Anglocatólico

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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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martes, 30 de mayo de 2017

CREO EN EL ESPÍRITU SANTO


Por Emiliano JIMÉNEZ
EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
1. AMOR PERSONAL DE DIOS
La Iglesia, en el Concilio de Constantinopla (381) confesó que el Espíritu Santo es Señor, es decir, ser divino; que no sólo es don, sino dador de vida, y que con el Padre y el Hijo debe ser adorado y glorificado. Esta fe la expresa el Credo Niceno-constantinopolitano, diciendo:
Creemos en el Espíritu Santo, 
Señor y dador de vida, 
que procede del Padre, 
que con el Padre y el Hijo recibe 
una misma adoración y gloria.
El Credo bautismal tiene desde el comienzo estructura trinitaria. San Justino ya dice que sobre el neófito, arrepentido de sus pecados, «se invoca el nombre del Padre y Señor del universo» ; y «el iluminado es lavado también en el nombre de Jesucristo, que fue crucificado, y en el nombre del Espíritu Santo, que por medio de los profetas nos anunció todo lo referente a Jesús»1. Por ello, como dirá San Basilio:
A quien confiese a Cristo, pero reniegue de Dios, le aseguro que no le servirá de nada. De igual modo, vana es la fe de quien invoca a Dios pero rechaza al Hijo; siendo vacía también la fe de quien rechaza al Espíritu, creyendo en el Padre y en el Hijo, pues esta fe no existe si no incluye al Espíritu. En efecto, no cree en el Hijo quien no cree en el Espíritu, ya que «nadie puede decir Jesús es el Señor si no es en el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3); se excluye, pues, de la verdadera adoración, pues no se puede adorar al Hijo si no es en el Espíritu Santo, como no es posible invocar al Padre sino en el Espíritu de adopción (Gál 4,6; Rom 8,15)... Nombrar a Cristo es confesar al Dios que le unge, al Cristo que es ungido y al Espíritu que es la unción misma (He 10,38; Le 4,18; 1 Cor 1,22-23)... Se cree en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como se es bautizado «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santos (Mt 28,19; Didajé 7,3)2.
Esta fórmula trinitaria del Símbolo, en lo referente al Espíritu Santo significa que la fe de la comunidad cristiana ha confesado desde el comienzo al Espíritu Santo como quien ilumina y guía a la Iglesia al conocimiento de la verdad plena de Jesucristo; el Espíritu Santo ya había actuado en los profetas, anunciando al Salvador; se manifestó en toda la vida de Cristo; y, una vez resucitado y exaltado Cristo a los cielos, es derramado sobre la Iglesia e infundido en el corazón de los creyentes para actualizar e interiorizar la obra redentora de Cristo. El Espíritu Santo nos hace, pues, partícipes de la divinidad, da eficacia a los sacramentos de la Iglesia y así es el Espíritu dador de vida y autor de toda santificación... Por ello, San Ireneo afirma: «Si el Espíritu Santo diviniza, es porque es Dios».
En su actuación con nosotros, Dios nos descubre su ser íntimo y eterno. Dios se muestra en su actuar salvífico como es en sí. Así como el Padre es el origen y la fuente del Hijo, y todo lo que El es lo da al Hijo, así también el Padre y el Hijo -o el Padre por el Hijo (AG, n. 2)- dan la plenitud de vida y el ser divino al Espíritu Santo. Así, pues, como el Espíritu Santo respecto del Padre y del Hijo es puro don, puro recibir, así es para nosotros el DON del Padre y del Hijo, haciéndose para nosotros fuente de la que brota la vida y dispensador perenne -manantial- de vida.
También creemos en el Espíritu Santo, el cual procede del Padre (Jn 15,26) pero no es su Hijo; reposó sobre el Hijo (Jn 1,32) pero no es su Padre; recibe del Hijo (Jn 16,14) sin ser por ello Hijo suyo. Es el Espíritu del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, una de las Personas divinas. Si no fuera Dios, no tendría un templo, como aquel del que habla el Apóstol: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6,19; 3,16). No es la criatura sino el Creador quien debe tener un templo. ¡Lejos de nosotros ser templo de una criatura! (1 Cor 6,15s). Pues «el templo de Dios es santo, y vosotros sois ese templos (1 Cor 3,17s). ¿Cómo, pues, podrá no ser Dios quien tiene un templo? ¿Cómo puede ser menor que Cristo quien a sus miembros tiene por templo? ¿No sería insensato y sacrílego afirmar que los miembros de Cristo son templo de una criatura inferior a Cristo? (1 Cor 6,15). Si, pues, los miembros de Cristo son templo del Espíritu Santo, es preciso que le rindamos el culto de latría debido a Dios. De ahí que consecuentemente añada Pablo: «¡Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo!» (1 Cor 6,20)... El Padre es el Padre del Hijo; el Hijo es el Hijo del Padre; el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo. Cada uno de ellos es Dios y la Trinidad es un solo Dios. ¡Dejad que esta fe penetre en vosotros, para que ella anime vuestra confesión! Al escuchar estos misterios, creedlos para entenderlos, porque más adelante podréis entender realmente lo que ahora creéis3.
El Espíritu Santo es la fuerza que inspira y crea la nueva vida y la transformación del hombre y del mundo, quien con su presencia «renueva la faz de la tierra». Con gran belleza lo expresa el conocido himno Ven¡ Creator Spiritus, del siglo IX:
Ven, Espíritu Creador, 
Visita nuestra mente; 
llena de tu amor 
el corazón que has creado.
Oh dulce Consolador, 
Don del Padre altísimo, 
agua viva, fuego, amor, 
Santo Crisma del alma.
Dedo de la mano de Dios, 
Promesa del Salvador, 
derrama tus siete dones, 
suscita en nosotros la Palabra.
Se luz del intelecto, 
llama ardiente en el corazón, 
sana nuestras heridas 
con el bálsamo de tu amor.
Defiéndenos del enemigo, 
danos el don de la paz; 
tu guía invencible 
nos preserve del mal.
Luz de eterna sabiduría, 
desvélanos el gran misterio 
de Dios Padre y del Hijo, 
unidos en un solo Amor.

