Anglocatólico

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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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jueves, 28 de febrero de 2013

ENCUENTRO DE BENEDICTO XVI CON LOS PÁRROCOS Y EL CLERO DE ROMA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI
Jueves 14 de febrero 2013
Señor Cardenal,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio


Para mí es un don especial de la Providencia el poder ver aún a mi clero, el clero de Roma, antes de abandonar el ministerio petrino. Es siempre una gran alegría ver que la Iglesia vive, cómo está viva en Roma; hay pastores que guían la grey del Señor en el espíritu del Pastor Supremo. Es un clero realmente católico, universal, y esto se corresponde con la esencia de la Iglesia de Roma: llevar en sí misma la universalidad, la catolicidad de todas las naciones, de todas las razas, de todas las culturas. Al mismo tiempo, estoy muy agradecido al Cardenal Vicario, que ayuda a despertar, a encontrar las vocaciones en la misma Roma, puesto que, si por un lado Roma debe ser la ciudad de la universalidad, también debe ser una ciudad con una fe fuerte y robusta, de la cual surgen también vocaciones. Y estoy convencido de que, con la ayuda del Señor, podemos encontrar las vocaciones que él mismo nos da, guiarlas y ayudarlas a madurar, para que puedan así servir en el trabajo en la viña del Señor.

Hoy habéis profesado el Credo ante la tumba de San Pedro: me parece un acto muy apropiado en el Año de la fe, tal vez necesario, que el clero de Roma se reúna en la tumba del apóstol al que el Señor le dijo: «Te encomiendo mi Iglesia. Sobre ti edifico mi Iglesia» (cf. Mt 16,18-19). Ante el Señor, y junto con Pedro, habéis confesado: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (cf. Mt 16,15-16). Así es como crece la Iglesia: junto a Pedro, confesando a Cristo, siguiendo a Cristo. Y hagamos siempre así. Estoy muy agradecido por vuestras oraciones, que he sentido— como dije el miércoles— casi físicamente. Aunque ahora me retiro, estoy siempre cerca de todos vosotros en la oración, y estoy seguro de que también vosotros estaréis cercanos a mí, aunque para el mundo estaré oculto.

Dadas las condiciones de mi edad, no he podido preparar un grande y verdadero discurso, como podría esperarse; pienso más bien en una pequeña charla sobre el Concilio Vaticano II, tal como yo lo he visto. Comienzo con una anécdota: en el año 59, yo había sido nombrado profesor de la Universidad de Bonn, donde asisten los estudiantes, los seminaristas de la diócesis de Colonia y de otras diócesis vecinas. Por tanto, tuve contactos con el arzobispo de Colonia, el cardenal Frings. El Cardenal Siri, de Génova —en el año 61, creo— organizó una serie de conferencias de diversos cardenales sobre el Concilio, e invitó también al arzobispo de Colonia a dar una de las conferencias, con el título: El Concilio y el mundo del pensamiento moderno.

El cardenal me invitó —al más joven de los profesores— a que le escribiera un borrador; el proyecto le gustó, y presentó al público de Génova el texto tal como yo lo había escrito. Poco después, el Papa Juan le llamó para que fuera a verle, y el cardenal estaba lleno de miedo, porque tal vez había dicho algo incorrecto, falso, y se le llamaba para un reproche, incluso para retirarle la púrpura. Sí, cuando su secretario le vestía para la audiencia, dijo el cardenal: «Tal vez llevo ahora esta vestimenta por última vez». Después entró, y el Papa Juan se acerca, lo abraza, y le dice: «Gracias, Eminencia, usted ha dicho lo que yo quería decir, pero no encontraba las palabras apropiadas». Así, el cardenal sabía que estaba en el camino correcto y me invitó a ir con él al Concilio; primero como su experto personal y después, durante el primer periodo —en noviembre de 1962, me parece—, fui nombrado también perito oficial del Concilio.

Así pues, fuimos al Concilio no sólo con alegría, sino con entusiasmo. Había una expectativa increíble. Esperábamos que todo se renovase, que llegara verdaderamente un nuevo Pentecostés, una nueva era de la Iglesia, porque la Iglesia era aún bastante robusta en aquel tiempo, la práctica dominical todavía buena, las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa ya se habían reducido algo, pero aún eran suficientes. No obstante, se sentía que la Iglesia no avanzaba, se reducía; que parecía una realidad del pasado y no la portadora del futuro. Y, en aquel momento, esperábamos que esta relación se renovara, cambiara; que la Iglesia fuera de nuevo una fuerza del mañana y una fuerza del hoy. Y sabíamos que la relación entre la Iglesia y el periodo moderno, desde el principio, era un poco contrastante, comenzando con el error de la Iglesia en el caso de Galileo Galilei; se pensaba corregir este comienzo equivocado y encontrar de nuevo la unión entre la Iglesia y las mejores fuerzas del mundo, para abrir el futuro de la humanidad, para abrir el verdadero progreso. Estábamos, pues, llenos de esperanza, de entusiasmo, y también de ganas de hacer nuestra parte para ello. Me acuerdo que se consideraba el Sínodo Romano como un modelo negativo. Se decía —no sé si era cierto— que habían leído en la Basílica de San Juan los textos ya preparados, y que los miembros del Sínodo habían aclamado, aprobado aplaudiendo, y así se había celebrado el Sínodo. Los obispos dijeron: «No, no hagamos así. Somos obispos, y somos nosotros mismos el sujeto del Sínodo; no queremos únicamente aprobar lo que se ha hecho, sino que queremos ser el sujeto, los portadores del Concilio. Así, hasta el cardenal Frings, famoso por su fidelidad absoluta al Santo Padre, casi escrupulosa, dijo en este caso: «Estamos aquí con otra función. El Papa nos ha convocado para ser como Padres, para ser Concilio ecuménico, un sujeto que renueve la Iglesia. Así queremos asumir este encargo nuestro».

Esta actitud se manifestó inmediatamente en el primer momento, el primer día. En este primer día estaba prevista la elección de las Comisiones, y se habían preparado las listas y los nombres, de manera —se intentaba— imparcial; y se debían votar estas listas. Pero los Padres dijeron inmediatamente: «No, no queremos simplemente votar listas ya preparadas. Nosotros somos el sujeto». Entonces se tuvieron que aplazar las elecciones, porque los Padres mismos querían conocerse un poco, querían preparar ellos mismos las listas. Y así se hizo. El cardenal Lienart de Lille, el cardenal Frings de Colonia, habían dicho públicamente: «Así no. Queremos hacer nuestras listas y elegir a nuestros candidatos». No era un acto revolucionario, sino un acto de conciencia, de responsabilidad por parte de los Padres Conciliares.
Comenzó así una intensa actividad para conocerse unos a otros, horizontalmente, algo que no se dejó al azar. En el «Collegio dell’Anima», donde me alojaba, tuvimos muchas visitas. El Cardenal era muy conocido, y vimos cardenales de todo el mundo. Me acuerdo bien de la figura alta y delgada de monseñor Etchegaray, que era Secretario de la Conferencia Episcopal Francesa, de los encuentros con los cardenales, etc. Después, esto se hizo típico durante todo el Concilio: pequeños encuentros transversales. Así conocí a grandes figuras, como el Padre de Lubac, Daniélou, Congar, y otros. Conocimos diversos obispos; recuerdo particularmente al obispo Elchinger, de Estrasburgo, y así sucesivamente. Esta fue una experiencia de la universalidad de la Iglesia y de la realidad concreta de la Iglesia, que no recibe simplemente imperativos desde arriba, sino que crece y va adelante, naturalmente bajo la dirección del Sucesor de Pedro.

Como ya he dicho, todos venían con grandes expectativas; pero nunca se había celebrado un Concilio de estas dimensiones, y no todos sabían cómo proceder. Los más preparados —aquellos, digamos, con intenciones más definidas—, eran el episcopado francés, alemán, belga, holandés: la llamada «alianza renana».Y, en la primera parte del Concilio, eran ellos los que indicaban el rumbo; después se amplió rápidamente la actividad y todos participaban cada vez más en la creatividad del Concilio. Los franceses y los alemanes tenían diversos intereses en común, aunque con matices bastante diferentes. El primer objetivo, inicial, simple —aparentemente simple— era la reforma de la liturgia, que había comenzado ya con el Papa Pío XII, reformando la Semana Santa; el segundo, la eclesiología; el tercero, la Palabra de Dios, la Revelación y, finalmente, también el ecumenismo. Mucho más que los alemanes, los franceses tenían también el problema de tratar la situación de las relaciones entre la Iglesia y el mundo.

Comencemos con el primero. Tras la Primera Guerra Mundial, había ido creciendo precisamente en Europa Central y Occidental el movimiento li­túrgico, un redescubrimiento de la ri­queza y profundidad de la liturgia, que hasta entonces estaba casi encerrada en el Misal Romano del sacerdote, mientras que el pueblo rezaba con sus propios libros de oraciones, compuestos según el corazón de la gente; se trataba de este modo de traducir el alto contenido, el lenguaje elevado de la liturgia clásica, en palabras más emotivas, más cercanas al corazón del pueblo. Pero eran como dos liturgias paralelas: el sacerdote con los monaguillos, que celebraba la Misa según el Misal, y al mismo tiempo los laicos, que rezaban en la Misa con sus libros de oración, sabiendo básicamente lo que se hacía en el altar. Pero ahora se había redescubierto precisamente la belleza, la profundidad, la riqueza histórica, humana y espiritual del Misal, y la necesidad de que no fuera sólo un representante del pueblo, un pequeño monaguillo, el que dijera: «Et cum spiritu tuo»..., sino que hubiera realmente un diálogo entre el sacerdote y el pueblo; que la liturgia del altar y la liturgia de la gente fuera realmente una única liturgia, una participación activa; que la riqueza llegara al pueblo. Y así la liturgia se ha redescubierto, se ha renovado.

Ahora, en retrospectiva, creo que fue muy acertado comenzar por la liturgia. Así se manifiesta la primacía de Dios, la primacía de la adoración: «Operi Dei nihil praeponatur». Esta sentencia de la Regla de san Benito (cf. 43,3) aparece así como la suprema regla del Concilio. Alguno criticaba que el Concilio hablara de muchas cosas, pero no de Dios. Pero sí que habló de Dios. Y su primer y sustancial acto fue hablar de Dios y abrir a todos, al pueblo santo por entero, a la adoración de Dios en la celebración común de la liturgia del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En este sentido, más allá de los aspectos prácticos que desaconsejaban iniciar de inmediato con temas polémicos, digamos que fue realmente providencial el que en los comienzos del Concilio estuviera la liturgia, estuviera Dios, estuviera la adoración. No quisiera entrar ahora en los detalles de la discusión, pero siempre vale la pena volver, más allá de las aplicaciones prácticas, al Concilio mismo, a su profundidad y a sus ideas esenciales.

Diría que había varias: sobre todo el Misterio pascual como centro del ser cristiano, y por tanto de la vida cristiana, del año, del tiempo cristiano, expresado en el tiempo pascual y en el domingo, que siempre es el día de la Resurrección. Siempre recomenzamos nuestro tiempo con la Resurrección, con el encuentro con el Resucitado y, a partir del encuentro con el Resucitado, vamos al mundo. En este sentido, es una pena que actualmente el domingo se haya transformado en el fin de semana, cuando es la primera jornada, es el inicio; interiormente debemos tener presente esto: que es el inicio, el inicio de la Creación, el inicio de la recreación en la Iglesia, encuentro con el Creador y con Cristo Resucitado. También este doble contenido del domingo es importante: es el primer día, o sea, fiesta de la Creación: estamos en el fundamento de la Creación, creemos en el Dios Creador; y es encuentro con el Resucitado, que renueva la Creación; su verdadero objetivo es crear un mundo que sea respuesta al amor de Dios.

También había algunos principios: la inteligibilidad, en lugar de quedar encerrados en una lengua desconocida, no hablada, y también la participación activa. Lamentablemente, estos principios también se han malentendido. Inteligibilidad no quiere decir banalidad, porque los grandes textos de la liturgia —aunque se hablen, gracias a Dios, en lengua materna— no son fácilmente inteligibles; necesitan una formación permanente del cristiano para que crezca y entre cada vez con mayor profundidad en el misterio y así pueda comprender. Y también la Palabra de Dios. Cuando pienso día tras día en la lectura del Antiguo Testamento, y también en la lectura de las epístolas paulinas, de los evangelios, ¿quién podría decir que entiende inmediatamente sólo porque está en su propia lengua? Sólo una formación permanente del corazón y de la mente puede realmente crear inteligibilidad y una participación que es más que una actividad exterior, que es un entrar de la persona, de mi ser, en la comunión de la Iglesia, y así en la comunión con Cristo.

Segundo tema: la Iglesia. Sabemos que el Concilio Vaticano I había sido interrumpido a causa de la guerra franco-alemana y así permaneció con una unilateralidad, con un fragmento, porque la doctrina sobre el primado —que se definió, gracias a Dios, en aquel momento histórico para la Iglesia, y fue muy necesaria para el tiempo sucesivo— era sólo un elemento en una eclesiología más vasta, prevista, preparada. Así que había quedado sólo el fragmento. Y se podía decir: si el fragmento permanece tal como está, tendemos a una unilateralidad: la Iglesia sería sólo el primado. Por tanto ya desde el principio existía esta intención de completar la eclesiología del Vaticano I, en una fecha que había que encontrar, para una eclesiología completa. También aquí las condiciones parecían muy buenas porque, tras la primera guerra mundial, había renacido el sentido de la Iglesia en un modo nuevo. Romano Guardini dijo: «En las almas empieza a despertarse la Iglesia», y un obispo protestante hablaba del «siglo de la Iglesia». Se redescubría sobre todo el concepto, previsto también por el Vaticano I, del Cuerpo Místico de Cristo. Se quería decir y entender que la Iglesia no es una organización, algo estructural, jurídico, institucional —también es esto—, sino que es un organismo, una realidad vital, que entra en mi alma, de manera que yo mismo, precisamente con mi alma creyente, soy elemento constructivo de la Iglesia como tal. En este sentido, Pío XII había escrito la Encíclica Mystici Corporis Christi como un paso para completar la eclesiología del Vaticano I.

