Anglocatólico

COMUNIDAD ECUMÉNICA MISIONERA LA ANUNCIACIÓN. CEMLA
Palabra + Espíritu + Sacramento + Misión
Evangelizar + Discipular + Enviar


“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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lunes, 15 de octubre de 2012

DISCURSO DE ROWAN WILLIAMS AL SÍNODO DE OBISPOS DE LA IGLESIA DE ROMA

TEXTO DEL DISCURSO DEL PRIMADO DE LA COMUNIÓN ANGLICANA AL SÍNODO DE OBISPOS DE LA IGLESIA DE ROMA.

Su Santidad,
Reverendos Padres,
Hermanos y hermanas en Cristo,

Queridos amigos: Es para mi un honor haber sido invitado por el Santo Padre para hablar en esta asamblea: como dice el Salmista, ‘Ecce quam bonum et quam jucundum habitare fratres in unum’. La asamblea del Sínodo de los obispos para el bien del pueblo de Cristo es una de esas disciplinas que sostienen la salud de la Iglesia de Cristo. Hoy, en especial, no podemos olvidar la gran asamblea de ‘fratres in unum’ que fue el Concilio Vaticano II, que hizo tanto por la salud de la Iglesia, ayudándola a recuperar mucha de la energía necesaria para la proclamación de la Buena Nueva de Jesucristo de una manera eficaz en nuestro tiempo. Para mucha gente de mi generación, incluso más allá de los límites de la Iglesia Católica Romana, el Concilio fue un signo de gran promesa, un signo de que la Iglesia era suficientemente fuerte para plantearse cuestiones difíciles en cuanto a su cultura y sus estructuras y si éstas eran las adecuadas para la tarea de compartir el Evangelio con la compleja, a menudo rebelde y siempre inquieta mente del mundo moderno.El Concilio fue, en muchos aspectos, un redescubrimiento de la inquietud y pasión evangélica, centrada no sólo en la renovación de la propia vida de la Iglesia, sino también en su credibilidad en el mundo. Textos como Lumen gentium y Gaudium et spes ofrecieron una visión fresca y gozosa de cómo la inmutable realidad de Cristo vivo en su Cuerpo en la tierra, a través del don del Espíritu Santo, puede hablar con palabras nuevas a la sociedad de nuestro tiempo, e incluso a quienes pertenecen a otros credos. No es sorprendente que, cincuenta años después, sigamos debatiendo sobre algunas de las mismas cuestiones e implicaciones del Concilio. Y pienso que la preocupación de este Sínodo por la nueva evangelización es parte de esa exploración continua de la herencia del Concilio.Pero uno de los aspectos más importantes de la teología, según el Vaticano II, era la renovación de la antropología cristiana. En lugar de la narración neoescolástica, a menudo tergiversada y artificial, sobre cómo la gracia y la naturaleza se relacionan en la constitución del ser humano, el Concilio amplió los importantes elementos de una teología que volvía a fuentes más tempranas y ricas: la teología de algunos genios espirituales como Henri de Lubac, quien nos recordó lo que significaba para el Cristianismo primitivo y medieval hablar de la humanidad hecha a imagen de Dios y de la gracia como la perfección y transfiguración de esa imagen, durante mucho tiempo revestida de nuestra habitual ‘inhumanidad’. Bajo esta luz, proclamar el Evangelio es proclamar que por lo menos es posible ser adecuadamente humano: la fe Católica y Cristiana es un ‘verdadero humanismo’, tomando una frase prestada de otro genio del siglo pasado, Jacques Maritain.

Sin embargo, Lubac es muy claro sobre lo que esto no significa. Nosotros no sustituimos la tarea evangélica por una campaña de ‘humanización’. ‘¿Humanizar antes de Cristianizar?’, pregunta él. ‘Si la empresa tiene éxito, el Cristianismo llegará muy tarde: le quitarán el puesto. ¿Y quién piensa que el Cristianismo no humaniza?’. Así escribe Lubac en su maravillosa colección de aforismos, Paradojas. Es la fe misma quien forma el trabajo de humanización y la empresa de humanización estaría vacía sin la definición de humanidad dada en el Segundo Adán. La evangelización, primitiva o nueva, debe estar enraizada en la profunda confianza de que poseemos un destino humano inconfundible para mostrar y compartir con el mundo. Hay muchas maneras de decirlo, pero en estas breves observaciones quiero concentrar un único aspecto en particular.

Ser completamente humano es ser recreado en la imagen de la humanidad de Cristo; y esta humanidad es la perfecta ‘traducción’ humana de la relación entre el Hijo eterno y el Padre eterno, una relación de amor y adorada entrega, un desbordamiento de vida hacia el Otro. Así, la humanidad en la que nos transformamos en el Espíritu, la humanidad que queremos compartir con el mundo como fruto de la labor redentora de Cristo, es una humanidad contemplativa. Edith Stein observó que empezamos a entender la teología cuando vemos a Dios como el “Primer Teólogo”, el primero que habla acerca de la realidad de la vida divina, porque ‘todas las palabras sobre Dios presuponen la propia palabra de Dios’. De forma análoga, podríamos decir que empezamos a comprender la contemplación cuando vemos a Dios como el primer contemplativo, el paradigma eterno de la desinteresada atención al otro que no trae la muerte, sino la vida a nuestro yo. Toda contemplación de Dios presupone el propio conocimiento gozoso y absorto en sí mismo de Dios, mirándose fijamente en la vida trinitaria.

Ser contemplativo, así como Cristo es contemplativo, es abrirse a toda la plenitud que el Padre desea verter en nuestro corazones. Con nuestras mentes sosegadas y preparadas a recibir, con nuestras auto-generadas fantasías sobre Dios y sobre nosotros acalladas, estamos por fin en el punto donde quizás empecemos a crecer. Y el rostro que necesitamos mostrar a nuestro mundo es el rostro de una humanidad en crecimiento infinito hacia el amor, una humanidad tan contenta y partícipe de la gloria hacia la que nos dirigimos que estamos dispuestos a embarcarnos en un viaje sin fin, para encontrar nuestro camino más profundo en él, en el corazón de la vida trinitaria. San Pablo habla de cómo “con el rostro descubierto, reflejamos, ... la gloria del Señor” (2 Co 3, 18), transfigurados por un resplandor cada vez mayor. Este es el rostro que debemos esforzarnos por mostrar a nuestro prójimo.