2. ESPIRITU DE CRISTO
La venida de Cristo y sus obras estuvieron acompañadas siempre por la acción del Espíritu. Concebido en el seno de María por el Espíritu Santo; se posa sobre El en el bautismo (Jn 1,10), está sobre El en la predicación (Lc 4,16-21), en su lucha contra los demonios (Mt 4,1; 12,28; Lc 11,20), en su entrega a la cruz (Heb 9,14) y en su resurrección (Rom 1,4; 8,11). Jesús es Cristo, el Ungido por el Espíritu.Ante el pesimismo que vive Israel, por la falta del Espíritu, que en otros tiempos se manifestaba con fuerza en los profetas, Juan Bautista anuncia el inminente derramamiento del Espíritu: «Yo os bautizo con agua, pero El os bautizará con Espíritu y fuego» (Mt 3,11; Lc 3,16).
Jesucristo posee el Espíritu en tal plenitud que es fuente de Espíritu: lo da como don de Dios a los Apóstoles y lo envía a su Iglesia (He 1,5; 2,32-32): «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo, pues la promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos: para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (He 2,38-39). Es más, «de quienes crean en Cristo brotarán ríos de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en El. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,37-38).
Como Espíritu de Jesús, tiene la misión de traer a la memoria todo lo que Jesús dijo e hizo, para llevarnos así a la verdad plena (Jn 14,26; 16,13-14); sólo por el Espíritu lograrán entender los discípulos lo que les había dicho Jesús (Jn 12,16; 13,7). Recordar quiere decir volver a pasar algo por el corazón:
«La tradición de la Iglesia va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (Lc 2,19-51), cuando comprenden internamente los misterios que viven...; así, el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia y, por ella, en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos incesantemente la palabra de Cristo (Col 3,16). (De¡ Verbum,n.8)
El Espíritu desciende tras la ascensión de Jesús a los cielos. Es Jesús quien lo envía de parte del Padre (Jn 15,26; 16,7). Gracias al Espíritu, Jesucristo permanece en la Iglesia y está presente en el mundo (2 Cor 3,17). Por ello es llamado «Espíritu de Jesucristo» (Rom 8,9; Filp 1,19), «Espíritu del Hijo» (Gál 4,6) o también «Espíritu del Señor» (2 Cor 3,17). Se comprende, pues, que «nadie, hablando por influjo del Espíritu de Dios pueda decir ¡Jesús es anatema! Y nadie pueda decir ¡Jesús es el Señor! si no es por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3).
El Espíritu es el Paráclito: defensor, consolador, abogado, consejero, mediador, espíritu de verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13). Como Paráclito, el Espíritu Santo prolonga la obra de Cristo con sus discípulos en la tierra; de aquí que sea llamado otro Paráclito (Jn 14,16). Jesús sigue en el reino de los cielos su misión de Paráclito (1 Jn 2,1)4.
En el peregrinar de la Iglesia por el mundo a lo largo del tiempo, el Espíritu Santo sigue «guiándola hasta la verdad completa y desvelando lo que ha de venir» (Jn 16,13), «pues nadie conoce la profundidad de Dios sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,11). Así hace presente y actual a Jesucristo en todos los tiempos. Se puede decir con R.E. Brown que «los cristianos de última hora no quedan más lejos del ministerio de Jesús que los de la primera, pues el Paráclito está con ellos tanto como estuvo con los testigos presenciales. Al mismo tiempo, recordando y confiriendo nuevo sentido a lo que dijo Jesús, el Paráclito guía a cada una de las nuevas generaciones ante las circunstancias cambiantes, pues interpreta las cosas que van viniendo»5.

