Anglocatólico

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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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sábado, 7 de diciembre de 2013

CELEBREMOS EL ADVIENTO HOY

 
Un poco de historia
 
 En el siglo IV de nuestra era los cristianos comenzaron a celebrar la venida del Señor entre los hombres. Era una celebración nueva, en esa época, pues antes de ella sólo se celebraba el día de Cristo, la Pascua del Señor, no sólo el día anual de la Pascua sino cada domingo. Surge la fiesta de la Navidad para celebrar el aniversario de la venida del Señor y también como ocasión para combatir las fiestas paganas -que se celebran el 25 de Diciembre en Roma y para los egipcios el 6 de Enero- proclamando la fe de la Iglesia en la Encarnación y Nacimiento del Verbo.
 
 Fijada la celebración del Nacimiento del Señor, ésta se va preparando durante un tiempo. Esta costumbre tuvo su origen en Francia y España; y en el siglo VII, aproximadamente, se extiende a Roma naciendo así este tiempo litúrgico, que hoy llamamos Adviento.
 
 Ya en los primeros datos sobre el Adviento se descubre un carácter escatológico a la vez del carácter de preparación a la Navidad, lo cual ha llevado a la discusión sobre el sentido originario del Adviento. En estas discusiones unos han optado por la tesis del adviento orientado a la Navidad, mientras otros optaron la tesis de preparación a la venida escatológica.
 
 SENTIDO Y ESTRUCTURA DEL ADVIENTO
 
 La celebración del Adviento dura cuatro semanas que están divididas en dos etapas. Durante este tiempo se prepara la Venida del Señor contemplada en dos aspectos: la Venida escatológica y la venida histórica.
 
 La primera etapa empieza el primer domingo de Adviento y termina el día 16 de diciembre. En esta etapa la Venida del Señor es contemplada en sus dos dimensiones, los creyentes son invitados a prepararse para salir al encuentro del Señor y recibirlo en la existencia concreta.
 
 La segunda etapa pone la atención en la venida histórica del Señor, es como una "Semana Santa" que prepara la Navidad.
 De lo señalado hasta el momento se puede inducir cuál es el sentido del Adviento, lo más importante es que se trata de la Venida del Señor, el Señor vendrá y por eso hay que estar preparado; no de cualquier manera se puede recibir al Señor, es necesaria una preparación previa. Esta preparación es la conversión del corazón acompañada del gozo y la alegría, la esperanza y la oración. El tiempo del Adviento es el tiempo de la esperanza, de poner en ejercicio esta virtud que con la fe y el amor constituyen la trama de la vida espiritual.
 
 El Adviento difiere de la Cuaresma, pues no es directamente penitencial, sería un error pensar en el Adviento como una Cuaresma que antecede a la Navidad.
 
 Las lecturas de este tiempo nos orientan en las dos dimensiones de la Venida del Señor ya señaladas, en la primera lectura se escucha a los profetas mesiánicos, especialmente Isaías, anunciando al Salvador y los tiempos nuevos y definitivos; en el Evangelio se oyen exhortaciones del Señor a la vigilancia y textos del Evangelio de la infancia.
 
 Este sentido de espera de lo definitivo se expresa en la liturgia mediante la supresión de los símbolos festivos, falta algo para la fiesta completa que sólo tendrá el culmen de la alegría cuando el Señor esté con su pueblo.
 
 PERSONAJES DEL ADVIENTO
 
 El tiempo del Adviento nos presenta tres personajes que nos ayudan a preparamos para las fiestas navideñas.
 
 Isaías es el profeta del Adviento. En sus palabras resuena el eco de la gran esperanza que confortará al pueblo elegido en tiempos difíciles y trascendentales, en su actitud y sus palabras se manifiesta la espera, la venida del Rey Mesías. Él anuncia una esperanza para todos los tiempos. En nuestro tiempo conviene mirar la figura de Isaías y escuchar su mensaje que nos dice que no todo está perdido, porque el Dios Fiel en quien creemos no abandona nunca a su pueblo, sino por el contrario, le da la salvación.
 
 Juan Bautista, el Precursor, es otro de los personajes del Adviento; él en su persona y sus palabras nos resume toda la historia anterior, él prepara los caminos del Señor, nos invita a la conversión, anuncia la salvación, señala a Cristo entre los hombres. Las palabras de invitación a la penitencia de Juan el Bautista cobran una gran actualidad hoy, su invitación es importantísima; para recibir al Señor hay que cambiar nuestra mentalidad engendradora de malas acciones, para encontrarnos con Él después de nuestro cambio interior.
 
 María, la Madre del Señor es el tercer personaje del Adviento. En ella culmina y adquiere una dimensión maravillosa toda la esperanza del mesianismo hebreo. María espera al Señor cooperando en la obra redentora. El Adviento es el mes litúrgico mariano, en este tiempo María aparece en los textos bíblicos, sobre todo en la última semana. Su actitud de confianza y esperanza activa es un modelo a seguir.
 
 ESPIRITUALIDAD DEL ADVIENTO
 
 Durante el tiempo del Adviento la liturgia pone a nuestra consideración al Dios - Amor que se hace presente en la historia de los hombres, Dios que salva al género humano por medio de Jesús de Nazaret en quien el Padre se revela.
 