Y debemos esforzarnos no porque estemos buscando alguna ‘experiencia religiosa’ privada que nos dé seguridad y nos haga más santos. Nos esforzamos porque en este olvidarse de uno mismo mirando fijamente hacia la luz de Dios en Cristo, aprendemos cómo mirarnos los unos a los otros, y a toda la creación de Dios. En la Iglesia primitiva había una comprensión clara de la necesidad de avanzar, desde una autocomprensión o autocontemplación instigada por la disciplina de nuestros ávidos instintos y ansias, hacia una ‘natural contemplación’ que percibía y veneraba la sabiduría de Dios en el orden del mundo, permitiéndonos ver la realidad creada por lo que realmente era a la vista de Dios - más de lo que era en el sentido de cómo podíamos usarla o dominarla. Y desde aquí, la gracia nos guiaría hacia la verdadera ‘teología’, mirando fija y silenciosamente a Dios, meta de todo nuestro discipulado.

En esta perspectiva, la contemplación está lejos de ser sólo un tipo de cosa que hacen los cristianos: es la clave para la oración, la liturgia, el arte y la ética, la clave para la esencia de una humanidad renovada capaz de ver al mundo y a otros sujetos del mundo con libertad - libertad de las costumbres egoístas y codiciosas, y de la comprensión distorsionada que de ellas proviene. Para explicarlo con audacia, la contemplación es la única y última respuesta al mundo irreal e insano que nuestros sistemas financieros, nuestra cultura de la publicidad y nuestras emociones caóticas e irreflexivas nos empujan a habitar. Aprender la práctica contemplativa es aprender lo que necesitamos para vivir de una manera verdadera, honesta y amorosa. Es una cuestión profundamente revolucionaria.

En su autobiografía, Thomas Merton describe una experiencia que le ocurrió poco después de entrar en el monasterio donde pasó el resto de su vida (Silencio elegido). Tenía la gripe y estuvo ingresado en la enfermería durante unos días y, dice, sintió una ‘alegría secreta’ por la oportunidad que este hecho le dio para rezar y ‘hacer todo lo que quería hacer, sin tener que correr por todo el lugar respondiendo a campanillas’. Está obligado a reconocer que su actitud revela que ‘todos mis malos hábitos... habían entrado subrepticiamente conmigo en el monasterio y habían recibido los hábitos religiosos conmigo: glotonería espiritual, sensualidad espiritual, orgullo espiritual’. En otras palabras, él intentaba vivir una vida cristiana con el bagaje emocional de alguien todavía profundamente desposado con la búsqueda de la satisfacción individual. Es un aviso poderoso: tenemos que tener cuidado que nuestra evangelización no sirva sencillamente como elemento de persuasión para que la gente le pida a Dios y a la vida del espíritu por los hechos dramáticos, excitantes o de autoadulación que tan a menudo satisfacen nuestra vida diaria. Esto fue expresado de forma más contundente hace algunas décadas por el estadounidense estudiante de religión Jacob Needleman, en un libro controvertido y desafiante titulado Cristianismo perdido: las palabras del Evangelio, dice, están dirigidas a los seres humanos que ‘ya no existen’. Es decir, responder, entregándose, a lo que el Evangelio pide de nosotros significa transformar completamente nuestro ser, nuestros sentimientos y nuestros pensamientos e imaginación. Convertirse a la fe no significa sencillamente adoptar un nuevo grupo de creencias, sino transformarse en una nueva persona, una persona en comunión con Dios y con otros a través de Jesucristo.

La contemplación es un elemento intrínseco de este proceso de transformación
. Aprender a mirar a Dios sin tener en cuenta mi propia satisfacción inmediata, aprender a escrudiñar y relativizar las ansias y fantasías que surgen dentro de mi - esto es permitir a Dios ser Dios y, así, permitir que la oración de Cristo, la propia relación de Dios con Dios, entre viva dentro de mí. Invocar al Espíritu Santo es pedir a la tercera persona de la Trinidad que entre en mi espíritu y traiga la claridad que necesito para ver dónde soy esclavo de ansias y fantasías, para que me dé paciencia y sosiego mientras la luz y el amor de Dios penetran en mi vida interior. Sólo si esto empieza a suceder estaré liberado de tratar los dones de Dios como otro grupo de objetos que compro para ser feliz o para dominar a otros. Y mientras este proceso se desarrolla, soy más libre - tomando prestada una frase de San Agustín (Confesiones IV.7) - para ‘amar a los seres humanos de una manera humana’, amarles no por lo que me prometan a mi, amarles no porque me den seguridad y confort duradero, sino como mi prójimo frágil sostenido en el amor de Dios. Descubro entones (como hemos observado anteriormente) cómo debo mirar a las personas y a las cosas por lo que son en relación con Dios, no conmigo. Y es aquí donde la verdadera justicia, como el verdadero amor, tiene sus raíces.
El rostro humano que los cristianos quieren ofrecer al mundo es un rostro marcado por esta justicia y este amor y, por tanto, un rostro formado en la contemplación, en la disciplina del silencio y en la separación de los objetos que nos esclavizan y de los instintos irracionales que nos decepcionan
. Si la evangelización es una cuestión de mostrar al mundo el rostro humano ‘revelado’ que refleja el rostro del Hijo vuelto hacia el Padre, debe llevar en él el compromiso serio de fomentar y nutrir la oración y la práctica. No es necesario decir que esto no quiere en absoluto discutir que esta transformación ‘interna’ es más importante que la acción por la justicia; más bien quiere insistir en el hecho de que la claridad y la energía que necesitamos para llevar adelante la justicia requiere que demos espacio a la verdad, para que la realidad de Dios la atraviese. De lo contrario, nuestra búsqueda de la justicia o de la paz se convierte en otro ejercicio de voluntad humana, socavada por la autodecepción humana. Las dos llamadas son inseparables: la llamada a la ‘oración y la recta acción’, como dijo el mártir protestante Dietrich Bonhoeffer, escribiendo desde su celda en la cárcel en 1944. La verdadera oración purifica el motivo, la verdadera justicia es el trabajo necesario para compartir y liberar en otros la humanidad que hemos descubierto en nuestro encuentro contemplativo.