3. ESPIRITU SANTO: DON DE CRISTO A LA IGLESIA
Esta es la obra del Espíritu Santo en la Iglesia, donde El actúa como dador de vida y de toda gracia, operando la santificación de los creyentes y distribuyendo sus dones en la comunidad:
La predicación de la Iglesia fundamenta nuestra fe. Hemos recibido ésta de la Iglesia y la custodiamos mediante el Espíritu de Dios, como un depósito precioso contenido en un vaso de valor, rejuveneciéndose siempre y rejuveneciendo al vaso que la contiene. A la Iglesia, pues, le ha sido confiado el don de Dios (Jn 4,10; 7,37-39; He 8,20), como el soplo a la criatura plasmada (Gén 2,7), para que todos los miembros tengan parte en El y sean vivificados. En ella Dios ha colocado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arra de la incorruptibilidad (Ef 1,14; 2 Cor 1,22), confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión a Dios (Gén 28,12), pues está escrito que «Dios colocó en la Iglesia apóstoles, profetas y doctores» (1 Cor 12,28) y todo el resto de la operación del Espíritu (1 Cor 12,11). De este Espíritu se excluyen cuantos, no queriendo acudir a la Iglesia, se privan ellos mismos de la vida por sus falsas doctrinas y sus malas acciones. Pues donde está la Iglesia, allí también está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí también está la Iglesia y toda gracia. Ahora bien, el Espíritu es la verdad (Jn 14,16; 16,13; 1 Jn 5,6). De ahí que quienes no participan de El, no se nutren de los pechos de la Madre, para recibir la vida6.
Tan unido está el Espíritu Santo a la Iglesia que en el Credo apostólico, en su forma más antigua recogida por la Tradición apostólica de Hipólito, los une en la tercera pregunta que se hacía al neófito antes del bautismo: «¿Crees en el Espíritu Santo en la Iglesia?»7.
Cristo, el Esposo divino, hace a la Iglesia, su Esposa, el gran regalo de su Espíritu, para que lleve a la consumación su obra en ella. En efecto:
Terminada la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia y de este modo tuviesen acceso al Padre los creyentes por Cristo en un solo Espíritu (Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14; 7,38-39), por medio del cual el Padre vivifica a los hombres que estaban muertos por el pecado hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (Rom 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1 Cor 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (Gál 4,6; Rom 8,15-16.25). A esta Iglesia, a la que introduce en toda verdad (Jn 16,13) y unifica en la comunión y el ministerio, la instruye y dirige mediante los diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos (Ef 4,11-12; 1 Cor 12,4; Gál 5,22). Rejuvenece a la Iglesia con el vigor del Evangelio y la renueva perpetuamente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (Ap 22,17). Así la Iglesia universal se nos presenta como «un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»8.
El Espíritu Santo hace presente a Cristo en el tiempo y comunicable su salvación. El actualiza e interioriza en los creyentes la salvación que Cristo realizó de una vez para siempre. Como Jesús es el Cristo, el Ungido por el Espíritu Santo, nosotros somos cristianos en cuanto discípulos de Cristo y en cuanto ungidos por el mismo Espíritu, participando de la unción de Cristo:
Salidos del baño bautismal, somos ungidos con óleo bendecido, en conformidad con la antigua praxis, según la cual los elegidos para el sacerdocio eran ungidos con óleo, derramado por aquel cuerno con el que Aarón fue ungido por Moisés (Ex 30,30; Lv 8,12), por lo que se llamaban Cristos, es decir, Ungidos, ya que el vocablo griego «chrisma» significa unción. También el nombre del Señor, es decir, Cristo, tiene la misma derivación9...
Ya en el envío de Jesús a los apóstoles está el mandato de «hacer discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). En el bautismo, el creyente recibe una participación en la vida y en la comunidad de Dios, es decir, se une de tal modo a Dios que, lleno del Espíritu Santo, se hace hijo de Dios10.
Separar al Espíritu del Padre y del Hijo es peligroso para el bautizante e ineficaz para el bautizado. Fe y bautismo son dos modos de salvación ligados e indivisibles. Se cree en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como se es bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Primero se confiesa la fe, que da la salvación (Rom 10,10), siguiendo luego el bautismo como sello de nuestro asentimiento. Por lo demás, se recibe a la vez «el agua y el Espíritu» (Jn 3,5), por ser doble la finalidad del bautismo: destruir «el cuerpo del pecado» (Rom 6,6) para que no produzca más «frutos de muerte» (Rom 7,5; Gál 5,19-21), y vivir en el Espíritu (Gál 5,16.25; Rom 8,13-14) para dar «frutos de santidad» (Rom 6,22; Gál 5,22). El agua, recibiendo al cuerpo como en un sepulcro, ofrece la imagen de la muerte; el Espíritu nos insufla la fuerza vivificante, sacando al alma de la muerte del pecado, para renovar en nosotros la vida del origen. Por el Espíritu se realiza el restablecimiento en el paraíso, el ascenso al Reino de los cielos y el retorno a la filiación divina. Por medio de El podemos llamar a Dios «Padre nuestro»11.
Al testimonio de San Basilio podemos añadir el de Tertuliano:
Y después -de ser inmersos en el agua- se nos impone la mano con una oración de bendición, para invocar e invitar al Espíritu Santo. Esta imposición de manos deriva de un rito sacramental muy antiguo: aquel, con el que Jacob bendijo a sus nietos Efraín y Manasés, hijos de José, cruzando sus manos mientras se las imponía sobre la cabeza (Gén 48,14). Aquellas manos, puestas una sobre la otra en forma de cruz, debían prefigurar evidentemente a Cristo y pre-anunciar ya entonces la bendición, que habíamos de recibir en Cristo. En aquel momento desciende del Padre el Espíritu, para venir sobre los ya purificados y bendecidos. El descansa sobre las aguas del bautismo, como si en ellas reconociera su primordial morada (Gén 1,2), tanto más cuanto que quiso ya descender sobre el Señor en forma de paloma (Mc 1,10p; Jn 1,32) -ave caracterizada por su sencillez e inocencia, privada incluso de hiel- para mostrar la naturaleza del Espíritu Santo. Por eso dijo el Señor: «Sed sencillos como palomas» (Mt 10,16). Lo que se relaciona también con una prefiguración antigua: después que las aguas del diluvio purificaron la antigua maldad humana, -es decir, después del bautismo del mundo-, la paloma fue la mensajera enviada a anunciar a la tierra que la ira de Dios se había calmado, regresando con un ramo de olivo (Gén 8,10-11), símbolo de paz hasta entre los paganos. Análoga es la situación del bautismo, pero con efectos espirituales: La paloma -el Espíritu Santo- vuela sobre la tierra -nuestro cuerpo que emerge del agua bautismal después de una vida de pecado- y lleva consigo la paz de Dios, porque ha sido enviada desde el cielo a la Iglesia, prefigurada por el arca12.
Con razón San Pablo llama al Espíritu Santo Espíritu de santificación (Rom 1,4). Los Padres lo desarrollarán después diciendo que la santidad consiste en la presencia del Espíritu Santo en el creyente, que lleva como consecuencia la inhabitación de la Trinidad en él. El Espíritu Santo nos santifica infundiéndonos el espíritu filial en relación con el Padre e incorporándonos al Hijo como hermanos y miembros de su Cuerpo. Y Jesús mismo nos dijo: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito» (Jn 16,7):
Esto significa que ya se había cumplido el plan de salvación de Dios en la tierra, pero convenía que llegáramos a participar de la naturaleza divina del Logos, es decir, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y santidad. Esto sólo podía realizarse mediante el Espíritu Santo. Mientras Cristo vivía corporalmente entre sus fieles, se les mostraba como dispensador de todos los bienes; pero al llegar la hora de regresar al Padre celeste, continuó presente entre ellos (Mt 20,20; Mc 16,20) mediante su Espíritu, habitando por la fe en sus corazones (Ef 3,17). Poseyéndolo de este modo, podemos invocar confiadamente «Abba, Padre» y afrontar con valentía todas las asechanzas del diablo y las persecuciones de los hombres, contando con la potente fuerza del Espíritu. El es quien transforma y traslada a un modo nuevo de vida a los fieles, en quienes habita (1 Cor 3,16; 6,19; Rom 8,11), Así lo testimonian el Antiguo y el Nuevo Testamento. Así Samuel dijo a Saúl: «Te invadirá el Espíritu del Señor y te convertirás en otro hombre» (1 Sam 10,7); y San Pablo: «Todos nosotros que, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18). Del amor a las cosas terrenas, el Espíritu nos conduce a la esperanza de las cosas celestiales; de la cobardía y timidez, nos guía hasta la valentía e intrepidez de espíritu..., como vemos en los discípulos que, animados por el Espíritu, no se dejaron vencer por los ataques de los perseguidores13.
En la Confirmación, con la imposición de las manos, se da el Espíritu Santo «para que el cristiano confiese el nombre de Cristo. Por eso es ungido en la frente -asiento de la vergüenza- para que no se avergüence de confesar el nombre de Cristo y en particular su cruz, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos»14.
La Iglesia, fiel creyente gracias al Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad, en la Liturgia eleva a Dios Padre todas su oraciones «por Jesucristo, nuestro Señor, en la comunión del Espíritu Santo», concluyendo su Gran Plegaria en toda Eucaristía con la única doxología posible:
Por Cristo, con El y en El
a Ti, Dios Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria
por los siglos de los siglos.
Y, por lo demás, tanto en la liturgia eucarística, en la liturgia de las horas y en toda oración, la Iglesia no se cansa de alabar al Dios Uno y Trino:
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.