 El Adviento nos debe hacer crecer en nuestra convicción de que Dios nos ama y nos quiere salvar, y debe acrecentar nuestro amor agradecido a Dios.
 
 Adviento es el tiempo litúrgico de dimensión escatológica, el tiempo que nos recuerda que la vida del cristiano no termina acá, sino que Dios nos ha destinado a la eternidad, a la salvación; en este proyecto la historia es el lugar de las promesas de Dios.
 
 Dios anuncia y cumple sus promesas en nuestra historia. Adviento es el tiempo en que celebramos la dimensión escatológica de nuestra fe, pues nos presenta el plan divino de salvación con elementos ya realizados en Cristo y con otros elementos de plenitud que aún esperamos se cumplan.
 
 Esta esperanza escatológica supone una actitud de vigilancia, porque el Señor vendrá cuando menos lo pensamos. La vigilancia requiere la fidelidad, la espera ansiosa y también el sacrificio; la actitud radical del cristiano ante el retorno del Señor es el grito interior de: ¡VEN, SEÑOR JESÚS!.
 
 Esperar en el Señor supone estar convencido que sólo de Él viene la salvación, sólo Él puede liberarnos de nuestra miseria, de esa miseria que nos esclaviza e impide crecer; el tiempo de Adviento nos recuerda que se acerca el Salvador por eso la esperanza va unida a la alegría, el gozo y la confianza.
 
 Adviento es también, el tiempo del compromiso terreno; la invitación del Bautista a preparar los caminos del Señor nos presenta como ideal una espera activa y eficaz. No se espera al Señor que vendrá con los brazos cruzados sino en actividad, en el esfuerzo por contribuir a construir un mundo mejor, más justo, más pacífico donde se viva la fraternidad y la solidaridad. La espera del cielo nuevo y tierra nueva nos impulsa a esta acción transformante de nuestro mundo, pues así éste va madurando y preparándose positivamente para la transformación definitiva al final de los tiempos.
 
 La espera escatológica definitiva al final de los tiempos no es una invitación a la ausencia del compromiso con la sociedad terrena sino un estímulo a prepararla para esa transformación.
 
 El Adviento nos hace desear ardientemente el retorno de Cristo, pero la visión de nuestro mundo injusto, sembrado de odio y división nos revela su falta de preparación para recibir al Señor. Los creyentes hemos de preparar el mundo, madurarlo para venida del Señor.
 
 PASTORAL DE LA CELEBRACIÓN
 
 La venida de Cristo y su presencia en el mundo es ya una realidad, Cristo está presente en la Iglesia y en el mundo y esa presencia se prolongará ¿por qué, entonces, esperar su venida?
 Cristo está presente pero su presencia no es aún total ni definitiva, el Adviento nos sitúa en lo realizado en la encarnación y lo que queda por realizar de la plenitud escatológico, en el "ya", pero "todavía no".
 
 Hay muchos hombres que aún no han reconocido a Jesucristo, el mundo no está plenamente reconciliado con el Padre aunque sí en germen, es preciso, entonces, seguir anunciando la venida plena del Señor hasta la reconciliación plena de Dios con los hombres al final de los tiempos; hemos de pedir que venga a nosotros el reino del Señor.
 
 También en nuestra vida personal Cristo no se ha posesionado totalmente de nosotros porque nosotros muchas veces lo hemos impedido. En nuestra vida personal hemos de seguir esperando la venida del Señor. En la Navidad, en cada misa, en el hoy de cada celebración eucarística se actualizan el acontecimiento histórico de la venida del Señor y su futura Parusía; de allí la importancia de la celebración litúrgica en todo tiempo y también en Adviento.
 
 Por eso queremos ofrecer algunas sugerencias para la celebración que ayuden a captar en mayor profundidad el sentido y la espiritualidad del Adviento.
 
 La ambientación del lugar de la celebración debe ayudar a los fieles a darse cuenta que empieza una nueva etapa dentro de la liturgia dominical, la etapa de la espera. Un primer elemento es el tono morado de los ornamentos, junto con la ausencia de flores en el altar, así resaltará más la alegría festiva de la Navidad con los ornamentos blancos y los arreglos florales. No se han de colocar flores, pero sí sería oportuno colocar algunas plantas de interior en el presbiterio. Puede ser muy expresivo, también, una pancarta en un lugar visible del templo, en el atrio y dentro de la iglesia con frases como: "Ven, Señor Jesús', 'Esperamos tu venida', 'Preparemos los caminos del Señor", etc.
 
 La música sólo debería usarse para acompañar los cantos y si en algún caso se tocara música instrumental que sea creadora de un ambiente de serenidad. Antes y después de las celebraciones convendría una ambientación musical con cantos gregorianos de Adviento o música de órgano que mantengan el ambiente discreto y recogido.
 
 También sería conveniente potenciar el tiempo de Adviento como tiempo mariano, en el espíritu de la exhortación “Marialis Cultus”. Ayudaría mucho colocar una imagen de la Virgen con el Niño ya que así se evoca la venida. En el rito de entrada sería conveniente encender progresivamente cada domingo las velas de la corona de Adviento sea en el momento en que habitualmente se encienden los cirios o cuando el sacerdote ha llegado al altar y se sigue cantando el canto de entrada o en el silencio posterior al saludo.
 El cirio puede ser encendido cada semana por diferentes personas, por ejemplo: un niño, una familia, una religiosa, el presidente de la celebración. Hay que cuidar también en este tiempo el canto de entrada, el cual deberá crear el ambiente de la celebración, cantos como: 'Ven, Señor no tardes', "Cielos, lloved vuestra justicia", 'Esperando al Mesías' pueden ser muy oportunos. Este canto es preferible repetirlo los cuatro domingos en vez de cambiarlo perdiendo el sentido creador de atmósfera.
 
