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jueves, 28 de febrero de 2013

¿ADÓNDE va el PAPADO? Recopilación por P. Primo Corbelli

A partir del libro "¿Adónde va el Papado?" de Carlos SCHICKENDANTZ, Umbrales, con esta recopilación del p. Primo Corbelli, presenta a los lectores algunas de las cuestiones más debatidas de este tema de actualidad eclesial.

La encíclica "Ut Unum Sint" ("Que Sean Uno") es la primera después del Concilio dedicada enteramente al Ecumenismo. Su objetivo es trazar un balance de los resultados logrados en el diálogo ecuménico de los últimos decenios. Pero se tiene la impresión que toda ella está orientada a desembocar en la "propuesta" hecha al final de la misma (n. 95 y 96), al señalar el tema del ministerio papal como el nuevo objeto de estudio y discusión en la agenda del diálogo ecuménico. Estas líneas abren una época nueva en el ámbito ecuménico, sobre todo porque es el mismo pontífice quien propone el debate a los responsables y teólogos de las Iglesias; es un hecho sin precedentes en la historia.

La disposición por parte de Juan Pablo II a reformar el ministerio papal, sorprendió gratamente al mundo ecuménico, sobre todo por la sincera preocupación del Papa de querer escuchar el grito de Cristo: "Que todos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado" (Jn 17,21). Ya Pablo VI había dicho en abril de 1967: "El papa, como bien sabemos, es indudablemente el más grave obstáculo en el camino del ecumenismo". Si el ministerio de Pedro debe ser sobre todo un servicio a la unidad de los cristianos, representa seguramente una grave contradicción que muchos lo vean como un símbolo de división y como uno de los principales obstáculos para la unidad.

¿Cuál debería ser por parte del obispo de Roma esa nueva "forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva?" (n. 95). El Papa invita a pastores y teólogos de todas las Iglesias "para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y amor reconocido por unos y otros".

¿Un nuevo modelo de ejercicio del papado?

Esta invitación trascendental parece haber tenido un escaso eco o interés en el mundo hispánico, particularmente en América Latina. Y sin embargo, no es sólo la preocupación ecuménica (quizás no muy fuerte en estas latitudes) lo que reclama una revisión del ejercicio del primado; el Concilio Vaticano II fue el primer concilio verdaderamente universal y esta universalización de la Iglesia ha creado múltiples tensiones entre Roma y el episcopado mundial por el alcance de las conferencias episcopales y la autonomía de las Iglesias locales, la inculturación, el diálogo ecuménico e interreligioso, etc., así como se desprende también de los debates de los últimos Sínodos.

Juan Pablo II afirma que "durante un milenio los cristianos estuvieron unidos por la comunión fraterna de fe y vida sacramental, siendo Roma con el consentimiento común la que moderaba cuando surgían discusiones entre ellas en materia de fe o disciplina" (n. 95). Recién a partir del siglo III los obispos de Roma comenzaron a poner de relieve su especial autoridad proveniente de Pedro. Esta tendencia se cristalizó con el papa León Magno en el siglo V, ya no sólo como sucesor sino como representante de Pedro. De este modo, y progresivamente, el obispo de Roma devino el primero entre los obispos. Entre los siglos V y IX, el ministerio de Pedro adquirió progresivamente una forma institucional bien definida. Existían cinco grandes "patriarcados" (Alejandría, Antioquía, Constantinopla, Jerusalén, Roma) pero se asignó al patriarca romano un lugar de particular relieve; los concilios debían tener su participación y reconocimiento. También se hicieron más frecuentes los recursos y las apelaciones a Roma.

¿Qué pasó en el segundo milenio?

En el segundo milenio hubo una profunda transformación. La concepción monárquica del papado fue creciendo por el distanciamiento de la Iglesia de Oriente -más colegial-, por el rol conductor que asumió el papa en Occidente en el plano político, por la lucha contra los príncipes por la independencia de la Iglesia en el nombramiento de los obispos. San Bernardo se dirigía al papa Eugenio II acusándolo de haber asumido la fastuosidad y la pompa propia del modelo político: "Tú has sido más el sucesor del emperador Constantino que el sucesor de Pedro". También en el siglo XIX la lucha de los papas por la libertad de la Iglesia condujo a un fortalecimiento significativo de su primado de jurisdicción. Por otra parte, la asunción del derecho romano destacó desmedidamente el papel de la jerarquía. Gregorio VII e Inocencio III dieron forma definitiva a la imagen imperial o monárquica del papado. A Inocencio III (1198-1216) se remonta la expresión de "Vicario de Cristo" (no ya vicario de Pedro) y "cabeza de la Iglesia visible".