Los que
saben poco y se preocupan aún menos de las instituciones y jerarquías de la Iglesia, estos días se encuentran a menudo atraídos y retados por vidas que muestran algo de esto. Son las comunidades nuevas y renovadas las que de manera más eficaz llegan a aquellos que nunca han creído o que han abandonado la fe por vacía o añeja. Cuando se escribe la historia cristiana de nuestro tiempo, en referencia a Europa y América del Norte especialmente, pero no sólo, vemos cuán central y vital ha sido el testimonio de lugares como Taizé o Bose, pero también el de otras comunidades más tradicionales, transformadas en centros para la exploración de una humanidad más amplia y profunda de lo que fomentan los hábitos sociales. Y las grandes redes de espiritualidad, como San Egidio, los Focolares, Comunión y Liberación, muestran también el mismo fenómeno: crean espacios para una visión humana más profunda porque todos ellos, de varias maneras, ofrecen una disciplina de vida personal y comunitaria que hace que la realidad de Jesús entre viva en nosotros.Y, como muestran estos ejemplos, la atracción y el reto de los que estamos hablando pueden crear compromisos y entusiasmos que crucen las líneas confesionales históricas. Nos hemos acostumbrado a hablar en estos días sobre la importancia vital del ‘ecumenismo espiritual’: pero ésta no debe ser una cuestión que, de alguna manera, se oponga a lo espiritual y lo institucional, y no debe reemplazar los compromisos específicos con un sentido general de sentimiento común cristiano. Si tenemos una descripción sólida y rica de lo que la palabra ‘espiritual’ en sí misma significa, enraizada en los contenidos bíblicos como los del pasaje de la Segunda Epístola a los Corintios mencionada antes, entenderemos el ecumenismo espiritual como la búsqueda compartida para nutrir y sostener las disciplinas contemplativas con la esperanza de revelar el rostro de una nueva humanidad. Y cuanto más separados estemos como cristianos de distintas confesiones, menos convincente será ese rostro. He mencionado el movimiento de los Focolares hace un momento: Ustedes se acordarán de que el imperativo básico en la espiritualidad de Chiara Lubich era ‘haceros uno’ - uno con Cristo Crucificado y abandonado, uno a través de Él con el Padre, uno con todos los llamados a esta unidad y, por tanto, uno con los más necesitados del mundo. ‘Los que viven en unidad... viven haciendo que ellos mismos penetren más en Dios. Crecen siempre más cercanos a Dios... y lo más cercano que están de Él, lo más cerca que están de los corazones de sus hermanos y hermanas’ (Chiara Lubich: Escritos esenciales). El hábito contemplativo elimina una desatenta superioridad hacia otros creyentes bautizados y la suposición de que no tengo que aprender nada de ellos. En la medida en que el hábito de la contemplación nos ayuda a acercarnos a esta experiencia como a un don, siempre nos preguntaremos qué es lo que el hermano o hermana puede compartir con nosotros - incluso el hermano o hermana que de alguna manera está separado de nosotros o de lo que suponemos que es la plenitud en la comunión. ‘Quam bonum et quam jucundum...’.

En práctica, esto puede sugerir que, allí donde se lleven a cabo iniciativas para alcanzar con nuevos medios a un público cristiano no practicante o post-cristiano, debe realizarse un trabajo serio sobre cómo este alcance se puede enraizar en una práctica contemplativa, compartida ecuménicamente. Además del modo sorprendente con el que Taizé ha desarrollado una ‘cultura’ litúrgica internacional accesible a una gran variedad de personas, una red como la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana, con sus fuertes raíces y afiliaciones benedictinas, ha traído nuevas posibilidades. Y lo que es más, esta comunidad ha trabajado con ahínco para crear una práctica contemplativa accesible a los niños y a los jóvenes, y ello necesita el mayor impulso posible. Habiendo visto de cerca - en escuelas anglicanas de Inglaterra - el modo caluroso con que los niños responden a la invitación ofrecida por la meditación en esta tradición, creo que su potencial para introducir a la gente joven en la profundidad de nuestra fe es verdaderamente muy grande. Y para quienes se han alejado de la práctica regular de la fe sacramental, los ritmos y las prácticas de Taizé o de la CMMC (WCCM sus siglas en inglés) son a menudo un camino de regreso al corazón y al hogar sacramental.