4. QUE HABLO POR LOS PROFETAS
En el lenguaje bíblico, espíritu significa, en primer lugar, viento, impulso, aliento de vida. El Espíritu de Dios es, por tanto, el impulso y aliento de la vida: es el que todo lo crea, cuida y conserva en vida. Y, por encima de todo, es el que actúa en la historia, recreando la vida. En el Antiguo Testamento actúa sobre todo por medio de los profetas. De aquí la nota que recogen casi todos los Credos: «Habló por los profetas»:
«La Iglesia recibió de los Apóstoles y de sus discípulos la fe en un solo Dios, Padre omnipotente... y en un solo Jesucristo, el Hijo de Dios ...y en el Espíritu Santo, quien por los profetas anunció los designios de la salvación, las dos venidas, el nacimiento de la Virgen, la pasión, la resurrección de entre los muertos, la ascensión al cielo en carne del amado Jesucristo, nuestro Señor, y su retorno del cielo en la gloria del Padre, para «recapitular en Sí todas las cosas» (Ef 1,10) y restaurar la carne de toda la humanidad ...Este es el Símbolo, fundamento del edificio y la construcción de la vida: Dios Padre ...,el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo... y el Espíritu Santo, por medio del cual profetizaron los profetas, fueron instruidos los padres en la ciencia de Dios y los justos fueron guiados por la senda de la justicia, el cual -al final de los tiempos- fue infundido de modo nuevo sobre la humanidad, por toda la tierra, renovando al hombre para Dios ...Pues quienes recibieron y llevan el Espíritu de Dios son conducidos al Hijo, acogiéndolos Este y presentándolos al Padre, que los hace incorruptibles. De ahí que sin el Espíritu no es posible conocer al Hijo de Dios, y sin el Hijo nadie puede acercarse al Padre, ya que el Hijo es la Sabiduría del Padre (1 Cor 1,24), y la ciencia del Hijo es dada por el Espíritu Santo (1 Cor 2,6- 14)15.
El Espíritu Santo, don y amor de Dios en persona, nos revela la verdadera realidad de la creación y el sentido de la historia. A su luz, el creyente descubre que nada es superfluo ni trivial. Todo es don y gracia. Cosas y acontecimientos se transforman en huellas de Dios y de su Espíritu. Descubrirlo es sumergirse en el gozo del Espíritu y vivir en acción de gracias continua. La vida se hace bendición y eucaristía.
Jesús resucitado sopla sobre sus discípulos para que reciban el Espíritu Santo (Jn 20,21). Este soplo de Jesús simboliza al Espíritu, que El envía, como principio de la nueva creación16; su presencia sobre toda carne, sobre grandes y pequeños, jóvenes y viejos, judíos y gentiles (Jl 3,1- 2; He 2,17-18) es el signo del comienzo del mundo nuevo y de la misión de la Iglesia.
Esto es vivir en la gracia de Dios, como nueva criatura, contemplando cómo «pasa lo viejo y surge cada día todo nuevo» (2 Cor 5,17; Gál 6,15). La gracia de Dios no es sino la experiencia de que por el Espíritu Santo el amor de Dios se derrama en nuestros corazones (Rom 5,5). La presencia viva del Espíritu en el creyente crea la presencia y comunión con el Padre y con el Hijo (1 Cor 3,16; 6,19; 2 Cor 6,16; Jn 14,23). Así somos incorporados a la vida y al amor de Dios Trino, participando de su divinidad.
El Espíritu nos otorga este gozo de la unión con Dios, haciéndonos experimentar nuestra filiación divina en lo más íntimo de nuestro espíritu: «El Espíritu y nuestro espíritu en acorde sintonía nos testimonian que somos hijos de Dios» (Rom 8,16), suscitando en nosotros el clamor inefable y entrañable: <c¡Abba, Padre!» (Rom 8,15): «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: !Abba, Padre!» (Gál 4,6).