Diría que la discusión teológica de los años 30-40, también de los 20, estaba completamente bajo este signo de la palabra «Mystici Corporis». Fue un descubrimiento que suscitó mucha alegría en aquel tiempo y también en este contexto creció la fórmula: Nosotros somos la Iglesia, la Iglesia no es una estructura; nosotros mismos, los cristianos, juntos, somos todos el Cuerpo vivo de la Iglesia. Y, naturalmente, esto es válido en el sentido de que nosotros, el verdadero «nosotros» de los creyentes, junto al «Yo» de Cristo, es la Iglesia; cada uno de nosotros, no «un nosotros», un grupo que se declara Iglesia.

No: este «nosotros somos Iglesia» exige precisamente mi inserción en el gran «nosotros» de los creyentes de todos los tiempos y lugares. Por tanto, la primera idea era completar la eclesiología de manera teológica, pero prosiguiendo también de modo estructural, es decir, junto a la sucesión de Pedro, a su función única; definir mejor también la función de los obispos, del Cuerpo episcopal. Y para hacer esto se encontró la palabra «colegialidad», muy discutida, con debates enconados, y diría también, un poco exagerados. Pero era la palabra —tal vez hubiera otra, pero esta valía— para expresar que los obispos, juntos, son la continuación de los Doce, del Cuerpo de los Apóstoles. Hemos dicho: sólo un obispo, el de Roma, es sucesor de un determinado Apóstol, de Pedro. Todos los demás se convierten en sucesores de los Apóstoles entrando en el Cuerpo que continúa el Cuerpo de los Apóstoles. Así, precisamente el Cuerpo de los obispos, el colegio, es la continuación del Cuerpo de los Doce, y de este modo se hace necesario, tiene su función, sus derechos y deberes. A muchos les parecía una lucha por el poder, y tal vez alguno pensaba incluso en su poder, pero no se trataba sustancialmente de poder, sino de la complementariedad de los factores y de la integridad completa del Cuerpo de la Iglesia con los obispos, sucesores de los Apóstoles, como elementos sustentadores; y cada uno de ellos es el elemento sustentador de la Iglesia, junto a este gran Cuerpo.

Estos eran, digamos, los dos elementos fundamentales. En la búsqueda de una visión teológica completa de la eclesiología después de los años 40, en los años 50, ya había surgido entretanto un poco de crítica del concepto de Cuerpo de Cristo: «místico» sería demasiado espiritual, demasiado exclusivo; entonces se puso en juego el concepto de «Pueblo de Dios». Y el Concilio, justamente, aceptó este elemento, que entre los Padres se consideró como expresión de la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En el texto del Nuevo Testamento, la palabra «Laos tou Theou», correspondiente a los textos del Antiguo Testamento, significa —me parece que sólo con dos excepciones— el antiguo Pueblo de Dios, los judíos, que entre los pueblos —«goim»— del mundo son «el» Pueblo de Dios. Y los demás, nosotros, paganos, no somos de por sí el Pueblo de Dios, sino que nos convertimos en hijos de Abrahán, y por tanto en Pueblo de Dios, entrando en comunión con Cristo, de la única semilla de Abrahán. Y entrando en comunión con él, siendo uno con él, también nosotros somos Pueblo de Dios. Es decir, el concepto «Pueblo de Dios» implica continuidad de los Testamentos, continuidad de la historia de Dios con el mundo, con los hombres, pero implica también el elemento cristológico. Sólo a través de la cristología nos convertimos en Pueblo de Dios, y así se combinan los dos conceptos. Y el Concilio decidió crear una construcción trinitaria de la eclesiología: Pueblo de Dios Padre, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo.

Sin embargo, sólo después del Concilio se aclaró un elemento que se encuentra un poco escondido incluso en el Concilio mismo, o sea: el nexo entre Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo es precisamente la comunión con Cristo en la unión eucarística. Aquí nos convertimos en Cuerpo de Cristo; esto es, la relación entre Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo crea una nueva realidad: la comunión. Y diría que después del Concilio se ha descubierto cómo en realidad el Concilio encontró, orientó hacia este concepto: la comunión como concepto central. Diría que esto no estaba aún filológicamente maduro del todo en el Concilio; pero es fruto del Concilio el que el concepto de comunión se haya transformado cada vez más en la expresión de la esencia de la Iglesia. Comunión en las distintas dimensiones: comunión con el Dios Trinitario —que es Él mismo comunión entre Padre, Hijo y Espíritu Santo—, comunión sacramental, comunión concreta en el episcopado y en la vida de la Iglesia.

Más conflictivo todavía era el problema de la Revelación. Aquí se trataba de la relación entre Escritura y Tradición. En esto, los exégetas eran los más interesados en una mayor libertad. Se sentían en una situación, digamos, de inferioridad respecto a los protestantes, los cuales hacían los grandes descubrimientos, mientras que los católicos se sentían un poco «obstaculizados» por la necesidad de someterse al Magisterio. Por tanto, aquí entraba también en juego una lucha muy concreta: ¿Qué libertad tienen los exégetas? ¿Cómo se lee bien la Escritura? ¿Qué quiere decir Tradición? Era una batalla pluridimensional, en la que ahora no me puedo extender; pero lo importante es que la Escritura es ciertamente la Palabra de Dios y la Iglesia está bajo la Escritura, obedece a la Palabra de Dios, y no está por encima de la Escritura. Y, sin embargo, la Escritura es Escritura porque existe la Iglesia viva, su sujeto vivo; sin el sujeto vivo de la Iglesia, la Escritura es sólo un libro y abre, se abre a diversas interpretaciones y no llega a una claridad resolutiva.

Aquí, como he dicho, la batalla era difícil, y fue decisiva una intervención del Papa Pablo VI. Esta intervención muestra toda la delicadeza del padre, su responsabilidad por la marcha del Concilio, pero también su gran respeto por el Concilio. Se difundió la idea de que la Escritura es completa, en ella se encuentra todo; por tanto no se necesita la Tradición, y por eso el Magisterio non tiene nada que decir. Entonces el Papa envió al Concilio me parece que 14 fórmulas de una frase que había que introducir en el texto sobre la Revelación, y nos daba, daba a los Padres, la libertad de escoger una de las 14 fórmulas, pero dijo: «Hay que escoger una, para completar el texto». Me acuerdo, más o menos, de la fórmula «non omnis certitudo de veritatibus fidei potest sumi ex Sacra Scriptura», es decir la certeza de la Iglesia sobre la fe non nace sólo de un libro aislado, sino que necesita del sujeto Iglesia iluminado, sostenido por el Espíritu Santo. Sólo así la Escritura habla y tiene toda su autoridad. Esta frase que elegimos en la Comisión doctrinal, una de las 14 fórmulas, diría que es decisiva para mostrar que la Iglesia es necesaria e indispensable, y entender así lo que quiere decir Tradición, el Cuerpo vivo en el que vive desde el comienzo esta Palabra y del que recibe su luz, en el que ha nacido. Ya el hecho del Canon es un hecho eclesial: que estos escritos sean la Escritura resulta de la iluminación de la Iglesia, que ha encontrado en sí misma este Canon de la Escritura; lo ha encontrado, no creado, y siempre y sólo en esta comunión de la Iglesia viva se puede también realmente entender, leer la Escritura como Palabra de Dios, como Palabra que nos guía en la vida y en la muerte.

Como he dicho, esta fue una lucha bastante difícil, pero gracias al Papa y gracias ―digamos― a la luz del Espíritu Santo, que estaba presente en el Concilio, se creó un documento que es uno de los más bellos y también novedosos de todo el Concilio, y que se ha de estudiar todavía más. Porque también hoy la exégesis tiende a leer la Escritura fuera de la Iglesia, fuera de la fe, sólo con el así llamado espíritu del método histórico-crítico, método importante, pero no tanto como para dar soluciones como última certeza; sólo si creemos que estas no son palabras humanas, sino palabras de Dios, y sólo si vive el sujeto vivo al que Dios habló y habla, podemos interpretar bien la Sagrada Escritura. Y aquí, como he dicho en el prefacio de mi libro sobre Jesús (cf. vol. I), hay mucho que hacer todavía para llegar a una lectura de verdad según el espíritu del Concilio. En esto, la aplicación del Concilio no es todavía completa, está aún por hacer.

Y, en fin, el ecumenismo. No quisiera entrar ahora en estos problemas, pero era obvio —sobre todo después de las «pasiones» de los cristianos durante el nazismo— que los cristianos podrían encontrar la unidad, al menos buscar la unidad, pero era claro también que sólo Dios puede dar la unidad. Y seguimos todavía en este camino. Entonces, con estos temas, la «alianza renana» —por decirlo así— había hecho su trabajo.

La segunda parte del Concilio es mucho más amplia. Aparecía con gran urgencia el tema: mundo de hoy, época moderna, e Iglesia; y con ello los temas de la responsabilidad en la construcción de este mundo, de la sociedad; responsabilidad por el futuro de este mundo y esperanza escatológica; responsabilidad ética del cristiano y dónde encuentra su orientación. Y después la libertad religiosa, el progreso y la relación con las demás religiones. En este momento, entraron realmente en discusión todas las partes del Concilio, no sólo América, los Estados Unidos, con un gran interés por la libertad religiosa. En el tercer período, éstos dijeron al Papa: «No podemos volver a casa sin tener, en nuestro equipaje, una declaración sobre la libertad religiosa votada por el Concilio». El Papa, sin embargo, tuvo la firmeza y la decisión, la paciencia de trasladar el texto al cuarto período, para encontrar una madurez y un consenso bastante completo entre los Padres del Concilio. Digo: no sólo entraron con gran fuerza en el dinamismo del Concilio los americanos, sino también Latinoamérica, conociendo bien la miseria del pueblo, de un continente católico, así como la responsabilidad de la fe por la situación de estos hombres. Y también África y Asia, vieron la necesidad del diálogo interreligioso; se habían desarrollado problemas que nosotros alemanes —debo decir— no habíamos visto al comienzo. No puedo ahora describir todo esto. El gran documento «Gaudium et spes» analizó muy bien el problema entre escatología cristiana y progreso mundano, entre responsabilidad por la sociedad del mañana y responsabilidad del cristiano ante la eternidad, y así ha renovado también la ética cristiana, los fundamentos. Pero creció, digamos inesperadamente, fuera de este gran documento, un texto que respondía de modo más sintético y más concreto a los desafíos del tiempo, y es la «Nostra aetate». Nuestros amigos judíos estaban presentes desde el comienzo, y dijeron, sobre todo a nosotros alemanes, pero no sólo a nosotros, que después de los tristes sucesos de este siglo nacista, del decenio nacista, la Iglesia católica debía decir una palabra sobre el Antiguo Testamento, sobre el pueblo judío. Dijeron: «Aunque está claro que la Iglesia no es responsable de la Shoah, los que cometieron aquellos crímenes eran en gran parte cristianos; debemos profundizar y renovar la conciencia cristiana, aun sabiendo bien que los verdaderos creyentes siempre han resistido contra estas cosas». Y así aparecía claro que la relación con el mundo del antiguo Pueblo de Dios debía de ser objeto de reflexión. Es comprensible también que los países árabes —los obispos de los países árabes— no fueran tan entusiastas con esto: temían un poco una glorificación del Estado de Israel, que naturalmente no querían. Dijeron: «Bien, una indicación verdaderamente teológica sobre el pueblo judío es buena, es necesaria, pero si habláis de esto, hablad también del Islam; sólo así estamos en equilibrio; también el Islam es un gran desafío y la Iglesia debe aclarar también su relación con el Islam». Algo que nosotros, en aquel momento, no habíamos entendido mucho, un poco tal vez, pero no mucho. Hoy sabemos lo necesario que era.

Cuando comenzamos a trabajar también sobre el Islam, nos dijeron: «Pero hay también otras religiones en el mundo: toda Asia. Pensad en el budismo, el hinduismo…». Y así, en lugar de una Declaración inicialmente pensada sólo sobre el antiguo Pueblo de Dios, se creó un texto sobre el diálogo interreligioso, anticipando lo que treinta años después se mostró con toda su intensidad e importancia. No puedo entrar ahora en este tema, pero si se lee el texto, se ve que es muy denso y preparado verdaderamente por personas que conocían la realidad, y con pocas palabras indica brevemente lo esencial. Así también el fundamento de un diálogo, en la diferencia, en la diversidad, en la fe sobre la unicidad de Cristo, que es uno, y no es posible para un creyente pensar que las religiones son todas variaciones de un mismo tema. No, está la realidad del Dios vivo que ha hablado, y es un Dios, es un Dios encarnado, por tanto una Palabra de Dios, que es realmente Palabra de Dios. Pero está la experiencia religiosa, con una cierta luz humana de la creación y, por tanto, es necesario y posible entrar en diálogo, y así abrirse el uno al otro y abrir a todos a la paz de Dios, de todos sus hijos, de toda su familia.

Por tanto, estos dos documentos, libertad religiosa y «Nostra aetate», conectados con «Gaudium et spes», son una trilogía muy importante, cuya importancia se ha visto sólo en el curso de los decenios, y todavía estamos trabajando para entender mejor este conjunto entre unicidad de la Revelación de Dios, unicidad del único Dios encarnado en Cristo, y la multiplicidad de las religiones, con las que buscamos la paz y también el corazón abierto por la luz del Espíritu Santo, que ilumina y guía hacia Cristo.

