalezas que corre el peligro de romper la unidad de la persona y de hacer primar la naturaleza humana de Jesús, quedando la divinidad como algo extrínseco y paralelo (escuela de Antioquía) En el mundo medieval encontramos la escuela tomista que estudia a Jesús preferentemente a partir de la divinidad y la escuela franciscana que lo hace a partir de la humanidad.
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Por formación espiritual y opción fundamental, nos orientamos por la escuela franciscana, de tradición sinóptica, antioquena y escotista. En la humanidad total y completa de Jesús es donde encontramos a Dios. La reflexión sobre la muerte y la cruz nos brinda la oportunidad de pensar radicalmente acerca de la humanidad de Jesús.
Tal vez algunos cristianos, habituados a la imagen tradicional de Jesús, fuertemente marcada por su divinidad, puedan tener dificultades con la imagen que aquí dibujamos con los rasgos de nuestra propia humanidad. Y sin embargo es preciso abrirse a la verdadera humanidad de Jesús. En la medida en que aceptemos nuestra propia humanidad con toda la abisal dramaticidad que puede caracterizar a nuestra existencia, en esa misma medida abriremos un camino para una aceptación profunda de la humanidad de Jesús. Y no es menos verdadero el proceso inverso: en la medida en que acojamos a Jesús tal como nos lo pintan los evangelios, particularmente los sinópticos, con su vida cargada de conflictos y con su vía dolorosa, en la proporción en que tomemos absolutamente en serio la encarnación en cuanto vaciamiento, sí, en cuanto alienación de Dios, en esa misma proporción nos aceptaremos a nosotros mismos con toda nuestra fragilidad y miseria, sin vergüenza ni humillación.
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La imagen ordinaria que tenemos de Dios es deudora a la experiencia religiosa pagana y a la del Antiguo Testamento. La reflexión sobre la humanidad de Jesús (que es la de Dios) nos desvela el rostro legítimamente cristiano de Dios, rostro inconfundible e inintercambiable. Sin duda que se trata siempre del mismo misterio experimentado por paganos y cristianos. Pero en Jesucristo, él ha revelado su propio rostro, un rostro insospechado, el del humilde justo sufriente, torturado, ensangrentado, coronado de espinas y muerto tras un misterioso grito de aflicción lanzado al cielo, pero no contra el cielo.
Un Dios así es alguien extraordinariamente cercano al drama humano, pero también es alguien extraño. Es de una extrañeza fascinante, similar a la de los abismos de nuestra misma profundidad. Ante él podemos quedar aterrados como Lutero, pero también podemos sentirnos tocados por una infinita ternura como San Francisco, que meditaba la Pasión con com-pasión.
LEONARDO BOFF. PASIÓN DE CRISTO-PASIÓN DEL MUNDO SAL TERRAE. Col. ALCANCE 18. SANTANDER 1980, págs. 12-15

3. ¿CÓMO INTERPRETÓ JESÚS SU PROPIA MUERTE?
Ya hemos considerado el hecho del proceso, la condena y la crucifixión de Jesús como consecuencia de su vida y de la praxis que inició. Ahora se nos plantea la cuestión: ¿contaba Jesús con su condena y muerte violenta? Quien planteaba las exigencias que el planteó, quien cuestionaba la ley y el sentido del culto y del templo en función de una verdad más profunda, quien entusiasmaba a las masas empleando en su proclamación palabras densas de contenido ideológico (Reino de Dios, violencia), podía y debía contar con la reacción de los mantenedores del orden de aquel tiempo: los fariseos (la ley), los saduceos (el culto en el templo) y los romanos (las fuerzas de la ocupación política). Esto es lo que salta inmediatamente a la vista. Pero aún se nos plantea otra cuestión más fundamental: ¿Cómo interpretó Jesús su propia muerte? ¿Qué interpretación dio Jesús a su propia muerte? ¿La consideró una muerte redentora, o sustitutiva, o la propia de un profeta mártir? Vamos a abordar por separado estas dos cuestiones.
1. Actitud de Jesús frente a la muerte violenta
Los textos evangélicos nos hacen ver con claridad que Jesús no fue ingenuamente a la muerte, sino que la aceptó y asumió libremente. En el momento de ser apresado prohíbe a los apóstoles que lo defiendan «para que se cumpla la Escritura» (Mt 26,52-56). En la tentación de Getsemaní Jesús dice, en la versión joanea, que acepta el cáliz del sufrimiento (Jn 18,1-11). A pesar de la diafanidad de los textos, hemos de afirmar también que Jesús no buscó la muerte. Esta le vino impuesta por una coyuntura que se había ido formando y de la que no había otra salida digna si no quería traicionar su misión. La muerte fue la consecuencia de una vida y de un juicio acerca de la cualidad religiosa y política de la misma vida. El no la buscó ni la quiso; tuvo que aceptarla. Y la aceptó, no con impotente resignación y soberano estoicismo, sino como un ser libre que se sobrepone a la dureza de la necesidad. No deja que le quiten la vida sino que él mismo, libremente, la entrega, como se había entregado durante toda la vida.
Lo que Jesús quiso no fue la muerte sino la predicación y la irrupción del Reino, la liberación que suponía para los hombres, la conversión y la aceptación del Padre de infinita bondad. En función de este mensaje y de la praxis que implica estaría dispuesto a sacrificarlo todo, incluida la vida. Si la verdad que proclama, atestigua y vive le exige morir, acepta la muerte. No porque la busque por sí misma, sino porque es la consecuencia de una lealtad y fidelidad que es más fuerte que la muerte. Morir de esa manera es algo muy digno. Una muerte de ese género es la que han soportado y vivido, sí, vivido, todos los profetas-mártires de ayer y de hoy.
Jesús conoce el destino de todos los profetas (Mt 23,37; Lc 13,33-34; Hech 2,23) y es considerado como el Bautista vuelto a la vida tras ser decapitado (Mc 6,14). Se dan varias tentativas de apresarlo (Mc 11,18; Jn 7,30.32.44-52; 10,39) y de apedrearlo (Jn 8,59; 10,31) y se piensa seriamente en eliminarlo (Mc 3,6; Jn 5,18; 11,49-50). Todo esto no le pudo pasar desapercibido a Jesús que no era un ingenuo. Además la escena de la expulsión violenta de los vendedores del templo (Mc 11,15-16 par) y su frase, muy probablemente auténtica, acerca de la destrucción del templo (Mc 14,58 par), lo situaban en la linea peligrosa de un proceso religioso Añádase a esto el dato sospechoso de tener entre los doce a personas comprometidas en la violencia y la subversión política como «Simón, el zelota» (Lc 6,15 par; Hech 1,13), a Judas Iscariote (nombre derivado de sicario = zelota) y a los «Boanergues», los hijos del trueno (reminiscencias de movimientos zelotas): todo este cuadro situaba a Jesús en una atmósfera de peligro religioso y político.
Frente a todo esto Jesús conservaba la plena confianza en Dios. «Quien quiera salvar la vida la perderá y quien la perdiere la salvará» (Lc 17,33 par; 14,26; Mc 8,35).
Volvamos a plantear la cuestión: ¿Contaba Jesús con una muerte violenta? Esta pregunta es legítima sobre el telón de fondo de la predicación de Jesús acerca del Reino y de su irrupción inminente. El se considera el profeta escatológico y, a la vez, el realizador del nuevo orden que va a ser en breve introducido por Dios. El es el Reino ya presente. La pertenencia al Reino depende de la adhesión a su persona. El Reino implica a su vez un cielo nuevo y una tierra nueva, la superación de la fragilidad de este mundo y la supresión de todo modo de limitación de la vida. Implicaba, por tanto, la victoria sobre la muerte. Si esto es así, ¿contaba Jesús con su muerte en la cruz?
a) Aporías exegético-teológicas
Los actuales textos evangélicos declaran que Jesús conocía su destino fatal. El lo habría profetizado y dicho que se entregaría por la redención de muchos (todos: Mc 10,45). Las profecías de este género son tres:
/Mc/08/31 : «Y comenzó a enseñarles que era necesario que el Hijo del Hombre sufriese mucho y fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas y que muriese y resucitase después de tres días».
/Mc/09/31 : «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán y, ya muerto, después de tres días resucitará».
/Mc/10/33: «...empezó a decirles lo que le iba a suceder: mirad, subimos a Jerusalén y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas que lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; pero después de tres días resucitará»
Tanto la exégesis católica como la protestante discute, desde hace muchos años, acerca de la autenticidad jesuánica de tales textos. Desde el punto de vista literario la mayoría los considera no jesuánicos, aun aquellos exegetas (por ejemplo, J. Jeremías) que consideran jesuánico el contenido de las profecías. Su elaboración es tardía y supone un conocimiento pormenorizado del proceso de Jesús y de todo el evento pascual.
Todas ellas, especialmente la tercera (Mc 10,33) ofrecen un breve sumario de la pasión. Si estas palabras, en vez de estar en futuro, estuviesen en pasado las reconoceríamos inmediatamente como un relato de la comunidad primitiva acerca del proceso de Jesús: fue a Jerusalén, lo entregaron a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas que lo condenaron a muerte y lo pusieron en manos de los paganos (romanos), fue escarnecido, escupido, flagelado y muerto, pero después de tres días resucitó. Según el criterio de un buen número de exegetas, estas palabras constituyen la predicación de la comunidad primitiva y no la palabra del Jesús histórico. Al comienzo de cada profecía tenemos el término Hijo del Hombre. Esta figura, conforme a la apocalíptica, llegaría al final de los tiempos sobre las nubes para juzgar y liberar a los justos. Sin embargo, el Hijo del Hombre no aparece nunca en el judaísmo dentro de un contexto de sufrimiento, condena y muerte.
Alguien podría pensar: Jesús asumió ese título pero, en vista de su muerte próxima, le dio un nuevo contenido. Pero esta hipótesis no se sostiene porque Jesús emplea el término en el sentido de la apocalíptica: el Hijo del Hombre vendrá en su gloria con sus ángeles (Mc 8,38); veréis al Hijo del Hombre llegar sobre las nubes con gran poder y gloria (Mc 13,26 par). No cabe duda que la expresión Hijo del Hombre, en el sentido de Daniel 7 que lo presenta viniendo sobre las nubes, pertenece al material más antiguo de los sinópticos. La unión establecida entre el Hijo del Hombre y la condena, muerte y resurrección, es obra teológica de la Iglesia primitiva. Las profecías referidas son, por consiguiente, «vaticinia ex eventu», elaboradas tras lo acontecido y retroproyectadas al tiempo de la vida terrena de Jesús con un sentido teológico preciso: todo cuanto Jesús dijo e hizo antes de su muerte y resurrección está de tal modo ligado a su destino de muerte y resurrección, que ambos forman una profunda unidad. No se puede relatar una vida sin considerar hacia dónde lleva, en este caso hacia la muerte y la resurrección. Y no se puede narrar la muerte y la resurrección de Jesús prescindiendo de su vida. Una cosa es consecuencia de la otra y ambas forman el camino concreto e histórico de Jesús.
Además, esas profecías dan razón de la unidad del plan de Dios: Dios no abandonó a Jesús el Viernes Santo, como todo parecía indicar. El estaba con Jesús, realizaba su plan secreto y misterioso a pesar de la actuación de los hombres y de su maldad. La muerte y la resurrección son obra de Dios pues él fue quien dirigió todo, sin que por ello se dispense de su responsabilidad a los hombres que son denunciados en las profecías. A esto se une la expresión «debía» morir... Esta expresión no es veterotestamentaria, sino propia de los ambientes apocalípticos. Con ella se quería expresar la soberanía del plan de Dios que sigue su propio camino a pesar de la capacidad de contradicción humana. A la vez pretendía proporcionar un consuelo: ese «deber» divino puede ser paradójico, doloroso, pero está al servicio de un sentido de gloria y plenitud. En el caso de Jesús, la muerte está al servicio de la resurrección.
A todo esto se suma la idea, siempre presente en los relatos de la pasión, de que Jesús es el justo sufriente. En el Antiguo Testamento existía la idea del justo sufriente que es recompensado y elevado a la gloria. Esto favoreció la interpretación del destino moral de Jesús en la línea del justo sufriente elevado a la gloria.
b) Indicios de una toma de conciencia progresiva
1. Un indicio que habla de una conciencia progresiva de Jesús acerca de su fin parece ser el texto sinóptico del esposo que será arrebatado (Mc 2,19-20 par). Su contexto es polémico: «¿Tus discípulos no ayunan? Y Jesús les dijo: ¿Pueden acaso ayunar los convidados de la sala nupcial mientras está con ellos el esposo?... Vendrán días en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán, en aquellos días...»