Gente de todas las edades reconoce en estás prácticas la posibilidad, bastante sencilla, de vivir más humanamente - vivir con una codicia menos frenética, vivir con espacio para el sosiego, vivir esperando aprender y, sobre todo, vivir con la conciencia de que hay un gozo sólido y perdurable pendiente de ser descubierto en las disciplinas en las que olvidamos nuestro propio yo, bastante distintas de la gratificación que viene de éste o aquel impulso del momento. A menos que nuestra evangelización abra la puerta a todo esto, corremos el riesgo de intentar sostener la fe basándonos en una serie inmutable de hábitos humanos - con el consiguiente resultado demasiado familiar de la Iglesia vista como una más de las instituciones puramente humanas, ansiosas, ocupadas, competitivas y controladoras. En un sentido muy importante, una verdadera tarea evangelizadora será siempre también una re-evangelización de nosotros mismos como cristianos, un redescubrir por qué nuestra fe es diferente, pues transfigura, y un recuperar nuestra propia humanidad.Y, por supuesto, sucede de manera más eficaz cuando no estamos planificando o luchando por ella. Volviendo de nuevo a Lubac: ‘Aquel que responderá mejor a las necesidades de su tiempo será alguien que no habrá tratado de responder a ellas primero’ (op.cit.). Y ‘el hombre que busca sinceridad en lugar de buscar la verdad en el olvido de sí mismo, es como el hombre que quiere estar distante en lugar de abandonarse completamente al amor’ (op.cit.). El enemigo de la proclamación del Evangelio es la autoconciencia y, por definición, no podemos superarlo siendo más conscientes de nosotros mismos. Debemos volver a San Pablo y preguntarnos: ‘¿Qué buscamos?’ ¿Miramos con ansiedad los problemas actuales, la variedad de infidelidades o la amenaza a la fe y la moralidad, la debilidad de la institución? ¿O buscamos a Jesús, el rostro revelado de la imagen de Dios, a la luz del cual vemos la imagen de nuevo reflejada en nosotros y en nuestro vecinos?Esto nos recuerda sencillamente que la evangelización es siempre el desbordamiento de otra cosa: el viaje del discípulo hacia la madurez en Cristo; un viaje que no está organizado por un ego ambicioso, sino que es el resultado de la insistencia y de la atracción del Espíritu en nosotros. En nuestras deliberaciones sobre cómo hay que hacer para que el Evangelio de Cristo sea de nuevo apasionadamente atractivo para los hombres y mujeres de nuestros días, espero que nunca perdamos de vista qué es lo que hace que sea apasionante para nosotros, para cada uno de nosotros en nuestros diferentes ministerios. Les deseo alegría en estos debates, no sólo claridad o eficacia en la planificación, sino gozo en la promesa de la visión del rostro de Cristo y en el anuncio de esa plenitud en la alegría de la comunión uno con el otro, aquí y ahora.

TERESA DE JESÚS, STA.

LA EXPERIENCIA PROFUNDA DEL MISTERIO
Como en otros sectores de su magisterio espiritual, el misterio trinitario no es objeto de una especulación teológica por parte de santa Teresa (=T)'. En ella prevalecen el hecho de la experiencia profunda del misterio, y la decisiva relevancia de las personas divinas en la culminación de la vida espiritual cristiana. Dos planos —testimonio y doctrina— que presentaremos así: 1°, los preámbulos de su saber trinitario. 2°, su testimonio experiencial de la Trinidad. 3°, su doctrina sobre la inhabitación de la Trinidad en el alma del cristiano.
I. Los preámbulos de su saber trinitario
Antes de encontrarnos con la palabra fuerte de T. sobre la Trinidad, es importante conocer, al menos someramente, su formación catequética acerca del misterio. Precisamente, porque la palabra fuerte de la Santa será eminentemente testifical y mística, en contraste con su elemental aprendizaje teológico.
En éste como en otros artículos del credo, T. tuvo la formación hogareña común y corriente en las familias medianamente cultas de su tiempo y de su ambiente abulense. En ella, todo fue relativamente precoz. El capítulo primero de su autobiografía sitúa el recuerdo de sus lecturas de infancia a partir de «los seis o siete años» (V. 1, 1). El Flos Sanctorum, leído en esos albores de su vida (V. 1, 4), probablemente le atrajo más la atención hacia los episodios de martirio que hacia las ocasionales alusiones a la Trinidad. Con todo hay que recordar que la vida familiar y social de entonces estaba salpicada de continuas invocaciones trinitarias, desde las palabras que acompañaban la señal de la cruz hecha sobre sí mismo, hasta las frecuentes bendiciones, o el rezo del Gloria Patri en calidad de oración fundamental del cristiano y constante ritornelo de la liturgia cotidiana.