 En la liturgia de la Palabra convendría remarcar el primer domingo de Adviento el inicio de un nuevo ciclo de lecturas, para lo cual, aparte de una monición presidencial, puede ayudar la actualización del rito de inauguración del lugar de la Palabra dentro de la Dedicación de una iglesia. El ministro que acompaña al presidente de la celebración o él mismo, lleva el leccionario durante la procesión de entrada y al llegar lo deja sobre el altar, antes de besarlo. Terminada la oración colecta, el presidente va al altar, toma el leccionario y lo lleva al ambón, allí muestra el leccionario al pueblo y dice éstas o palabras semejantes: "iniciamos hoy, como cada año en este domingo, un ciclo de lecturas bíblicas (el Evangelio de... ). Que la Palabra de Dios halle eco en nosotros, cada domingo, para que conozcamos mejor el misterio de Jesús y para que se realice en nosotros la salvación que Dios quiere para todos los hombres".
 
 Luego deja el libro abierto sobre el ambón, va a su sitio y el lector proclama la lectura. El salmo responsorial deberá cantarse, en lo posible, o al menos aprender antífonas propias o apropiadas. El Aleluya debería cantarse los domingos y mejor omitirse los días feriales. Sería también oportuno cantar los cuatro domingos una misma respuesta para la oración de los fieles, la cual podría ser: "Ven, Señor Jesús", "Ven, Señor no tardes más", "Venga a nosotros tu reino". etc.
 
 En la liturgia eucarística sería conveniente hacer en silencio la presentación de los dones o con una melodía suave, en todo caso, mejor sin canto, para resaltar el carácter austero del tiempo y permitir la meditación de los fieles. Sí, por el contrario, convendría cantar la aclamación primera después de la consagración ya que expresa mejor el ansia por la venida del Señor. También conviene en este tiempo que como prolongación de la austeridad en la celebración eucarística se viva una austeridad en la disposición y arreglo del lugar de la Reserva Eucarística.
 
 VIVAMOS EL "ADVIENTO" ... DEL SEÑOR QUE LLEGA
 
 INVOCACIÓN. Adviento o "advenimiento" son palabras que significan tiempo y actitud de espera ... con llegada. Por su fuerza intensiva, no las aplicamos al acontecer rutinario en el que los hombres nos hallamos inmersos, acaso sin emoción y sobresalto... Las reservamos para hablar de acontecimientos altamente deseados y esperados (si reportan bienes) o pavorosamente temidos, si traen consigo males ... Advenimiento altamente deseado y esperado es, para una joven, el día de su desposorio; para una esposa, el de su maternidad; y para un pueblo en guerra, el de su paz. Y advenimiento intensamente temido es, para una familia, el zarpazo de la crisis en sus relaciones hogareñas; y para una economía modesta, la pérdida del puesto de trabajo que garantizaba el pan. ...Invoquemos muchas veces este tipo de "advientos" que salpican de gracia o dolor nuestras vidas, y aprenderemos a valorar otros igualmente fuertes
 
 EXPECTACIÓN. ¡Feliz el hombre que sabe vivir en constante "adviento"! .... Si consideramos atentamente las cosas, los avatares de cada día nos obligan a vivir siempre expectantes, pues, queramos o no, transitamos, de la mañana a la noche, por caminos siempre inacabados... , siempre abiertos a la sorpresa ... Nos hacemos y rehacemos a golpe de sorpresas y esperanzas, sobre todo de sorpresas gratas y de esperanzas fundadas .... ¿No es verdad que, si bien con frecuencia soportamos días grises, y con lágrimas, damos primacía a los advenimientos alegres que muestran el rostro positivo de las cosas...? Del "adviento humano", venturoso, podríamos decir que es tiempo de esperanza firme y de preparación robusta para dar alcance a presas arduas: a un amor difícil, a una amistad profunda, a una actitud solidaria, a una mesa compartid ..
 
 EXPECTACIÓN RELIGIOSA. ¡Feliz el hombre cuyos "advientos humanos" colman sus esperanzas! Pero más feliz todavía aquel cuyos advientos tienen auras de "religiosidad" ..... Miremos al hombre que es creyente. Su adviento, por ser religioso (pues habla de advenimiento de Dios, o de los dioses), es el más bello y sublime que cabe en la escala de las "esperanzas"... Con razón todas las religiones, primitivas o evolucionadas, celebraron su peculiar adviento una y otra vez. A todas les gusta revivir con cierta expectación solemne la cercanía de su Dios (o de sus dioses)... ¡Cómo "suspiramos" todos los mortales por que "advenga" a nuestra vida un Ser Divino de rostro amigable y protector ...
 
 ADVIENTO JUDEO-CRISTIANO Y EXPECTACIÓN SUPREMA.
Todas las religiones celebran su Adviento.... Pero, entre todos los Advientos celebrados, el que proclaman el judaísmo y el cristianismo ofrece singularidades extraordinarias, al calor de una fe que se alimenta en la Palabra y el Amor desbordante de un Dios que es padre del pueblo elegido...
 