Según esta concepción, en la Iglesia la autoridad de los patriarcas y obispos, proviene del papa. En 1363 el papa Urbano V dio el golpe definitivo reservando a la curia romana todas las designaciones de obispos. Recién en el siglo XIX y al compás del modelo político de la monarquía absoluta, la doctrina monárquica del papado, ya formulada en los siglos XIII y XIV, se concretó en los hechos. El rol del Papa como monarca absoluto y legislador sobre toda la Iglesia condujo a plantear el problema de su autoridad (infalibilidad) como maestro y esto se dio en ocasión del Concilio Vaticano I. En realidad, el desarrollo del primado conforme al modelo de las monarquías absolutas fue de hecho una modernización del papado, una adecuación a las nuevas realidades cuando el sistema feudal fue reemplazado por el absolutismo.
Pero no pasó lo mismo después, cuando con las monarquías constitucionales se dieron nuevas formas de participación y división de los poderes, ni más tarde cuando surgieron los regímenes democráticos.

Los Concilios Vaticano I y II

La propuesta del Concilio Vaticano I puede sintetizarse en cinco prioridades:
prioridad de la Iglesia universal sobre las Iglesias locales,
de los ministros por sobre la comunidad,
de la estructura monárquica sobre la colegial,
del ministerio sobre los carismas,
de la unidad sobre la diversidad.

Más que un desarrollo de la "infalibilidad" del magisterio (sólo en 1950 con el dogma de la asunción de María se recurrió formalmente a ésta), lo que hubo fue un desarrollo progresivo del primado del poder papal. Aumentó la curia pontificia, creció la centralización de la Iglesia hasta llegar a los viajes internacionales de Juan Pablo II que si bien reflejan una mayor cercanía al mundo y a las Iglesias, también dieron la sensación a muchos de un gobierno universal del papa sobre una Iglesia considerada como una gran diócesis.

El Concilio Vaticano II significó una nueva etapa en este proceso de autoconciencia de la Iglesia moderna y compensó ciertas unilateralidades del Concilio Vaticano I. Ahora la Iglesia es vista sobre todo como Iglesia de comunión. La eclesiología de la minoría en el Vaticano I se transformó en la de la mayoría en el Vaticano II. Mientras la eclesiología mayoritaria en el Vaticano I subrayaba la estructura jerárquica y la autoridad jurídico-institucional de los ministerios y en particular del papado, la del Vaticano II ve a la Iglesia ante todo como una comunión de Iglesias locales, cada una de las cuales es una congregación de fieles unidos por el vínculo de la comunión.

¿Qué es la colegialidad?

Punto clave para comprender la recepción del Concilio Vaticano II es la doctrina y la praxis de la "colegialidad" como enseña la "Lumen Gentium" (n. 21-23) y la interdependencia entre el papado y el episcopado. Según el p. Yves Congar la palabra "colegialidad" fue la palabra central del Concilio. Ésta se funda en la estructura colegial del ministerio de los Apóstoles. El ministerio en la Iglesia no se confiere al individuo como individuo, sino con miras a la comunidad; sólo puede poseerse comunitariamente como inserción en un colegio.

En analogía con la vocación de los apóstoles, toda la potestad episcopal deriva directamente de Cristo y de la efusión de su Espíritu.

Jesús llamó a los apóstoles y los envió con plenos poderes como grupo, como "colegio"; además está la praxis de la comunión en la Iglesia antigua, la realización de los concilios, la liturgia de las consagraciones episcopales realizada colegialmente, etc..

La institución del colegio episcopal, como sucesor del colegio apostólico, deriva entonces directamente de Jesucristo y tiene plena potestad sobre la Iglesia universal. Así como Pedro no fue nombrado por Jesús al margen del colegio apostólico, tampoco puede el papa realizar su servicio primacial de unidad fuera o por encima del colegio episcopal. Uno puede medir la efectividad del primado del Papa por la vitalidad de la colegialidad dentro de la Iglesia. No sólo el obispo de Roma, sino todos los obispos son "vicarios de Cristo". Si el colegio de los obispos está floreciente y los obispos están unidos al Papa, no sólo como simples asesores, entonces también el papado está floreciente.

El posconcilio

Según J. M. Tillard, "la Iglesia posconciliar no ha logrado aún darse las instituciones que pueden permitirle ponerse en sintonía con la eclesiología de comunión. Se sigue manteniendo la soledad del primado universal tal como el Concilio Vaticano I lo había querido (en gran parte debido a contingencias históricas), entendiendo por ello el estar por encima de la comunión con los demás obispos y aparte.

Se han añadido nuevas instituciones (Sínodos, etc.) pero sin conseguir que las formas colegiales lleguen a ser algo distinto de un servicio al mismo primado. Para la gran tradición de la Iglesia, el primado está al servicio de la colegialidad, no a la inversa."