Más adelante, T. enriquecerá esa formación inicial con sus lecturas predilectas, sobre todo con los libros del Padre Granada, de Francisco de Osuna y Bernardino de Laredo. Y más especialmente con su libro formativo por excelencia, la «Vita Chisti» del cartujo Landulfo de Sajonia (»los Cartujanos»,dirá ella), en que encontrará páginas densas de contenido bíblico y teológico, densas también de unción y piedad sobre el misterio trinitario, sobre Cristo Jesús, y sobre el Espíritu Santo (cf. V. 38. 9; y R. 67). En la versión castellana del libro —cuatro gruesos infolios—, las meditaciones se habían adaptado al ciclo litúrgico. Y en él las fiestas de la Trinidad y de Pentecostés eran doblemente formativas, para la piedad y para la cultura teológica de T. Datos bíblicos y piedad personal forman, de hecho, el trenzado de fondo de esas meditaciones. Teresa contaba además con la ayuda de la liturgia carmelitana: tanto el breviario como el misal de la Orden le suministrarán abundantes recursos formativos a través de los textos latinos, ligeramente opacos para ella (cf. MIGUEL ÁNGEL DIEZ, Un misal de san Juan de la Cruz, en Experiencia y pensamiento en san Juan de la Cruz, Madrid 1990, 155-167. Estudio del misal carmelitano de 1559, con especial atención a las liturgias de la Trinidad y del Espíritu Santo).
Más adelante recordará que una de sus primeras ilustraciones místicas de contenido trinitario le ocurrirá mientras reza el símbolo «Quicumque» (V. 39. 25). De hecho, no sólo comenzará a escribir su Castillo Interior «hoy, día de la Santísima Trinidad año de 1577» (M. prólogo), sino que muy probablemente la liturgia de ese día le facilitó el tema y el símbolo central del libro.
Entre las expresiones típicas de su elemental piedad trinitaria pueden mencionarse dos o tres de carácter más o menos episódico: a) T. pondrá a uno de sus Carmelos bajo la advocación de la Santísima Trinidad, el de Soria, penúltima de sus fundaciones (F. 30 título). b) Una de sus monjas más íntimas refiere en los procesos de beatificación de T. este episodio: «... con grandes enfermedades, casi nunca dejaba de rezar el Oficio Divino, y esto con tanta devoción que cuando íbamos por los caminos y rezaba fuera del coro, siempre rodeaba el Salmo de arte que hubiese de decir ella el verso de Gloria Patri» (Procesos de B. y Canonización, Burgos 1935, t. I, p. 473: declaración de Ana de Jesús). c) Más singular es el hecho de las estampas de la Trinidad que T. lleva en su breviario. Cuenta Gracián: «Era la santa Madre Teresa de Jesús muy devota de imágenes bien pintadas... Traía, pues, en su breviario algunas estampas curiosas por registros. Y entre ellas, tres de la Santísima Trinidad: la del Padre era de un rostro muy venerable; la del Espíritu Santo, en figura de medio cuerpo arriba, como de un mancebo muy hermoso, sin barbas, muy encendido el rostro, y ocultado la mitad del cuerpo entre unas nubes de fuego. Con esta figura tenía grandísima devoción; y no sé de dónde tuvo principio hacerle pintar de esa manera, pero era notable rostro y que movía a mucha admiración. La del Hijo era de la manera que arriba dije, resucitado, con corona y llagas, y tenía un no sé qué, que no se miraba vez que no diese consuelo y espíritu. Nunca he yo visto semejante imagen, y principalmente los ojos, en los cuales se parecía con la Verónica de Jaén que yo he visto muy de cerca» (GRACIÁN, Escolias a la vida de santa Teresa... Roma 1982, 367). Las tres estampas pasaron a poder de la Duquesa de Alba, quien añade: «... las tres imágenes de la Santísima Trinidad, que en tal modo se le mostraban, las tuvo Su Excelencia (la Duquesa), y tiene por cierto que, cuando se pintaban, borraba la dicha Madre con su mano lo que el pintor no acertaba a conformar con las que en la oración había visto» (Procesos, ibid., t. III, 347: declaración de Da María Enríquez de Toledo).
Todo ese paisaje primerizo y ligeramente «naif» será desbordado al comenzar la vida mística de T. Será entonces cuando estallen súbitamente sus iluminaciones trinitarias, que, como es sabido, comienzan con una intensa experiencia de la presencia de Dios. Lo referirá ella en sus primeros escritos autobiográficos. Baste transcribir aquí un par de testimonios directos:
«Se ve el alma (la propia alma de T.) en un punto tan sabia, y tan declarado el misterio de la Santísima Trinidad y de otras cosas muy subidas, que no hay teólogo con quien no se atreviese a disputar la verdad de estas grandezas» (V. 27, 9). «Estando una vez rezando el salmo Quicumque volt, se me dio a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas, tan claro, que yo me espanté y consolé mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más las grandezas de Dios y sus maravillas, y para cuando pienso o se trata de la Santísima Trinidad, parece entiendo cómo puede ser, y esme mucho contento» (V. 39, 25).
Escribe esas afirmaciones probablemente a fines de 1565, cuando ella cuenta cincuenta años, y lleva ya más de un quinquenio de fuertes experiencias teologales y cristológicas. Serán ellas el punto de arranque de una escalada de vivencias y testimonios en torno al misterio trinitario, que ocuparántodo el decenio siguiente, y que en gran parte coincidirán con la etapa que la Madre T. vive bajo la dirección espiritual de fray Juan de la Cruz. Las recogemos a continuación.