Quisiera ahora añadir todavía un tercer punto: Estaba el Concilio de los Padres —el verdadero Concilio—, pero estaba también el Concilio de los medios de comunicación. Era casi un Concilio aparte, y el mundo percibió el Concilio a través de éstos, a través de los medios. Así pues, el Concilio inmediatamente eficiente que llegó al pueblo fue el de los medios, no el de los Padres. Y mientras el Concilio de los Padres se realizaba dentro de la fe, era un Concilio de la fe que busca el intellectus, que busca comprenderse y comprender los signos de Dios en aquel momento, que busca responder al desafío de Dios en aquel momento y encontrar en la Palabra de Dios la palabra para hoy y para mañana; mientras todo el Concilio —como he dicho—se movía dentro de la fe, como fides quaerens intellectum, el Concilio de los periodistas no se desarrollaba naturalmente dentro de la fe, sino dentro de las categorías de los medios de comunicación de hoy, es decir, fuera de la fe, con una hermenéutica distinta. Era una hermenéutica política. Para los medios de comunicación, el Concilio era una lucha política, una lucha de poder entre diversas corrientes en la Iglesia. Era obvio que los medios de comunicación tomaran partido por aquella parte que les parecía más conforme con su mundo. Estaban los que buscaban la descentralización de la Iglesia, el poder para los obispos y después, a través de la palabra «Pueblo de Dios», el poder del pueblo, de los laicos. Estaba esta triple cuestión: el poder del Papa, transferido después al poder de los obispos y al poder de todos, soberanía popular. Para ellos, naturalmente, esta era la parte que había que aprobar, que promulgar, que favorecer. Y así también la liturgia: no interesaba la liturgia como acto de la fe, sino como algo en lo que se hacen cosas comprensibles, una actividad de la comunidad, algo profano. Y sabemos que había una tendencia a decir, fundada también históricamente: Lo sagrado es una cosa pagana, eventualmente también del Antiguo Testamento. En el Nuevo vale sólo que Cristo ha muerto fuera: es decir, fuera de las puertas, en el mundo profano. Así pues, sacralidad que ha de acabar, profano también el culto. El culto no es culto, sino un acto del conjunto, de participación común, y una participación como mera actividad. Estas traducciones, banalización de la idea del Concilio, han sido virulentas en la aplicación práctica de la Reforma litúrgica; nacieron en una visión del Concilio fuera de su propia clave, de la fe. Y así también en la cuestión de la Escritura: la Escritura es un libro histórico, que hay que tratar históricamente y nada más, y así sucesivamente.

Sabemos en qué medida este Concilio de los medios de comunicación fue accesible a todos. Así, esto era lo dominante, lo más eficiente, y ha provocado tantas calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias: seminarios cerrados, conventos cerrados, liturgia banalizada… y el verdadero Concilio ha tenido dificultad para concretizarse, para realizarse; el Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real. Pero la fuerza real del Concilio estaba presente y, poco a poco, se realiza cada vez más y se convierte en la fuerza verdadera que después es también reforma verdadera, verdadera renovación de la Iglesia. Me parece que, 50 años después del Concilio, vemos cómo este Concilio virtual se rompe, se pierde, y aparece el verdadero Concilio con toda su fuerza espiritual. Nuestra tarea, precisamente en este Año de la fe, comenzando por este Año de la fe, es la de trabajar para que el verdadero Concilio, con la fuerza del Espíritu Santo, se realice y la Iglesia se renueve realmente. Confiemos en que el Señor nos ayude. Yo, retirado en mi oración, estaré siempre con vosotros, y juntos avanzamos con el Señor, con esta certeza: El Señor vence.
Gracias.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           

Hacia una nueva forma de ejercicio del ministerio de Pedro. Consideraciones históricas y teológicas.