 En la tradición judía, YAVÉ, Dios único y creador, se convierte en providencia amorosa y luz que alumbra toda la historia del pueblo elegido a través de Alianzas de fidelidad, Leyes de vida y culto, y Promesas de gracia que recorren los libros del Antiguo Testamento.... Entre esas Promesas, el ventanal del Adviento se abre con un compromiso sagrado y una exigencia: compromiso divino de que Yavé enviará a Israel un MESÍAS LIBERADOR ..; y exigencia al pueblo de que viva a la espera del Mesías, en prolongado Adviento, sin desfallecer .... ¿No es hermosa esta de Israel, pueblo llamado a vivir en permanente Adviento, porque el MESÍAS prometido llegará...? ¡Hermosura es la promesa ! ... Pero no lo es el dolor de la esperanza frustrada... Porque ese Mesías, el prometido, llegó ya; llegó en la plenitud de los tiempos, en JESÚS DE NAZARET....! ¡ Y los suyos no le recibieron....! ... Los judíos recorren todavía hoy el mundo soñando con otros mesías..
 
 En la tradición cristiana, las cosas cambiaron. Nosotros, iluminados por la gracia del Nuevo Testamento, confesamos en Adviento y Navidad que Jesús de Nazaret es el MESÍAS ESPERADO DE ISRAEL y lo adoramos como a tal ... Por eso hacemos un Adviento jubiloso que colma toda expectación..! Nosotros creemos que Jesús es el Hijo del Padre, y que el Padre, por amor, nos le envió a compartir con nosotros la tienda de la vida, haciéndose Niño en las entrañas de la virgen María.... En la fe, aceptamos que el Mesías anunciado, Dios Hijo, ya se vistió de nuestra naturaleza y se hizo apto para sentir, imaginar, amar, sufrir, reir, llorar... como nosotros ..... Gocémonos en ello .
 
 ¡Adviento! ¡Adviento! ... ¡Seas para nosotros esperanza, acogida y escucha del mensaje del Mesías que viene a transformar el mundo por el Amor ...! ¡Ven, Señor, no tardes!

EL CONCILIO VATICANO II: 50 AÑOS DESPUÉS UNA CLAVE DE LECTURA


Padre Raniero Cantalamessa

1. El Concilio: hermenéutica de la ruptura y de la continuidad

 En esta meditación querría reflexionar sobre el segundo motivo de celebración de este año: el 50º aniversario del Concilio Vaticano II.

 En las últimas décadas se han multiplicado los intentos de trazar un balance de los resultados del Concilio Vaticano II . No es el caso de continuar en esta línea, ni, por otra parte, lo permitiría el tiempo a disposición. Paralelamente a estas lecturas analíticas ha existido, desde los años mismos del Concilio, una evaluación sintética, o en otras palabras, la investigación de una clave de lectura del acontecimiento conciliar. Yo quisiera insertarme en este esfuerzo e intentar, incluso, una lectura de las distintas claves de lectura.

 Fueron básicamente tres: actualización, ruptura, novedad en la continuidad. Juan XXIII, al anunciar al mundo el concilio, usó repetidamente la palabra «aggiornamento = actualización», que gracias a él entró en el vocabulario universal. En su discurso de apertura del Concilio dio una primera explicación de lo que entendía con este término:

«El Concilio Ecuménico XXI quiere transmitir la doctrina católica pura e íntegramente, sin atenuaciones ni deformaciones, [...]. Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que recorre la Iglesia desde hace veinte siglos [...]. Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo» .

Sin embargo, a medida que progresaban los trabajos y las sesiones del Concilio, se delinearon dos facciones opuestas según que, de las dos necesidades expresadas por el Papa, se acentuara la primera o la segunda: es decir, la continuidad con el pasado, o la novedad respecto de éste. En el seno de estos últimos, la palabra aggiornamento terminó siendo sustituida por la palabra ruptura. Pero con un espíritu y con intenciones muy diferentes, dependiendo de su orientación. Para el ala llamada progresista, se trataba de una conquista que había que saludar con entusiasmo; para el frente opuesto, se trataba de una tragedia para toda la Iglesia.

 Entre estos dos frentes —coincidentes en la afirmación del hecho, pero opuestos en el juicio sobre él—, se sitúa la posición del Magisterio papal que habla de «novedad en la continuidad». Pablo VI, en la Ecclesiam suam, retoma la palabra aggiornamento de Juan XXIII, y dice que la quiere tener presente como «dirección programática» . Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II confirmó el juicio de su predecesor y, en varias ocasiones, se expresó en la misma línea. Pero ha sido sobre todo el actual papa Benedicto XVI el que ha explicado qué entiende el Magisterio de la Iglesia por «novedad en la continuidad». Lo hizo pocos meses después de su elección, en el famoso discurso programático a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005. Escuchemos algunos pasajes:
«Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos. Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. […] A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma».