II. La experiencia mística del misterio trinitario
Afortunadamente ha llegado hasta nosotros una serie de apuntes íntimos en que la Madre T. fue escribiendo, casi sobre la marcha, algunas de sus experiencias místicas, «las mercedes» que Dios le hace. Es probable que otra gran parte de esos apuntes se haya perdido. Con todo, los que nos quedan son de valor excepcional. Y permiten seguir a grandes pasos la «escalada» de teofanías trinitarias a que hemos aludido. Las seguiremos al hilo de la cronología. Luego destacaremos lo más relevante de su contenido.
1) A modo de preludio, nos hallamos con un apunte brevísimo. La Santa ya ha sido introducida en una intensa experiencia mística del misterio de Cristo. Han surgido las primeras graves dificultades de fundadora. Enmarcada en ese doble contexto, externo y místico, le llega una palabra interior de Jesús: «Mi Padre se deleita contigo, y el Espíritu Santo te ama» (Relación 13: fechada entre 1570 y 1571). Es presagio y promesa. Los dos verbos «deleitarse» y «amar» tienen resonancia bíblica y lograrán marcar la interioridad de T. en su relación con las personas divinas (cf. V. 14, 10; Exclamaciones 7, 2).
2) Sigue el relato del famoso éxtasis de Salamanca. La gracia mística se apodera de todo el ser de T. al oír oca sionalmente el canto «Véante mis (jos» en el clima de las fiestas de Pascua: 15 de abril de 1571. Recogemos sólo el testimonio central del relato, que ha sido escrito por T. en vivo, mientras aún está bajo el impacto del precedente «traspasamiento de alma» (R. 15, 3): «... hasta esta mañana estaba con esta pena... Tuve un gran arrobamiento y parecíame que nuestro Señor me había llevado el espíritu junto a su Padre, díjole: "esta que me diste, te doy", y parecíame que me llegaba a Sí».
3) Poco más de un mes después (29 de mayo 1571), T. se halla ya en plena experiencia trinitaria. Nos lo cuenta en la R. 16, que contiene uno de los testimonios más ricos en contenido teológico. He aquí dos fragmentos del relato: «El martes después de la Ascensión, habiendo estado un rato en oración después de comulgar..., comenzó a inflamarse mi alma, pareciéndome que claramente entendía tener presente a toda la Santísima Trinidad en visión intelectual, adonde entendió mi alma, por cierta manera de representación, como figura de la verdad para que lo pudiese entender mi torpeza, cómo es Dios trino y uno; y así me parecía hablarme todas tres Personas, y que se representaban dentro en mi alma distintamente, diciéndome que desde este día vería mejoría en mí en tres cosas, que cada una de estas Personas me hacía merced: la una en la caridad, y en padecer con contento, (y) en sentir esta caridad con encendimiento en el alma. Entendí aquellas palabras que dice el Señor: que estarán con el alma que está en gracia las tres divinas Personas, porque las veía dentro de mí por la manera dicha». «Parece quedaron en mi alma  tan imprimidas aquellas tres Personas que vi, siendo un solo Dios, que, a durar así, imposible sería dejar de estar recogida con tan divina compañía».
4) A partir de ese momento, T. entra en un estado teopático, en que se le normaliza y estabiliza la experiencia de la Trinidad. Lo anota ella misma un mes después (30 de junio de 1571), en la R. 18: «Esta presencia de las tres Personas que dije al principio, he traído hasta hoy... presentes en mi alma muy ordinario, y como yo estaba mostrada a traer sólo a Jesucristo siempre, parece me hacía algún impedimento ver tres Personas, aunque entiendo es un solo Dios, y díjome hoy el Señor... que erraba en imaginar las cosas del alma con la representación que las del cuerpo..., y que era capaz el alma para gozar mucho. Parecióme se me representó como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua; así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas».
Esa impresión de esponja sumergida en el océano de la Trinidad la reitera otras dos veces en sus apuntes, a distancia de varios años (cf. R. 45 y 61; de los años 1575 y 1576 respectivamente).
5) Sigue una experiencia de especial densidad doctrinal. Acontece en ese mismo año 1571 y la refiere en la R. 24: «Una vez estando en oración, me mostró el Señor por una extraña manera de visión intelectual cómo estaba el alma que está en gracia, en cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, en cuya compañía venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra...» «Mostróme también cómo está el alma que está en pecado...»
Es, probablemente, la experiencia que aflorará en el recuerdo de T. cuando aborde la exposición del Castillo Interior (M. 1, 1, 1-2). En todo caso, las tres experiencias documentadas en los números 3, 4, 5, forman el tríptico central de los apuntes trinitarios de la Santa. Constituyen el soporte básico de la doctrina teresiana de la inhabitación.