Carlos Schickendantz
Profesor de la Universidad Católica de Córdoba
Argentina

En mayo de 1995 Juan Pablo II concretó uno de los pasos más significativos de su pontificado. En la encíclica Ut unum sint (Que todos sean uno) invitó a los obispos y teólogos de las diversas iglesias cristianas a entablar un diálogo sobre el modo que debe adquirir el ministerio petrino en la situación actual. Esta invitación recibió de inmediato una acogida muy favorable, revitalizó el diálogo ya existente y suscitó un renovado entusiasmo, con acaloradas discusiones incluidas, que se ha plasmado en múltiples congresos e infinidad de publicaciones (1).
La encíclica Ut unum sint (= UUS) es la primera después del Concilio dedicada enteramente al ecumenismo. Su objetivo de trazar un balance de los resultados logrados en el diálogo ecuménico de los últimos decenios. El texto apareció solo tres semanas después de la carta apostólica Orientale lumen dirigida a las Iglesias del Oriente cristiano y poco más de treinta años después del decreto del Vaticano II sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio (=UR). UUS cita en 64 oportunidades a UR; de allí que algunos consideren a esta encíclica como un "comentario actualizado del Decreto sobre el ecumenismo". El texto tiene una conexión evidente también con la carta apostólica Tertio millennio adveniente y con la nueva edición del "Directorio ecuménico", 1993 (una reedición sin grandes cambios del directorio publicado 20 años atrás, pero que ha tenido un vasto eco en el campo ecuménico).
Los ecumenistas coinciden en que el "diálogo ecuménico", entendido en todo su alcance y con su multiplicidad de formas, es el hilo conductor que atraviesa toda la encíclica y el eje en torno al cual gira la UUS. Al respecto, parece una novedad el hecho de que el texto haya basado su concepto de diálogo en la doctrina conciliar de la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae (nn. 3b, 8b, 18a, 32a) considerando como principios básicos en el diálogo ecuménico el máximo respeto a la dignidad de la persona humana y el dato de que "la verdad no se impone sino por la fuerza de la verdad". Bajo esta perspectiva antropológica, típica del pensamiento de Juan Pablo, la UUS resalta el aspecto personalista del diálogo; él es, según la encíclica "un paso obligado del camino a recorrer hacia la autorrealización del hombre, tanto del individuo como de cada comunidad humana" (28a) (2).
El lector de este documento magisterial, sostiene Antón, tiene la impresión que todo él está orientado a desembocar en la "propuesta" hecha al final del mismo (nn. 95-96), al señalar el tema del ministerio petrino como objeto de estudio y discusión en la agenda del diálogo ecuménico. De allí que varios afirmen que estas líneas abren una época nueva en el ámbito ecuménico ya que, si bien en relación a su contenido la propuesta no es nueva, el hecho de que sea el mismo sucesor de Pedro el que la ponga a consideración de los responsables y los teólogos de las Iglesias constituye un acontecimiento que no tiene precedentes en la historia del ecumenismo católico. Con esta encíclica podríamos estar al comienzo de un nuevo momento que configure el ministerio papal de una forma distinta en el milenio que se inicia.
La disposición a reformar su ministerio, expresada por el Papa, ha sorprendido gratamente a los más variados interlocutores. En la base de esta invitación se encuentra, indudablemente, la conciencia que ya expresara Pablo VI en abril de 1967: "El Papa, como bien lo sabemos, es indudablemente el más grave obstáculo en el camino del ecumenismo" (3). Si el ministerio de Pedro se comprende sobre todo como un servicio a la unidad, representa una flagrante contradicción el hecho de que, por causas históricas muy complejas, haya devenido un símbolo de la división y sea sentido por muchos como uno de los principales obstáculos para la unidad. Esta realidad no puede dejar indiferente a un hombre como Juan Pablo II que, convencido del significado del ecumenismo para el futuro del cristianismo y de la paz mundial (el "ingrediente" religioso en múltiples conflictos actuales no puede ser desconocido, cf. Bosnia, Kosovo, Irlanda del norte, Chechenia, Medio Oriente, etc.), está decidido, según sus expresiones, a dar todos los pasos posibles en orden a cumplir la voluntad de Jesucristo, "que todos sean uno". La invitación es también un signo que demuestra hasta qué punto el proceso ecuménico ha sido fructífero y cómo se han producido ya acercamientos notables.
Los números de la encíclica no solo invitan al diálogo sino que también brindan pistas para ese "nuevo modelo". La descripción de sí mismo, ante todo como obispo de Roma, es decir, su carácter episcopal, su explícita subordinación a la palabra de Dios (repetidamente reclamada por la teología de la Reforma), la distinción entre "esencia" y "ejercicio", la valoración de los otros interlocutores y la búsqueda de un reconocimiento como supuesto de un ejercicio efectivo del primado, la imposibilidad de encontrar solo el camino, la repetida inserción de su ministerio en el colegio, etc., son todos aspectos que poseen un enorme relieve. Por tanto, la misma invitación ofrece puntos de partida, perspectivas y áreas temáticas a considerar. El texto merece ser leído con atención.
"95. Todo esto, sin embargo, se debe realizar siempre en la comunión. Cuando la Iglesia católica afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos "vicarios y legados de Cristo" (LG 27). El Obispo de Roma pertenece a su "colegio" y ellos son sus hermanos en el ministerio.
Lo que afecta a la unidad de todas las Comunidades cristianas forma parte obviamente del ámbito de preocupaciones del primado. Como Obispo de Roma soy consciente, y lo he reafirmado en esta Carta encíclica, que la comunión plena y visible de todas las Comunidades, en las que gracias a la fidelidad de Dios habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo. Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la as-piración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva. Durante un milenio los cristianos estuvieron unidos "por la comunión fraterna de fe y vida sacramental, siendo la Sede Romana, con el consentimiento común, la que moderaba cuando surgían disensiones entre ellas en materia de fe o de disciplina" (UR 14).
De este modo el primado ejercía su función de unidad. Dirigiéndome al Patriarca ecuménico Su Santidad Dimitirás I, he afirmado ser consciente de que "por razones muy diversas, y contra la voluntad de unos y otros, lo que debía ser un servicio pudo manifestarse bajo una luz bastante distinta. Pero [...] por el deseo de obedecer verdaderamente a la voluntad de Cristo, me considero llamado, como Obispo de Roma, a ejercer ese ministerio [...] Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los Pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y amor reconocido por unos y otros"."
"96. Tarea ingente que no podemos rechazar y que no puedo llevar a término solo. La comunión real, aunque imperfecta, que existe entre todos nosotros, ¿no podría llevar a los responsables eclesiales y a sus teólogos a establecer conmigo y sobre esta cuestión un diálogo fraterno, paciente, en el que podríamos escucharnos más allá de estériles polémicas, teniendo presente solo la voluntad de Cristo para su Iglesia, dejándonos impactar por su grito "que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21)?"
Ante todo es conveniente advertir que la reformulación del ejercicio del primado representa un ambicioso proyecto cuya amplitud, significado y dificultades no deberían pasar inadvertidas. Como afirma K. Schatz, el papado constituye un hecho único en la experiencia histórica religiosa universal. En él se concreta una vinculación entre religión e institución que, en esa intensidad, no tiene parangón en ninguna comunidad semejante desde el punto de vista de su magnitud. El Califa en el Islam o el Dalai Lama en el budismo tibetano, por ejemplo, no poseen el mismo relieve en orden a construir la unidad como autoridades supranacionales (4). Por tanto, el modo que adquiera esta "forma de ejercicio del primado que sin renunciar a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva" tendrá enormes repercusiones, por lo pronto, al interior de la misma Iglesia católica. Las breves observaciones enunciadas en la tercera parte de este artículo muestran la estrecha vinculación con una serie de importantes problemas eclesiales y teológicos que afectan y afectarán de modo importante la configuración de la Iglesia de las próximas décadas.
El significado del hecho contrasta, a mi juicio, con el escaso eco o interés que tal invitación ha recibido en la lengua española, particularmente en América latina. Las publicaciones al respecto son escasas. Una revisión de las revistas especializadas confirma esta afirmación. Quien examine los textos pertenecientes a los recientes sínodos de obispos continentales de América y Asia podrá advertir la diferente percepción y conciencia del problema. Analizar las causas y prever o pronosticar los posibles efectos de esta "automarginalización" de las iglesias de lengua española en este diálogo internacional no es un propósito de este artículo.
Si bien es verdad que la propuesta inmediata de Juan Pablo II está dirigida en UUS exclusivamente al diálogo ecuménico, se trata de cuestiones de una enorme actualidad dentro de la Iglesia católica. Esta afirmación no requiere demostración para quien sigue con interés la discusión pública eclesial internacional. Por ejemplo, en un texto publicado el año pasado casi simultáneamente en Austria, Inglaterra, Alemania e Italia, que obtuvo gran repercusión, el cardenal austríaco, arzobispo emérito de Viena, Franz König sostiene que: "Desde el punto de vista de la tarea ecuménica la verdadera existencia y el ejercicio del primado romano constituye una dificultad real, pero dentro de la Iglesia católica misma la cuestión es desde hace mucho: ¿cómo pueden o deben ser enmendadas o mejoradas las actuales estructuras de gobierno, que en los siglos pasados adquirieron tal grado de centralización? Es necesaria una descentralización gradual, tanto como para fortalecer el cuidado y la responsabilidad de la Iglesia entera por parte del colegio de los obispos, bajo y con el oficio de Pedro. Esta fue la dirección especificada por el concilio Vaticano II. Al mismo tiempo, la competencia de los obispos individuales, a nivel de Iglesias locales y regionales, necesita ser fortalecida también, puesto que ellos son los pastores de sus Iglesias locales, los vicarios de Cristo en sus propias diócesis. Por esto el Vaticano II describe la Iglesia como una comunión de Iglesias locales. (...) Dentro de la misma Iglesia católica nadie tiene dificultades acerca de la existencia del oficio petrino, ayudado por la burocracia necesaria ajustada a los tiempos actuales.
Lo que a menudo se considera defectuoso es el actual "estilo de conducción" practicado por las autoridades de la curia romana en su trato con las múltiples diócesis alrededor del mundo. (...) En esta propuesta inusual y remarcable (la ya citada del Papa en UUS 96), se está aludiendo a los problemas de conducción en su propia Iglesia. Esto solo puede ser solucionado compartiendo con los obispos la responsabilidad y la preocupación por toda la Iglesia. (...) Lo que tenemos que hacer es descubrir una nueva forma de conducción de la Iglesia, es decir, redescubrir la vieja forma, la cual es particularmente favorable a las preocupaciones ecuménicas. A menos que el colegio episcopal sea hecho responsable en conjunto con el Papa, ni los ortodoxos ni los anglicanos ni los protestantes considerarán ningún paso adelante práctico. Esta fue la intención del concilio Vaticano II... la teoría debe ser puesta en práctica" (5). Observaciones semejantes expresadas por obispos y teólogos podrían aquí multiplicarse (6).
Vale la pena observar que este diagnóstico, aquí muy simplificado, no debe orientarse ante todo a adjudicar responsabilidades morales. Es el resultado de la evolución que el papado ha sufrido especialmente desde el siglo XIX y un reflejo de la situación en que se encuentra la Iglesia, particularmente después del Concilio, en el plano internacional. Según una interpretación del Vaticano II realizada por Karl Rahner (7), que ha merecido una general aceptación, es precisamente el Vaticano II el primer concilio en el cual la Iglesia ha tomado conciencia de ser una Iglesia universal, el primer acto en la historia en que la Iglesia oficialmente comenzó a realizarse como universal. En los siglos XIX y XX la Iglesia pasó, poco a poco, de potencialmente mundial a realmente mundial, de ser una Iglesia de exportación europeo-occidental a estar presente en todas partes, no únicamente a base del sistema de exportación, sino con un clero nativo consciente de su responsabilidad. Así, esta Iglesia de los pueblos, por primera vez en la historia, ha ejercido su influjo en el Concilio, tanto en el campo doctrinal como jurídico. De allí que no es excesivo hablar de una nueva época en la historia de la Iglesia caracterizada por el paso de una Iglesia occidental a una Iglesia universal, en sentido análogo a aquel que se verificó mediante la evangelización de Pablo, de una Iglesia de judíos a una Iglesia de paganos. La desjudeización del cristianismo, introducida por Pablo, no significó cambios mayores que aquellos que exigen la diferencia entre la cultura occidental y las actuales civilizaciones del Asia y del Africa en las cuales el cristianismo debe inculturarse para llegar a ser, lo que ha comenzado a ser de hecho, una Iglesia universal. Este formidable proceso no puede sino producir múltiples tensiones en los más variados ámbitos de la Iglesia, como por ej., la relación concreta entre el primado y el episcopado, el alcance de las conferencias episcopales, el límite en la inculturación de la liturgia, la autonomía de las Iglesias particulares, la aparición de teologías "regionales", el diálogo ecuménico e interreligioso, etc. Discusiones recientes en los sínodos de los obispos del Asia y de Oceanía corroboran una vez más esta problemática (8). Por tanto, no es solo la situación ecuménica sino también el actual proceso de globalización de la Iglesia los que reclaman una revisión del ejercicio del primado. La modalidad hoy existente, fuertemente determinada por la interpretación maximalista de las enseñanzas del Concilio Vaticano I (1869-1870), resulta inadecuada.
Pero como han manifestado varios autores, la razón de algunas de estas tensiones reside también en algunas ambigüedades en el mismo texto del Vaticano II. Se trata de puntos centrales de la eclesiología que actualmente condicionan el desarrollo de los ministerios y de las instituciones de la Iglesia. A. Acerbi y H. Pottmeyer, por ejemplo, advierten que en el origen de las divergencias del posconcilio se encuentran dos tendencias ya existentes en el seno de la asamblea conciliar que, a su vez, representan dos concepciones diversas de Iglesia (9). Formulado brevemente, una eclesiología que ve ante todo la Iglesia como una comunión de Iglesias locales (communio ecclesiarum), cada una de las cuales es una congregación de fieles unidos por el vínculo de la comunión (communio fidelium). La otra tendencia, la que prevaleció desde la Contrarreforma y ha puesto de relieve ante todo la estructura jerárquica y la autoridad jurídico-institucional de los ministerios y, de modo particular, el primado papal. Probablemente la euforia con la cual se observó la consolidación de la eclesiología de comunión no permitió advertir con realismo que los documentos contenían las dos eclesiologías yuxtapuestas. Tal yuxtaposición se ha hecho sentir con mayor claridad en el posconcilio cada vez que se han procurado renovar las instituciones eclesiales. No se puede identificar la tendencia "jerarcológica" con el Vaticano I y la de "comunión" con el Vaticano II. Ambas tendencias estuvieron presentes en los dos concilios. Pero es verdad que la eclesiología de la minoría en el Vaticano I se transformó en la de la mayoría en el Vaticano II y a la inversa. De allí que para resolver conflictos teóricos y prácticos del posconcilio se ha acudido a uno u otro texto, a una u otra interpretación más o menos legitimada. En este sentido se comprende la formulación de Yves Congar "el Vaticano II se quedó a mitad de camino", no solo en referencia a las fórmulas utilizadas, sino también (y lo que es más relevante) en relación a los contenidos que están detrás de estos enunciados. Ejemplos importantes de estos compromisos son los temas de las relaciones entre la Iglesia universal y las Iglesias locales, entre primado y episcopado, entre jerarquía y laicado (10).