Benedicto XVI admite que ha habido una cierta discontinuidad y ruptura, pero ésta no afecta a los principios y a las verdades a la base de la fe cristiana, sino a algunas decisiones históricas. Entre éstas enumera la situación de conflictividad que se ha creado entre la Iglesia y el mundo moderno, que culminó con la condena en bloque de la modernidad bajo Pío IX, pero también situaciones más recientes, como la creada por los avances de la ciencia, por la nueva relación entre las religiones con las implicaciones que ello tiene para el problema de la libertad de conciencia; no en último lugar, la tragedia del Holocausto que imponía un replanteamiento de la actitud hacia el pueblo judío.
«Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción. Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma».
Si del plano axiológico, es decir, el de los principios y valores, pasamos al plano cronológico, podríamos decir que el Concilio representa una ruptura y una discontinuidad respecto al pasado próximo de la Iglesia, y representa, en cambio, una continuidad con respecto a su pasado remoto. En muchos puntos, sobre todo en el punto central que es la idea de Iglesia, el Concilio ha querido realizar una vuelta a los orígenes, a las fuentes bíblicas y patrísticas de la fe.

 La lectura del Concilio hecha propia por el Magisterio, es decir, la de la novedad en la continuidad, tuvo un precursor ilustre en el Ensayo sobre desarrollo de la doctrina cristiana del cardinal Newman, definido a menudo, también por esto, como «el Padre ausente del Vaticano II». Newman demuestra que, cuando se trata de una gran idea filosófica o de una creencia religiosa, como es el cristianismo,
«no se pueden juzgar desde sus inicios sus virtualidades y metas a las que tiende. [...]. Según las nuevas relaciones que tenga, surgen peligros y esperanzas y aparecen principios antiguos bajo forma nueva. Ella muda junto con ellos para permanecer siempre idéntica a sí misma. En un mundo sobrenatural las cosas van de otra forma, pero aquí en la tierra vivir es cambiar, y la perfección es el resultado de muchas transformaciones» .

San Gregorio Magno anticipaba, de algún modo, esta convicción cuando afirmaba que la Escritura cum legentibus crescit, «crece con aquellos que la leen» ; es decir, crece a fuerza de ser leída y vivida, a medida que surgen nuevas solicitudes y nuevos desafíos por la historia. La doctrina de la fe cambia, por tanto, pero para permanece fiel a sí misma; muda en las coyunturas históricas, para no cambiar en la sustancia, como decía Benedicto XVI.

 Un ejemplo banal, pero indicativo, es el de la lengua. Jesús hablaba la lengua de su tiempo; no el hebreo, que era la lengua noble y de las Escrituras (¡el latín del tiempo!), sino el arameo hablado por la gente. La fidelidad a este dato inicial no podía consistir, y no consistió, en seguir hablando en arameo a todos los futuros oyentes del Evangelio, sino en hablar griego a los griegos, latín a los latinos, armenio a los armenios, copto a los coptos, y así siguiendo hasta nuestros días. Como decía Newman, es precisamente cambiando como a menudo se es fiel al dato originario.

2. La carta mata, el espíritu de la vita

 Con todo el respeto y la admiración debidos a la inmensa y pionera contribución del cardenal Newman, a distancia de un siglo y medio de su ensayo y con lo que el cristianismo ha vivido entretanto, no se puede, sin embargo, dejar de señalar también una laguna en el desarrollo de su argumento: la casi total ausencia del Espíritu Santo. En la dinámica del desarrollo de la doctrina cristiana, no se tiene en cuenta suficientemente: el papel preponderante que Jesús había reservado al Paráclito en la revelación de esas verdades que los apóstoles no podían entender en el momento y para conducir a la Iglesia «a la verdad plena» (Jn 16, 12-13).

 ¿Qué es lo que permite hablar de novedad en la continuidad, de permanencia en el cambio, si no es precisamente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Lo había entendido perfectamente san Ireneo cuando afirma que la revelación es como un «depósito precioso contenido en una vasija valiosa que, gracias al Espíritu de Dios, rejuvenezca siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que lo contiene» . El Espíritu Santo no dice palabras nuevas, no crea nuevos sacramentos, nuevas instituciones, pero renueva y vivifica constantemente las palabras, los sacramentos y las instituciones creadas por Jesús. No hace cosas nuevas, pero, ¡hace nuevas las cosas!

 La insuficiente atención al papel del Espíritu Santo explica muchas de las dificultades que se han creado en la recepción del Concilio Vaticano II. La tradición, en nombre de la cual algunos han rechazado el concilio, era una Tradición donde el Espíritu Santo no jugaba ningún papel. Era un conjunto de creencias y prácticas fijado una vez para siempre, no la onda de la predicación apostólica que avanza y se propaga en los siglos y que, como toda onda, sólo se puede captar en movimiento.

Congelar la Tradición y hacerla partir o terminar en un cierto punto, significa hacer de ella una tradición muerta y no como la define Ireneo, una «Tradición viva». Charles Péguy expresa, como poeta, esta gran verdad teológica:

«Jesús no nos ha dado palabras muertas
que nosotros debamos encerrar en pequeñas cajas (o en grandes),
y que debamos conservar en aceite rancio…
Como las momias de Egipto.
Jesucristo, niña,
no nos ha dado conservas de palabras que haya que conservar.
Sino que nos ha dado palabras vivas para alimentar…
De nosotros depende, enfermos y carnales,
hacer vivir, alimentar y mantener vivas en el tiempo
esas palabras pronunciadas vivas en el tiempo» .