6) En un solo apunte, sigue una doble experiencia: una delicada mariofanía y la experiencia del don de las personas divinas. Está datada en enero de 1572, y referida en la R. 25. He aquí la segunda parte del relato: «Después de esto, quedéme yo en la oración que traigo de estar el alma con la Santísima Trinidad, y parecíame que la Persona del Padre me llegaba a Sí y decía palabras muy agradables. Entre ellas me dijo, mostrándome lo que quería: "Yo te di a mi Hijo y al Espíritu Santo y a esta Virgen. ¿Qué me puedes tú dar a mí,"» (Cf. R. 31, nuevamente sobre el Espíritu Santo).
7) Ese mismo año (22 de septiembre de 1572), T. recibe la gracia trinitaria que prepara su ingreso en las «séptimas moradas» y que de hecho le servirá para redactar el primer capítulo de esas moradas en el Castillo Interior. Es la R. 33, escrita muy probablemente a raíz de esa experiencia mística: «Un día de san Mateo, estando como suelo después que vi la visión de la Santísima Trinidad y cómo está con el alma que está en gracia, se me dio a entender muy claramente, de manera que por ciertas maneras y comparaciones por visión imaginaria lo vi. Y aunque otras veces se me ha dado a entender por visión intelectual la Santísima Trinidad, no me ha quedado después algunos días la verdad, como ahora, digo para poderlo pensar y consolarme en esto. Y ahora veo que de la misma manera lo he oído a letrados, y no lo he entendido como ahora, aunque siempre sin detenimiento lo creía, porque no he tenido tentaciones de la fe».
El apunte teresiano prosigue analizando esa experiencia, no sin cierto aire de elucubración teológica. Hace una confrontación crítica con la iconografía trinitaria de su tiempo. Ella, en cambio, en su «representación» interior percibe a las tres personas distintas. Con su vida intratrinitaria («se aman, se comunican, se conocen). «Son una sola esencia». Poseen acción común «ad extra». Si bien sólo el Hijo «tomó carne, y no el Padre ni el Espíritu Santo». Aunque «bien sé yo que en aquella obra tan maravillosa (de la Encarnación) estaban los tres». Todo ello percibido en grado que desborda la comprensión de T.: «mientras menos lo entiendo, más lo creo, y me hace mayor devoción».
8) A partir de esa última experiencia, las fechas litúrgicas, especialmente la de Pentecostés, ahondan la inmersión de T. en el misterio trinitario (R. 39.40.41: de abril-mayo de 1575; y R. 67: de 6 de junio de 1579). Se le renovará la iluminación del misterio, testificada en la R. 33 (así en la R. 47: «cómo las tres Personas de la Santísima Trinidad que traigo esculpidas en mi alma son una cosa»: del 28 de agosto de 1575). Insistirá en el dato experiencial: vive «recogida con esta compañía que traigo siempre en el alma» (R. 54), «con esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma» (R. 56).
9) En esta serie final de experiencias místicas, destacan dos nuevos aspectos: la posibilidad de ofrecer al Padre los méritos de Cristo «como cosa propia», y de pedir al Padre «como cosa propia» (R. 51: fechada en 1575). Y la misteriosa implicación trinitaria en el sacramento de la Eucaristía: «una vez, acabando de comulgar, se me dio a entender cómo este santísimo Cuerpo de Cristo le recibe su Padre dentro de nuestra alma, como yo entiendo y he visto están estas divinas Personas, y cuán agradable le es esta ofrenda de su Hijo, porque se deleita y goza con El, digamos, acá en la tierra». —«Importa saber cómo es esto, porque hay grandes secretos en lo interior cuando se comulga. Es lástima que estos cuerpos no nos lo dejan gozar». (R. 57: fechada en Sevilla entre 1575 y 1576).
10) El último testimonio documenta ya la experiencia trinitaria culminante de T., que lo escribe apenas un año antes de su muerte, en la R. 6 (Palencia 1581). Recojamos sólo lo más interesante de ese testimonio conclusivo: «Esta presencia tan sin poderse dudar de las tres Personas, que parece claro se experimenta lo que dice San Juan, "que haría morada con el alma", esto no sólo por gracia, sino porque quiere dar a sentir esta presencia, y trae tantos bienes, que no se pueden decir, en especial que no es menester andar a buscar consideraciones para conocer que está allí Dios». El relato sigue afirmando que «tiene tanta fuerza este rendimiento (de la voluntad de T. a la de Dios)» que no desea ni vida ni muerte, porque «luego se le representa con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas, que con esto se ha remediado la pena de esta ausencia».
Tras ese recorrido a través de los diez postreros años de experiencias teresianas del misterio trinitario, es posible un sencillo balance complexivo. T. ha tenido intensas ilustraciones sobre la vida intratrinitaria de las divinas personas. Sobre su presencia en la creación y en la Eucaristía. Sobre su acción santificadora en el hombre. Especialmente en la Eucaristía. El Padre es autor de los dones supremos: donación de Cristo, del Espíritu Santo y de la Virgen María, a la Iglesia y a cada redimido. En Teresa misma, la acción del Padre es «amor», la del Hijo la asocia a Cristo en el padecer, y la del Espíritu Santo la hace «sentir la caridad con encendimiento en el alma» (R. 16). Quizás el aspecto más destacado de esa densa teofanía trinitaria es la llamada a presentar —sacerdotalmente— al Padre la pasión de Cristo «como cosa propia», para así poder pedir para sí y para la Iglesia «como cosa propia» (R. 51).