En las páginas siguientes presento primeramente algunos datos históricos. Una primera constatación de este breve repaso histórico lo constituye el hecho de que el ministerio de Pedro se ha ejercido de diversas maneras. Su fundamentación teó-rica y el amplio campo de sus actividades pastorales han asumido en el curso de la historia contornos diferentes. Este hecho incontestable invita, por sí mismo, a relativizar toda eventual forma única de concebir el ejercicio del ministerio. Además, la experiencia histórica enseña que frecuentemente se justificaron con argumentos teológicos lo que más simplemente eran condicionamientos culturales o razones estratégicas más o menos acertadas. En un segundo momento, ofrezco algunas ideas centrales de la noción de Iglesia del Vaticano II referidas a este punto. Finalmente, insinúo ámbitos temáticos más concretos del diálogo actual que muestran campos de trabajo en orden a "encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva" (UUS 95).
1. ALGUNAS OBSERVACIONES HISTORICAS
Como reconoce recientemente William Henn en un muy buen artículo, los datos pertinentes a la relación primado-episcopado durante el segundo milenio, más aún si se incluye el primero, son tan vastos que uno podría dedicar la vida entera a leer documentos y publicaciones sobre el tema (11). Todo trabajo histórico, incluso los mejores hoy existentes, deben contar con esta limitación. El riesgo de caer en una selección unilateral que aproveche los acontecimientos que apoyan una tesis previamente formulada es difícil de evitar.
Una primera observación importante en los estudios sobre la historia del papado es la clara distinción entre lo acontecido en el primero y en el segundo milenio (12). La misma encíclica recoge este dato: "Durante un milenio los cristianos estuvieron unidos por la comunión fraterna de fe y vida sacramental, siendo la Sede Romana, con el consentimiento común, la que moderaba cuando surgían disensiones entre ellas en materia de fe o de disciplina" (UUS 95). No entramos aquí en detalles, que pueden encontrarse en estudios suficientemente serios y fundados, como los de K. Schatz y H. Pottmeyer (que seguimos de cerca), sino más bien en algunas conclusiones. Aunque se corre el riesgo de simplificar en demasía, lo advierte por ejemplo recientemente A. Dulles en referencia a las interpretaciones de Congar y Pottmeyer (13), cabe hablar de dos paradigmas diversos en la autoconciencia eclesial en el primer y en el segundo milenio. En orden a garantizar la apostolicidad de la Iglesia los obispos refirieron sus ministerios al de los apóstoles (14). Se comprendían a sí mismos como sucesores de su herencia y de su misión. Recién a partir del siglo tercero comenzaron los obispos de Roma a poner de relieve su especial autoridad procedente de Pedro. Esta tendencia se cristalizó con el Papa León Magno en el siglo V, ya no solo como sucesor sino también como representante de Pedro. De este modo, y progresivamente, el obispo de Roma devino el primero entre los obispos. Esta autoridad peculiar se fortaleció con el modelo político de la antigua Roma; esta llegó a ser capital del mundo y, el emperador, el legislador con potestad plena. No obstante, la comprensión del papado como testigo de la tradición apostólica y universal de la Iglesia perduró durante todo el primer milenio. Su tarea principal consistía en conservar la tradición y restaurar el orden de la Iglesia cuando este era dañado. Dicha tradición comprendía tanto la confesión de la fe como la disciplina y el orden general. Este ministerio estaba inserto constitutivamente en la colegialidad de los obispos; colegialidad que pertenecía a la apostolicidad de la Iglesia y era expresión de su estructura como una comunidad de Iglesias. El testimonio de todos los obispos, que vincula apostolicidad con catolicidad, era más importante que el de uno solo. Esta es la razón de aquella convicción general que afirmaba que, para las decisiones referidas a la fe, el testimonio de un concilio o del conjunto del episcopado tienen mayor autoridad que la del Papa solo. Entre los siglos quinto y noveno el ministerio de Pedro adquirió progresivamente una forma institucional más definida. En el ámbito de la pentarquía, la comunión de los cinco patriarcados (Alejandría, Antioquía, Constantinopla, Jerusalén, Roma), se asignó al patriarca romano un lugar de particular relieve: los concilios debían tener su participación y reconocimiento. También se hicieron más frecuentes los recursos y las apelaciones a Roma (15).
La profunda transformación sufrida al comienzo del segundo milenio tiene múltiples causas. La concepción monárquica del Papa fue favorecida ante todo por el cisma entre la Iglesia de oriente y occidente. "Mientras las Iglesias de oriente y occidente estuvieron vinculadas, la concepción de la Iglesia oriental fue el principal impedimento para que las aspiraciones primaciales jurisdiccionales del Papa como "representante" de Pedro pudieran imponerse de manera general." (16). A esto se suma el rol conductor en el plano político que asumió el Papa en occidente, lo cual fortaleció su situación intraeclesial. Una segunda causa de este cambio fue la lucha de los papas, sobre todo Gregorio VII (1073-1085), por la independencia de la Iglesia y sus obispos de los príncipes. La libertad en el nombramiento de los obispos fue un punto central de la reforma gregoriana. Como signo de su potestad plena el Papa se hizo coronar con la tiara. En esta lucha la Iglesia adquirió conciencia de su autonomía frente a los poderes políticos. Apareció así la distinción entre potestad mundana y espiritual, el primer paso para la posterior separación de Iglesia y Estado. De modo análogo a lo sucedido en el siglo XI, también en el siglo XIX fue la lucha de los papas por la libertad de la Iglesia la que condujo a un fortalecimiento significativo de su primado de jurisdicción. Paralelamente, la aparición y difusión de las nuevas órdenes mendicantes sujetas directamente a la autoridad del Papa y fuera del control de los obispos locales, como así también el surgimiento del colegio de cardenales que, de hecho, produjo el efecto de una cierta pérdida del significado de la colegialidad del episcopado son otros elementos a tener en cuenta en esta compleja evolución. A estas causas se sumó también la creciente asunción del derecho romano y su innegable influencia en la concepción de la Iglesia que cristalizaron en una imagen unilateral que destacó desmedidamente el papel de la jerarquía. En este marco se inscriben sucesivamente los aportes de Gregorio VII e Inocencio III, que dieron forma definitiva a la imagen monárquica del papado. Expresiones formuladas en los siglos anteriores adquieren ahora orden y sistema: la Iglesia romana es "madre de todas las iglesias", ella es "gozne, fuente y origen", "vértice y fundamento" (17). "Esta terminología sugiere que todo lo que es decisivo sobre la Iglesia, la verdadera cualidad de ser Iglesia, le viene a las iglesias locales a través de la mediación de la Iglesia romana" (18). A Inocencio III (1198-1216) se remonta la expresión de "vicario de Cristo" y con ello de "cabeza de la Iglesia visible". "El cambio de "vicario de Pedro" a único "vicario de Cristo" fue de hecho un paso decisivo." (19). El Papa mismo devino fuente de la potestad de jurisdicción en la Iglesia. Esto "significa que en la Iglesia toda autoridad, por lo menos aquella arquidiocesana de los patriarcas y metropolitas, e incluso la de los obispos, proviene del Papa. Esta idea se extiende en tal medida que en una serie de pasos ulteriores se añade: dado que el Papa no puede hacer todo y no le ha sido dado el don de la ubicuidad, existen en la Iglesia otras autoridades, que con su presencia sustituyen su ausencia" (20). El rol como monarca absoluto y legislador sobre toda la Iglesia (21) condujo a plantear posteriormente el problema de su autoridad (infalibilidad) como maestro; aspecto que evolucionó más lentamente. Particular relieve tiene también la progresiva centralización de los nombramientos episcopales. Por diversos motivos (incapacidad de los cabildos catedralicios, influencias políticas, ingresos económicos, etc.) en el año 1363 el Papa Urbano V dio el golpe definitivo reservando a la curia todas las designaciones de obispos. Esta evolución tuvo su repercusión en la teoría. Solo entonces en la realidad eclesial todo poder emanaba del Papa. La doctrina, ya anteriormente formulada, según la cual la "potestad de orden" del obispo proviene directamente de Cristo, mientras que la "potestad de jurisdicción" es conferida por el Papa devino la posición romana prevalente hasta el mismo Vaticano II (22).
Este conjunto de cambios, a juicio de Pottmeyer, es la consecuencia de una transformación más profunda aún. Mientras que la Iglesia del primer milenio se comprendió a sí misma como custodia de la tradición, creció poco a poco, ya al comienzo del segundo milenio, la idea de que ella es un sujeto activo de su propia historia y tradición. Este proceso, desarrollado en el medioevo, es paralelo al movimiento de ideas en Europa, que desembocará en el Renacimiento, el Humanismo y finalmente en la Ilustración. La unilateralidad consistió sobre todo en que este desarrollo se concentró en la figura papal a costa de la progresiva pérdida de independencia y autonomía de los obispos (23).
Si por razones de espacio dejamos de lado la crisis vivida en el gran cisma del medioevo tardía (1378-1417), en la cual durante alrededor de cuarenta años no se supo quién era el Papa (la crisis más peligrosa de su historia y la pérdida de autoridad papal de mayores consecuencias) (24), otro momento particularmente importante en la configuración histórica del primado romano está constituido por los acontecimientos del siglo XIX, particularmente el Concilio Vaticano I. Las resoluciones de este concilio solo se comprenden adecuadamente si se colocan en su contexto. La autoconciencia del papado está determinada en el siglo XIX por tres circunstancias que Pottmeyer califica como "traumas". El primero es de naturaleza eclesial y sus palabras claves "conciliarismo", "reforma protestante" y "galicanismo" (que incluía un conjunto de tendencias diferenciadas). La clara y exclusiva afirmación de la autoridad papal por parte del Concilio se entienden a la luz de estas doctrinas. En particular, la constitución Pastor Aeternus pretendió despejar toda duda acerca de la independencia del romano pontífice en las decisiones infalibles; estas lo son "por sí mismas" y no "por el consentimiento de la Iglesia". La adhesión del cuerpo episcopal y del conjunto de la Iglesia no es de necesidad absoluta. Para subrayar esta libertad, se silenció toda expresión moderada que sugiriera la conveniencia de dichas consultas. El silencio sobre el ministerio episcopal no significa, de suyo, exclusión, pero los acontecimientos posteriores y la interpretación maximalista de las declaraciones del Concilio confirmaron el protagonismo exclusivo de la auto-ridad papal en la formulación de la verdad. Solo un estudio más detallado de las discusiones permite detectar argumentaciones más diferenciadas que, desgraciadamente, no tuvieron mayor efecto en los sucesos posteriores.
El segundo "trauma" es de naturaleza política y sus palabras claves "iglesias nacionales" o "iglesias de Estado" y "Revolución Francesa" con sus consecuencias. Con la expresión "iglesias de Estado" se entiende la amplia dependencia de los obispos y sus iglesias de los monarcas y de la burocracia estatal. De modo análogo al galicanismo, estas ideas se remontan a siglos anteriores. El punto más destacado aquí es que el concepto de soberanía que, elaborado en el marco de las monarquías absolutistas a partir del siglo XVI, fue asumido y aplicado al papado de una manera creciente en el siglo XIX. Un punto de conexión lo estableció el concepto tomado del derecho romano, la plenitudo potestatis. La aplicación del concepto de soberanía al primado otorgaba una doble ventaja. Con la noción de soberanía externa se subrayaba la independencia del Papa y de la Iglesia de la intromisión de los príncipes y los estados. Con la noción de soberanía interna, la absoluta independencia del primado de los concilios y de los obispos al interior de la Iglesia. De este modo el concepto de soberanía, que permitió enfrentar desde el punto de vista teórico tanto las doctrinas del conciliarismo y del galicanismo como la de las iglesias de Estado, llegó a ser una idea conductora de los teóricos del papado del siglo XIX. Desde entonces, el Papa es denominado como "soberano pontífice". En este marco doctrinal se comprende la célebre expresión de Pío IX (que tiene altas probabilidades de ser exacta, según estudios detallados): la tradizione sono io, parafraseando la pretensión del rey de Francia, Luis XIV: l’état c’est moi. Por otra parte, como reconoce K. Schatz, "difícilmente se puede indicar un acontecimiento que haya preparado tanto el terreno a la victoria definitiva del papado en el Vaticano I como la Revolución Francesa de 1789. Ella eliminó aquellos obstáculos que en la Europa absolutista del Ancien Régime ponía límites insuperables a la victoria del papismo; condujo a la caída de aquel ordenamiento político-social que había constituido la base de la independencia episcopal-nacional frente a Roma. En el período más inmediato ocasionó una mayor dependencia del poder estatal. Pero a largo plazo determinó un fortalecimiento de Roma, a la cual ya no se oponían más contrapesos y poderes al interior de la Iglesia." (25).
El tercer "trauma" que impregna decisivamente el contexto de las resoluciones del Vaticano I es de naturaleza espiritual-intelectual y sus palabras claves "racionalismo", "liberalismo" y "secularismo". Estas corrientes determinaron una considerable pérdida de autoridad de la fe y de la Iglesia. El desarrollo moderno de las ciencias naturales e históricas, de hecho, se concretó en una tensión cada vez mayor con la Iglesia y, paralelamente, colaboró a forjar una nueva autocomprensión del hombre, caracterizado por conceptos como autonomía, libertad y autodeterminación. Los intentos eclesiales por restaurar el orden político prerrevolucionario y por fortalecer a la autoridad papal deben comprenderse a la luz de este proceso de ideas. La doctrina monárquica del papado, ya formulada en los siglos XIII y XIV, no se concretó completamente en aquella sociedad estructurada feudalmente. Recién en el siglo XIX, y al compás del modelo político de la monarquía absoluta, esta concepción pudo concretarse en los hechos. La definición acerca de la infalibilidad papal fue un punto programático que, al concepto de soberanía aplicado a la jurisdicción, le añadió un elemento complementario: también en el área de la enseñanza doctrinal la "independencia" del romano pontífice quedaba asegurada.
En este punto, dos observaciones me parecen interesantes. El desarrollo del primado conforme al modelo de los monarcas absolutos fue de hecho una modernización del papado, una adecuación a la situación ideológico-político-social existente, cuando el sistema feudal fue reemplazado por el absolutismo. Por otra parte, el desarrollo posterior de las formas políticas en Europa no tuvo ya efecto sobre la concepción y el ejercicio del ministerio petrino. En la mayoría de los estados europeos se consolidaron hacia mediados del siglo XIX formas de monarquía constitucional en las que nuevas formas de participación y división del poder modificaron el panorama político de entonces. Precisamente esta "distancia" estructural, entre sociedades con estructuras federales, división y equilibrio de poderes, es decir, lo que hoy denominamos "estados de derecho" contrasta con la forma estructural de la Iglesia y con la manera como se ejerce la autoridad en ella (26). En este contexto se comprende la incisiva pregunta de M. Kehl: "¿Cuántas de las estructuras eclesiales aún vigentes, con su clericalismo, su centralismo y su falta de comunicatividad, no sitúan a la Iglesia en un contraste absolutamente innecesario frente a la moderna cultura democrática de derecho, estructuras que actualmente, además, se exageran en parte de tal modo que, precisamente por ello, acabarán derrumbándose tarde o temprano?" (27).
Como teoría teológica y en su forma pura la interpretación maximalista fue sostenida por pocos pero, como tendencia y sobre todo en la práctica, fue exitosa. En la opinión pública y en la mente de muchos católicos esta interpretación, incompatible con una eclesiología de comunión, determinó la comprensión del dogma de la infalibilidad. En cinco "prioridades" puede caracterizarse este modelo: prioridad de la Iglesia universal sobre las iglesias locales, de los ministros por sobre la comunidad, de la estructura monárquica del ministerio por sobre la estructura colegial, del ministerio sobre los carismas y, finalmente, la prioridad de la unidad sobre la diversidad (28).
El estudio del Vaticano I representa un paso obligado en el camino ecuménico. Dicho Concilio aparece frecuentemente como insalvable a la hora de pensar un modo diverso de ejercer el primado. Trabajos ya existentes en la teología católica permiten un juicio diferenciado (29) y muestran que una correcta comprensión de sus enseñanzas, a la luz de las circunstancias y de los debates, no contradice legítimas aspiraciones provenientes de otras iglesias cristianas y que dicha doctrina presenta contornos más matizados de los que habitualmente se considera. El mencionado Concilio no quiso ofrecer una visión completa del papado, sino ante todo la condenación de la posición galicana y el fortalecimiento de su autoridad frente a las circunstancias políticas. De allí se deduce el riesgo de que aquellos aspectos de la Iglesia que por razones estratégicas el Concilio no afrontó o no quiso asumir en sus definiciones sean considerados como no existentes o carentes de relieve. A ellos pertenecen sobre todo la estructura colegial del gobierno y del magisterio eclesial, el sentido de la fe de los creyentes y el significado y valor de la credibilidad y recepción de las enseñanzas magisteriales por parte de la Iglesia (30). Desde este punto de vista, la renovación en el ejercicio del primado se opone solo a una determinada comprensión y relectura de aquel Concilio. Eso sí, el proceso posterior al Vaticano I y su recepción en el Vaticano II deben ser cuidadosamente evaluados.