En seguida hay que decir, sin embargo, que también en el lado del extremismo opuesto las cosas no iban de modo distinto. Aquí se hablaba gustosamente del «espíritu del Concilio», pero no se trataba, lamentablemente, del Espíritu Santo. Por «espíritu del Concilio» se entendía ese mayor impulso, valentía innovadora, que no habría podido entrar en los textos del Concilio por las resistencias de algunos y de los compromisos necesarios entre las partes.

 Querría tratar ahora de explicar lo que me parece que es la verdadera clave de lectura neumatológica del Concilio, es decir, cuál es el papel del Espíritu Santo en la actuación del Concilio. Retomando un pensamiento audaz de san Agustín a propósito del dicho paulino sobre la letra y el espíritu (2 Cor 3,6) San Tomás de Aquino escribe:

«Por letra se entiende cualquier ley escrita que queda fuera del hombre, también los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por lo cual también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia de la fe que sana» .

En el mismo contexto, el santo Doctor afirma: «La ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los creyentes» . Los preceptos del Evangelio son también la nueva ley, pero en sentido material, en cuanto al contenido; la gracia del Espíritu Santo es la ley nueva en sentido formal, porque da la fuerza para poner en práctica los mismos preceptos evangélicos. Es la que Pablo define como «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rom 8, 2),

 Éste es un principio universal que se aplica a cualquier ley. Si incluso los preceptos evangélicos, sin la gracia del Espíritu Santo, serían «letra que mata», ¿qué decir de los preceptos de la Iglesia, y qué decir, en nuestro caso, de los decretos del Concilio Vaticano II? La «implementación», o la aplicación del Concilio no tiene lugar, por lo tanto, de manera inmediata, no hay que buscarla en la aplicación literal y casi mecánica del Concilio, sino «en el Espíritu», entendiendo con ello el Espíritu Santo y no un vago «espíritu del concilio» abierto a cualquier subjetivismo.

 El Magisterio papal fue el primero en reconocer esta exigencia. Juan Pablo II, en 1981, escribía:
«Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha propuesto e iniciado tan providencialmente —renovación que debe ser al mismo tiempo “puesta al día” y consolidación en lo que es eterno y constitutivo para la misión de la Iglesia— no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su virtud» .

3. ¿Dónde buscar los frutos del Vaticano II

 ¿Ha existido, en realidad, esto «nuevo Pentecostés»? Un conocido estudioso de Newman, Ian Ker, ha puesto de relieve la contribución que él puede dar, además de al desarrollo del Concilio, también a la comprensión del post-Concilio . A raíz de la definición de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I en 1870, el cardinal Newman fue llevado a hacer una reflexión general sobre los concilios y sobre el sentido de sus definiciones. Su conclusión fue que los concilios pueden tener a menudo efectos no pretendidos en el momento por aquellos que participaron en ellos. Estos pueden ver mucho más en ellos, o mucho menos, de lo que sucesivamente producirán tales decisiones.

 De este modo, Newman no hacía más aplicar a las definiciones conciliares el principio del desarrollo que había explicado a propósito de la doctrina cristiana en general. Un dogma, toda gran idea, no se comprende plenamente si no después de que se han visto las consecuencias y los desarrollos históricos; después de que el río —por usar su imagen— desde el terreno accidentado que lo ha visto nacer, descendiendo, encuentra finalmente su lecho más amplio y profundo .

 Ocurrió así a la definición de la infalibilidad papal que en el clima encendido del momento pareció a muchos que contenía mucho más de lo que, de hecho, la Iglesia y el Papa mismo dedujeron de ella. No hizo ya inútil cualquier futuro concilio ecuménico, como alguno temió o esperó en el momento: el Vaticano II es la confirmación .

 Todo esto encuentra una singular confirmación en el principio hermenéutico de Gadamer de la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte), según el cual para comprender un texto es preciso tener en cuenta los efectos que haya producido en la historia, al integrarse en esta historia y dialogando con ella . Es lo que sucede de forma ejemplar en la lectura espiritual de la Escritura. Ella no explica el texto sólo a la luz de lo que lo ha precedido, como hace la lectura histórico-filológica con la investigación de las fuentes, sino también a la luz de lo que lo ha seguido; explica la profecía a la luz de su realización en Cristo, el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo.

 Todo esto arroja una singular luz sobre el tiempo del post-Concilio. También aquí las verdaderas realizaciones se sitúan quizás en una parte diferente hacia la que nosotros mirábamos. Nosotros mirábamos al cambio en las instituciones, a una diferente distribución del poder, a la lengua a utilizar en la liturgia, y no nos dábamos cuenta de lo pequeñas que eran estas novedades en comparación con lo que el Espíritu Santo estaba obrando.

 Hemos pensado romper con nuestras manos los odres viejos y nos hemos dado cuenta de que eran más resistentes y duros que nuestras manos, mientras que Dios nos ofrecía su método de romper los odres viejos, que consiste en poner en ellos el vino nuevo. Quería renovarlos desde dentro, espontáneamente, no asaltándolos desde el exterior.

