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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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jueves, 15 de marzo de 2012

EL SELLO DE LA CONFESIÓN

El secreto de confesión, o sea la confidencialidad absoluta del contenido de una confesión, no es simplemente una ley tradicional de la Iglesia, pero es la garantía de confianza a las personas que vienen a hacer sus confesiones.

Muchos cristianos hoy en día para su bienestar espiritual necesitan confesarse ante un ministro ordenado, quizá una vez o como práctica habitual. Pero la reluctancia de confesarse, y el hecho de que no hay una ley que impone la confesión auricular como deber absoluto, indica la necesidad pastoral de una confianza total sobre el contenido de una confesión por parte del confesor.

Es tan fuerte el sello que como dice en Lo Concerniente al Rito, ( LOC p. 368) «el contenido de la confesión no es asunto de discusión posterior», con el adverbio prefijado, «normalmente». Esto quiere decir que el ministro confesor no puede hablar de los asuntos del contenido de la confesión aún con el penitente, con la sola excepción que el penitente puede iniciar una conversación posteriormente con el confesor sobre algo de su confesión. En este caso el ministro puede hablar del asunto con la persona, pero solamente en cuanto a lo que el penitente menciona. La otra parte de la misma confesión ya sigue siendo secreto. Si la persona no viene al ministro y no inicia esta conversación, el ministro no puede hablar de eso. Absolutamente no puede hablar nada de esto con cualquier otra persona bajo ninguna circunstancia. La única excepción posible es en cuanto a un caso muy difícil de entender y aplicar la moral cristiana. Un confesor debe pedir al penitente permiso para hacer una consulta con una persona de mayor experiencia o conocimiento particular. Es posible en algunos casos que el contenido de una confesión contiene material que debe ser consultado con un médico, psicólogo o psiquiatra, un abogado o más a menudo con una persona más experimentada en confesar o más preparada en la moral cristiana. Eso debe hacerse con el permiso específico del penitente. Aún con este permiso, no se puede revelar la identidad del penitente. Hay que hacerlo a un nivel confidencial con el experto, sea presbítero, obispo, doctor, médico, psicólogo, o abogado.

Por esta razón de confidencial, o sea el secreto de la confesión, es importante mantener estrictamente la distinción entre la confesión sacramental —el rito de Reconciliación de un Penitente— y al otro lado la Consejería Pastoral.

A veces en el consejo pastoral se llega a un punto en que vale la pena dar la absolución a la persona, es decir, que de hecho se ha confesado y su situación personal necesita la ayuda de la absolución. Es necesario, en un caso así, que se haga una distinción bastante clara entre la entrevista de consejo pastoral y el acto sacramental de confesión y absolución. La primera sigue siempre bajo el escudo de la confidencial pastoral, pero eso es mucho más flexible.

El pastor en su relación de consejería con el parroquiano puede, cuando piensa necesario, irse a esto para iniciar una conversación para asesorar la situación personal que puede ser sujeto de la discusión entre pastor y feligrés. En el caso de la confesión sacramental esto no se puede hacer. Por eso hay que evitar hasta el punto posible la confusión entre estos dos ministerios tan semejantes.

A veces hay una discusión entre anglicanos episcopales, en cuanto a la necesidad de la confesión auricular (sacramental). La opinión normativa en nuestra Iglesia es que hay tres niveles en que encontramos el perdón de nuestros pecados específicamente. El primero es en nuestra oración particular, en que después de reconocer nuestro propio pecado, podemos inmediatamente pedir a Dios perdón por ellos en la oración particular. El segundo nivel es el de la oración común —las liturgias de la Iglesia, especialmente la de la eucaristía— donde hay en muchos ritos una confesión general de pecados y una absolución dirigida a los penitentes, o sea a los asistentes por el presbítero o el obispo. Esto es la práctica más común en nuestra Iglesia porque toma lugar casi cada domingo, año tras año. El tercer nivel de confesión es el rito de la Reconciliación de un Penitente, o sea la confesión sacramental.

A veces hay la pregunta si estos tres son equivalentes. Creo que la respuesta es «no» y «sí» a la vez. en cuanto al hecho de que Dios está perdonando nuestros pecados en todas estas tres maneras de pedirla. La respuesta es no en cuanto al contenido o naturaleza de estos tres tipos de confesión y perdón de pecados. El primero, la oración particular y el tercero, la confesión sacramental, pertenecen a pecados, actos, pensamientos o intenciones malas que hemos hecho específicamente. Estos dos tocan a lo particular del pecado. El segundo y el tercero, es decir la confesión común en la Iglesia y la confesión auricular con un ministro en privado, tiene la naturaleza de que es el Cuerpo de Jesucristo participa en el proceso. Esto es importante porque nuestros pecados, siendo pecados contra Dios, también son pecados contra la comunidad de fe que es la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. En nuestra tradición no se puede decir que la confesión en contexto de oración particular o privada es adecuada en sí. No es que no fuera completa o que no hubiera realmente perdón de pecados, sino que falta la dimensión social —de la comunidad. Esta se encuentra tanto en la confesión dentro de la oración común de la liturgia como en la confesión frente a un presbítero u obispo que a la vez está representando a la Iglesia y a Dios en esta situación.