Sin embargo, hay que tener en cuenta que, según numerosos críticos, este texto seria sólo en parte de Jesús (Mc 19a: ¿Pueden acaso ayunar los convidados de la sala nupcial mientras está con ellos el esposo?) La segunda parte sería una reflexión de la comunidad que, en un estadio más avanzado de la cristología, identificó ya a Jesús con el esposo (cosa que en el Antiguo Testamento sólo se hacía con referencia a Yahvé) a fin de justificar las prácticas ascético-penitenciales de la comunidad que ya no se tomaba las libertades de la praxis de Jesús 2. Otro texto a considerar es el de Lc 13,3133; unos fariseos vienen a comunicarle que Herodes quiere matarlo. El les responde: «Id y decidle a ese zorro: Mira, expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana y al tercer día termino. Sin embargo es preciso que hoy y mañana y al siguiente día siga yo mi camino, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén». Lo esencial del episodio es considerado como jesuánico Pero el último versículo que habla de la muerte en Jerusalén es considerado por una gran mayoría, aun entre los más conservadores, como de inconfundible redacción lucana. En este sentido el texto no puede ser aducido como argumento.
3. Famoso y muy discutido es el texto de Mc 10,45: «El Hijo del Hombre no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos (todos)».
Observamos que en este pasaje se une la temática del Hijo del Hombre a la de la muerte, cosa inusitada en el judaísmo. Además la exégesis ha demostrado que el tema de la diaconía (servicio) tiene su «Sitz im Leben» (contexto vital) en la tradición de la cena de los cristianos en la Iglesia primitiva. En varias ocasiones Jesús utilizó la figura del servir a la mesa en la cena del Reino (Lc 22,27; servicio especial para los pobres y necesitados: Lc 10,29-37; 14,12ss; Mt 5,42 par; 18,23-24; 25,31-46).
El texto tiene aquí un sentido parenético dirigido a los diversos servicios (diaconías) de las primitivas comunidades. Por ser su 'Sitz im Leben' eucarístico y elaborarse en él la temática del sacrificio, es natural que este texto haya surgido bajo ese influjo. En cuanto tal no sería, pues, jesuanico; lo que es admitido por un buen número de exegetas. Como veremos más adelante, fue la reflexión sobre Is 53 la que permitió a los cristianos leer sacrificialmente la muerte de Cristo (cfr. Hech 8,32-35; Flp 2,6-11; cfr. Hech 3,13.26; 4, 27.30). Dentro de la línea de reflexión trazada por Is 53 se habían interpretado los gestos de Jesús en la cena de despedida; después de su muerte y resurrección habían entendido que aquello significaba realmente un sacrificio ofrecido a Dios. Habían comprendido que el Jesús que se había entregado durante toda su vida, había hecho una donación completa de sí en la muerte. De ahí que los textos eucarísticos expresen bien esa comprensión teológica: Esto es mi cuerpo que será entregado, esta es mi sangre que será derramada. Ya no se trataría, pues, de palabras jesuánicas, sino de una teología ya bien elaborada por las comunidades primitivas dentro de un contexto eucarístico.
El texto paralelo de Lc 22,27, no presenta ningún añadido soteriológico sino que dice simplemente: «Estoy en medio de vosotros como quien sirve» El añadido «y dar la vida en redención de muchos» es únicamente de Marcos. Forma parte de su código teológico.
El contexto es claro: «Los grandes hacen violencia sobre los pueblos (Mc 10,42 y Lc 22,25). Entre vosotros no debe ser así; el que quiera ser grande que se haga pequeño y siervo de todos (Mc 10,43s; Lc 22,26), pues el Hijo del Hombre no vino para ser servido sino para servir» (Mc 10,45; Lc 22,27). La secuencia es transparente y no implica corte alguno. El orden del mundo debe ser invertido por el discípulo porque el Hijo del Hombre también obró así. El es el ejemplo para el discípulo. El añadido «dar la vida en rescate» (lutron) se hizo con posterioridad, interpretando la vida y la muerte de Jesús en un sentido sacrificial. Este texto, por importante que sea teológicamente, no ofrece una base histórica suficiente como para penetrar en la intención de Jesús.
4. El texto de Mc 10,38 o Mt 20,22: «¿Estáis dispuestos a beber el cáliz que yo voy a beber?» no parece constituir una prueba. Según la imagen tradicional, el cáliz puede significar un final feliz (Sal 16,5-6; 23,5) o infeliz (Sal 11,6), en especial se aplica a la cólera divina (Jer 25,15-29; Is 51,17.22; Ez 23,31-34). Aquí el cáliz es presentado como una etapa preliminar a la gloria. Como veremos posteriormente, su sentido más seguro no se refiere a la muerte sino a la gran tentación en la que se debatirán el Mesías y sus enemigos.
5. Otro indicio se apoyaría en la parábola del hijo único asesinado (Mt 21,33-46; Mc 12,1-12; Lc 20,9-19). Esta parábola impresionante no habla de su muerte sino que es una severa advertencia a los sanedritas (viñadores de la viña del Señor) para que desistan de su trama de liquidar a Jesús. Los asocia a las responsabilidades de un Israel que exterminó a los profetas (Mt 5,11-12 par; 23,29-36 par) Al pretender matar al hijo traicionan su misión recibida de Dios de ser los guías del pueblo.
6. La profecía del pastor herido (Mc 14,27; Mt 26,31) es aducida por algunos como indicio de la conciencia jesuánica acerca de su muerte. Con la ayuda del texto de Zac 13,7, Jesús profetiza su muerte: «Todos os escandalizaréis porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas (Zac 13,7). Pero, una vez resucitado, os precederé en Galilea» (Mc 14,27-28). Un buen número de exegetas opina que el texto de Zacarías fue introducido posteriormente por la comunidad primitiva que experimentó la dispersión de los apóstoles. Todo el contexto que habla de «después de haber resucitado» y de «os precederé en Galilea» está constituido por modismos típicos de la tradición pascual más antigua. 7. Otro texto que se presta a una interpretación en la línea de una conciencia progresiva de Jesús acerca de su fin violento, es el que refiere la unción de la cabeza de Jesús por parte de una mujer con un «perfume de nardo puro de gran valor» (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13; Jn 12,1-8). «Dejadla y no la molestéis pues ha hecho una obra buena conmigo. Porque a los pobres siempre los tendréis entre vosotros y cuando queráis les podréis hacer el bien. Pero a mí ya no me tendréis siempre. Ella ha hecho lo que podía: se adelantó a perfumar mi cuerpo para el embalsamamiento» (Mc 14,6-8) Tenemos aquí una conciencia jesuánica de su sepultura.
Sepultar a los cuerpos sin ungirlos constituía una grave deshonra. La mujer ungió a Jesús por anticipado. Los iniciadores de la «Formgeschichte», como Dibelius y Bultmann, han demostrado que aquí tenemos una adición posterior a un texto más antiguo (Mc 14,3-7). En este relato se percibe una polémica en la comunidad en la que existía oposición al cuidado de los pobres. Que la parte referente a la sepultura provenga de los tiempos apostólicos resulta más convincente si atendemos al versículo siguiente de color típicamente postpascual y eclesial: «Os digo de verdad: dondequiera que se predique el evangelio por todo el mundo se hablará también de lo que ésta hizo, en recuerdo suyo» (Mc 14,9).
8. El episodio de Getsemaní ya lo hemos comentado anteriormente (Mt 26,36-46; Mc 14,3242; Lc 20,40-46). Veíamos allí que no es necesario interpretar la tentación como miedo ante la muerte inminente sino más bien como miedo ante el gran combate entre los hijos de la luz (del Mesías) y los hijos de las tinieblas, los enemigos del Mesías.
9. Las últimas palabras de Jesús en la cruz poseen todas las características para ser jesuánicas (/Mc/15/34; /Mt/27/46). Se nos conservan en su versión hebrea: «Lamma sabactani». Si observamos a Lucas y Juan caemos en la cuenta de que esas palabras les resultaban dificultosas dada la cristología que poseían; la divinidad de Jesús constituía ya un dato adquirido y en Juan era el tema articulador de todo el evangelio. Por eso se entiende que Lc 23,46, la sustituya por otra frase sacada también, como la primera de Mt y Mc, de un salmo (30 ó 31,6 respectivamente en Marcos y Mt 22,2): «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Jn 16,32 podrá ser interpretado exegéticamente como un esfuerzo a fin de evitar malentendidos acerca del aparente abandono de Jesús estando en la cruz: «Llega la hora y ya está ahí en que os dispersaréis cada uno por su lado y me dejaréis solo; pero no estoy solo porque el Padre está conmigo».
Debemos tomar estas últimas palabras de Jesús absolutamente en serio. Aunque hayan sido sacadas del comienzo de un Salmo (22,2) que revela la profunda aflicción del justo sufriente, así como el consuelo que encuentra al lado de Dios hasta el punto de que finaliza con una bendición sobre todo el mundo, nada nos indica que hayan sido pronunciadas por Jesús en el horizonte de este Salmo. De lo que el texto nos habla es del profundo y último clamor de Jesús surgido del infierno de la experiencia de la ausencia divina. El Padre con el que vivía con intimidad filial, el Padre al que había anunciado como alguien de infinita bondad, el Padre cuyo Reino había proclamado y anticipado con su praxis liberadora, ahora lo abandona. Y no somos nosotros los que lo afirmamos. Es Jesús quien lo dice. Y sin embargo él no abandona. En medio del vacío más abisal del alma humana, sin el más mínimo titulo personal que le pudiese servir de apoyo, tal como su fidelidad, la lucha mantenida por la causa de Dios en contra de la situación de la época, los riesgos que corrió y el envilecedor proceso difamatorio y capital que sufrió, siente que ya nada existe, que él, Jesús, pueda presentar a Dios. No obstante la desaparición del suelo debajo de sus pies, confía, aun así. Sigue hablando sin quizás entender radicalmente lo que dice y por eso clama (Mc 15,34; «con voz fuerte» en Lc 23,46): «Dios mío, Dios mío...»
Estamos aquí ante la máxima tentación soportada y vivida por Jesús. La podríamos formular así: ¿Habrá sido en vano todo mi compromiso? ¿Es que no va a venir el Reino? ¿Habrá sido todo una dulce ilusión? ¿No habrá entonces un sentido último para el drama humano? ¿Será que yo no soy el Mesías? Todos los proyectos que se pudo hacer Jesús, como hombre que era, habían quedado completamente desmantelados. Ahora se encuentra desnudo, desarmado, totalmente vacío ante el misterio. ¿Cómo se comporta? ¿Se aferra a alguna última imagen que le suponga consuelo, garantía y última seguridad? Nada de eso sucede. Jesús se entrega al misterio verdaderamente innominable. El le será la única esperanza y seguridad. No se apoya absolutamente en nada que no sea Dios. La absoluta esperanza y confianza de Jesús sólo es inteligible sobre el telón de fondo de su absoluta desesperación. Donde abundó la desesperación pudo abundar la esperanza. Y porque la esperanza fue infinita al estar su apoyo únicamente radicado en el Infinito, también fue infinita la desesperanza.
La grandeza de Jesús consistió en soportar y vivir semejante tentación. Ninguna muerte tiene por qué ser una absoluta soledad. Lo es cuando está centrada en el propio yo, pero también supone la oportunidad de entrega a algo mayor, de una entrega total. Y si en Jesús se hubiese conservado algo, una última certeza, una seguridad en su conciencia mesiánica, la entrega ya no habría podido ser total. Tendría un apoyo en él mismo, sería algo para él mismo y ya no sería totalmente para Dios. Sólo por haberse vaciado completamente pudo ser henchido totalmente. A eso es a lo que llamamos resurrección.