Si bien es cierto que el punto culminante en esta historia de la preeminencia del ministerio papal sobre la antigua estructura de la Iglesia-comunión fue sin duda el concilio Vaticano I con sus dos definiciones dogmáticas sobre el primado de jurisdicción y de la infalibilidad del Papa, la historia entre el Vaticano I y II posee también evoluciones de una importancia notable. Genéricamente puede decirse que las expectativas (positivas y negativas) de entonces referidas a la infalibilidad papal no se realizaron del modo previsto por unos y otros. Mientras que el dogma de la infalibilidad no ha tenido la importancia a él atribuida en 1870, tanto por sus sostenedores como por sus adversarios, el primado de jurisdicción ha adquirido progresivamente una amplitud mayor a la que, efectivamente, tenía en 1870.
Después del Vaticano I solo una vez, en 1950 con el dogma de la asunción de María, se ha recurrido formalmente a la infalibilidad por parte del magisterio. Se trata de un hecho que ciertamente no se corresponde con las expectativas de entonces. Las previsiones de Johann Döllinger (uno de los principales representantes de la restauración católica), por ejemplo, según el cual a partir de la definición dogmática "una interrogación telegráfica a Roma sería seguida a las pocas horas o días de una respuesta bajo la forma de un artículo de fe y de axioma dogmático" puede consi-derarse una exageración incluso para aquellos favorables a la definición de la infa-libilidad, pero incluso estos pensaban que por lo menos en las cuestiones más importantes el Papa tomaría posición haciendo uso de su autoridad infalible (31). Los motivos de esta evolución inesperada son varios. Uno de ellos lo constituye el hecho de que a partir de León XIII (1878-1903), y gracias a múltiples encíclicas, el ámbito de la actividad magisterial del Papa, a un nivel inferior al de la infalibilidad, adquirió un valor completamente nuevo. Incluso en la época del Vaticano I faltaba la conciencia que una tal expresión magisterial constituyera la normalidad en la acción del Papa. Además, hasta León XIII las encíclicas habían poseído un tono preponderantemente negativo, de condena. El hecho de que a partir de entonces adquieran un carácter más positivo, que presentaran y estimularan nuevos im-pulsos, representó de hecho un incremento de la autoridad del magisterio papal. Tales pronunciamientos, en su mayoría, encontraron una aceptación general en la Iglesia. Pero, y esto debe advertirse, estas manifestaciones magisteriales adquirie-ron gradualmente una "aureola de infalibilidad". Por parte de los papas y de mu-chos teólogos, hasta Pío XII por lo menos, se consideraba como si en este ámbito un error fuese completamente improbable. Así, de alguna manera, el magisterio papal ordinario asumió la función formalmente no utilizada de la infalibilidad y, puede decirse, desde esta perspectiva, respondió a las expectativas de los infalibilistas de 1870.
Otra evolución importante, constata Klaus Schatz, consiste en el hecho de que al comienzo del Vaticano II, Roma gobernaba la Iglesia e intervenía en su vida en mucho mayor medida de lo que había ocurrido en torno al año 1870 (32). Esto se debió en parte a la más amplia y mejor organización de la curia pontificia y a la centralización hecha posible por los modernos medios de transporte y de comunicación; también se vincula al hecho de que, por diversas circunstancias y luego de la codificación canónica de 1917, los nombramientos de los obispos dependieron de Roma en una medida no conocida anteriormente. En 1870 el derecho de nombramiento por parte del Estado imperaba en Francia, Baviera, Austria-Hungría, España, Portugal, etc. La santa sede solo podía nombrar libremente, sin injerencia estatal, en Holanda, Bélgica, Gran Bretaña, USA, Canadá y Australia (además de las diócesis en países de misión). Luego del Vaticano II, se asiste progresivamente a otra transformación importante, una nueva forma de autopresentación: el "papado viajero". Constituye sin duda una expresión de una nueva autoconcepción del ministerio de Pedro, en línea con el Vaticano II; expresa una cercanía al mundo y a sus problemáticas, materializa la misión de confirmar a sus hermanos en la fe, pero, al mismo tiempo, ha producido una concentración de todas las expectativas de la Iglesia en la persona singular del Papa. De él se espera un gobierno universal que afronte incluso, sin excepción, cada situación nueva que se produce sea en la Iglesia, sea en el campo sociopolítico, tanto a nivel nacional como internacional. Todo esto constituye una pretensión gigantesca. En esta nueva situación, fuertemente condicionada por los modernos medios de comunicación, se corre el riesgo de que la Iglesia sea considerada como una gran diócesis.
2. ALGUNAS OBSERVACIONES TEOLOGICAS
Es indudable que el concilio Vaticano II compensó ciertas unilateralidades del Vaticano I y que asoció de nuevo y con más fuerza el ministerio de Pedro al conjunto de la Iglesia (33). En ese hecho subyace la conciencia del Vaticano II de estar en continuidad con el Vaticano I. El primero asume y confirma las definiciones del segundo, pero las sitúa en un nuevo horizonte de comprensión que está determinado sobre todo por la imagen redescubierta de la Iglesia como comunión y por una relación dialogalmente abierta con la cultura y la sociedad modernas. Así pues, para el concilio Vaticano II los dogmas del Vaticano I sobre el Papa no contradicen la idea de la Iglesia como comunión, sino que dan pie a una nueva recepción e interpretación donde se expresa la fidelidad a la tradición eclesial en medio de los cambios históricos. "La recepción del Vaticano I por el Vaticano II representa una relectura de aquél que constituye un caso paradigmático de ‘evolución del dogma’." (34).
El concilio Vaticano II significa una nueva etapa en este proceso de autoconciencia de la Iglesia moderna. La Iglesia no se ve ya primariamente en contraste sino en relación dialogal con la cultura moderna; por eso descubre unos contenidos de su tradición largamente olvidados y puede definir su propia condición de sujeto de un modo más global que en el concilio Vaticano I: como comunión de los distintos creyentes y de las muchas Iglesias. Todos ellos forman a su modo, junto con el ministerio de Pedro, el sujeto común de la Iglesia. En esta autocomprensión de la Iglesia, la concepción del papado conserva su sentido definido auténticamente como ministerio de dirección y enseñanza con normatividad última, y alcanza un nuevo grado de comprensión, puesto que el primado del Papa no se puede entender ni realizar ya en los distintos niveles, por su misma esencia, sin la estructura de comunión.
Estas breves consideraciones muestran con claridad que el análisis del ministerio petrino, como la de todo ministerio en la Iglesia, se comprende a partir y en el marco de la Iglesia misma (existe en ella y para ella) (35). De esto se sigue que la consideración del papado, y su relación con el episcopado, supone, como punto de partida, la consideración de las relaciones entre Iglesia universal e Iglesias particulares.
2.1. Iglesia universal e Iglesias particulares
"La extinción del sentimiento de la importancia de la Iglesia local es, sin duda, una característica sobresaliente de la teología de la Iglesia latina del segundo mile-nio." (36). El paso decisivo que reinserta la idea de Iglesia y de ministerio del segundo milenio en el horizonte del concepto bíblico-patrístico de Iglesia y la interpreta así en forma nueva, consiste en que la constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium (= LG) devuelve al plural, "las Iglesias", su carta de naturaleza teológica dentro de la Iglesia católica y en la ecumene. Las afirmaciones más importantes al respecto se encuentran en el contexto de la reformulada colegialidad episcopal:
— En las Iglesias particulares y a base de ellas (in quibus et ex quibus) se constituye (existit) la Iglesia católica, una y única (LG 23).
— La Iglesia de Cristo está verdaderamente presente (vere adest) en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de Iglesias (LG 26).
— La diócesis, adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en que se encuentra y opera verdaderamente (vere inest et operatur) la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica (CD 11).
El sentido de esas y otras afirmaciones conciliares semejantes es que tanto la Iglesia universal como las muchas Iglesias locales y particulares, donde se realizan de modo legítimo los actos eclesiales básicos de martyría, leitourgía y diakonía, son Iglesia en sentido pleno, pero solo si mantienen tal relación entre sí que formen realmente la communio ecclesiarum. La Iglesia universal no es, según eso, la asociación (secundaria) de unas comunidades locales o personales que "subsisten" en sí, una especie de organización central; pero tampoco es la totalidad sistémica social (previa) que se articula (por razones puramente externas) en muchas secciones, al modo de "vicarías" de una "superdiócesis" de dimensión mundial.
Según el concepto bíblico de ekklesía y la idea patrística de koinonía, la Iglesia se constituye cooriginariamente como Iglesia una y universal (el único "pueblo de Dios", el único "cuerpo de Cristo") y como la pluralidad de las diversas Iglesias y comunidades ("pueblo de Dios" en Corinto, en Roma, en Filipos, etc.). Ambas vertientes son inderivables e irreductibles entre sí; ambas poseen el valor y el sentido original de la Iglesia en sí. De ahí que esta se realice únicamente en la relación mutua, de suerte que, por una parte, la Iglesia universal solo subsiste "en" las Iglesias locales y "a base de" ellas (LG 23), solo "está presente" en ellas (individualmente y en conjunto) y, por otra parte, las distintas Iglesias solo realizan su propio ser eclesial en la unidad comunicativa (mediante la comunión de la fe y la eucaristía) de todas las Iglesias. "Entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal existe, por tanto, una interioridad mutua, una especie de ósmosis." (37).
De estos principios, sostiene Kehl, se sigue una revisión de la praxis de los últimos siglos que es de gran alcance y, por eso, objeto de debate. Porque la inte-gración y la diferenciación exigen ahora una igual valoración y ponderación en la Iglesia, es decir, solo a condición de que se valore adecuadamente la pluralidad originaria y equivalente de las Iglesias locales y particulares, de que estas puedan vivir, no uniformadas sino diferenciadas, solo entonces será la Iglesia universal una "Iglesia" en sentido pleno. La unidad uniforme, en cambio, destruye a la larga la Iglesia en su más profunda autorrealización como "comunión de Iglesias"; priva tanto a las distintas Iglesias como a la Iglesia universal de su carácter teológico de Iglesia, de comunión. Pero hay que decir otro tanto a la inversa: las distintas Iglesias son "Iglesia" en sentido pleno si se articulan con toda su autonomía en la totalidad más amplia de la alianza de todas las Iglesias locales, en la Iglesia universal; si no exageran su propio valor oscureciendo estructuralmente la unidad global y haciéndola inoperante. La disposición a la integración por parte de las Iglesias locales y la disposición a la diferenciación por parte de la Iglesia universal son la condición para una praxis positiva de la Iglesia como "comunión de Iglesias". A nadie puede extrañar que no sea fácil realizar esta relación mutua después de una praxis unilateral que dura siglos.
2.2. El carácter colegial del episcopado
Puede decirse que un punto clave para comprobar la nueva recepción, estruc-turalmente eficaz, del concilio Vaticano I a través de la idea de Iglesia y de ministerio eclesial en el Vaticano II, es la doctrina y la praxis de la colegialidad de los obispos recuperada para la conciencia eclesial, sobre todo por LG 21-23. Andrés Scrima, observador del Patriarcado Ortodoxo de Constantinopla y enviado personal de Atenágoras al Vaticano II, afirmó al finalizar el Concilio: "el test fundamental de las orientaciones eclesiológicas de la Constitución LG es la asimilación (doctrinal y vivida) de la interdependencia entre el papado y el episcopado." (38). De manera análoga, durante la asamblea, en 1963, uno de los peritos más cualificados, Yves Congar, consideró que collegialitas podría llegar a ser la palabra central del concilio, así como homoousios lo fue para el concilio de Nicea (325), transsubstantiatio para el Lateranense IV (1215) y primatus e infallibilitas para el Vaticano I (1869/70) (39). De hecho, la acentuación de la "colegialidad" presbiteral, ser presbítero es esencialmente ser miembro del presbiterio de un obispo, aunque es un dato antiguo en la historia de la Iglesia (cf. por ej., Ignacio de Antioquía), en la bibliografía posconciliar aparece principalmente, por diversos motivos, como una "extensión" de la noción colegial del episcopado (40). Esta se funda, a su vez, en la estructura colegial del ministerio de los Doce (quienes solo juntos son lo que deben ser: una referencia al Israel de Dios de los últimos tiempos). De allí que el ministerio en la Iglesia es constitutivamente "colegial". No se confiere al individuo como individuo, sino con miras a la comunidad; solo puede poseerse comunitariamente, como inserción en un "colegio", diacrónica y sincrónicamente considerado.
En la consagración episcopal se confiere la "plenitud del sacramento del orden" (LG 21). El concilio entiende así el episcopado, no desde el presbiterado, como su "grado supremo", sino como "el modo primario e integral del orden sacramental". (41) Todos los otros grados del sacramento del orden participan de su potestad en forma limitada. Esta potestad conferida en la consagración episcopal abarca el triple oficio de santificar, enseñar y regir, quedando abolida la separación entre la "potestad de orden" conferida en la consagración y la "potestad de jurisdicción" conferida por el Papa (la jurisdicción está radicada en el sacramento). En analogía con la vocación de los apóstoles, toda la potestad episcopal deriva directamente de Jesucristo y de la efusión de su Espíritu. Pero, así como Jesús llamó a los apóstoles y los envió con plenos poderes como "colegio", igualmente el oficio episcopal, "por su misma naturaleza, no puede ejercerse sino en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio" (LG 21). El texto aduce en favor del carácter colegial originario del episcopado, además del fundamento bíblico, la praxis de la comunión en la Iglesia antigua, la realidad de los concilios y la liturgia de la consagración episcopal realizada colegialmente (LG 22). "De esta manera, la misma consagración episcopal aparece como un concilio en miniatura, es recepción en un colegio y se hace por el colegio." (42).
Aunque el texto no explica en concreto la noción de "colegio" en el aspecto jurídico o teológico, el contexto general de LG permite concluir que el conjunto de los obispos y la potestad de este conjunto no son la suma resultante de los distintos obispos y de sus poderes sino que, como unidad jurídico-moral, de base sacramental (n. 21), sustentada por tanto en el Espíritu de Dios, esta unidad global precede objetivamente a cada uno de los obispos. La consagración incorpora al individuo a este colegio y la potestad episcopal, que la consagración le confiere personalmente, no le compete sino como miembro de este colegio. La consagración personal como obispo de una Iglesia local y la vinculación colegial al órgano directivo de la Iglesia universal se realizan en la consagración de modo cooriginario y se condicionan recíprocamente. De este modo, la comunión efectiva con el colegio episcopal no aparece ahora como una adición exterior al sacramento del orden, sino como el desenvolvimiento esencial con que llega a su pleno sentido.
Tanto el concepto de sacramento como el de jurisdicción aparecen de nuevo a la luz primitiva de la teología de los Padres, que temporalmente había quedado oscurecida por desviaciones más recientes (43). La posición que el Concilio corrige es la siguiente: la potestad de jurisdicción del obispo deriva de una concesión extrínseca del Papa, mientras que la potestad de orden proviene de la misma consagración. Esta doctrina, fundada en la separación de la sacramentalidad y de la colegialidad, fue un elemento determinante en el desenvolvimiento de la relación entre el Papa y los obispos que, a la larga, amenazó con ahogar la idea de colegialidad del tiempo de los Padres. El colegio, por el contrario, no es una creación del Papa, sino que brota de un hecho sacramental y representa así un dato previo de la misma estructura eclesiástica, aun cuando el ejercicio concreto de dicha colegialidad necesite de re-gulación más precisa por el derecho positivo de la Iglesia (incluso dada la multiplicidad de sujetos de jurisdicción) (44). "La forma jurídica que representa la expresión más inmediata de la realidad teológica ‘colegialidad’ es el concilio ecuménico." (45).