5. DADOR DE VIDA
El Espíritu Santo es don de la nueva vida. Don del Padre y del Hijo. Por El confesamos a Jesús como Señor (1 Cor 12,3) y podemos decirAbba, Padre (Rom 8,15; Gál 4,6). Cuando Dios nos da su Espíritu se nos da a Sí mismo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado» (Rom 5,5). Por el don del Espíritu recibimos la unión con Dios, participamos en su vida, somos hijos de Dios, con su misma naturaleza (Rom 8,14).
Esto es posible gracias a que el Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo, es El mismo Dios. No es sólo don, sino DADOR de vida. No es sólo fuerza de Dios que nos permite actuar, sino Dios dándosenos. No es algo, sino Alguien. Por ello, «distribuye sus dones como quiere» (1 Cor 12,11); enseña y trae a la memoria (Jn 14,26); habla y ora (Rom 8,26-27). Podemos, no sólo perderle, sino también «contrastarlo» (Ef 4,30). Los Padres insistirán en ello, repitiendo que «si El Espíritu Santo no es Dios, Persona como el Padre y el Hijo, entonces tampoco puede darnos la unión con Dios ni hacernos partícipes de la vida de Dios. El Espíritu Santo es don de Dios en persona; El es el Dador de la vida divina.
Al narrarnos el Evangelio el descendimiento del Espíritu Santo en forma de paloma hace referencia al simbolismo del Antiguo Testamento (Os 11,11; Sal 68,14s) y a la tradición judía17. El Espíritu dará vida a un nuevo pueblo de Dios, la comunidad mesiánica, la Iglesia. El bautismo es un Pentecostés individualizado: el Espíritu desciende sobre cada bautizado que la Iglesia acoge en su seno (He 2,38-39; 8,17). «En el bautismo, en efecto, el hombre recibe aquel Espíritu de Dios, que en la creación le infundió el hálito divino (Gén 2,7) y que luego perdió por el pecado»18. Desciende en medio de la persecución, para que los «apóstoles prediquen el Evangelio con valentía» (He 4,31), «enseñándoles en el momento lo que han de decir» (Lc 12,11-12). Irrumpe sobre los que escuchan esta palabra (He 10,44; 19,6).
Con razón se dice que el Espíritu Santo «os enseñará todo», porque si el Espíritu no asiste interiormente al corazón del que oye, de nada sirve la palabra del que enseña. Por tanto, nadie atribuya al hombre que enseña lo que de sus labios entiende, porque si no acude el que habla al interior, en vano trabaja el que habla por fuera19.
Los Apóstoles reciben el Espíritu «para perdonar los pecados»:
Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados. (Jn 20,21s).
En la absolución sacramental de la Iglesia seguimos confesando que «Dios, Padre de misericordia, ha reconciliado consigo al mundo por la muerte y resurrección de Jesucristo y ha enviado al Espíritu Santo para el perdón de los pecados», es decir, para hacer actual en el hoy sacramental de la Iglesia la obra de reconciliación con el Padre cumplida en Jesucristo de una vez para siempre:
Negar al Espíritu Santo como Dios es una blasfemia no perdonable ni en el siglo presente ni en el juicio futuro, según dice el Señor (Mt 12,32). ¡Jamás obtendrá la indulgencia, que salva, quien no tiene Abogado (Jn 14,16.26; 15,26; 16,7) que pueda patrocinarle, pues por El existe la invocación del Padre (Gál 4,6; Rom 8,15-16), por El son las lágrimas de los penitentes, por El son los gemidos de los que suplican! (Rom 8,26). Nadie puede decir «Jesús» sino en el Espíritu Santo (1 Cor 12,3), cuya omnipotencia es común con el Padre y con el Hijo20.
El Espíritu penetra, llena y mueve a cada cristiano (Rom 8,5-17). Renueva la existencia del creyente, siendo para El el ámbito o esfera de una vida nueva, en contraposición a la vida «en la carne» (Gál 5,19-25; Rom 8,5). Al habitar en el creyente (Rom 8,11) es para él prenda o arras de la gloria futura (2 Cor 5,5;Rom 8,23). «Es de Cristo, en realidad, quien posee el Espíritu de Cristo» (Rom 8,9). A cada creyente hace partícipe de sus dones, pero siempre para la «edificación de la asamblea» (1 Cor 14,12; 12,7).
El Espíritu Santo, Dador de vida, opera una apertura en el creyente hacia Dios, enseñándole a orar (Gál 4,6; Rom 8,15-16.26-27), una apertura hacia los hombres, pues la libertad que engendra -«donde está el Espíritu hay libertad» (2 Cor 3,17)- es capacidad de servicio y donación (Gál 5,13) y una apertura o dilatación del propio corazón, liberándole del círculo angustioso del temor a la muerte, con «los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, fidelidad, amabilidad, dominio de sí, contra los que ya no hay ley alguna» (Gál 5,16-17). Este se rige por el Espíritu, que le guía con sus siete dones: «Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, y Espíritu de temor de Dios» (Is 11,2-3). Sólo necesita no contristarlo, pues está escrito: «No contristéis al Espíritu Santo, con el que fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4,30). Pues «si el Espíritu que resucitó de entre los muertos permanece en vosotros, quien resucitó a Cristo de entre los muertos hará vivir también vuestros cuerpos mortales mediante el Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).
El es el Don de Dios (He 8,20; Jn 4,10; 7,38ss) por ser dado a quienes, por su medio, aman a Dios; es Dios en Sí y don con respecto a nosotros. Es Don y dador de dones (1 Cor 12,4-11.28-30; Rom 12,6-8; Ef 4,7-11): reparte las profecías (2 Pe 1,20s; 1 Cor 12,28; Rom 12,6) y el poder de perdonar los pecados, ya que no se perdonan los pecados sin el Espíritu Santo (Jn 20,22s).
Es llamado también Caridad, por unir a aquellos de quienes procede y ser uno con ellos, y por obrar en nosotros el que permanezcamos en Dios y Dios en nosotros. De aquí que ningún don de Dios supera al de la caridad (1 Cor 12,31-13,13), no habiendo mayor don divino que el Espíritu Santo (Jn 4,10-11; Lc 11,9-13). El es, propiamente, caridad, aunque también lo son el Padre y el Hijo.
En el Evangelio es designado también Dedo de Dios, pues si un Evangelista dice «Con el dedo de Dios arrojo los demonios» (Lc 11,20), otro lo expresa, diciendo: «Con el Espíritu de Dios arrojo los demonios» (Mt 12,28). De ahí que cincuenta días después de la muerte del cordero pascual fue dada la Ley escrita por el dedode Dios (Ex 31,18; Dt 9,10), descendiendo igualmente el Espíritu Santo cincuenta días después de la pasión de nuestro Señor (He 1,3; 2,1). Se le llama dedo para significar la fuerza de sus acciones junto con el Padre y el Hijo; Pablo, en efecto, afirma que «todo lo opera el mismo y único Espíritu, distribuyendo sus dones a cada uno según su voluntad» (1 Cor 12,11). Y como por el bautismo morimos y renacemos con Cristo, también entonces somos sellados por el Espíritu (2 Cor 1,22; Ef 1,13; 4,30), por ser el dedo de Dios y el sello espiritual.
Se le llama además paloma (Mt 3,16p), fuego (He 2,3-5), agua (Jn 7,37-39) y unción (1 Jn 2,20). Con El fue ungido nuestro Señor de quien se dice que «fue ungido con óleo de exultación» (Heb 1,9; Sal 44,8), es decir, con el Espíritu Santo21.
Y todas estas manifestaciones del Espíritu Santo son tan sóla primicia de la gloria futura (2 Cor 1,22; Ef 1,14). Son sólo comienzo y la anticipación de la plenitud de la vida prometida. Esto hace del Espíritu la garantía de la esperanza y la fuerza de una vida fundada en la esperanza segura:
Ahora recibimos sólo una parte de su Espíritu, que nos predispone y prepara a la incorrupción, habituándonos poco a poco a acoger y llevar a Dios. El Apóstol define al Espíritu «prenda», es decir, parte de aquel honor, que nos ha sido conferido por Dios: «En Cristo también vosotros, después de haber oído las Palabras de la verdad, el Evangelio de nuestra salvación, habéis recibido el sello del Espíritu de la promesa, que es prenda de nuestra herencia» (Ef 1,13-14). Si, pues, esta prenda, que habita en nosotros (Rom 8,9; 1 Cor 6,19), nos hace espirituales y gritar «Abba, Padre» (Rom 8,15; Gál 4,6), ¿qué sucederá cuando, resucitados, le veamos cara a cara? (1 Cor 13,12; 1 Jn 3,2). Si ya la prenda del Espíritu, abrazando en sí a todo el hombre, le hace gritar «Abba, Padre», ¿qué no hará la gracia plena del Espíritu, cuando sea dada a los hombres por Dios? ¡Nos hará semejantes a El y realizará el cumplimiento del designio de Dios, pues hará realmente «al hombre a imagen y semejanza de Dios«! (Gén 1,26)22.
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1. SAN JUSTINO, 1ª Apología 61,10. Cfr. H. MUHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974; JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantem, Ciudad del Vaticano 1986; Y.M.-J. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983. C. VATICANO II, LG n.4; DV n.7-10; AG, n.1-2; PO n.5...
2. SAN BASILIO, De Spiritu Sancto, 22-47.
3. SAN AGUSTIN,Sermones 214,10; 215,8; De Trinitate 14,7; 6,13; IV 20,29; XV 26,45; De Fide et Symbolo IX 16,20...
4. Cfr. L. BOUYER, Le Consolateur. Esprit-Saint et vie de gráce, París 1980.
5. R.E. BROWN, El Evangelio según San Juan, Madrid 1979. II, p.1528.
6. SAN IRENEO, Adversus Haereses, III, 24,1.
7. B. BOTTE, Hippolyte de Rome: La tradition apostolique, París 1968, p. 86. 
8. SAN CIPRIANO, De Oratione Domini 23.
9. TERTULIANO, De Baptismo 5,7-8,4.
10. Th. CAMELOT, Símbolos de la fe, SM VI, 359-366. 
11. SAN BASILIO, De Spiritu Sancto, 22-47.
12. TERTULIANO, De Baptismo, 8,4; SAN CIRILO DE JERUSALEN, XVI-XVII. 
13. SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Epístola 55; In Ioan IX-X.
14. II Concilio de Nicea, Denz 302.
15. SAN IRENEO, Adversus Haereses III,24,1; I,10,1; Exposición, 6,10.
16. Gén 1,2; 2,7; Ez 37,9; Sab 15,11; Jn 1,33; 14,26; 19,30; Mt 3,7.
17. 4 Esdras 5,25-27; Oda 24 de Salomón.
18. TERTULIANO, De Baptismo 5,7-8,4.
19. SAN GREGORIO MAGNO, In Evangelium Homilia 30,3-9.
20. SAN LEON MAGNO, Homilías 75,3-4; 76,2; 75,5.
21. SAN ILDEFONSO DE TOLEDO, Homilías 76,2; 77,1-3.
22. SAN IRENEO, Adversus Haereses V 8, 1-2.
EMILIANO JIMÉNEZ
EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
Ediciones EGA, Bilbao 1992, págs. 143-156