 A la pregunta de si ha habido un nuevo Pentecostés, se debe responder sin vacilación: ¡Sí! ¿Cuál es su signo más convincente? La renovación de la calidad de vida cristiana, allí donde este Pentecostés ha sido acogido. Todos están de acuerdo en considerar como el hecho más nuevo y más significativo del Vaticano II los dos primeros capítulos de la Lumen gentium, donde se define a la Iglesia como sacramento y como pueblo de Dios en camino bajo la guía del Espíritu Santo, animada por sus carismas, bajo la guía de la jerarquía. La Iglesia como misterio y no solamente institución. Juan Pablo II ha lanzado nuevamente esta visión haciendo de su aplicación el compromiso prioritario en el momento de entrar en el nuevo milenio .

 Nos preguntamos: ¿de dónde ha pasado esta imagen de Iglesia de los documentos a la vida? ¿Dónde ha tomado «carne y sangre» ? ¿Dónde se vive la vida cristiana según «la ley del Espíritu», con alegría y convicción, por atracción y no por coacción? ¿Dónde se tiene la palabra de Dios en gran honor, se manifiestan los carismas y es más sentida el ansia por una nueva evangelización y por la unidad de los cristianos?

 La respuesta ultima a esta pregunta sólo la conoce Dios, pues se trata de un hecho interior que acontece en el corazón de las personas. Tendríamos que decir del nuevo Pentecostés lo que Jesus decía del reino de Dios: “Ni se dirá: Vedlo aquí o allá, porque, mirad, el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,21). Sin embargo, es posible discernir algunos signos, ayudados también por la sociología religiosa que se ocupa de estos fenómenos. Desde este punto de vista, la respuesta que se da a aquella pregunta desde varias partes es: ¡en los movimientos eclesiales!

 Pero hay que precisar una cosa en seguida. De los movimientos eclesiales forman parte, si no en la forma sí en la sustancia, también esas parroquias y comunidades nuevas, donde se vive la misma koinonia y la misma calidad de vida cristiana. Desde este punto de vista, movimientos, parroquias y comunidades espontáneas no deben ser vistos en oposición o en competencia entre sí, sino unidos en la realización, en contextos diferentes, de un mismo modelo de vida cristiana. Entre ellas se deben enumerar también las denominadas «comunidades de base», al menos aquellas en las que el factor político no ha tomado la ventaja al factor religioso.

 Sin embargo, es necesario insistir en el nombre correcto: movimientos «eclesiales», no movimientos «laicales». La mayor parte de ellos están formados, no por uno solo, sino por todos los componentes eclesiales: laicos, ciertamente, pero también obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas. Representan el conjunto de los carismas, el «pueblo de Dios» de la Lumen gentium. Sólo por razones prácticas (porque ya existe la Congregación del clero y la de los religiosos) se ocupa de ellos el «Pontificio Consejo de los laicos».

Juan Pablo II veía en estos movimientos y comunidades parroquiales vivas «los signos de una nueva primavera de la Iglesia» . En el mismo sentido se ha expresado, en varias ocasiones, el papa Benedicto XVI. En la homilía de la Misa crismal del Jueves Santo de 2012 dijo:
«Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo».

Hablando de los signos de un nuevo Pentecostés, no se puede dejar de mencionar en particular, aunque sólo fuera por la amplitud del fenómeno, a la Renovación Carismática, o Renovación en el Espíritu. Cuando, por primera vez, en 1973, uno de los artífices mayores del Vaticano II, el cardinal Suenens, oyó hablar del fenómeno, estaba escribiendo un libro titulado El Espíritu Santo, fuente de nuestras esperanzas, y esto es lo que relata en sus memorias:

«Dejé de escribir el libro. Pensé que era una cuestión de la más elemental coherencia prestar atención a la acción del Espíritu Santo, por lo que pudiera manifestarse de manera sorprendente. Estaba particularmente interesado en la noticia del despertar de los carismas, por cuanto el Concilio había invocado un despertar semejante».

Y esto es lo que escribió después de haber comprobado en persona y vivido desde dentro dicha experiencia, compartida mas tarde por millones de otras personas:

«De repente, san Pablo y los Hechos de los apóstoles parecían hacerse vivos y convertirse en parte del presente; lo que era auténticamente verdad en el pasado, parece que ocurre de nuevo ante nuestros ojos. Es un descubrimiento de la verdadera acción del Espíritu Santo que siempre está actuando, tal como Jesús mismo prometió. Él mantiene su palabra. Es de nuevo una explosión del Espíritu de Pentecostés, una alegría que se había hecho desconocida para la Iglesia» .

Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades no realizan por cierto todas las potencialidades y las esperas del Concilio, pero responden a la mas importante de ellas, al menos a los ojos de Dios. No son libres de debilidades humanas y a veces de fracasos, pero ¿cual grande novedad ha hecho su aparición en la historia de la Iglesia de manera diferente? ¿No pasó lo mismo cuando, en el siglo XIII, hicieron su aparición las ordenes mendicantes? También en esta ocasión fueron los Romanos pontífices, sobre todo Inocencio III, quienes por primeros acogieron la novedad del momento y animaron el resto del episcopado a hacer lo mismo.

4. Una promesa cumplida

 Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es el significado del Concilio, entendido como el conjunto de los documentos producidos por él, la Dei Verbum, la Lumen gentium, Nostra aetate, etc.? ¿Los dejaremos de lado para esperar todo del Espíritu? La respuesta está contenida en la frase con la que Agustín resume la relación entre la ley y la gracia: «La ley fue dada para que se buscara la gracia y la gracia fue dada para que se observara la ley» .