La cristología y el tema de la conciencia mesiánica de Jesús y la de su camino concreto deben, a nuestro parecer, ser pensadas a partir de Mc 15,34. Aquí se decide si aceptamos o no, si tomamos en serio o no, el hecho radical de la encarnación de Dios en cuanto humanización fontal de Dios como total vaciamiento divino, aun de los atributos de Dios, en la linea de Filipenses 2. Dios, por la encarnación, se ha hecho realmente otro. Por eso podemos hablar teológicamente de la verdadera y real humanidad de Jesús como presencia de la misma divinidad y no sólo como instrumento de ella, como si ella misma se mantuviese aparte en una instancia intocable y al margen de la historia. El Verbo «se hizo» carne y puso su tienda entre nosotros (Jn 1,14), entre las sombras mortales de nuestra vida.
 2. ¿Cómo se pudo imaginar Jesús su propio fin?
Esta cuestión se suele, por lo general, tratar bajo el titulo de cómo interpretó Jesús su muerte. Como hemos visto en los textos aludidos más arriba, ninguno de ellos goza de la autenticidad jesuánica suficiente como para revelarnos la conciencia y conocimiento previo de Jesús acerca de su próxima muerte. Opinamos que Jesús se dio cuenta sólo cuando estaba en la cruz de que su fin era realmente próximo y de que podía morir. Es entonces cuando con un gran clamor patentiza su profundo desamparo, casi diríamos decepción, y se entrega a su Dios. El texto lucano 23,46 «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» expresa bien la última disposición interior de Jesús, disposición de absoluta entrega sin ninguna otra consideración. ¿Qué esperaba entonces Jesús? Si queremos hacernos una idea (con todo lo que de vaguedad e incertidumbre puede haber en una imagen de este género) hemos de atender previamente a los puntos siguientes:
1. Jesús predicó el Reino de Dios y no a sí mismo. El Reino constituye la palabra esperanza, la realidad del mundo y del hombre, realidad pecadora y decrépita, transfigurada, reconciliada y sanada en raíz por la llegada de Dios. El Reino no significa otro mundo, sino éste de ahora convertido en señorío pleno de Dios, en el que Yahvé se hace presente y del que es expulsado todo cuanto hay de adverso, malvado, mortal, antidivino y antihumano. Esta esperanza que arranca del fondo utópico más profundo del corazón y de la historia se convierte en el objeto de la predicación de Jesús.
2. El Reino ya se ha aproximado (/Mc/01/15; /Mt/03/17) y está en medio de vosotros (/Lc/17/21). Esta es la segunda gran novedad de Jesús. No basta anunciar algo utópico sino que hay que anunciar también que lo utópico se está convirtiendo en tópico. Hay alguien que es más fuerte que el fuerte. Y éste ha resuelto intervenir y poner término al carácter siniestro y rebelde del mundo (cfr. Mc 3,27). La tónica de la predicación de Jesús, las durísimas exigencias que plantea, sus llamadas a la conversión, se sitúan en el horizonte de la irrupción próxima del Reino que ya está actuando en el mundo y que en breve se va a manifestar totalmente.
3. El, Jesús, se entiende no sólo como el pregonero de esta venturosa noticia (Mc 1,15) sino también como su portador y realizador: «Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado hasta vosotros» (Lc 11,20), logion considerado como uno de los más auténticos de lo s evangelios. Se siente tan identificado con el Reino que la pertenencia a él exige la adhesión a Jesús (Lc 12,8-9). La realidad concreta de ese Reino se revela en su propia praxis en cuanto existencia-hacia, ser-para-los-demás, libre y liberado, generador de un proceso de liberación y provocador de un conflicto con todas las cerrazones sociales y personales de los actores históricos de aquel tiempo.
4. El Jesús histórico se movió dentro de una atmósfera cultural común a sus contemporáneos. Asumió uno de los sistemas que prevalecían, el de la apocalíptica, junto con el código y las claves que ella utilizaba como instrumentos, en especial las del Reino de Dios y la inminencia de la intervención divina. Muchos textos indiscutiblemente jesuánicos son deudores a la mentalidad apocalíptica de la época (cfr. Lc 22,29-30; Mt 19,28; Mc 13;30;| 10,23).
En este contexto hacemos alusión a dos textos fundamentales en orden a mostrar la conciencia de Jesús. Ambos se dan en el contexto de la última cena que el Señor celebró entre nosotros: /Mc/14/25: «En verdad os digo que ya no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el Reino de Dios»
Y el otro de Lucas, también en un contexto eucarístico: /Lc/22/15-19a/29: «Ardientemente he deseado comer con vosotros esta pascua antes de sufrir, y os digo que de ahora en adelante no volveré a comerla hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios. Y cogiendo el cáliz, dio gracias y dijo: «Tomad y distribuidlo entre vosotros pues os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios... Yo os entrego el Reino como mi Padre me lo entregó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel».
Como ya hemos dicho anteriormente, la última cena posee un sentido eminentemente escatológico. Simboliza y anticipa la gran cena de Dios en el nuevo orden de cosas (Reino). Como veremos más tarde, el pan y el vino no simbolizaban a estas alturas el cuerpo y la sangre de Jesús que habían de ser inmolados (eso lo descubriría la comunidad primitiva después de vivir la muerte y la resurrección de Jesús), sino simplemente la cena. Dentro de una cena judaica, donde ya estaban presentes el pan y el vino, éstos representaban el banquete del cielo. De ahí que, lógicamente, Jesús diga: «Yo os entrego el Reino (cena celestial)... para que comáis y bebáis». El pan y el vino simbolizaban la Cena-Reino.
Estos dos textos de Marcos y de Lucas no poseen ninguna conexión orgánica con la vida de la Iglesia sino únicamente con Jesús. Y hasta resulta extraño que nos hayan sido conservados sin interpretación teológica de la comunidad primitiva, lo que nos induce a creer con bastante certeza que esta mentalidad escatológica de Jesús posee un fondo histórico respetado en parte por los primeros teólogos cristianos. Con la ayuda del código apocalíptico se tradujo, de manera muy adecuada, el elemento utópico y la dimensión totalizadora y universal de la liberación. Esta es lo que verdaderamente importa y no el instrumental linguístico, onírico y cultural que la vehiculó.
En consecuencia, según estos textos, Jesús vivió la efervescencia de la irrupción inminente. El que después tuviera que constatar paulatinamente que no era el Reino lo que se aproximaba sino la muerte, es lo que constituye el motivo de su grito en la cruz y la razón de su entrega total a Dios. El vio cómo se desmoronaban todas las imágenes que se hacía del Reino y de su actuación en función del Reino, pero superó esas imágenes. No sucumbió a ellas. Mantuvo su fidelidad a Dios.
5. Dentro del sistema apocalíptico, existía un tema de suma importancia: el de la gran tentación. De ella nos hablan los pasajes apocalípticos del Nuevo Testamento y en especial los del Apocalipsis de Juan. De acuerdo con este tema, al final de los tiempos, cuando el Reino esté a punto de irrumpir, se producirá la última gran confrontación entre el Mesías y sus enemigos. El mismo demonio instigará esa gran tentación y habrá que estar bien armado contra ella para no caer. Y si Dios no interviniese, hasta los buenos sucumbirían. El Mesías sería perseguido y puesto en un extremo apuro. Pero en el punto más crucial Dios intervendría liberando al Mesías e inaugurando el Reino.
K. G. Kuhn ha mostrado muy bien cómo esta concepción supone el telón de fondo de la tentación de Jesús en Getsemaní. No se ha de ver en ella la duda interna de Jesús y la incertidumbre del fin, sino la representación de que en breve iba a irrumpir la gran tentación con sus amenazas y peligros de caer. En el Padrenuestro la expresión «no nos dejes caer en la tentación» ha de entenderse en el sentido de la tentación apocalíptica final en la que se juegan todas las cartas y todo se decide.
En este contexto encajan también perfectamente las palabras de tenor jesuánico: «He de ser bautizado con un bautismo y estoy muy ansioso de que se realice» (Lc 12,50). El contexto es el de la pregunta de Jesús a Santiago y Juan: ¿podéis beber el cáliz que yo beberé? (Mt 20,22; Mc 10,38), y se sitúa en el horizonte de esta gran tentación.
Pero lo más importante para Jesús era seguir siendo fiel al Padre. «No se haga lo que yo quiero sino lo que tú (Padre) quieres» (/Mc/14/36 par).
¿Esperaba Jesús la muerte? Jesús podía entrever su posibilidad en las maquinaciones de los judíos y en el conflicto que se iba urdiendo en torno a su persona. Sin embargo, no da la impresión de que le haya supuesto un problema mayor. Sigue predicando con la misma soberanía y empleando las mismas invectivas como si no hubiese pasado nada. Se sabía en manos del Padre de cuya intimidad gozaba y cuya voluntad procuraba realizar constantemente. El lo salvaría de todos los peligros. Pero a la vez tenía ante sí esa gran tentación tremenda y atemorizante en la que muchos desfallecerían y en la que el Mesías habría de pasar por enormes pruebas. Esas pruebas son las que teme y por las que suplica al Padre.
Pero ahora, ya clavado en la cruz, siente que la muerte se la acerca. La idea de la gran tentación se desvanece. Percibe que el Padre quiere su muerte. El grito final revela su ultima gran crisis. Pero la frase lucana «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46) y la joanea «Todo está consumado» (Jn 19,30) revelan la entrega no resignada, sino libre de Jesús al Padre.
(Págs. 103-124) .

3. Intento de reconstrucción del camino del Jesús histórico
Como ha quedado evidente en las reflexiones anteriores, la situación actual de los textos neotestamentarios se nos ofrece rodeada de tal cantidad de interpretaciones teológicas que no permite ya la reconstrucción histórica de la trayectoria de Jesús. El Jesús histórico sólo nos es accesible en la mediación del Cristo de nuestra fe. Con otras palabras: entre el Jesús histórico y nosotros existen las interpretaciones interesadas de los primeros cristianos. Esta situación es objetiva e insuperable en su globalidad. La fe no necesita apoyarse, para su validez y vigencia, en la construcción de un sistema histórico. Le basta saber que las interpretaciones de las que es heredera se apoyan en un fondo general histórico: Jesús vivió, predicó, significó la visita escatológica Dios a los hombres, fue contestado, procesad y liquidado, y los apóstoles dan testimonio de que lo vieron resucitado a una vida divina y eterna. Los detalles históricos de estas varias etapas de un camino son importantes para la fe pero no decisivos. La comunidad de fe se interesa por ellos, promoverá los estudios críticos, pero no hará depender su adhesión incondicional a Jesucristo de la mente de los historiadores y de las últimas hipótesis teológicas de los pensadores cristianos. Esto no implica que estas últimas sean indiferentes. Son ellas las que, por regla general, alimentan la fe concreta, la actualizan y la hacen vivir en el mundo. Pero la fe no depende de ellas para su constitución sino únicamente para su desarrollo, para dar razón de su esperanza y concientizar a las estructuras racionales de su adhesión libre.
Como consecuencia de esta situación, todos los intentos de reconstrucción del camino histórico de Jesús poseen un valor precario, hipotético y caduco. También la nuestra. Cada generación hará su tentativa, de acuerdo con su situación existencial y conforme a la interpretación de los textos del Nuevo Testamento. Toda la fe vive en concreto de semejantes interpretaciones. El problema no reside en el hacerlas o no. Siempre las estamos haciendo. El acento consiste en «cómo» las hacemos, en «cómo» se revela nuestro modo peculiar de vivir, nuestros anhelos y nuestra situación en la sociedad y en el mundo. Por eso coexisten tantas interpretaciones de la trayectoria de Jesús cuantas maneras haya de historificar la fe cristiana. Sin embargo, ninguna de ellas puede ni debe hurtarse a la confrontación con los textos del Nuevo Testamento, al someterse a ellos y al hacerlos instancia crítica sobre nuestras interpretaciones y sobre nuestras vidas. Una interpretación que eluda semejante tarea crítica no puede pretender un reconocimiento comunitario y eclesial.
Dentro de los límites así trazados describiremos rápidamente lo que nos parece constituir el camino histórico de Jesús de Nazaret.
1. Jesús es originario de Nazaret, en Galilea. Su familia pertenece a los piadosos de Israel, observantes de la ley y de las sagradas tradiciones. Fueron ellos los que iniciaron a Jesús en la gran experiencia de Dios. Si Jesús es lo que fue y nos es dado conocer, se lo debemos no solo al designio del Misterio sino también a su familia. Dios no convierte en superfluas las mediaciones sino que las utiliza para engrandecimiento de su propia historia. Un punto importante en la vida de la familia religiosa judaica lo constituía la lectura y meditación de los Libros Sagrados. Esto no significaba únicamente un gesto piadoso sino que era una verdadera escuela para la vida. Se aprendía a interpretar la vida y la historia a la luz de Dios. Se buscaba entender no sólo el pasado sino también el presente a la luz de la Palabra de Dios.