CELEBRACIÓN ECUMÉNICA


Introducción
Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia 
(cf. 2 Corintios 5, 14-20)

Conmemoración del 500 aniversario de la Reforma
Las Iglesias en Alemania decidieron conmemorar este aniversario como una Christusfest(una celebración ecuménica de Cristo). La Reforma fue la ocasión para volver a centrarse en la salvación por la gracia a través de la fe en Jesucristo. Nos regocijamos en la salvación de Dios que tiene su centro en la cruz de Cristo, que supera las divisiones y nos une. Esta celebración confiesa sin medias tintas los pecados de división que siguieron a la Reforma. Esta oración común quiere celebrar a Cristo y su acción reconciliadora que mueve el corazón de los cristianos divididos a ser embajadores de Cristo como ministros de la reconciliación.

Contenido de la celebración
El tema «Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia (2 Co 5, 14-20)» celebra la irrevocable reconciliación que hemos recibido a través de la fe en Jesucristo. El amor de Cristo es la fuerza motora que nos empuja a ir más allá de nuestras divisiones para realizar actos de reconciliación.
Por medio de salmos y cantos nos reunimos en el nombre de Jesús alabando las acciones maravillosas de Dios. Confesamos nuestros pecados de división y hacemos nuestra petición de perdón. La proclamación de la Palabra pone de relieve la acción reconciliadora de Cristo como «aquel que murió por todos» (v. 14). Los fieles responden a esta Buena Noticia aceptando la invitación a ser ministros de reconciliación.

Actos simbólicos en la celebración

El muro
El año 1989 vio la caída del muro de Berlín que dio comienzo al Movimiento de Oración por la Paz en la República Democrática Alemana (Alemania del Este), con personas poniendo velas en sus ventanas y puertas y orando por la libertad. Horst Sindermann, uno de los líderes de la RDA, señaló: «Habíamos planificado todo. Estábamos preparados para todo, pero no para velas y oraciones». Por este motivo representamos con la construcción y el desmantelamiento de un muro la división de los cristianos y la reconciliación que perseguimos. Esto puede volverse un símbolo de esperanza en cualquier situación en que la división parece insuperable. De este modo, la construcción de un muro simbólico en la confesión de los pecados, su presencia visible durante la proclamación de la Palabra y, por último, su desmantelamiento para formar una cruz como signo de esperanza, nos da fuerza para dar nombre a estas divisiones terribles y para superarlas con la ayuda de Dios.

Orientaciones/Material: La construcción y el desmantelamiento del muro
«La división debida a nuestro pecado»: después de una breve introducción, algunos miembros de la asamblea construirán un muro de separación para representar los pecados y la división que confesamos. Este muro se mantendrá en pie hasta el momento de la celebración titulado «Responde con fe, vive reconciliado». En este momento las piedras se quitarán del muro y se dispondrán en forma de cruz.
Dependiendo del tamaño del lugar de la celebración, se necesitarán los siguientes materiales para esta acción simbólica: 12 cajas del mismo tamaño (cajas de transporte, cajas de zapatos) recubiertas de papel de embalaje para simbolizar las piedras. En la parte frontal de cada caja se escribirá un concepto clave (falta de amor, odio y desprecio, acusación falsa, discriminación, persecución, comunión rota, intolerancia, guerras de religión, división, abuso de poder, aislamiento, orgullo). Mientras se proclama cada pecado, se coloca la piedra en su lugar para ir construyendo el muro. Después de un momento de silencio, los que han llevado la piedra hacen una petición de perdón a la que la asamblea contesta: «perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros».
Después de la proclamación de la Palabra que termina con el sermón, se hace una oración por la reconciliación. Mientras se desmantela el muro y las piedras se colocan en forma de cruz, se canta un canto de reconciliación o un himno de alabanza a la cruz.
En las celebraciones con grupos pequeños, una alternativa podría ser sustituir o ampliar los conceptos clave con testimonios personales. En la primera parte, estos testimonios deberían referirse a situaciones que han causado daño a los demás. En la segunda parte de la respuesta de fe, se podrían contar historias de reconciliación y de actos de reparación.