Dentro de esta última dimensión, del papel o participación del Cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia en el proceso de perdón de pecados, podemos notar que este rito indica que un laico o diácono puede escuchar la confesión de una persona que desea este tipo de participación, pero sin pronunciar la absolución. Esto pertenece al sacerdocio de la Iglesia ejercido por el obispo y el presbítero. Un diácono o un laico no pueden ejercer esta autoridad sacerdotal en este contexto. Es justamente como en el oficio diario en donde se indica que puede haber confesión de pecados en el oficio cuando no esté presente un obispo o presbítero pero en este caso lo que es absolución debe cambiarse a una oración por el perdón. Esto se hace por cambiarlos pronombres «ustedes» a «nosotros»; es decir la absolución sacerdotal se pronuncia al pueblo por la autoridad ministerial de estas dos órdenes, mientras en boca de un diácono o un laico este se cambia a una petición u oración por el perdón de nuestros pecados.

En cuanto al proceso de la reconciliación de un penitente, el penúltimo párrafo (LOC p.368) es muy importante porque habla de lo que pasa en la confesión. Dice que «cuando el penitente haya confesado todos los pecados graves que atormenten su conciencia y haya dado muestras de la debida contrición, el sacerdote le
aconseja y estimula como sea conveniente y da la absolución». Esto quiere decir que la confesión es básicamente para las cosas mayores en cuanto al pecado, desobediencia a Dios y falta de amor hacia Dios y hacia nuestro prójimo mayores y principales, no necesariamente de todos los detalles pecaminosos de nuestras vidas, aunque a veces estas son las cosas que más nos molestan.

En nuestra tradición en la actualidad, la mera presencia de una persona para hacer la confesión auricular se puede aceptar como muestra de contrición debida, porque hoy en día sin la presión de la práctica o la necesidad de la confesión para comulgar y participar en la vida de la Iglesia, las personas que vienen hacen un
esfuerzo psicológico como físico para llegar al lugar y al estado de hacer su confesión. Esto puede ser aceptado como buena evidencia. Es posible que haya contra evidencia en el caso de personas que en el transcurso de la confesión indican que le falla la contrición; personas que digan «lo hice y sé que es malo pero a la vez si tengo otra oportunidad haría la misma cosa», indica la posibilidad de una falta de contrición adecuada. En este caso el confesor tiene la responsabilidad de averiguar en el diálogo de la confesión si realmente hay contrición adecuada. Si no hay, el ministro no puede dar la absolución.

El deber de estar preparado a dar consejo y aliento al penitente tiene que ser respetado tanto por la importancia en este momento como la sensibilidad de no irse más allá de lo debido, es decir la confesión no es lugar para un sermón o meditación sino es el momento de dar consejos prácticos en cuanto a cómo evitar ciertos pecados o cómo buscar ayuda, cómo dirigir la oración y la práctica ascética para conquistar algunos pecados, y dar algún estímulo y ánimo a la persona para seguir luchando contra el mal y para el bien.

El papel del confesor es un poco más complejo que lo que parece, porque no es simplemente el asunto de escuchar los pecados particulares sino también ayudar al penitente en el proceso de identificar y expresar, articular, los pecados que ha cometido. A veces el ministro debe preguntar al penitente, porque hay pecados que la persona ha cometido que no reconoce como pecados. Por ejemplo, cosas malas hechas como venganza personal por afrontas o injurias no se consideran como pecados por muchas personas sino como lo debido en la situación, y hay que ayudarles a estas personas a entenderlos como una falta contra el amor divino y el amor humano también.

Al otro lado, muchas personas están bajo un peso grande de dolor y penitencia por cosas que realmente no son pecados. Muchas personas hoy en día tienen anhelos y metas o límites a su propia actuación que ellas mismas han establecido, pero que no son de Dios ni de su Iglesia. Viven bajo el peso de cumplir con normas o prácticas o
llegar a ciertos niveles de actuación que son resultado del propio criterio de ellos y no necesariamente de Dios. Por consiguiente, los llamados pecados que ellos confiesan muchas veces no son pecados sino simplemente desilusiones personales de normas o standards que ellos mismos se han impuesto sobre sí mismos. El confesor tiene que ayudar al confesante a diferenciar entre cuáles son o no son pecados.

Más difícil aún es la situación semejante en que la violación de las normas de la cultura o de los padres se siente como pecado pero que en realidad no lo es. Este fenómeno puede funcionar muy fuertemente en el nivel subconsciente. En tales casos es a veces necesario sugerir ayuda sicológica.

El confesor tiene básicamente el papel de escuchar la confesión de pecados y después pronunciar la absolución del perdón divino, pero en este contexto de escuchar la confesión tiene que utilizar su sentido común y cristiano en cuanto a lo serio de un pecado, la realidad de la situación y la profundidad de la contrición. Un principio básico de la absolución es que no se debe dar si la persona no está dispuesta a deshacer el daño hecho por sus pecados. Si la persona ha robado una cantidad de dinero una muestra necesaria de su contrición es su intención de devolver lo robado a su dueño. Esto es la reparación, un aspecto esencial de la penitencia. Normalmente se considera entendida dentro del aspecto de la confesión, pero en algunos casos particulares es necesario exigir la reparación, siempre que no haya peligro de que por medio de eso la persona se revela; la confesión y la absolución no tienen el propósito de poner al penitente en peligro legal ni moral. Pero, otra vez excepción, en caso de que otra persona esté sufriendo la culpa o la pena por alguna cosa cometida por el penitente, la reparación tendría que llegar a ser pública.

ADAPTACIÓN DEL
MANUAL DEL LIBRO DE ORACIÓN COMUN
DAVID E. BERGESEN
Director de ITAM
Diócesis Anglicana del Uruguay

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