III. La inhabitación de la Trinidad en el alma
El hecho de que «el Espíritu Santo mora como en su templo en los corazones de los redimidos» (LG 9; UR 2) es un dato de excepcional importancia en la vida cristiana y en la teología espiritual. Sobre todo para ahondar en la comprensión del misterio de la santidad o de la plenitud de gracia del «hombre nuevo, creado según Dios» (Ef 4, 24).
En la visión teológica de T., ese hecho es visto como el cumplimiento de una promesa de Jesús: «si uno me ama y guarda mis mandamientos, vendremos y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Es a la vez el mayor refrendo de la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios (Gén 1, 26-27), y suma expresión de la misteriosa comunión de Dios con el hombre: «Dios tiene su complacencia en estar con los hijos de los hombres» (Prov 8, 31). Son esos los tres pasajes bíblicos en que T. funda la síntesis de su Castillo Interior (M. 1, 1, 1), y que previamente han sido objeto de reiteradas experiencias místicas de la Palabra de Dios, a lo largo de su itinerario espiritual.
También en este sector de su magisterio, es la experiencia mística del dato revelado su gran punto de apoyo. Desde ella es posible otear y articular el pensamiento de la Santa en el delicado tema de la inhabitación de la Trinidad en el alma. Lo seguiremos en cuatro apartados, que van desde la experiencia de Dios, hasta la síntesis teológica de las séptimas moradas.
1°. En T. la experiencia mística de Dios comienza explosivamente, con una doble percepción: toda ella inmersa («engolfada») en Dios, y Dios vivo y presente dentro de ella misma: «en ninguna manera podía (yo) dudar que (Dios) estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en Él» (V. 10, 1). La primera de esas dos percepciones se desarrollará hasta sentirse a sí misma «como una esponja» sumergida e impregnada por la divinidad (R. 45). La segunda, en cambio, será la experiencia que se desarrollecomo misteriosa «inhabitación» trinitaria. A T. le interesará insistir en el realismo objetivo de esa presencia interior. Ella lo dirá a su modo, asegurando que no se trata de una mera presencia refleja, por la mediación de la gracia divina, sino que es presencia de «Dios vivo» (R. 56), por «haber entendido estar allí su misma presencia» (V. 18, 15; M. 5, 1, 10). Ya en la fase final de su experiencia mística (1576), una decisiva palabra interior le dará el verdadero sentido de esa percepción: «Búscate en Mí, y a Mí búscame en ti», lema glosado por ella en un hermoso poema («Alma, buscarte has en Mí»), y que ensambla los dos momentos profundos de interioridad y de transcendencia. En todo caso, serán preludio y en cierto modo el umbral de la inhabitación trinitaria.
2°. Esa primera experiencia «teologal» se desarrolla rápidamente como experiencia «trinitaria». La hemos documentado ya en la serie de testimonios recogidos en el apartado anterior, y que marcan la neta diferencia entre las experiencias teresianas referidas en Vida (anteriores a 1565), y las referidas en las Relaciones (a partir de 1571).
En este nuevo despliegue experiencias destacan dos datos: a) T. percibe la presencia de la Trinidad, que mora en ella, como el cumplimiento de la palabra evangélica de Juan 14, 23: «vendremos y haremos morada». De suerte que la experiencia directa de esa palabra «fundante» persiste desde los testimonios iniciales (R. 16), hasta la codificación doctrinal del tema en las moradas séptimas (c. 1, n.7), e incluso en el último testimonio que poseemos de su vida mística: «... parece claro se experimenta lo que dice san Juan "que haría morada con el alma"» (R. 6, 9). b) En segundo lugar, destaca la incisividad y hondura de esa presencia. T. experimenta a la Trinidad, no sólo como «compañía» presente, sino como realidad plasmadora, remodeladora de su vida y de su ser profundo: «quedaron en mi alma tan imprimidas aquellas tres Personas...» (R. 16), «las tres Personas que yo traigo en el alma esculpidas> (R. 47); traspasada por ellas y embebida como la esponja en el agua (R. 45 y 18). Siente «estar allí Dios vivo y verdadero» (R. 56).
3°. En el desarrollo de la vida espiritual de T. misma, la experiencia de la inhabitación trinitaria comienza con gracias esporádicas en los preludios del estadio final (preludios que corresponderán a las sextas moradas del Castillo), y se desarrolla en el período de plenitud, codificado por T. en las moradas séptimas. Es entonces cuando se estabiliza, con una constancia más o menos difusa en la conciencia de la Santa. Ella misma testifica su sorpresa al pasar de la experiencia de la Humanidad de Cristo a la de la Trinidad: no sólo incorporada a Cristo, sino habitada por «los Tres». Efectivamente, hubo un primer estadio en que la experiencia mística de T. se centró en el misterio de Jesús, de su Humanidad y Divinidad («humano y divino junto») (cf. V. 27-29). Pero luego ella misma testificará: después de un mes de «esta presencia de las tres Personas..., como yo estaba mostrada a traer sólo (presente) a Jesucristo siempre, parece me hacía algún impedimento ver las tres Personas» (R. 18). En cambio, a partir de ese momento, entre las «constantes» de su estado teopático se incluirá la presencia y experiencia de la inhabitación de «los tres» : «esta compañía que traigo siempre en el alma» (R. 33), «oración que traigo de estar el alma con la Santísima Trinidad» (R. 25,2), «esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma» (R. 56). Será precisamente este dato el que, al codificar doctrinalmente el proceso de la vida espiritual, permitirá a T. presentar la situación final —el «pléroma»— como un «estado» en el que la vida del cristiano en plenitud esté caracterizada por su inserción en la vida íntima de la Trinidad (M. 7, c.1).
4°. Por fin, en el plano estrictamente doctrinal, la Santa reserva un puesto preciso al hecho misterioso de la inhabitación, en la última etapa del proceso espiritual, que ella —siguiendo la tradición— denomina «matrimonio espiritual del alma con Dios». No es que en las precedentes etapas del camino 'espiritual esté ausenté ese hecho misterioso. Sino que la autora del Castillo prefiere ponerlo a foco desde la plena experiencia del mismo. A la luz de esa plena experiencia final, la inhabitación trinitaria aparece en toda su magnitud misteriosa. De momento, destaquemos sólo los rasgos más salientes.
a) Ante todo, su empalme con la promesa de Jesús en el evangelio de Juan. La experiencia de la inhabitación se desdobla en experiencia profunda de la Palabra-promesa, y experiencia de la realidad misma prometida. Así, vinculada a Cristo Jesús, aparece como experiencia teofánica de la «promesa-cumplida»: «¡Oh válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son» (M. 7,1,7). Entenderlas «por esta manera», es entenderlas desde la experiencia.
b) En segundo lugar, la inhabitación se produce en lo más hondo del ser humano: «en el espíritu del alma». En el simbolismo de su Castillo, T. analiza el ser humano dimensionándolo entre la hondura del «espíritu» y la superficialidad del cuerpo y de los sentidos. La gracia divina convoca a la vida las potencialidades más hondas y secretas del «yo profundo». Lo terminal en ese despertar de las más hondas capas del ser humano es «el centro del castillo», «el hondón del alma», «lo esencial del alma», el «espíritu» en cuanto contradistinto del alma misma (M. 7, 1,11). T. piensa que esa hondura del ser humano tiene carácter de zona reservada a Dios. Y es ahí precisamente donde se da el supremo contacto del espíritu creado con la divinidad: la unión de los dos. Es ahí donde se produce la experiencia de la presencia de la Trinidad: «... cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma (las tres divinas personas), en lo muy muy interior, en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es —porque no tiene letras—, siente en sí esta divina compañía» (M. 7, 1, 7). «Lo esencial de esta alma jamás se movía de aquel aposento» (ibid. n. 10).
c) El núcleo mismo de esa experiencia es formulado por T. en términos que —desde la primera publicación de su libro— han cuestionado a la teología. Transcribámoslos textualmente: «aquí... quiere ya nuestro buen Dios quitarle (al alma) las escamas delos ojos... Se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma —podemos decir— por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio...» (M. 7, 1, 6).
El texto teresiano no sólo preocupó a los teólogos censores del autógrafo del Castillo (Gracián y Yanguas), y a fray Luis de León que en su primera edición hubo de acotarlo con una copiosa nota aclarativa, sino que rápidamente motivó la denuncia de la obra ante la Inquisición (cf. E. LLAMAS, Fray Luis de León llevado a la Inquisición de la mano de la Madre Teresa de Jesús. En «La Ciudad de Dios» 1991, 735-763: que remite a precedentes estudios del mismo autor).
Con todo, las palabras de la Santa no tienen retorsión posible. Son palabras de testigo, que a la vez elevan a categoría teológica ese filón de la vida profunda del cristiano.
d) Último aspecto subrayado por la Santa: la inhabitación (y su experiencia) en la economía del proceso espiritual desempeña una función introductoria en el estadio final de la vida espiritual. Prepara e introduce en la experiencia final de la Humanidad de Cristo (M. 7, c. 2); eleva a plenitud la vida del cristiano en la Iglesia (ibid., cc. 3-4); y es preludio y presagio de la vida beatífica (ibid. c. 3).
CONCLUSION. En T. de Jesús, la teología y la espiritualidad trinitaria tienen una característica angulación mística. Son palabras desde la experiencia profunda. En éste, como en otros sectores de la teología, la mística tiene función epifánica: ilumina y pone de relieve o trae a un primer plano visual lo que el teólogo y el creyente sólo entrevén a través del tupido claroscuro de la fe.
De ahí las dos características del mensaje trinitario de T.: en el plano teológico, ella es un profeta del misterio de la Trinidad en nosotros; lo más relevante de su magisterio es el «testimonio directo» de esa realidad de fe. En el plano de la vida, ella ha logrado introducir el dato revelado en el corazón mismo de la vida cristiana. Su teología espiritual es una pastoral de la inhabitación, como cota suprema de la vocación cristiana.

Tomás Álvarez