Por tanto, el Espíritu no dispensa de valorar también la letra, es decir, los decretos del Vaticano II; al contrario, es precisamente él quien empuja a estudiarlos y a ponerlos en práctica. Y, de hecho, fuera del ámbito escolar y académico donde ellos son materia de debate y de estudio, es precisamente en las realidades eclesiales recordadas anteriormente donde son tenidos en mayor consideración.
Lo he experimentado yo mismo. Yo me liberé de los prejuicios contra los judíos y contra los protestantes, acumulados durante los años de formación, no por haber leído Nostra aetate, sino por haber hecho yo también, en mi pequeñez y por mérito de algunos hermanos, la experiencia del nuevo Pentecostés. Después descubrí Nostra aetate, igual que descubrí la Dei Verbum después de que el Espíritu hizo nacer en mí el gusto por la palabra de Dios y el deseo di evangelizar. Pero yo sé que el movimiento es en los dos sentidos: algunos de la letra ha sido empujados a buscar el Espíritu, otros del Espíritu han sido empujados a observar la ley.

 El poeta Thomas S. Eliot escribió unos versos que nos pueden iluminar en el sentido de las celebraciones de los 50 años del Vaticano II:

«No debemos detenernos en nuestra exploración
y el fin de nuestro explorar
será llegar allí de donde hemos partido
y conocer el lugar por primera vez» .

Después de muchas exploraciones y controversias, somos reconducidos también nosotros a allí de donde hemos partido, es decir, al acontecimiento del Concilio. Pero todo el trabajo alrededor de él no ha sido en vano porque, en el sentido más profundo, sólo ahora estamos en condiciones de «conocer el lugar por primera vez», es decir, de valorar su verdadero significado, desconocido para los mismos Padres del concilio.

 Esto permite decir que el árbol crecido desde el Concilio es coherente con la semilla de la que ha nacido. En efecto, ¿de qué ha nacido el acontecimiento del Vaticano II? Las palabras con las que Juan XXIII describe la conmoción que acompañó «el repentino florecer en su corazón y en sus labios de la simple palabra concilio» , tienen todos los signos de una inspiración profética. En el discurso de clausura de la primera sesión habló del Concilio como de «un nuevo y deseado Pentecostés, que enriquecerá abundantemente a la Iglesia de energías espirituales» .

A 50 años de distancia sólo podemos constatar el pleno cumplimiento por parte de Dios de la promesa hecha a la Iglesia por boca de su humilde servidor, el beato Juan XXIII. Si hablar de un nuevo Pentecostés nos parece que es por lo menos exagerado, vistos todos los problemas y las controversias surgidos en la Iglesia después y a causa del Concilio, no debemos hacer otra cosa que ir a releer los Hechos de los apóstoles y constatar cómo no faltaron problemas y controversias ni siquiera después del primer Pentecostés. ¡Y no menos encendidos que los de hoy!

 [Traducción de Pablo Cerve

Cf. Il Concilio Vaticano II. Recezione e attualità alla luce del Giubileo [R. FISICHELLA ed.] (Ed. San Paolo 2000).
2 Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio, 6,5.
3 Pablo VI, Encíclica Ecclesiam suam, 52; cf. también Insegnamenti di Paolo VI, vol. IX (1971) 318.
4 Juan Pablo II, Audiencia general del 1 agosto de 1979.
5 J.H. Newman, Lo sviluppo della dottrina cristiana (Bologna, Il Mulino 1967) 46s. [trad. esp: Ensayo sobre desarrollo de la doctrina cristiana (Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1998)].
6 S. Gregorio Magno, Comentario a Job XX, 1: CCL 143 A, 1003.
7 S. Ireneo, Adv. Haer., III, 24,1.
8 Ch. Péguy, Le Porche du mystère de la deuxième vertu (La Pléiade, París 1975) 588s. [trad. esp. El pórtico del misterio de la segunda virtud (Encuentro, Madrid 1991)].
9Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 106, a. 2.
10Ibid., q. 106, a. 1; cf. ya Agustín, De Spiritu et littera, 21, 36.
11 Juan Pablo II, Carta apostólica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981: AAS 73 (1981) 515-527.
12 I. Ker, «Newman, the Councils, and Vatican II»: Communio. International Catholic Review (2001) 708-728.
13 Newman, op. cit. 46.
14Un ejemplo, en mi opinión, aún más claro es lo que ocurrió con el concilio ecuménico de Éfeso del año 431. La definición de María como la Theotokos, Madre de Dios, en las intenciones del concilio y sobre todo de su promotor san Cirilo de Alejandría, debía servir únicamente para afirmar la unidad de persona de Cristo. De hecho, dio pie a la inmensa floración de devoción a la Virgen y a la construcción de las primeras basílicas en su honor, entre las cuales está la de Santa María la Mayor, en Roma. La unidad de persona de Cristo fue definida en otro contexto y de manera más equilibrada, en el concilio de Calcedonia del año 451.
15Cf. H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode (Tubinga 1960) [trad. esp. Verdad y método (Sígueme, Salamanca, 2012)].
16Novo millennio ineunte, 42 ss.
17 I. Ker, art. cit. 727.
18Novo millennio ineunte, 46.
19 L.-J. Suenens, Memories and Hopes (Veritas, Dublín 1992) 267.
20 Agustín, De Spiritu et littera, 19, 34.