2. Fue en un ambiente así donde debemos suponer (aunque no poseamos documentos históricos para ello, pero teniendo en cuenta que la historia no está sólo compuesta de documentos literarios sino que el mismo ritmo de la vida constituye la fuente principal del conocimiento histórico), que Jesús aprendió a interpretar teológicamente los signos de su época. Eran tiempos de opresión política y religiosa. Desde hacía siglos los extranjeros dominaban en su tierra. Esto contrastaba con las promesas divinas de soberanía de Israel y del Reinado soberano de Yahvé. El pueblo vivía sometido a una interpretación mezquina de la ley y de la voluntad de Dios. La soberanía de Jesús ante la ley y las tradiciones no habían caído como un rayo del cielo. Se correspondían con todo un modo de ser de Jesús que había ido creciendo a partir de la familia y de la educación que en ella recibió. Una profunda experiencia de Dios, íntima, cordial (Abba-padrecito), evidente, sin mayores cuestionamientos, henchía la vida del joven Jesús de Nazaret.
3. El ambiente cultural de su tiempo, exacerbado por la presencia de tantas contradicciones internas de orden político y religioso, estaba constituido por la apocalíptica. Su telón de fondo venía dado por la experiencia de la decadencia, maldad y rebeldía de este mundo que está dominado por fuerzas diabólicas, enemigas de Dios. Los romanos, la paganización, el legalismo, los compromisos de los herodianos no son sino los actores o escenas de un drama cuyo verdadero agente es el Maligno. Pero Dios resolvió intervenir y poner fin a todo eso. Vendrá el Hijo del Hombre sobre las nubes. Traerá el juicio de Dios, exaltará a los justos, castigará a los malos e inaugurará un nuevo orden de cosas. A ese nuevo orden se le daba un nombre que suponía una infinita esperanza y una verdadera expectación para todo el pueblo (Lc 3,15): Reino de Dios. Hay que prepararse para su irrupción. Urge la conversión para el juicio y para la salvación. Jesús, como hombre de su tiempo, participó de estas esperanzas fundamentales. Hermenéuticamente la apocalíptica constituye un sistema articulador de lo utópico del hombre. Su extraño código, especial por lo que se refiere a los signos anunciadores del fin y a su puesta en escena, está al servicio de una gran esperanza y alegría: el Señor vendrá y vencerá. Ellos traducen el inagotable optimismo que constituye el núcleo de toda religión ya que tal es la matriz de la esperanza de salvación y de reconciliación
4. En su edad adulta Jesús de Nazaret se sintió interpelado por la predicación de Juan. Esta se centraba en el juicio inminente de Dios y en la urgencia de la conversión como preparación para él. No se puede decir que Jesús haya sido discípulo de Juan sin que por ello se pueda negar lo contrario. Es probable que Juan tuviese un círculo de discípulos que lo seguían y le ayudaban en el bautismo de penitencia (Mc 2,18; Mt 11,1-2; Jn 1,35; 3,22). Jesús, según la versión del evangelio de Juan, llegó también a bautizar (3,22-36; cfr. 4,1-2) no se sabe si independientemente de Juan el Bautista o como asistente suyo. Lo cierto es que algunos discípulos de Jesús procedían del discipulado de Juan el Bautista (Jn 1, 35-51). También es cierto que la aceptación y el apoyo de Jesús al mensaje central del Bautista es un hecho: es necesario hacer penitencia. Esto supone dos cosas: que todo Israel y todo ser humano se sitúa negativamente ante Dios, y que la penitencia tiene como fin acoger el don salvífico de Dios pues él se acerca. Esta predicación de Juan es considerada por Jesús como «venida del cielo» (Lc 20,4).
5. Con ocasión de su bautismo por parte de Juan (el relato actual está lleno de teología, con retroproyecciones de la gloria del Resucitado), Jesús tuvo una experiencia profética decisiva. Le quedó muy claro que la historia de la salvación estaba ligada a él. En él se decidía todo. Y así comienza a seguir un camino propio que ya no es el de Juan. Juan predicaba el juicio, Jesús el evangelio de la salvación y de la alegría. El primero es un asceta rígido, el segundo es más bien acusado de comilón, bebedor de vino y amigo de gente de mala nota como los publicanos y pecadores. La parábola del niño que toca la flauta en la plaza pretende concretar la diferencia entre Jesús y Juan, cada uno de ellos actuando en consonancia con su mensaje esencial, ya de juicio riguroso de Dios (Juan) o de alegre noticia de salvación (Jesús) (/Mt/11/16-19; /Lc/07/31-35).
6. El gozoso mensaje de Jesús se resume fundamentalmente en lo siguiente: a) El Reino anhelado por todos se ha aproximado; b) hay que acogerlo mediante la fe en esa buena noticia y la conversión; c) porque su irrupción es inminente; d) y es para la salvación de los hombres, en especial de los pecadores; e) porque Dios es un Padre de infinita bondad que ama indistintamente a todos, también a los ingratos y malos, privilegiando a los pobres, los débiles, los pequeños y los pecadores; todo ello condicionado a la adhesión a él, Jesús, el anunciador, realizador y anticipador del Reino, del perdón y de la salvación.
7. Este mensaje de liberación lo comunica mediante su palabra libre y sus acciones liberadoras. Parábolas sacadas de la vida, sentencias sapienciales de inmediata intelección caracterizan el modo de comunicación de Jesús. Pero la principal forma de comunicación de lo que pueda ser ese Reino que se ha aproximado, la realiza por medio de su praxis, liberando gracias a acciones simbólicas y milagrosas. Su sentido no consiste tanto en revelar su poder divino cuanto en concretar lo que supone, sobre el duro suelo de la historia y de la vida humillada, el Reino de Dios en acción. Libera principalmente desabsolutizando y desmitificando las leyes y las tradiciones que se habían vuelto necrófilas al impedir que la vida fuese una vida humana y al incapacitar al pueblo para la escucha de la Palabra del Dios vivo. El ímpetu de su praxis no se orienta hacia segmentos de la vida como el culto o la piedad ritual y devota, sino hacia la globalidad de la vida entendida como servicio a los demás en el amor. Estar siempre ante Dios y no sólo cuando se va a orar y sacrificar: he ahí la exigencia fundamental de Jesús. Con el mismo espíritu con el que amamos a Dios debemos amar también a los demás. Esto no supone una moralización de la vida sino la creación de una nueva cualidad de vida; es un problema de ontología y no de moral. Esta no es sino la consecuencia o reflejo de aquélla.
8. El elemento que sustenta el mensaje y la praxis de Jesús («todo lo hizo bien»: /Mc/07/37) es su profunda experiencia de Dios. Ya no se trataba del Dios de la Torá, distante y rígido, sino del Dios-padre de infinita bondad, siervo de toda criatura humana y simpatía graciosa y benevolente para con todos, especialmente con los ingratos y malos (Lc 6,35b). Ante ese Dios se experimenta también a una distancia creacional ya que a él ora y suplica. Pero por otro lado se siente en una profunda intimidad hasta el punto de experimentarse y llamarse Hijo. Siente que Dios actúa a través de él. Su Reino se manifiesta en su acción y en su vida. Comer con los pecadores, acercarse a los impuros y marginados, no significa humanitarismo sino la forma de concretar el amor de Dios y su perdón sin límites hacia todos aquellos que vivían con mala conciencia o se consideraban perdidos. Aproximándose a ellos, Jesús les transmite la conciencia de que Dios está con ellos, de que los acoge y perdona. En función de este amor de Dios vivido por Jesús se puede comprender lo paradójico de su vida, por un lado liberal frente a la ley, las tradiciones y las etiquetas sociales y religiosas de la época y por otro de un extremo radicalismo ético, como lo demuestra el Sermón de la Montaña. Esta paradoja se ilumina a la luz de la experiencia de Dios, amor y bondad. Ante el amor no se pueden imponer limites. Sería matar el amor. Este es exigente: ha de amarlo todo y amar a todos. En razón de este amor acepta entrar en conflicto con la ley y con las tradiciones que lo obstaculizan y amordazan. Jesús no está contra nada, ni contra la ley ni contra la piedad farisea. Sus oposiciones nacen de un proyecto nuevo sobre la existencia entendida a la luz de una nueva experiencia de Dios. A partir de ella somete todo lo demás a una critica purificadora y acrisoladora.
9. El Reino no viene por arte de magia. Es una pro-puesta que supone una res-puesta libre del hombre. Por eso el Reino es histórico y está estructurado de manera personal aunque su extensión no sea solo personal. Dios no impone el Reino por la fuerza porque no es un Dios de violencia sino de amor y libertad. Por eso se entiende que Jesús predique la urgencia de la conversión con la misma fuerza con la que anuncia la buena nueva del Reino. Lo uno no acontece sin lo otro. Y a su vez esa conversión no constituye únicamente la condición sine qua non del Reino. Es ya el mismo Reino realizándose en la vida de las personas.
10. La predicación de Jesús causó impacto y convocó a las masas por la novedad y la alegría que llevaba consigo. Y sin embargo, ante sus exigencias de cambio del modo de pensar y de actuar, acabó provocando una profunda crisis en el pueblo y en sus seguidores. Lentamente se fue transformando en fracaso. Jesús mismo advierte: «Bienaventurados los que no se escandalizan de mi» (Lc 7,18-23; Mt 11,6). Las masas se van apartando, luego lo hacen los discípulos y por fin los mismos apóstoles amenazan con abandonarlo (cfr. Jn 6,67). Tenemos así la llamada crisis galilea (Mc 9, 27ss; Lc 9,37ss). Jesús se dio cuenta de que se estaba tramando muy seriamente contra su vida. Lc 9,51 dice que «endureció el rostro», es decir, que tomó una resolución firme de ir a Jerusalén; «Jesús caminaba delante de ellos (los apóstoles) que estaban espantados y los que lo acompañaban iban llenos de miedo», comenta Mc 10,32. Allí en Jerusalén y en el templo debía irrumpir el Reino, según se creía, en una corriente apocalíptica.
11. Jesús debió ir asumiendo y asimilando la crisis y la paulatina soledad. Se le hacen duras acusaciones de falso profeta (Mt 27,62-64; Jn 7,12), loco (Mc 3,24), impostor (Mt 27,63), subversivo (Lc 23,2.14), poseso (Mc 3,22; Jn 7,20), hereje (Jn 8,48) y otras parecidas. «Ningún profeta es bien acogido en su propia patria», dice Jesús para consolarse (Mc 6,4; Mt 13,57; Lc 4,24; Jn 4,44). Ante estas crisis Jesús tuvo que ir modificando la idea que se hacía de si mismo. No quedó impasible, a una soberana distancia de los hechos históricos. Al comienzo se entiende como el heraldo y profeta escatológico de Dios: anuncia la salvación y predica la conversión. Ante la resistencia que encuentra y al percibir que un fin dramático se está organizando en contra de él, no modifica su comportamiento fundamental. Sigue predicando con la misma valentía y confiando en la capacidad humana de adhesión y conversión. Pero se siente como el Justo sufriente del que la teología del Antiguo Testamento y la apocalíptica habían señalado las características. El justo, fiel a Dios y a la Ley, es perseguido, humillado y hasta puede ser muerto, pero Dios lo exaltará. Esta figura del justo y profeta sufriente se compagina bien con la atmósfera apocalíptica en que se movía Jesús.
La muerte del justo como expiación por los pecados de los demás constituyó un tema de la teología rabínica y no de la apocalíptica. Según los rabinos, el mártir no necesitaba ser justo (2 Mac 7,32) pero aun así podía expiar por los pecados de los demás (4 Mac 6,28; 17,22). Hasta un criminal condenado a muerte podía expiar mediante la aceptación libre de la muerte. No parece que Jesús se haya considerado Siervo sufriente (contra la tesis de Cullmann y J. Jeremías). Según F. Hahn y especialmente W. Popkes Jesús se habría entregado pero sin hacer alusión al himno del Siervo sufriente de Is 53 y sin tener conciencia explicita de serlo.
Es muy probable que la conciencia del Jesús histórico haya sido ésta: la de considerarse el profeta y el justo sufriente (L Ruppert). Pero esa conciencia se fue elaborando lentamente a lo largo de su vida, a medida que iba experimentando la oposición y según iba asimilando e interpretando él mismo la situación.