2.3. La única potestad suprema en figura colegial y en figura primacial
Puesto que el colegio episcopal, en cuanto institución sucesora y actualización permanente del colegio apostólico, deriva directamente de Jesucristo, es también —al igual que el ministerio de Pedro— "sujeto de la plena y suprema potestad" sobre la Iglesia universal (LG 22). Esta potestad suprema no le llega al colegio episcopal derivada del Papa o porque este forme parte de él, lo que permitiría al colegio participar en su potestad suprema. No, la potestad colegial suprema está en igual inmediatez con Cristo que la potestad primacial. Se dan, pues, en la Iglesia, cooriginariamente, la forma colegial y la forma primacial de la potestad suprema. Una y otra solo se pueden ejercer conjuntamente.
Esta conjunción afecta no solo al colegio episcopal sino también, análogamente, al ministerio de Pedro. En eso consiste exactamente la nueva recepción de los dogmas papales del concilio Vaticano I por el Vaticano II. De no ser así, afirma M. Kehl, estaría de más toda la complicada argumentación del capítulo tercero de LG acerca de la potestad suprema del colegio episcopal (46). Y si no se quiere yuxtaponer simplemente las afirmaciones del Vaticano I sobre el primado y las del Vaticano II sobre la colegialidad, sin ningún nexo teológico interno, es inevitable subrayar la cooriginariedad y, por tanto, la pertenencia recíproca de ambos modos de potestad suprema. Así como Pedro no fue nombrado pastor por Jesús al margen del colegio apostólico, tampoco puede el Papa realizar su servicio primacial de unidad en la Iglesia fuera o por encima del colegio episcopal.
A la pregunta sobre el sujeto de la autoridad se han ofrecido, principalmente, dos respuestas. "El Concilio no quiso zanjar la cuestión." (47). La primera afirma que esta suprema et plena potestas en la Iglesia está distribuida en dos "sujetos" diferentes, aunque solo inadecuadamente diferentes: el colegio episcopal con el Papa, por una parte, y el Papa sin el colegio episcopal, por otra. Esta posición fue defendida por la teología tradicional, entre otras razones, para afirmar la importancia del episcopado frente al primado. Hablar de un único sujeto hubiera conducido, sobre todo después del Vaticano I, a afirmar solo al papado. Por el contrario, para los teólogos conciliares K. Rahner, O. Semmelroth, A. Grillmeier, Y. Congar, y hoy por la gran mayoría, se trata de "un solo sujeto de poder supremo en la Iglesia: el colegio constituido bajo el Papa como su cabeza primacial". (48). No existe el colegio sin el Papa, no hay Papa sin colegio episcopal; constituyen una unidad ontológica y jurídica. Esto no excluye que el Papa pueda ejercer seorsim (por sí) esta potestad suprema de gobierno en la Iglesia, como señala la "Nota explicativa previa" (n. 3) de LG. Congar comenta esta expresión: "No se dice que el Papa obra solo, sino seorsim. No en soledad, sino de manera personal." (49). Esta expresión seorsim no significa que el Papa pueda ejercer su oficio de pastor supremo en la Iglesia como persona privada, al margen de la Iglesia y del colegio episcopal; significa más bien que el Papa puede ejercer la autoridad suprema en la Iglesia no solo en un acto estrictamente colegial, con el acuerdo y la codecisión expresa del colegio episcopal, sino también en un acto individual y personal (por ejemplo, mediante encíclicas). También entonces actúa como "sucesor de Pedro" y, por tanto, como "cabeza" del colegio episcopal. En este sentido, todo acto primacial del Papa (realizado colegialmente o de modo personal y "por sí") queda integrado con necesidad intrínseca, teológica, en la comunión de la Iglesia y en el colegio de los obispos. La "cabeza" sin colegio o fuera del colegio es teológicamente algo tan contradictorio como el colegio sin su "cabeza". De allí la afirmación de Rahner: "El sujeto colegial, estrictamente uno, de la suprema potestad en la Iglesia posee, pues (en consonancia con su estructura interna), dos modos de acción: por medio del Papa ‘solo’, como su cabeza primacial, y por medio de un ‘acto estrictamente colegial’" (50); por ejemplo, en un concilio, en un sínodo de obispos, etc.
No obstante toda esta enseñanza, determinadas afirmaciones de la "Nota explicativa previa" añadidas a la LG por Pablo VI fortalecen, a juicio de algunos, la tesis antes expuesta: en el Vaticano II conviven dos eclesiologías parcialmente irreconciliables, una al lado de la otra. Un ejemplo lo constituye lo que Ratzinger calificó como "infeliz formulación (...) que parece atribuirle un poder absolutista" al Papa (51). Se refiere a la frase de la "Nota": "El Sumo Pontífice, como Pastor supremo de la Iglesia, puede ejercer su potestad a discreción (ad placitum) en todo tiempo, como lo requiere su ministerio." (n. 4). Por este y otros motivos se ha hablado de dos eclesiologías en los textos del Vaticano II. El compromiso fue valioso para el concilio, pues hizo posible que la minoría diera su aprobación a la Constitución dogmática sobre la Iglesia. Por una parte, es verdad, como afirma Hünermann, que "los textos conciliares son siempre fórmulas de compromiso." (52) Pero, por otra, el compromiso indica que existe un problema objetivo de fondo. De ese modo, el Vaticano II señala una tarea que no ha podido ser solucionada satisfactoriamente hasta el presente. De la solución de esa cuestión dimanarán importantes consecuencias prácticas para la realización de la colegialidad en la relación con el primado (53).
3. ALGUNAS CONSIDERACIONES ACTUALES
Las reflexiones históricas y teológicas precedentes llevan a formular la pregunta acerca de su repercusión concreta en la vida de la Iglesia. M. Kehl se pregunta, ¿cómo se puede aplicar en el terreno práctico y jurídico la integración teológica del ministerio de Pedro en la estructura de la Iglesia como comunión, integración llevada a cabo por el Vaticano II?, ¿no queda todo en la esfera de la "gris teoría" mientras esa teología de la comunión no se traduzca en un "derecho de la comunión" de carácter vinculante? Es indudable que el nuevo derecho canónico ha dado ya los primeros pasos en esta dirección; pero quedan pendiente aún numerosas aspiraciones, como se constata en la praxis posconciliar y en el debate teológico suscitado al respecto. Es hoy una opinión difundida, y en cierto modo la propuesta de diálogo de Juan Pablo lo confirma, que "la Iglesia postconciliar no ha logrado aún darse las instituciones que puedan permitirle ponerse en sintonía con la eclesiología de comunión cuyas bases puso la Lumen gentium." (54). "Se sigue manteniendo, continúa Tillard, lo que se ha llamado la "soledad" del primado universal tal como el Vaticano I lo había querido, entendiendo por ello su "estar por encima de" la comunión con los demás obispos, su "ser aparte", o su "trascendencia", para emplear una expresión de la literatura ultramontana. Es verdad que se han añadido nuevas instituciones, pero sin corregir la antigua institución de modo que ambas puedan armonizarse, (...) sin conseguir que las formas colegiales lleguen a ser algo distinto de un servicio al primado. (...) Para la gran tradición, el primado está al servicio de la colegialidad no a la inversa." (55). No se trata de efectuar una restricción jurídica externa de la potestad del ministerio de Pedro. Se busca destacar con más claridad las posibles consecuencias que resultan, dentro de una lógica teológica interna, de la conexión indisoluble de potestad colegial y potestad primacial. He aquí solo algunos ejemplos formulados brevemente y que, discutibles por su misma naturaleza, reflejan la posición de múltiples autores (56):
a) El servicio pastoral del ministerio de Pedro: En la línea de la teología de la comunión, propia de la Iglesia antigua, el carisma fundamental de la Iglesia romana cimentada en el martirio de Pedro y Pablo y de su obispo reside en ser testigos, garantes y puntos de referencia de la verdadera fe apostólica. Para la tradición más antigua, no es un poder jurisdiccional el rasgo decisivo del ministerio de Pedro, sino su servicio acreditado como "testigo", "custodio" y "memoria viva" de la transmisión de la fe. De ese modo pasa de nuevo a primer plano la dimensión pastoral en el ministerio de dirección de la Iglesia universal; no se cuestiona su potestad en el terreno jurídico; pero esa potestad constituye solo un elemento (no el único ni el más importante) de su servicio pastoral en la Iglesia. El servicio del ministerio petrino consiste en ayudar fraternalmente a las diversas Iglesias, como centro de unidad, a encontrar y conservar su propia identidad en comunión con todas las Iglesias. El obispo de Roma no crea la unidad de las Iglesias, sino que vela dentro de la Iglesia para que "la comunión cuya responsabilidad tiene cada obispo en su Iglesia local desemboque en la catholica, y por tanto, en una koinonía tal que la única e idéntica fe se halle en cada diócesis y en cada fiel" (57). Justamente así se conserva también y se fomenta la legítima pluralidad de las diversas tradiciones de las Iglesias locales.
b) Cuando las Iglesias de la Ortodoxia y de la Reforma muestran hoy una nueva apertura hacia la posibilidad de un ministerio de Pedro teológica y prácticamente renovado, habrá que poner en claro por parte católica, de un modo más decidido y riguroso, que para una unidad ecuménica de la Iglesia hay diversos modos teológicamente posibles de reconocimiento de este ministerio petrino y de comunión con él. Porque el oficio de "primado" en la Iglesia latina no es idéntico en modo alguno, en su figura jurídica concreta, al ministerio de unidad de la Iglesia universal, aunque ambos confluyan en el obispo de Roma. J. Ratzinger ha señalado que la Iglesia católica no puede ni necesita pedir hoy a la Iglesia ortodoxa el reconocimiento del ministerio de Pedro en mayor grado de lo que lo hizo en el primer milenio. Algo parecido cabe afirmar sobre las Iglesias y las comunidades eclesiales que nacieron de la Reforma Protestante.
c) La estructura al servicio de la unidad en la Iglesia tiene un triple escalón. La calificación de meras instituciones administrativas a las instancias intermedias entre el obispo diocesano y la sede de Pedro no se corresponde con la experiencia histórica de la Iglesia. De allí que sea correcto lo que sostienen múltiples autores cuando afirman que la unidad eclesial se construye a partir de una estructura triádica: obispo diocesano, iglesias regionales, obispo de Roma e Iglesia universal. Una estructura dual conduce inevitablemente a una polarización donde uno de los extremos subsume al otro y, lo que es más importante, es incorrecta desde el punto de vista histórico y teológico. Ni las iglesias diocesanas ni el servicio a la unidad del ministerio de Pedro pueden realizarse adecuadamente sin el correcto funcionamiento de las estructuras intermedias. La unidad católica ha sido, en la tradición más antigua de la Iglesia, y deberá serlo más claramente en el futuro, el fruto de un articulación equilibrada de estas tres instancias. La revalorización del ministerio episcopal perseguida por el Vaticano II no se realiza solo en el fortalecimiento de los obispos diocesanos individualmente considerados. Tal revalorización se mostrará ineficaz si al mismo tiempo las estructuras supradiocesanas no encuentran, tanto en la teoría como en la práctica, su lugar adecuado. El peligro de burocratización y absolutización, un riesgo inseparable de toda estructura humana, no debe desautorizar su necesaria posición en el conjunto de la Iglesia.
Desde esta perspectiva debe continuar la revisión teórica y práctica, por ejemplo, de instituciones como el sínodo de los obispos y las conferencias episcopales. No es posible aquí ni siquiera insinuar la compleja problemática que estas dos instituciones encierran y la abundante bibliografía elaborada en estos años. Al respecto, existe una difundida insatisfacción por los resultados hasta hoy obtenidos y un cierto grado de incertidumbre acerca de la tendencia en el desarrollo que ambas instituciones están sufriendo. Por ejemplo, el conocido historiador italiano Giuseppe Alberigo constata: "La sinodalidad es una característica extraordinaria del pontificado actual", pero, apunta, "ciertamente se trata de una sinodalidad más cuantitativa que cualitativa." (58).
En la cuestión referida a las conferencias episcopales hay desde hace algunos años un claro disenso público entre un número importante y calificado de teólogos y canonistas católicos y los dicasterios romanos (particularmente la Congregación para los obispos) (59). Una eclesiología que destaca principalmente la potestad jurisdiccional del Papa y la de cada obispo singular teme que la revalorización de determinadas instancias intermedias colegiales signifique un recorte de la autoridad papal o de cada obispo, y la acepta como órgano consultivo útil y necesario en el aspecto pastoral. La otra posición, en cambio, que quiere traducir, a su juicio, más consecuentemente la teología de la comunión del Vaticano II a la estructura jurídica eclesial, ve en las conferencias episcopales una reedición, adecuada a la situación eclesial presente, de las estructuras sinodales y metropolitanas de la Iglesia antigua (cf. LG 23). Además, considera esta institución como algo que responde a la esencia de la Iglesia y, por eso (dentro del condicionamiento histórico), como una concreción teológicamente necesaria de su estructura como sacramento de la comunión de Dios. En mayo de 1998 Juan Pablo II ha publicado un documento sobre el "estatuto teológico y jurídico de las Conferencias episcopales", fruto de casi 15 años de consultas y revisiones (60).
"En suma, como afirma el teólogo canadiense J. M. Tillard, el dossier teología dogmática del papado no está cerrado. Falta por escribir uno de sus capítulos más complejos" (61). Quizás con la encíclica UUS, Juan Pablo II haya escrito una página particularmente importante en orden a perfilar la modalidad en el ejercicio del ministerio petrino en el tercer milenio.
RESUMEN
En mayo de 1995 Juan Pablo II concretó uno de los pasos más significativos de su pontificado. En la encíclica Ut unum sint invitó a los obispos y teólogos de las diversas iglesias cristianas a entablar un diálogo sobre el modo que debe adquirir el ministerio petrino en la situación actual. Esta invitación recibió de inmediato una acogida muy favorable, revitalizó el diálogo ya existente y suscitó un renovado entusiasmo, con acaloradas discusiones incluidas, que se han plasmado en múltiples congresos e infinidad de publicaciones. La reformulación del ejercicio del primado representa un ambicioso proyecto cuya amplitud, significado y dificultades no deberían pasar desapercibidas. Este artículo presenta primeramente algunos datos históricos. Una primera constatación de este breve repaso histórico lo constituye el hecho de que el ministerio de Pedro se ha ejercido de diversas maneras. Su fundamentación teórica y el amplio campo de sus actividades pastorales han asumido en el curso de la historia contornos diferentes. En un segundo momento, ofrece algunas ideas centrales de la noción de Iglesia del Vaticano II referidas a este punto. Finalmente, insinúa ámbitos temáticos más concretos del diálogo actual que muestran campos de trabajo en orden a "encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva" (UUS 95).
ABSTRACT
In May 1995 Juan Pablo II made one of the most significant steps of their pontificate. In the encyclical "Ut unum sint" he invited the bishops and theologians of the diverse Christian churches to begin talks on the way the Petrine ministry should acquire in the context of the current situation. This invitation was immediately welcomed, and it both, revitalized the already existent dialogue and caused renewed enthusiasm, at the same time that heated arguments, that has materialized into multiple congresses and infinity of publications. This new conception of the performance of the primate represents an ambitious project whose width, meaning and difficulties should be taken into account. Firstly, this article presents some historical data. The verification of this brief historical review is constituted by the fact that the Petrine ministry has been performed in several ways. Their theoretical foundation and the wide field of their pastoral activities have assumed different profiles during the course of history. Secondly, the article offers some central ideas of the Vatican II’s notion of Church. Finally, it shows thematic fields of the current dialogue that point out new territories of work in order "to find a way of exercising the primacy which, while in no way renouncing what is essential to its mission, is nonetheless open to a new situation" (UUS 95).
 