Velas
Después del Credo se proponen cuatro plegarias de intercesión. Después de cada petición, tres personas encienden sus velas de una fuente central de luz (por ejemplo, un cirio pascual) y se quedan de pie alrededor de la cruz hasta el momento titulado «mandato de Cristo». Después del mandato, las tres personas pasan la luz al resto de la asamblea hasta que todas las personas tengan encendidas sus velas. La celebración termina con una bendición y el envío.

DESARROLLO DE LA CELEBRACIÓN
Destinados a proclamar las grandezas de Dios
(cfr. 1 Pedro 2, 9)

P  Presidente
A  Asamblea
L  Lector

I. Reunidos en el nombre de Jesús
Himno de entrada (elegido localmente)
Procesión con la Biblia / Leccionario
Apertura
 En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
A  Amén.
P  La gracia y la paz de Dios, que nos ha reconciliado consigo por medio de Jesucristo, esté con todos vosotros (2 Co 5, 18).
A  Y también contigo.
Palabras introductorias
 Queridos hermanos y hermanas en Cristo: este año muchos cristianos e Iglesias conmemoran el aniversario de la Reforma. San Pablo nos recuerda que Dios nos ha reconciliado consigo por medio de Jesucristo y que el amor de Cristo nos apremia a ser ministros de reconciliación. ¡Adoremos y alabemos juntos a Dios en la unidad del Espíritu Santo!
Salmo 98 (cantado) o un himno de alabanza

II. Divididos por nuestros pecados (arrepentimiento)
Invitación al arrepentimiento
P A lo largo de la historia han existido muchos movimientos de renovación en la Iglesia, que siempre está necesitada de una mayor conversión a su cabeza, Jesucristo. A veces estos movimientos han dado lugar a divisiones no queridas. Este hecho contradice lo que Jesús pidió al Padre en Juan 17, 23: «Como tú vives en mí, vivo yo en ellos para que alcancen la unión perfecta y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos como me amas a mí». ¡Confesemos nuestros pecados y oremos para obtener el perdón y la sanación de las heridas que han causado nuestras divisiones! Mientras nombramos estos pecados veremos cómo se van transformando en un muro que nos separa.
Silencio
P  Oremos: Dios y Padre del cielo, nos acercamos a ti en el nombre de Jesús. Experimentamos la vida nueva a través del Espíritu Santo, pero seguimos construyendo muros que nos dividen, muros que impiden la comunión y la unidad. Traemos hoy estas piedras con las que construimos nuestros muros y oramos para obtener perdón y sanación.
A  Amén.
Mientras se nombra cada pecado, se trae la piedra correspondiente para construir el muro. Después de un momento de silencio, el portador de la piedra [L] hace una petición de perdón y la asamblea contesta: «perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros».
P  Una piedra de nuestro muro es «falta de amor».
Se coloca la piedra con el concepto clave «falta de amor».
L1 Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por todas las veces en las que no hemos amado. Oramos humildemente:
A Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
P  Una piedra de nuestro muro es «odio y desprecio».
Se coloca la piedra con el concepto clave «odio y desprecio».
L2  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por nuestro odio y desprecio de unos contra otros. Oramos humildemente:
A Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
 Una piedra de nuestro muro es «falsa acusación».
Se coloca la piedra con el concepto clave «falsa acusación».
L3  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por denunciar y acusarnos falsamente unos a otros. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
 Una piedra de nuestro muro es «discriminación».
Se coloca la piedra con el concepto clave clave «discriminación».
L4  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por todas las formas de prejuicios y discriminaciones de unos contra otros. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
Respuesta cantada: «¡Perdónanos, Señor!» 
Los comités locales eligen sus propias respuestas cantadas.
 Una piedra de nuestro muro es «persecución».
Se coloca la piedra con el concepto clave «persecución».
L5  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por perseguir y torturarnos unos a otros. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
 Una piedra de nuestro muro es «comunión rota».
Se coloca la piedra con el concepto clave clave «comunión rota».
L6  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por mantener rota la comunión entre nuestras Iglesias. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
 Una piedra de nuestro muro es «intolerancia».
Se coloca la piedra con el concepto clave intolerancia».
L7  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por desterrar a nuestros hermanos y hermanas de nuestra patria común en el pasado y por los actos de intolerancia religiosa de hoy. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
 Una piedra de nuestro muro es «guerras de religión».
Se coloca la piedra con el concepto clave «guerras de religión».
L8  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por todas las guerras que hemos librado unos contra otros en su nombre. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
Respuesta cantada: «¡Perdónanos, Señor!»
 Una piedra de nuestro muro es «división».
Se coloca la piedra con el concepto clave «división».
L9  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por vivir nuestras vidas cristianas divididos unos de otros y alejados de nuestra común vocación a favor de toda la creación. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
 Una piedra de nuestro muro es «abuso de poder».
Se coloca la piedra con el concepto clave «abuso de poder».
L10  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por nuestro abuso de poder. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
 Una piedra de nuestro muro es «aislamiento». 
Se coloca la piedra con el concepto clave «aislamiento».
L11  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por las veces en las que nos hemos aislado de nuestros hermanos y hermanas cristianos y de las comunidades en las que vivimos. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
 Una piedra de nuestro muro es «orgullo».
Se coloca la piedra con el concepto clave «orgullo».
L12  Dios de bondad, el amor de Cristo nos apremia a que pidamos perdón por nuestro orgullo. Oramos humildemente:
A  Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos a los que pecan contra nosotros.
Respuesta cantada: «¡Perdónanos, Señor!»
P  Oremos: Señor, Dios nuestro, mira este muro que hemos construido, que nos separa de ti y de los demás. ¡Perdónanos nuestros pecados! ¡Sánanos! ¡Ayúdanos a superar todos los muros de división y haznos uno en ti!
A  Amén.
Himno/Canto/Música meditativa