12. Como tónica general, los evangelios dejan muy claro que Jesús se orientaba en todo a partir de Dios y no a partir de la situación. Su vida era una acción originaria y no una reacción a la acción de los otros. Estaba dispuesto a hacer en todo la voluntad del Padre al que se sentía unido. Pero esta voluntad de Dios no significaba una especie de film en la cabeza de Jesús en el que todo estuviese ya establecido de antemano y del que él lo supiese todo con anticipación. Si hubiese tenido esa ciencia previa de todo, su predicación, la insistencia en la conversión y su compromiso tan serio no hubieran sido más que un «como si», una mera representación. De igual modo la muerte sería también mero teatro. Jesús era un «viator» como todos los demás hombres. Pero como profeta escatológico y justo poseía una inaudita sensibilidad para lo divino y para la voluntad concreta de Dios. No es que la conociese a priori, sino que la buscaba con fidelidad y con una total pureza interior. Se encontraba con ella en la vida concreta que vivía como profeta ambulante, en la convivencia con los suyos, en las disputas con los fariseos, en los encuentros que realizaba, en la oración y en la meditación acerca del Dios que lo sorprendía tanto en los lirios del campo como en la lectura de las Escrituras.
Cuál sería la voluntad de Dios en cada momento era algo que Jesús no podía saber a priori, pero sí asumiendo la historia con todo su tenor imprevisible, fortuito y casual. La intensidad de la búsqueda y la unión intima con Dios hacían que siempre acogiese la voluntad divina ya fuese en la alegría de los apóstoles que volvían contentos de su predicación (Mc 6,30-31; Mt 14,22), ya huyendo de los que querían prenderlo y matarlo (Lc 4, 30; Jn 8,59; 10,39) o desde lo alto de la cruz y ante la inminencia de la muerte. No le debe haber sido fácil de asumir esa voluntad de Dios que, posiblemente, destruía imágenes que se había hecho del Reino (cfr. Lc 22,15-29; Mc 14,25); lo vemos claramente en la tentación del Getsemaní. Pero lo importante era estar a la completa disposición y obediencia de la voluntad divina hasta la muerte. Así como toda su existencia era una existencia-para, un ser-para-los-otros, así también los sufrimientos que soportaba deben entenderse como asumidos ante Dios en razón de las exigencias de la causa que representaba y por fidelidad hacia todos los hombres en función de los cuales era profeta.
13. Visto el fracaso de Galilea donde había actuado, se dirige a Jerusalén. Allí esperaba la irrupción total y la victoria de su causa. Entra con los suyos en Jerusalén y se dirige al templo. Es allí donde se debe manifestar el Reino. Mc 11,11 dice: «Entró en Jerusalén y ya en el templo contemplaba detenidamente todo lo que lo rodeaba. Y como se hiciese tarde salió con los doce hacia Betania».
Creemos tener ante nosotros un texto decisivo. Forma una cesura dentro del contexto general y constituye uno de los grandes problemas exegéticos. Sin embargo, es inteligible a la luz de la conciencia del Profeta y Justo de Nazaret. Entra en el templo; contempla detenidamente todo cuanto hay en su derredor. El Reino puede explotar en cualquier instante y desde cualquier parte del templo. Y nada sucede... Jesús sale, se dirige a Betania donde tenía amigos, Lázaro, Marta y María.
Al día siguiente regresa. Los evangelios nos narran la purificación del templo. ¿Cuál pudo ser su sentido? ¿Nada más que un gesto de rigor de Jesús? Creemos que el hecho se sitúa dentro de su perspectiva de la llegada inminente del Reino. El Reino no llega en el templo porque éste se ha hecho impuro e indigno de Dios. Hay que purificarlo y entonces se creará la condición para que Dios se manifieste en su gloria a todos y para que inaugure su señorío sobre todas las cosas. En la versión de Marcos el relato de la purificación concluye con casi las mismas palabras que el pasaje anterior: «Y, llegada la tarde, salieron fuera de la ciudad» (Mc 11,19).
Una vez más se había desmoronado una representación de Jesús. Ese proceso interior de destrucción y nueva construcción, de muerte y resurrección, configura el proceso permanente de la vida humana, también de la de Jesús. El hombre vive interpretando e interpreta viviendo. Construye para sí el significado del mundo. La tarea de la fe consiste en eso: en librarse de esa interpretación a fin de estar libre para Dios y su permanente novedad. Jesús era por excelencia un hombre de fe y de esperanza. Si la fe no consiste únicamente en adherirse a unas verdades o a unos hechos salvíficos, sino que fundamentalmente significa un modo de vivir por el que me entrego constantemente a Dios y vivo a partir de él, entonces Jesús fue el creyente por excelencia. En este sentido /Hb/12/02 afirma que Jesús es el «arjegós» y «teleiotés» de la fe (el que comienza y pone término, el que hace perfecta la fe). En otras palabras, el que creyó de tal manera y de forma tan perfecta que se constituyó en el principio alimentador de toda fe. Y lo es porque creyó lo mismo que habían creído los prototipos de la fe en el Antiguo Testamento de los que el capitulo 11 de la epístola a los Hebreos hace la apología por extenso y de manera inigualable. En razón de esto se le llama «pistós» (Hbr 3,2: el que tiene fe; cfr. Hbr 2,13 y 2,17 y 5,8 aludiendo a la obediencia que aprendió: aquí sinónimo de la fe).
La fe alimentaba continuamente la vida de Jesús. A su luz leía en los hechos que iba viviendo ia voluntad concreta de Dios y la asumía. 14. En Getsemaní vivió los preludios de la gran tentación, la escatológica. Había visto con claridad que se aproximaba el momento en que todo se decidiría y temía ese momento. «Mi alma está triste hasta la muerte» (Mc 14,34). «Voy a orar» (Mc 14,32). Suplica para que se aparte aquella «hora» (Mc 14,35): «Abbá, Padre, todo te es posible. Aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieres» (Mc 14,36). Se vuelve aquí a las expresiones técnicas de «aquella hora» y el «cáliz». Jesús sale fortalecido de la tentación. Se entrega confiado al designio secreto de Dios. Confía en que Dios lo liberará por mal que se presente la situación.
15. Todo el relato de la pasión se sitúa bajo el signo de la entrega: es entregado por Judas al Sanedrín (Mc 14,10 42); del Sanedrín a Pilato (Mc 15,1.10); de Pilato a los soldados (Mc 15,15) y éstos lo entregan a la muerte (Mc 15,25); por fin Dios mismo lo entrega a su propia suerte, muriendo con un grito de abandono en los labios (Mc 14,34). Jesús se conserva siempre sereno y dueño de sí durante todo el proceso, cualidad ésta bien observada por los evangelios. No se trata de estoicismo. Es la confianza en la entrega absoluta a Dios. Sigue el camino del Misterio cualquiera que él sea.
16.¿Qué sentido dio Jesús a su muerte? El mismo que dio a su vida. Entendió la vida no como algo que hay que vivir y disfrutar para sí, sino como servicio a los demás. La diaconía fue un rasgo característico de Jesús. Como resume bien San Marcos: «todo lo hizo bien; hizo oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). Un teólogo moderno dice con acierto: «Con toda probabilidad la investigación actual neotestamentaria puede afirmar que Jesús no entendió su muerte como sacrificio expiatorio, ni como satisfacción, ni como rescate. Ni estaba en su intención precisamente redimir a los hombres mediante su muerte. En la mente de Jesús la redención de los hombres dependía de la aceptación de su Dios y del modo de vivir para los demás que él les predicaba y él mismo vivía. La salvación y la redención no dependían para Jesús de su futura muerte, sino del hecho de que los hombres se dejasen penetrar por el Dios universalmente bueno revelado por Jesús. Esto habría de llevar a los hombres a un comportamiento correspondiente respecto del prójimo, convirtiéndolos en libres y liberados. En pocas palabras, la redención llegaría por el amor que se traduce en obras y que nace de una fe confiada en Dios (Gál 5,6)» (·Kessler-H).
La redención no depende, por tanto, de un punto matemático de la vida de Jesús, de su muerte. Toda la vida de Jesús es redentora. La muerte es redentora en la medida en que está dentro de su vida. La muerte fue asumida por él del mismo modo como asumió todas las cosas, como algo venido de Dios. Es evidente que, por poseer la muerte un significado cualitativo eminente desde el punto de vista antropológico, ya que implica la culminación de la vida, hemos de afirmar que ella representó para Jesús el ápice de su existencia-para y de su ser-para-los-otros. Con total intensidad y libertad vivió la muerte como entrega a Dios y a los hombres que amó hasta el fin (cfr Jn 17,1). La muerte, en este sentido preciso, significa la culminación del servicio de Jesús ya que no otra cosa fue su vida. Ella posee una tal plenitud humana que conserva un valor en sí misma. Pero ese momento no agota el valor y la intención salvífica de Jesús.

4. Significado trascendente de la muerte humana de Jesús
Si los motivos que condujeron a Jesús al proceso y a la muerte fueron triviales: motivos de seguridad, de egoísmo y de esclerotización de un sistema, su muerte, por el contrario, no tuvo nada de banal. En ella se refleja toda la grandeza de Jesús. El hizo de la propia opresión un camino de liberación. A partir de un cierto momento (crisis de Galilea) contaba ya con un drama que acechaba su vida. La muerte de Juan el Bautista no le había pasado desapercibida (Mc 6,14-29). Conoce el destino reservado a todos los profetas (Mt 23,37; Lc 13,33-34; Hech 2,23) y se comprende en su línea. Por eso no fue ingenuamente a la muerte. No es que la buscase o la quisiese. Los evangelios muestran cómo se escondía (cfr. Jn 11,57; 12,36; 18,2; Lc 21,37) y evitaba a los fariseos que tanto lo importunaban (Mc 7,24; 8,13; cfr. Mt 12,15; 14,13). Pero, como todo hombre justo, estaba pronto a sacrificar su vida si fuese necesario para atestiguar su verdad (cfr. Jn 18,37), aunque en su mentalidad apocalíptica esperaba ser liberado por Dios. Intentaba convertir a los judíos. Aun sintiéndose aislado, no conoció la resignación o el compromiso con la situación para lograr sobrevivir. Siguió fiel a su verdad hasta el fin, aun cuando implicaba el mayor peligro. El peligro es así abrazado libremente, no como fatalidad histórica sino como libertad que pone a riesgo la propia vida para testimoniar su mensaje. «Nadie me quita la vida; yo la doy por mi cuenta» (/Jn/10/18). La muerte no es castigo, es testimonio; no es fatalidad, es libertad. No teme a la muerte ni actúa bajo el miedo a la muerte. Vive y actúa a pesar de la muerte y aunque le sea exigida, porque el vigor y la inspiración de la vida y de su actuación no es el miedo a la muerte sino el compromiso con la voluntad del Padre, leída en la concreción de la vida, y el compromiso con su mensaje de liberación para los hermanos.