(1) Cf. por ej., Johann-Adam-Möhler-Institut (ed.), Das Papstamt. Anspruch und Widerspruch. Zum Stand des ökumenischen Dialogs über das Papstamt, Münster 1996;         H. Legrand, Primato e collegialità al Vaticano II, Il Regno 13 (1998) 449-455; A. Acerbi, Per una nuova forma del ministero petrino, Il Regno 13 (1998) 456-463;       Il primato dell successore di Pietro. Atti del Simposio teologico (Roma, 2-4 dicembre 1996), Città del Vaticano 1998; N. Walsh, A Papacy for the Future, The Tablet, 11 December 1999, 1678-1679;  etc.
(2) Cf. por ej., A. Borras, Ut unum sint. Une encyclique pour les chrétiens en voie de réconcilia-tion, Ephemerides Theologicae Lovanienses 72 (1996) 349-370; A. Anton, El ministerio petrino y/o papado en la "Ut unum sint" y desde la eclesiológica sistemática, Gregorianum 79 (1998) 503-542, 537s.    
(3) Cf. el texto íntegro en: Documentation Catholique 64 (1967) 870.      
(4) K. Schatz, Unkonventionelle Gedanken eines Kirchenhistorikers zum päpstlichen Primat, en: P. Hünermann (ed.), Papstamt und Ökumene. Zum Petrusdienst an der Einheit aller Getauften, Regensburg 1997, 25-42, 26.        
(5) Cardinal Franz König, My Vision for the Church of the Future, The Tablet, 27 March 1999, 424-426.        
(6) Y. Congar, Conversazioni d’autunno, Brescia 1987, 68ss.;          id. El "testament" del cardenal Con-gar: Entrevista recollida per Giancarlo Zizola, Documents d’Església 19 (1995) 183-185; Cardinal B. Hume, A Bishop’s Relation to the Universal Church and his Fellow Bishops, Origins 29 (1999) 108-112;          etc.
(7) Die bleibende Bedeutung des Zweiten Vatikanischen Konzils, en: id., Schriften zur Theologie. Bd. 14, Einsiedeln 1980, 303-318.        
(8) Cf. por ej., N. Werlen, Asiens Kirche sucht ihren Weg, Schweizerische Kirchenzeitung 25 (1998).
(9) Cf. A. Acerbi, Due ecclesiologie. Ecclesiologia giuridica ed Ecclesiologia di communione nella Lumen Gentium, Bologna 1975;          H. Pottmeyer, Die zwiespältige Ekklesiologie des Zweiten Vati-canums - Ursache nachkonziliarer Konflikte, Trierer theologische Zeitschrift 92 (1983) 272-283.
(10) Cf. A. Antón, Ecclesiologia postconciliare: speranza, risultate e prospettive, en: R. Latourelle (ed.), Vaticano II: Bilancio e prospettive venticinque anni dopo (1962-1987) 1., Assisi 1987, 361-388, 375 ss.          Cf. igualmente, P. Neuner, Zwischen Primät und Kollegialität. Das Verhältnis von Papst und Bischöfen auf dem Ersten und dem Zweiten Vatikanischen Konzil, en: F. König (ed.), Zentralismus statt Kollegialittät? Kirche im Spannungsfeld, Düsseldorf 1990, 82-113.
(11) Cf. W. Henn, Historical-theological Synthesis of the Relation between Primacy and Episcopacy, en: Il primato dell successore di Pietro. Atti del Simposio teologico, 222-273, 225.        
(12) Lo expresa con meridiana claridad el metropolita Kirill, secretario de estado (por así decir) del patriarcado de Moscú, en una entrevista publicada en febrero en un diario italiano: a la pregunta sobre la forma que debería adquirir el primado papal, responde, "Un modelo ha existido. Funcionaba antes del año mil. No hay que inventar nada. En el primer milenio existía el primado del obispo de Roma y era reconocido, pero no existía la jurisdicción universal del Papa. El obispo de Roma no intervenía en la jurisdicción de las otras iglesias a menos que lo llamaran a hacer de juez. Como ocurría algunas veces. Después, en el siglo pasado, el Concilio Vaticano I ha hecho todo más difícil, fortificando la centralización de la Iglesia Católica. Además surgió la cuestión de la infalibilidad. (...) Nosotros no podemos aceptarla (a la infalibilidad). Para las iglesias ortodoxas la más alta instancia es el Concilio universal." A la pregunta, qué responden al Papa: "Regresemos al modelo de la Iglesia antigua. Será necesario definir claramente el rol del obispo de Roma, delimitar los límites de su poder, entender bien qué significa ser el primo. Los Padres de la Iglesia hablaban, como ha hecho el Papa en El Cairo, de un servicio de amor; esto lo hemos reconocido siempre.", La Reppublica, 29 febbraio 2000, p. 26.        
(13) Cf. A. Dulles, Recensión, H. Pottmeyer, Towards a Papacy in Communion: Perspectives from Vatican I and II, New York 1998,          The Thomist 63 (1999) 307-313, 311.
(14) Cf. también, K. Schatz, art. Papst, Papsttum. II. Alte Kirche, en: Lexikon für Theologie und Kirche 7, Freiburg i.Br. 31998, 1328-1331.        
(15) Sobre la historia, precisiones conceptuales y posibles aplicaciones prácticas de la noción histórica de "patriarcados", en particular, el referido al obispo de Roma, cf. Y. Congar, Le pape, patriarche d’Occident, en: id., Ëglise et papauté. Regards historiques, Paris 1994, 11-30.        
(16) H. Pottmeyer, Die Rolle des Papsttums im Dritten Jahrtausend, Freiburg i.Br. 1999, 23.        
(17) Cf. K. Schatz, Il primato del Papa. La sua storia dalle origini ai nostri giorni, Brescia 1996, 134s.
(18) W. Henn, Historical-theological Synthesis of the Relation between Primacy and Episcopacy, 230.        
(19) H. Pottmeyer, Die Rolle des Papsttums, 25.          Cf. igualmente, K. Schatz, Il primato del Papa, 141.
(20) Cf. K. Schatz, Il primato del Papa, 142. Cf. también, B. Schimmelpfennig, art. Papst, Papsttum. III. Mittelalter, en: Lexikon für Theologie und Kirche 7, 1331-1333.        
(21) "La concepción de que el Papa está sobre el derecho canónico positivo se une en Inocencio IV (1243-1254) a la concepción jurídica romana del príncipe como más allá de toda ley. Pero con este concepto entra peligrosamente en la idea del primado el principio del arbitrio, aunque se lo entiende en el plano jurídico y no moral.", K. Schatz, Il primato del papa, 143.
(22) Para este importante tema, cf. también, K. Schatz, Bischofswahlen. Geschichtliches und Theolo-gisches, Stimmen der Zeit 207 (1989) 291-307;          G. Greshake (ed.), Zur Frage der Bischof-sernennungen in der römisch-katholischen Kirche, München 1991.
(23) K. Schatz comparte este análisis, cf. Il primato del papa, 204.
(24) Cf. K. Schatz, Il primato del papa, 151ss. Cf. en particular los importantes problemas del decreto "Haec sancta" del Concilio de Costanza (1414-1418), cf. ibid., 162-165. Sobre los motivos de la llamativa ausencia del tema en las resoluciones del Concilio de Trento (1545-1563), cf. ibid., 181ss.; W. Henn, Historical-theological Synthesis of the Relation between Primacy and Episcopacy, 249 ss. Después de Trento tuvieron lugar diversos acontecimientos que de diversa manera influyeron en la progresiva consolidación del papado, tales como la fundación del "Oficio central de la inquisición (1542)", la definitiva fijación de la liturgia por Roma (1570, el misal), la institución de las nunciaturas permanentes (la primera en el 1500 en Venecia), la fundación de la congregación de propaganda fide (1622), el surgimiento de la orden de los jesuitas (1540), etc. Estas y otras circunstancias hicieron que el papado llegara a ser el símbolo de la identidad confesional del catolicismo. Cf. también, G. Schwaiger, art. Papst, Papsttum. IV. Neuzeit und Gegenwart, en: Lexikon für Theologie und Kirche 7, 1333-1335.        
(25) K. Schatz, Il primato del papa, 199.
(26) Cf. P. Hünermann, Amt und Evangelium. Die Gestalt des Petrusdientes am Ende des zweiten Jahrtausends, Herder-Korrespondenz 50 (1996), 298-302, 300.       
(27) M. Kehl, ¿Adónde va la Iglesia? Un diagnóstico de nuestro tiempo, Santander 1997, 15.        
(28) Cf. H. Pottmeyer, Die Rolle des Papsttums, 121.        
(29) Cf. de K. Schatz, la obra en tres volúmenes más importante que hoy existe sobre el Vaticano I, Vaticanum I 1869-1870         ](Band I. Vor der Eröffnung; Band II. Von der Eröffnung bis zur Konstitution "Dei Filius"; Band III. Unfehlbarkeitsdiskussion und Rezeption), Paderborn 1994. Cf. también, J.-P. Torrel, La théologie de l’épiscopat au premier concile du Vatican, Paris 1961;          F. Van der Horst, Das Schema über die Kirche auf dem I. Vatikanischen Konzil, Paderborn 1963.
(30) Cf. H. Pottmeyer, Die Rolle des Papsttums, 91.         Todos temas explicitados en el Vaticano II.
(31) Cf. múltiples ejemplos semejantes en J. M. Tillard, El obispo de Roma. Estudio sobre el papado, Santander, 1986, 32ss.        
(32) Cf. K. Schatz, Il primato del Papa, 224 ss.
(33) Las páginas siguientes siguen de cerca a M. Kehl, La Iglesia. Eclesiología católica, Salamanca 1996, 338ss.        [
(34) J. M. Tillard, El obispo de Roma, 60.
(35) Cf. P. Hünermann. "Una cum". Zu den Funktionen des Petrusdientes aus katholischer Sicht, en: id., (ed.), Papstamt und Ökumene, 80-101, 86ss.       
(36) J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios. Esquemas para una Eclesiología, Barcelona 1972, 206.        
(37) Comisión Teológica Internacional, Temas selectos de Eclesiología, 1984,         ] n. 5.2.
(38) Reflexiones de un ortodoxo sobre la Constitución, en: G. Baraúna (ed.), La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 1966, vol. II, 1217-1231, 1231.         ] Un razonamiento convergente ofrece G. Ghirlanda, "Hierarchica communio". Significato della formula nella "Lumen Gentium", Roma 1980, 3.        [  ]
(39) Cf. C. Van Vliet, Communio sacramentalis. Das Kirchenverständnis von Yves Congar, Mainz 1995, 178.        [ ]
(40) Cf. por ej., en el mismo concilio, J. Giblet, Sacerdotes de segundo orden, en: G. Baraúna (ed.), La Iglesia del Vaticano II, vol. II, 893-915, 910.        []
(41) Es indudable que la doctrina de Tomás de Aquino y de otros escolásticos acerca de la no existencia de una diferencia sacramental entre el presbítero y el obispo tuvo gran influencia en la com-prensión de la relación episcopado-papado. Considerando la ordenación principalmente en orden a la Eucaristía, no se percibía la diferencia presbítero-obispo. Y lo que los distingue, la potestad de jurisdicción, derivaba directamente del Papa. El Vaticano II corrige estas ideas. Cf. W. Henn, Historical-theological Synthesis of the Relation between Primacy and Episcopacy, 263s.        [ ]
(42) J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, 202.        []
(43) La palabra iurisdictio aparece solo nueve veces en los textos del Vaticano II (a diferencia de las siete veces que aparece en el texto, mucho más breve, Pastor aeternus del Vaticano I). Por ejemplo, cuatro de ellas refieren a la exención de las comunidades religiosas de la jurisdicción de los obispos. "Todo esto sugiere que el lenguaje de la jurisdicción no juega un rol importante en el pensamiento del concilio sobre el episcopado", W. Henn, Historical-theological Synthesis of the Relation between Primacy and Episcopacy, 267 nota 116.
(44) Cf. J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, 195-202, 216.
(45) J. Ratzinger, Chiesa, ecumenismo e politica, Milano 1987, 19.      (46) Cf. M. Kehl, La Iglesia, 345ss.
(47) A. Dulles, Medio siglo de eclesiología, Selecciones de Teología 31 (1992) 73-84, 79.       
(48) K. Rahner, Kommentar zum III. Kapitel, Artikel 18-27, en: Lexikon für Theologie und Kirche. Das Zweite Vatikanische Konzil I, Freiburg i.Br. 21966, 210-247, 228.       
(49) Y. Congar, Conversazioni d’autunno, 69.       
(50) K. Rahner, Kommentar zum III. Kapitel, 229.         Cf. H. Pottmeyer, Die Rolle des Papsttums, 109.
(51) Cf. J. Ratzinger, Kommentar zu den "Bekanntmachungen", en: Lexikon für Theologie und Kirche. Das Zweite Vatikanische Konzil I, 348-359, 356s.       
(52) Papstamt und Petrusdienst. Ein dringliches innerkirchliches und ökumenisches Problem, Köln 1998, 12.       
(53) Cf. W. Kasper, Iglesia como communio. Consideraciones sobre la idea eclesiológica directriz del Concilio Vaticano II, en: id., Teología e Iglesia, Barcelona 1989, 376-400, 390.       
(54) J. M. Tillard, El obispo de Roma, 70.
(55) J. M. Tillard, El obispo de Roma, 64ss.
(56) Cf. M. Kehl, La Iglesia, 347ss.
(57) J.M. Tillard, El obispo de Roma, 190.
(58) G. Alberigo, Synodalität in der Kirche nach dem Zweiten Vatikanum, en: W. Geerlings - M. Seckler (eds.), Kirche sein. Nachkonziliare Theologie im Dienst der Kirchenreform, Freiburg i.Br. 1994, 333-347, 346.       
(59) El interés por este tema se expresa en una bibliografía muy extensa. Cf. algunos de los principales textos, G. Feliciani, Le conferenze episcopali, Bologna 1974;        H. Legrand - J. Manzanares (eds.), Naturaleza y futuro de las conferencias episcopales, Salamanca 1988; H. Müller - H. Pottmeyer (eds.), Die Bischofskonferenz. Theologischer und juridischer Status, Düsseldorf 1989;         T. Reese (ed.), Episcopal Conferences. Historical, Canonical and Theological Studies, Washington 1989.
(60) Cf. por ej., J. Komonchak, Consenso e unanimità, Il Regno 17 (1998) 569-571;         J. Beyer, Apos-tolos suos, motu proprio di Giovanni Paolo II sull’attività collegiale dei vescovi di rito latino, Quaderni di diritto ecclesiale 12 (1999) 394-400.        
(61) J. M. Tillard, El obispo de Roma, 71.