III. Reconcíliate con Dios, escucha la Palabra de Dios
Primera lectura: Ezequiel 36, 25-27 
Salmo responsorial:
 Salmo 18, 25-32 (cantado)
Respuesta: Te amo, Señor, fortaleza mía.
Eres fiel con quien es fiel,
honrado con el honrado,
sincero con el sincero,
sagaz con el retorcido.
Porque tú salvas al pueblo humillado
y abates las miradas altivas.
Respuesta: Te amo, Señor, fortaleza mía.
Tú enciendes mi lámpara, Señor,
iluminas, ¡oh Dios!, mi oscuridad.
Contigo me lanzo al asalto,
 
con mi Dios franqueo la muralla.
El camino de Dios es perfecto,
la palabra del Señor exquisita;
es un escudo para los que en él confían.
Pues, ¿quién es Dios, aparte del Señor?
¿Quién una fortaleza, sino nuestro Dios?
Dios es quien me ciñe de fuerza
y hace perfecto mi camino.
Respuesta:Te amo, Señor, fortaleza mía.
Segunda lectura: 2 Co 5, 14-20
Aleluya
 (cantado)
Evangelio: Lucas 15, 11-24 
Aleluya
 (cantado)
Sermón

IV.     Responde con fe, vive reconciliado
Mientras se desmantela el muro y se colocan las piedras en forma de cruz, se canta un canto de reconciliación o un himno a la gloria de la cruz.
P  Oremos: Dios de bondad y Padre del cielo, hemos escuchado tu Palabra de la reconciliación contigo por medio de tu Hijo Jesucristo, nuestro Señor. Por la fuerza del Espíritu Santo transforma nuestros corazones de piedra. Ayúdanos a ser ministros de reconciliación y a sanar las divisiones en nuestras Iglesias para que podamos servirte mejor como instrumentos de tu paz en el mundo.
A  Amén.
La paz
P  La paz del Señor esté siempre con vosotros.
Démonos una señal de paz.
Himno/Canto
(Colecta/Ofertorio)

V. Responde con fe, proclama la reconciliación
Credo
Oraciones de intercesión 
Después de cada petición, tres personas encienden sus velas de una fuente central de luz (por ejemplo, un cirio pascual) y se quedan de pie junto a la cruz hasta el momento titulado «mandato de Cristo».
L1  Dios todopoderoso, has enviado a tu Hijo Jesucristo para reconciliar al mundo contigo. Te alabamos por aquellos que mandas en el poder del Espíritu a proclamar el Evangelio a todas las naciones. Te damos gracias porque en todas las partes del mundo ha surgido una comunidad de amor reunida por sus oraciones y sus trabajos y de que en todas partes tus siervos invocan tu nombre. Que tu Espíritu despierte en cada comunidad hambre y sed de unidad en ti. Oremos al Señor:
Respuesta cantada/rezada: Señor, escucha nuestra oración.
Se debe dejar suficiente tiempo para que los ministros enciendan sus velas del cirio pascual.
L2 Dios de bondad, oramos por nuestras Iglesias. Llénalas de toda paz y verdad. Donde la fe se ha corrompido, purifícala; donde las personas se pierden, redirígelas; donde dejan de proclamar el Evangelio, refórmalas; donde dan testimonio de lo que es justo, refuérzalas; donde pasan necesidad, atiéndelas; donde están divididas, reúnelas. Oremos al Señor:
Respuesta cantada/rezada: Señor, escucha nuestra oración.
Se debe dejar suficiente tiempo para que los ministros enciendan sus velas del cirio pascual.
L3  Dios creador, nos has hecho a tu imagen y nos has redimido por medio de Jesucristo, tu Hijo. Mira con compasión a toda la familia humana; quita de nosotros la soberbia y el odio que infectan nuestros corazones; rompe los muros que nos separan; únenos con lazos de amor. Y también en nuestras debilidades, sigue obrando para realizar tu propósito en el mundo, para que todos los pueblos y las naciones te puedan servir en armonía en torno a tu trono celestial. Oremos al Señor:
Respuesta cantada/rezada: Señor, escucha nuestra oración.
Se debe dejar suficiente tiempo para que los ministros enciendan sus velas del cirio pascual.
L4  Espíritu Santo, dador de vida, hemos sido creados para llegar a la plenitud en ti y compartir esta vida con nuestros hermanos y hermanas en el mundo. Despierta en cada uno de nosotros tu compasión y tu amor. Danos fuerza y valor para luchar por la justicia en nuestros vecindarios, para construir la paz dentro de nuestras familias, para confortar a los enfermos y moribundos y para compartir todo lo que tenemos con los que pasan necesidad. Por la transformación de cada corazón humano, oremos al Señor:
Respuesta cantada/rezada: Señor, escucha nuestra oración.
Se debe dejar suficiente tiempo para que los ministros enciendan sus velas del cirio pascual.
Oración del Señor
Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad
 
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
 
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.
 
Porque tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria
 
por los siglos de los siglos. Amén.

VI. Embajadores de Cristo, ministros de reconciliación
Mandato de Cristo
Los doce ministros pasan la luz a través de la asamblea hasta que cada persona tenga una vela encendida.
P  Una vela encendida es un signo profundamente humano: ilumina la oscuridad, da calor y seguridad y crea comunidad. Es signo de Cristo, luz del mundo. Como embajadores de Cristo llevaremos esta luz al mundo, a los lugares oscuros en los que las luchas, los desacuerdos y las divisiones impiden un testimonio común. ¡Que la luz de Cristo produzca la reconciliación en nuestros pensamientos, palabras y obras!
¡Recibe la luz de Cristo y llévala a los lugares oscuros de nuestro mundo! ¡Sé ministro de reconciliación! ¡Sé embajador de Cristo!

Bendición y envío
 A ti clamamos, Dios rico en misericordia: 
¡Que todos los que buscan la reconciliación experimenten tu ayuda
para que puedan proclamar tus obras maravillosas de Amor!
Pedimos esto en el nombre de tu Hijo, Jesucristo, nuestro Señor.
A  Amén.
P  Que la bendición de Dios todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienda sobre vosotros y permanezca siempre.
A  Amén.
 Podéis ir en la paz de Dios.
A  Demos gracias a Dios.
Himno/canto

Sonne der Gerechtigkeit, de Christian David (Rise, O Sun of Righteousness, traducción de Frank W. Stoldt), u otro canto elegido por el comité local que prepara la celebración.