El profeta y el justo que, como Jesús, mueren por la justicia y por la verdad denuncian el mal de este mundo y ponen en jaque a los sistemas cerrados que pretenden monopolizar la verdad y el bien. Esta cerrazón monopolística es el pecado del mundo. Cristo murió a causa de este pecado trivial y estructurado. Su reacción no se planteó dentro del esquema de sus enemigos. Víctima de la opresión y de la violencia, no usó de la violencia y de la opresión para imponerse. «El odio puede matar pero no puede definir el sentido que el que muere da a su propia muerte» (Duquoc). Cristo definió el sentido de su muerte en términos de amor, donación, sacrificio libre, realizado en favor de los que lo mataban y en el de todos los hombres. El profeta de Nazaret que muere era simultáneamente el Hijo de Dios, realidad que sólo se haría diáfana realmente para la fe, después de la resurrección. En cuanto Hijo de Dios no hizo uso de su poder divino, capaz de modificar todas las situaciones. No testimonió el poder como dominación, pues ésta constituye el carácter diabólico del poder, generador de opresión y de obstáculos a la comunicación. Da testimonio del poder verdadero de Dios que es el amor. Es ese amor el que libera, solidariza a los hombres y los abre hacia el legitimo proceso de liberación. Ese amor excluye toda violencia y opresión, aun para imponerse a sí mismo. Su eficacia no es la eficacia de la violencia que modifica situaciones y elimina hombres. Esa aparente eficacia de la violencia no consigue romper con la espiral de la opresión. El amor posee una eficacia propia que no es inmediatamente visible y detectable: es la valentía que genera el sacrificio de la propia vida por amor y la certeza de que el futuro está del lado del derecho, de la justicia, del amor y de la fraternidad y no del lado de la opresión, de la venganza y de la injusticia. No es por tanto de extrañar, como lo comprueba la experiencia de siglos y la historia reciente, que los asesinos de los profetas y de los justos se vuelvan tanto más violentos cuanto más cercana presienten la derrota; la iniquidad de la injusticia desolidariza a los mismos malvados y crea separaciones entre los asesinos. Dios no actúa si el hombre, en su libertad, no lo quiere. El Reino es un proceso en el que el hombre debe participar. Si se niega a ello el hombre seguirá siendo invitado a adherirse, pero no por la violencia sino por el amor sacrificado de quien dijo: «cuando haya sido alzado sobre la tierra lo atraeré todo a mí» (/Jn/12/32). La muerte de Cristo, independientemente de la luz que recibe de la resurrección, posee un sentido coherente con la vida llevada por él. Todos cuantos, como Jesús, plantean exigencias de una justicia mayor, de más amor, de más derecho para los oprimidos y más libertad para Dios, han de contar con la contestación y con el peligro de la liquidación. La muerte es vencida en la medida en que ya no se la convierte en el fantasma que amedrenta al hombre y le impide vivir y proclamar la verdad. Entonces es aceptada e integrada en el proyecto del hombre justo y del profeta verdadero.
Se puede y se debe contar con ella. La grandeza de Jesús consistió en que, a pesar de la contestación y la condenación, no se dejó dominar por el derrotismo. Aun cuando en la cruz se siente abandonado del Dios a quien había servido, no se entrega a la resignación. Perdona y sigue creyendo y esperando. Se entrega, en el paroxismo del fracaso, en manos del Padre misterioso en quien reside el sentido ultimo del absurdo de la muerte del Inocente. En el punto álgido de la desesperación y del abandono se revela el summum de la confianza y de la entrega al Padre. Ya no tiene apoyo alguno, ni en sí mismo, ni en su obra. Sólo en Dios se apoya y sólo en Dios puede descansar su esperanza. Una esperanza así transciende ya los límites de la propia muerte. Es la obra perfecta de liberación: se ha liberado totalmente de sí mismo a fin de ser todo para Dios. Si, como dice Bonhoeffer, Sócrates nos liberó del morir por su serenidad y soberanía, Cristo hizo mucho más: nos liberó de la muerte. Su morir tocó los limites de la desesperación, pero su entrega en favor de los hombres y de Dios fue tan ilimitada y total que venció el imperio de la muerte. Esto es lo que significa la resurrección al irrumpir en el mismo corazón de la aniquilación.
LEONARDO BOFF PASIÓN DE CRISTO-PASIÓN DEL MUNDO SAL TERRAE. Col. ALCANCE 18 SANTANDER 1980. Págs. 124-145

4. La resurrección como sentido último de la muerte de Cristo
La resurrección no es un fenómeno de fisiología celular y de biología humana: Cristo no fue vuelto a la vida que tenía antes. La resurrección significa la entronización total de la realidad humana (espiritu-corporal) en la atmósfera divina y por consiguiente implica la hominización y liberación completas. Por ella la historia ha alcanzado su término en la figura de Jesús. Por eso se la puede presentar como la liberación completa del hombre. La muerte ha sido vencida y se inaugura un tipo de vida humana que ya no está regido por los mecanismos de desgaste y de muerte, sino que está vivificada por la misma vida divina.
En este sentido la resurrección posee el significado de una protesta contra la «justicia» y el «derecho» con los que fue condenado Jesús. Es una protesta contra el sentido meramente inmanente de este mundo con su orden y sus leyes que acabaron rechazando a aquel que Dios confirmó por la resurrección. De este modo la resurrección se convierte en la matriz de la esperanza liberadora que transciende este mundo dominado por el fantasma de la muerte.
Con acierto dice James Cone, reconocido teólogo de la teología negra de la liberación: «La resurrección de Cristo es la manifestación de que la opresión no derrota a Dios sino que Dios la transforma en posibilidad de libertad. Para los hombres que viven en una sociedad opresora esto significa que no deben proceder como si la muerte fuese la última realidad. Dios, en Cristo, nos ha liberado de la muerte y ahora podemos vivir sin preocuparnos por el ostracismo social, la inseguridad económica y la muerte política. En Cristo Dios inmortal gustó la muerte, y al hacerlo, destruyó la muerte» («Teología negra», 148). El que resucitó fue el crucificado; el que libera es el Siervo sufriente y el Oprimido. Vivir la liberación de la muerte significa no permitir ya que ella sea la última palabra de la vida y determine todos nuestros actos y actitudes por el miedo al morir. La resurrección ha demostrado que vivir por la verdad y por la justicia no es algo sin sentido, que al oprimido y liquidado le esta reservada la Vida que se manifestó en Jesucristo.
Partiendo de esto puede acumular valentía y vivir la libertad de los hijos de Dios sin estar subyugado por las fuerzas inhibidoras de la muerte. Partiendo de la resurrección, los evangelistas fueron capaces de releer la muerte del profeta mártir Jesús de Nazaret Y.a no era una muerte como las demás por heroicas que puedan haber sido. Era la muerte del Hijo de Dios y del enviado del Padre. El conflicto no se entablaba únicamente entre la libertad de Jesús y la observancia legalista de la ley: era el conflicto entre el reino del hombre decrépito y el Reino de Dios. La cruz no es só1o el suplicio más vergonzoso de la época: es el símbolo de lo que el hombre es capaz de hacer con su piedad (fueron los piadosos los que condenaron a Jesús), con su celo fanático por Dios, con su dogmática cerrada y su revelación reducida a la fijación de un texto. Por eso aquella piedad le pareció a Cristo, que siempre vivió a partir de Dios, algo repugnante y absurdo (cfr. Hbr 5,7). Asumiéndola a pesar de ello, la transformó en señal de liberación onerosa de aquello precisamente que había provocado la cruz: de la cerrazón autosuficiente, de la pequeñez y del espíritu de revancha. La resurrección no es sólo el acontecimiento glorificador y justificador de Jesucristo y de la verdad de sus actitudes, sino la manifestación de lo que es el Reino de Dios en su plenitud como epifanía del futuro prometido por Dios. Es la patentización de lo que el hombre puede esperar porque le ha sido prometido por Dios). 
LEONARDO BOFF PASIÓN DE CRISTO-PASIÓN DEL MUNDO SAL TERRAE. Col. ALCANCE 18 SANTANDER 1980.Págs. 148-150

 çççç7. Teología de la cruz
e) La cruz no es algo a entender, sino a asumir como escándalo
Hans Urs von Balthasar se niega a trascender mediante la  razón el escándalo que significó la cruz para todo el pensamiento  humano. Es un escándalo. Y en la medida en que se mantenga  exactamente como escándalo, es cruz. Dentro del cuadro de una  intelección deja de ser cruz y pasa a ser función de otra realidad,  perdiéndose como cruz escandalosa.
Desde su comienzo, dice Balthasar, la misma encarnación posee  un carácter «pasional», es decir, está orientada a la pasión . La  encarnación significa que Dios asume la totalidad de la experiencia  humana, la experiencia del pecado y del infierno. Cristo asumió  todo eso a lo largo de su vida hasta la muerte, hasta la experiencia  que todos hacemos del abandono de Dios que llega hasta el  descenso al infierno que equivale a sentirse absolutamente  condenado. De ahí que la pasión de este mundo se transforme en  la pasión de Jesucristo. Esa kenosis implica un cambio en la  imagen de Dios, imagen que ha resultado desfigurada por la  concepción estática griega del «Deus inmovens».
La tradición hace dos afirmaciones  fundamentales: que la máxima kenosis en la cruz es gloria (San  Juan: la muerte es elevación en un doble sentido, elevación en la  cruz y elevación en la gloria); que por la encarnación Dios no sólo  redimió al mundo sino que reveló su última profundidad. Por eso la  encarnación afectó a Dios puesto que él «se» reveló. Esa  revelación implica que el mundo y la encarnación deben ser  pensados intratrinitariamente y no só1o como obra «ad extra». Si  se acepta esto se impone lo siguiente: que al encarnarse Dios, la  Santísima Trinidad asume el dolor y la muerte. Al morir en la cruz,  Dios sigue siendo Dios y la muerte es una forma de Dios.
La omnipotencia de Dios consiste en  poder superar todo, no en poder evitarlo todo. La inmutabilidad de  Dios consiste en poder cambiar totalmente. En otras palabras: lo  inmutable de Dios consiste en su ser siempre mutable y proceso. Existe una verdad teológica que se encuentra entre la pura  inmutabilidad de Dios que llega hasta el punto de que la  encarnación no signifique sino algo exterior a Dios y un género tal  de mutabilidad de Dios que la autoconciencia de Jesús quede  totalmente alienada en la conciencia humana; esa verdad es la  siguiente: la del cordero inmolado desde el comienzo del mundo  (cfr. Ap 13,8; cfr. 5,6.9.12).
En concreto, la trayectoria de Jesucristo hay que pensarla dentro  del plan eterno de Dios, plano que lo incluye todo, el dolor, la  muerte y la cruz: todo eso pertenece al Hijo eterno. El asume todo  eso cuando se encarna.
La imagen de Dios debe, por consiguiente, cambiar, ampliando  los horizontes de comprensión de lo que llamamos mundo e  historia. Estos no han de ser entendidos fuera de Dios, sino dentro  del proceso trinitario de Dios mismo. Entonces se entiende que  Dios pueda cambiar. La mutación del mundo no es más que la  forma humana de la mutación de Dios.
A Dios hay que buscarlo «sub  contrario». Allí donde parece que no hay Dios, donde parece que  él se ha retirado, es donde está Dios en grado sumo. Esa lógica  contradice la lógica de la razón, pero es la lógica de la cruz. Esta  lógica de la cruz es un escándalo para la razón y debe ser  mantenida como tal porque sólo así tendremos un acceso a Dios  que de otro modo jamás tendríamos. La razón busca la causa del  dolor, las razones del mal. La cruz no busca causa alguna; ésta se  halla precisamente en grado sumo en ese dolor de Dios. Allí donde  la razón veía una ausencia de Dios, según la lógica de la cruz, está  la plena revelación de Dios. Partiendo de esto, Balthasar entabla  una fuerte polémica contra toda la filosofía que intenta hacer de la  cruz un principio de intelección universal. No es nada de eso; debe  mantenerse como cruz, como una tiniebla que se antepone a la luz  de la razón y de la sabiduría de este mundo.
El hiato que va de una a otra sólo se supera en la resurrección  como realidad escatológica. En ella queda patente que la vida  presente en la cruz se revela a plena luz. La resurrección no es  obra de la luz de la razón sino de las tinieblas de la muerte; por eso  el que resucita es el crucificado, no Apolo ni Júpiter ni el hombre en  su gloria que pasa a una gloria mayor. Es el abandonado y  rechazado. Y eso viene a mostrar que, dentro del abandono y del  rechazo, existe una vida diferente y plenamente divina: la de la  resurrección. Esta, la resurrección, representa la unidad del mismo  proceso trinitario.
La cruz pensada trinitariamente es más que la cruz exclusiva del  Hijo. Implica a las tres personas divinas: al Padre como agente  principal, al Hijo en cuanto que, solidariamente con los hombres,  experimenta lo que significa decir no a Dios sin que él mismo haya  dicho no (Hbr 4,15), y el Espíritu Santo como reconciliación de  todo, del Padre con el Hijo y de la criatura con Dios.
f) La cruz es escándalo porque es crimen
En el horizonte de la teología de la liberación, las reflexiones  teológicas acerca del significado histórico y salvífico de la cruz se  concentran principalmente en la dimensión encarnatoria de la  salvación. «La teología de la cruz debe ser histórica, es decir, ha  de ver la cruz, no como un designio arbitrario de Dios sino como la  consecuencia de la opción primigenia de Dios: la encarnación. La  cruz es consecuencia de una encarnación situada en un mundo de  pecado que se revela como poder contra el Dios de Jesús» (Jon  Sobrino).
La cruz debe ser entendida como solidaridad de  Dios que asumió el camino del dolor humano, no para eternizarlo  sino para suprimirlo. La forma por la que pretende suprimirlo no es  por la fuerza y la dominación sino por el amor. Cristo proclamó y  vivió esa nueva dimensión. Fue rechazado por un «mundo»  orientado hacia el automantenimiento en el poder. Sucumbió a esa  fuerza, pero no desistió de su proyecto de amor. La cruz es  símbolo del poder humano; es símbolo de la fidelidad y del amor de  Jesús. El amor es más fuerte que la muerte, frente a la que el  poder sucumbe. Por eso ha triunfado la cruz-fidelidad y la  cruz-amor. A eso lo llamamos resurrección: una vida más fuerte  que la vida-poder, la vida-bios, la vida-ego. La cruz no puede ser  proyectada hacia dentro de Dios ¿De qué cruz se trata? ¿De la  cruz del amor? Esa sí. Pero esa sólo surge como consecuencia de  la cruz-odio. La cruz en sí misma no es símbolo de amor y de  encuentro porque es forma de suplicio y el medio por el que el  hombre da alas a su poder vengador. Esa es la razón por la que  no podemos proyectar esa cruz sobre Dios, a no ser que queramos  destruir toda posible comprensión de Dios. El Dios que muere y  que rechaza al propio Hijo sólo es comprensible dentro de una  teología del amor. El rechazado substituye y representa a los  pecadores del mundo. «No es rechazado por ser Hijo. Es  rechazado porque se hizo pecado del mundo», sin haber, por  supuesto, cometido pecado alguno.
Tarea de la fe y del cristianismo organizado como fuerza  histórica es hacer cada vez más imposible el odio que genera la  cruz, no como violencia que todo lo impone, sino como amor y  reconciliación que a todos conquista.
(Págs. 232-236)
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Si Dios calla ante el dolor, es porque él mismo sufre  asumiendo la causa de los martirizados y sufrientes (cfr. Mt 25,31).  El dolor no le es ajeno; pero si lo asumió no fue para eternizarlo y  privarnos de esperanza. Por el contrario, lo hizo porque quiere  poner término a todas las cruces de la historia.
El cristianismo comenzó siendo una religión de esclavos, de  proletarios y de marginados, pero no para eternizar esa situación  sino para superarla. Es una moral subversiva de las relaciones  señor-esclavo.
¿Para qué sirve el dolor? ¿Para transformar y cambiar el  mundo? Entonces tiene sentido y es una tristeza según Dios, en el  lenguaje paulino (2 Cor 7,8-10). ¿Para la aniquilación y la  esclerotización? Entonces es tristeza según el mundo y no sirve  para nada si no es para cavar el propio infierno del que comete el  mal (cfr. 2 Cor 7,8-10).
El problema del mal no es un problema de teodicea sino de ética.  Se entiende el mal, su peso y su superación, no especulando  sobre él, sino asumiendo una practica de combate y de creación  del bien y de aquellas causas que producen el amor y la liberación  de las cruces de este mundo.
El Dios doliente: ¿cómo sufre Dios?
Decir que Dios es amor es decir que es vulnerable. Con otras  palabras, Dios ama y, por tanto, puede ser correspondido o puede  ser rechazado. Decir Dios es amor es postular otro polo que  también es amor y que puede entablar un diálogo de amor con  Dios. El amor sólo se da en la libertad y en el encuentro de dos  libertades. La historia de la salvación muestra la capacidad de  rechazo del hombre al amor. Eso no le es indiferente a Dios. Dios  sufre por el rechazo del amor. Sin embargo, el amor no quiere el  sufrimiento. El amor busca la felicidad porque quiere en sumo  grado la felicidad del otro y sigue amándolo aun cuando él se  niegue a amar. Asume su dolor porque lo ama y quiere compartirlo  con él. Tal es el sufrimiento de Dios, fruto del amor y de su infinita  capacidad de solidaridad. Con razón dice Moltmann (y en este  punto lo apoyamos): «La Trinidad es completamente en sí misma y  completa en sí misma. Por otra parte está abierta al mundo y al  hombre y es «imperfecta» en su ser de amor, en el mismo grado  en que lo es el amante que no quiere ser perfecto sin la  participación del amado».)
Sin embargo, no debemos proyectar sobre Dios los mecanismos  generadores del dolor, de la cruz, de la división, del odio entre los  hombres. En una palabra, no podemos ligar Dios y cruz como si se  tratase de una religación interior a su identidad divina. Si así fuera  estaríamos perdidos. Si Dios mismo sufre en su esencia, si Dios  odia, si Dios crucifica, entonces estamos sin salvación, pues sería  simultáneamente bueno y malo y quedaríamos entregados a la  alternancia eterna del bien y del mal ¿Cómo hablar de una  redención que viene de Dios; «si Dios mismo necesita de  redención»?
A pesar de esto, la cruz afecta a Dios porque significa una  violación de su proyecto histórico de amor y porque viola el  sagrado derecho divino. Significa rebelión, constitución del Reino  del hombre sin Dios. Pero si Dios está más allá de la cruz-odio, si  Dios no entra en el mecanismo de la cruz-crimen, entonces ese  Dios puede transformar la cruz en amor y hacer de ella una  bendición.
Dios fuese cruz, nada significaría la redención de Jesús y su  solidaridad con los crucificados del mundo. Para sufrir, Dios tiene  que asumir lo diferente a él. Lo diferente de Dios, lo totalmente  diferente de Dios, es la situación de no-Dios, de negación de Dios,  la situación de cruz-crimen. Si en Dios hubiese cruz, la encarnación  de Dios ya instituiría la cruz y Dios no habría asumido nada. Habría  revelado lo que él es: cruz y dolor. Sería él mismo proyectado en el  mundo. Pero precisamente porque él no es cruz, puede asumir la  cruz como algo nuevo también para Dios. Y eso es una ganancia  también para Dios. La asume como solidaridad con los que sufren;  no para sublimar y eternizar la cruz, sino para solidarizarse con los  que sufren en la cruz, para transformarla en señal de bendición y  de amor sufrido. El móvil es, por consiguiente, el amor.
En esto reside el sentido de Dios en la cruz, de las afirmaciones  del Dios doliente y de una teología patética. En esta visión cobra  una dimensión divina la pobreza, el ultraje y el sufrimiento  soportados, no para amortiguar la conciencia en la lucha contra la  pasión del mundo, sino para decir que sólo en la solidaridad con  los crucificados se puede luchar contra la cruz, que sólo desde la  identificación con los atribulados por la vida se puede  efectivamente liberar de las tribulaciones. Y no otro fue el camino  de Jesús, la vía del Dios encarnado.
 La cruz como muerte de todos los sistemas  No se puede colocar a la cruz en el puesto de principio  generador de un sistema de comprensión como lo hacen Moltmann  o Balthasar. La cruz es la muerte de todos los sistemas porque no  se deja encuadrar en nada; hace saltar todos los lazos. Es el  símbolo de una total negación, es pecado y rechaza a Dios. Por  eso es el fruto de una libertad. En casi todos los sistemas aludidos  arriba, casi nunca se habla de la libertad humana capaz de un  tremendo rechazo de Dios y capaz también de crear el infierno. La  cruz nació de un rechazo del Reino. En cuanto pecado es  totalmente absurda, no posee ninguna inteligibilidad. Por eso no  puede constituir un eslabón dentro de un sistema lógico coherente.  Rompe todo porque rompe con Dios, el Logos absoluto. Sin  embargo, si la cruz es un absurdo, más absurdo aún es el que Dios  la haya asumido. Aquí está el hecho decisivo y verdadero. Aunque  absurda, la cruz no supone un limite para Dios. Dios es tan grande,  tan más allá de cualquier posible negación que puede asumir aun  el absurdo, no para divinizarlo ni para eternizarlo, sino para revelar  las dimensiones de su gloria que ultrapasan cualquier luz que  provenga del logos humano y cualquier oscuridad que provenga  del corazón. Dios asume la cruz en solidaridad y amor con los  crucificados, con los que sufren la cruz. Les dice: aunque absurda,  la cruz puede ser el camino hacia una gran liberación con tal que la  asumas en libertad y amor. Entonces liberarás a la cruz de su  absurdo y te librarás a ti mismo. Eres y te haces mayor que la cruz.  Porque la libertad y el amor son mayores que todos los absurdos y  más fuertes que la muerte; porque puedes hacer de ellos otros  tantos caminos hacia mi.
La cruz entra dentro de la historia del amor, de lo que él es  capaz de hacer en cuanto potencial de solidaridad. La cruz es el  lugar en el que se revela la forma más sublime del amor, donde se  manifiesta su esencia. La esencia del amor se realiza en el poder  estar en el otro en cuanto otro, en lo totalmente otro. El totalmente  otro con respecto a mi es mi enemigo. Amar al enemigo (cruz),  poder estar en el, asumirlo, es obra del amor. En eso está su  esencia. La cruz asumida realiza totalmente al hombre porque le  confiere la oportunidad de amar de la forma más sublime. La cruz  no es amor, ni fruto del amor; es el lugar donde se muestra lo que  puede el amor. La cruz es odio que queda destruido por el amor  que sume la cruz-odio. Y sólo entonces libera. Sin embargo, la cruz-odio es un misterio, inaccesible a la razón  discursiva, pero realizable en una praxis humana. No hay  argumento lógico que pueda justificar la negación del hombre al  otro hombre o la del hombre a Dios. Y sin embargo eso sucede. A  pesar de ello, la cruz no puede ser sistematizada dentro de una  concepción coherente del mundo y de Dios Rompe con todo. Por  eso es símbolo de nuestra finitud y el limite de nuestra razón. La  cruz crucifica a la razón y crucifica a la teología en cuanto  comprensión sistemática de Dios y de las cosas divinas. Amar esta  fragilidad, entenderla como forma de mostrar otro modo de acceso  a Dios, por la asunción de la cruz en el amor, constituye la gran  oportunidad y el reto que ella propone a nuestra libertad. La cruz no está ahí para ser comprendida. Está ahí para ser  asumida y para que transitemos el camino del Hijo del Hombre que  la asumió y por ella nos redimió.  El sufrimiento nacido de la lucha contra el sufrimiento  El acceso a los grandes problemas de la vida y de la muerte, del  dolor y del amor no se realiza por la vía del concepto sino por la  del mito, no por la argumentación sino por la narración. La historia  de la reflexión sobre el sufrimiento, desde el Job de la Biblia hasta  el Job de C G. Jung, es la historia del fracaso de todas las  soluciones teóricas y la de la insuficiencia de todos los conceptos.  El mal no existe para ser comprendido sino para ser combatido: tal  es la conclusión de la vida de todos aquellos que han contribuido a  dar sentido al sufrimiento, no mediante una investigación acerca de  él sino mediante una lucha tenaz contra él. Sufrieron al combatir  contra el sufrimiento, pero su sufrimiento fue digno, gratificante y  profundamente liberador.
(Págs. 243-248) ........................................................................ 
¿Qué es lo que hace digno al sufrimiento?
Es la causa justa la que dignifica el sufrimiento. La causa justa  consiste en tomar partido por la justicia de los explotados y por los  derechos de los preteridos en contra de la legalidad del orden y de  la coherencia del sistema impuesto. El sistema intenta presentarse  como una totalidad significativa, como la verdad para el momento  histórico actual y como la salida liberadora para los problemas del  pueblo. Pero ese sistema atropella la dignidad humana, reduce al  otro a una cosa, lo vacía en cuanto hombre. El profeta cuestiona la  totalidad del sistema que no se abre hacia el otro. Cuestionar de  este modo es propio de la actitud de fe. Mas allá de sus contenidos  históricos ligados al destino de Jesucristo y del pueblo en el que  nació, la fe cristiana es fundamentalmente una actitud que rompe  todos los sistemas cerrados. Creer en Dios es creer que algo  nuevo puede irrumpir dentro de los tinglados armados por el  hombre, algo que será capaz de modificar salvíficamente la vida  humana. Por eso, cuando un sistema se cierra sobre si mismo,  domestica los valores de la religión y encuadra a Dios en el  cuadriculado de sus propias realizaciones, convirtiéndose así en  opresor. El profeta se alza en nombre del sagrado derecho de la  persona humana ultrajada porque en la causa de cualquier hombre  va incluida también la causa de Dios. Da comienzo a la denuncia y  a la inauguración de una nueva praxis subversiva. El profeta  deberá pagar por el «desorden» que causa dentro del orden al  que denuncia como inicuo. Partiendo del pobre en el que el profeta  tiene un encuentro con Dios, juzga a toda la sociedad. Si no se  compromete en la denuncia y en una praxis liberadora, se siente  infiel a Dios y a los hermanos. Ya no puede retroceder. Ese  ser-arrebatado-por-Dios le confiere fuerza, valentía y heroísmo  para soportar con serenidad y alegría interior todas las  contradicciones, incluida la muerte. Hay valores por los que se  debe sacrificar la vida. Más vale la gloria de una muerte violenta  que el gozo de una libertad maldita, decía el obispo Fidias al  comentar el alegre martirio de los cristianos (Eusebio de Cesarea,  «Historia Eclesiástica», X, 9-10). El mártir por la causa de la  libertad es testigo fiel de aquella libertad sacrosanta que nadie  puede impunemente violar ni manipular. Este se autodetermina a  morir libremente y acoge la muerte como sacramento contestador  de todas las violencias. Su memoria es subversiva y supone una  mala conciencia para los opresores. La fe cristiana en un absoluto sagrado en el hombre y en un  Dios comprometido con el destino de cada uno, se transforma en  una mística capaz de dar sentido transcendente a todo dolor y a  todo sacrificio.
(Págs. 258-260)
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La cruz no es sólo el madero. Es la incorporación  del odio, de la violencia y del crimen humanos. Cruz es lo que limita  la vida (las cruces de la vida), lo que hace sufrir y dificulta el  caminar a causa de la mala voluntad humana (cargar con la cruz  de cada día). Y ¿cómo soportó Cristo la cruz? No buscó la cruz por  la cruz. Buscó aquel espíritu que hacía evitar que se produjera la  cruz para sí y para otros. Predicó y vivió el amor. Quien ama y sirve  no crea cruces para los demás con su egoísmo, capaz de generar  una mala cualidad de vida. El anunció la buena nueva de la Vida y  del Amor. Se comprometió por ella. El mundo se cerró a él, puso  cruces en su camino y acabó alzándolo en el madero de la cruz. La  cruz fue la consecuencia de un anuncio que cuestionaba y de una  praxis liberadora. El no huyó, no contemporizó, no dejó de anunciar  y testimoniar, aunque eso le costase ser crucificado. Siguió  amando a pesar del odio. Asumió la cruz en señal de fidelidad a  Dios y a los hombres. Fue crucificado para Dios (fidelidad a Dios) y  crucificado por los hombres y para los hombres (por amor y  fidelidad a los hombres).

9. Qué significa predicar la cruz de Nuestro Señor Jesucristo hoy
1) Comprometerse a fin de que exista un mundo en el que sea menos difícil el amor, la paz, la fraternidad, la apertura y la entrega a Dios Esto implica la denuncia de situaciones que engendren odio, división y ateísmo en términos de estructuras, valores, prácticas e ideologías. Implica también el anuncio y la realización, por medio de una praxis comprometida, del amor, la solidaridad y la justicia en la familia, en las escuelas, en el sistema económico, en las relaciones políticas. Este compromiso acarrea como consecuencia crisis, confrontaciones, sufrimientos y cruces. Aceptar la cruz proveniente de esta lucha y cargar con ella lo mismo que cargó con ella el Señor, en el sentido de soportar y sufrir en razón de la causa y de la vida que llevamos, forma parte de ese compromiso.
2) El sufrimiento que hay que soportar en ese empeño, la cruz con la que hay que cargar en ese camino, son un sufrimiento y un martirio por Dios y por su causa en el mundo. El mártir lo es en razón de Dios y no en razón del sistema. Es mártir del sistema pero para Dios. Por eso el sufriente y el crucificado por la causa de la justicia en este mundo, es un testigo de Dios. Rompe el sistema cerrado que se considera justo, fraterno y bueno. El que sufre es un mártir de la justicia y lo mismo que Jesús y que todos los que lo siguen, ayuda a descubrir el futuro, deja abierta la historia a fin de que crezca y produzca una justicia mayor de la que ya existe y contribuye a que haya más amor del que existe en la sociedad. El sistema intenta cerrar y encubrir el futuro. Es fatalista. Cree que no necesita de reforma y de modificación. Quien soporta la cruz y sufre en la lucha contra ese fatalismo interno al sistema, carga con la cruz y sufre con Jesús y como Jesús. Sufrir de ese modo es algo digno. Morir de ese modo es un valor.
3) Cargar con la cruz tal como lo hizo Jesús significa, por consiguiente, solidarizarse con los crucificados de este mundo: los que sufren violencia, los que son empobrecidos, deshumanizados, ofendidos en sus derechos. Defenderlos, atacar los modos de proceder en virtud de los cuales se los convierte en infrahombres, asumir la causa de su liberación, sufrir por ella: en eso consiste cargar con la cruz. La cruz de Jesús y su muerte fueron consecuencia de ese compromiso en pro de los desheredados de este mundo.
4) Un sufrimiento y una muerte semejantes, en favor de los demás crucificados, implican el soportar la inversión de los valores que fabrica ese sistema en contra del cual uno se compromete. El sistema dice: los que asumen la causa de los pequeños e indefensos son individuos subversivos, enemigos de los hombres, maldecidos por la religión y abandonados de Dios («Maldito sea el que muere en la cruz») ¡Son los que pretenden subvertir el orden! Pero el sufriente y el mártir se oponen precisamente al sistema y denuncian sus valores y prácticas porque constituyen un orden en el desorden. Lo que el sistema llama justo, fraterno y bueno es en realidad injusto, discriminatorio y malo. El mártir desenmascara el sistema y por eso sufre violencia de su parte. Sufre a causa de una justicia mayor, en razón de otro orden («Si vuestra justicia no fuese mayor que la de los fariseos...») Sufre sin odiar, soporta la cruz sin huir de ella. La lleva por amor a la verdad y a los crucificados por los que ha arriesgado la seguridad personal y la vida. Así hizo Jesús. Así deberá proceder cualquier seguidor suyo a lo largo de toda la historia. Un servidor así sufre como «maldito» cuando en realidad ha sido bendecido, muere «abandonado» cuando en verdad ha sido acogido por Dios. De ese modo Dios confunde la sabiduría y la justicia de este mundo.
5) Y sin embargo, la cruz es un símbolo del rechazo y de la violación del sagrado derecho de Dios y del hombre. Es un producto del odio. Al comprometerse en la lucha por abolir la cruz en el mundo, la persona que lo hace sufre sobre sí la cruz impuesta e infligida por los que la han ideado. La acepta, no porque vea en ella un valor, sino porque así rompe su lógica de violencia empleando el amor. Aceptarla es ya ser mayor que la cruz; vivir de este modo es ser mas fuerte que la muerte.
6) Predicar la cruz puede signifìcar una invitación a un acto extremo de amor y de confianza, a la vez que de total descentralización de sí mismo. La vida tiene su faceta dramática: existen los derrotados por una causa justa, los desesperados, los condenados a cadena perpetua, los entregados a una muerte fatal. Todos cuelgan de alguna manera de la cruz, cuando no tienen que cargar pesadamente con ella. Muchas veces tenemos que asistir al drama humano, silenciosos e impotentes, porque cada palabra de consuelo podría parecer un parloteo sin sentido y cada gesto de solidaridad, una resignación inoperante. La garganta estrangula entonces la palabra y la perplejidad seca las lágrimas en su fuente. Y eso especialmente cuando el dolor y la muerte son resultado de una injusticia que dilacera el corazón o cuando el drama es fatal, sin salida posible. Aun así tiene sentido, contra todo cinismo, resignación y desesperación, hablar de la cruz. El drama no tiene necesariamente por qué transformarse en tragedia. Jesucristo, que pasó por todo eso, transfiguró el dolor y la condena a muerte haciendo de ellos un acto de libertad y de amor de autodonación, un posible acceso a Dios y una nueva forma de aproximación a los que lo rechazaban; en consecuencia fue capaz de perdonar y de entregarse confiado a alguien que era Mayor que todo eso. El perdón es la forma dolorosa del amor. La entrega confiada es la total descentralización de sí mismo hacia Alguien que nos sobrepasa infinitamente, es arriesgarse al misterio en cuanto portador último de sentido; de un sentido en el que participamos pero que no hemos creado nosotros. Tal es la oportunidad que se ofrece a la libertad del hombre. Este la puede aprovechar y entonces halla sosiego en la confianza; o puede perderla y entonces zozobra en la desesperación. Tanto el perdón como la confianza constituyen las formas mediante las cuales no permitimos que el odio y la desesperación tengan la última palabra.
Son el gesto supremo de la grandeza del hombre. Que un vivir así, en la confianza y la descentralización, sea el que alcanza el sentido defìnitivo, nos lo revela la resurrección que es la plenitud de manifestación de la Vida, presente tanto en la vida como en la muerte. El cristiano sólo puede afirmar esto dirigiendo su mirada hacia el Crucificado, que ahora es ya el Viviente. 7) Morir de este modo es ya vivir. Al interior de esta muerte en cruz existe una vida que no puede ser devorada. Está oculta en la muerte. No es que venga después de la muerte, sino que está ya dentro de la vida de amor, de la solidaridad y de la valentía para soportar y morir. Por la muerte se revela en su poder y su gloria. No otra cosa expresa San Juan cuando dice que la elevación de Jesús en la cruz es también su glorificación y que la «hora» lo es tanto de pasión como de glorificación. Existe, por tanto, una unidad entre la pasión y la resurrección, entre la vida y la muerte. Vivir y ser crucificado de este modo por la causa de la justicia y por la causa de Dios, es vivir. Por eso el mensaje de la pasión va siempre junto al mensaje de la resurrección. Los que murieron por su insurrección en contra del sistema de este siglo y se negaron a entrar «en los esquemas de este mundo» (Rom 12,2), son los que ahora experimentan la resurrección. Pues la insurrección por la causa de Dios y del otro es resurrección. La muerte podrá parecer algo sin sentido, pero es la única que posee futuro y salvaguarda el sentido de la historia.
8) Predicar hoy la cruz es predicar el seguimiento de Jesús. No es dolorismo ni magnificación de lo negativo. Es anuncio de la positividad, del compromiso por hacer cada vez más imposible el que unos hombres continúen crucificando a otros hombres. Esa lucha implica asumir la cruz y cargarla con valentía, lo mismo que el ser crucificado con dignidad. Vivir de ese modo es ya resurrección, es vivir a partir de una Vida que la cruz no puede ya crucificar. Lo único que la cruz puede hacer es convertirla en más victoriosa. Predicar la cruz significa seguir a Jesús. Y seguir a Jesús es per-seguir su camino, pro-seguir su causa y con-seguir su victoria.
9) Dios no ha quedado indiferente ante las victimas y los sufrientes de la historia. Por amor y solidaridad (cfr. Jn 3,16) se convirtió en un pobre, un condenado, un crucificado y un asesinado. Asumió una realidad que contradice objetivamente a Dios pues él no quiere que los hombres empobrezcan y crucifiquen a otros hombres. Este hecho revela que la mediación privilegiada por Dios no es ni la gloria ni la transparencia del sentido histórico, sino el sufrimiento real del oprimido. «Si Dios nos amó de este modo, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Jn 4,11). Acercarse a Dios es acercarse a los oprimidos (Mt 25,46ss) y viceversa. Decir que Dios asumió la cruz no debe implicar una magnificación de la cruz, ni tampoco su eternización.
Lo único que significa es hasta qué punto amó Dios a los que sufren, toda vez que él sufre y muere al lado de ellos. Por otro lado, Dios no queda indiferente ante los crímenes, ni ante el peso negativo de la historia. No deja que la llaga quede abierta hasta la manifestación de su justicia al fin del mundo. Interviene y justifica en Jesús resucitado a todos los empobrecidos y crucificados de la historia. La resurrección intenta presentar el verdadero sentido y el futuro garantizado de la justicia y del amor, así como el de las luchas aparentemente fracasadas del amor y de la justicia dentro del proceso histórico. Estas triunfarán al final y se producirá el reino de la auténtica bondad.

LEONARDO BOFF PASIÓN DE CRISTO-PASIÓN DEL MUNDO SAL TERRAE. Col. ALCANCE 18 SANTANDER 1980.Págs. 271-279