El servicio del papa debería consistir en ayudar fraternalmente a las diversas Iglesias, como centro de unidad, a encontrar y conservar su propia identidad en comunión con todas las Iglesias. Unidad no es uniformidad. La Iglesia Católica, según J. Ratzinger, no debería pedir hoy a la Iglesia Ortodoxa y demás Iglesias el reconocimiento del ministerio papal en mayor grado de lo que lo hizo en el primer milenio.

Por otra parte, la revalorización del ministerio episcopal será ineficaz si al mismo tiempo las estructuras supradiocesanas no encuentran, en la teoría y en la práctica, su lugar adecuado. Desde esta perspectiva debe continuar la revisión teórica y práctica de instituciones como por ejemplo las conferencias episcopales y los sínodos de obispos. Existe una difundida insatisfacción por los resultados hasta hoy obtenidos.

El historiador italiano Giuseppe Alberigo constata: "La sinodalidad del pontificado actual es más cuantitativa que cualitativa". Según los dicasterios romanos las conferencias serían tan solo un órgano consultivo útil en el plano pastoral. Por el contrario, los que buscan ser consecuentes con la eclesiología de comunión del Vaticano II, ven en ellas una reedición actualizada de las estructuras sinodales de la Iglesia antigua.

Las reformas necesarias

Una reforma puramente moral, es decir sólo de actitudes, resultaría inadecuada. Yves Congar dice que "toda reforma verdadera y efectiva debe tocar las estructuras". La santidad personal por sí misma, como enseña la historia, no es suficiente para provocar un cambio estructural en la Iglesia. Muchos de los que pretendieron una reforma en el medioevo quedaron en realidad prisioneros del sistema. En el mes de junio de 1996, el arzobispo emérito de San Francisco y antiguo presidente de la Conferencia Episcopal norteamericana, John Quinn, pronunció una conferencia en Oxford que obtuvo resonancia mundial. En 1999 el arzobispo publicó un libro titulado: "La reforma del papado". Partiendo del hecho que la propuesta de Juan Pablo II implica un reconocimiento de que el actual modo de ejercicio del primado ya no es adecuado, Quinn apela a la opinión pública dentro de la Iglesia porque no puede haber reforma sin crítica.

Esta reforma es inseparable de una revisión teórica y práctica de realidades como la curia romana, el colegio de cardenales, las conferencias episcopales, los sínodos de obispos, el entramado de las Iglesias locales, la relación laicos-ministros ordenados; en general, la constitución misma de la Iglesia y el lugar de la autoridad en ella. Si escasea la consulta a los obispos, el consenso de los teólogos y la adhesión de los fieles, puede suceder por ejemplo lo que el historiador E. Hobsbawm constató en estos años: "a partir de un determinado momento las mujeres, especialmente en países católicos como Italia, España e Irlanda, decidieron que ya no acatarían las enseñanzas morales de la Iglesia sobre anticoncepción".

Ya en 1995 un documento elaborado por varios obispos en Estados Unidos presentaba objeciones a los procedimientos (sin consulta) seguidos en la redacción de varios documentos por parte del Vaticano; se criticaba la pasividad en la recepción de las directivas romanas, la sobrevaloración del colegio de cardenales, la actual organización de los sínodos y se expresaba el temor que en el nombramiento de obispos se prefirieran los candidatos considerados "seguros" a los que poseen verdaderamente cualidades para el liderazgo. Los obispos estadounidenses decían: "Existe la sensación difusa que, desde hace unos años, los documentos del Vaticano han reinterpretado sistemáticamente los documentos del Concilio con el fin de presentar la posición conciliar en aquel entonces minoritaria como la verdadera del Concilio".

El debate actual

John Quinn critica fuertemente las exigencias vaticanas que piden unanimidad para que una conferencia episcopal pueda publicar documentos doctrinales sin que sea necesaria una previa aprobación de Roma. "Bajo este estatuto, una conferencia episcopal raramente podría, si está en condiciones alguna vez, proponer una enseñanza doctrinal". Para Quinn, la curia romana ocupa un espacio innecesario, demasiado importante y ambiguo entre el papa y los obispos; los nombramientos episcopales muestran que la doctrina del Concilio sobre las Iglesias locales "no es completamente operativa y no está todavía implementada". Según él, en 1829 sólo 24 de los 646 obispos diocesanos habían sido nombrados por Roma. En definitiva, John Quinn afirma que la reforma profunda de la curia romana "es quizás el factor más importante en la grave tarea por la unidad de los cristianos y en respuesta a la intención del papa de encontrar una nueva forma de ejercicio del primado. Se precisan descentralización, subsidiariedad y colegialidad."

Por su parte, el teólogo católico y profesor emérito de la universidad de Tubinga (Alemania), Peter Hunermann, opina que mientras la sociedad moderna "está edificada hoy sobre el principio de los derechos humanos y sobre elementos como la división de poderes, la opinión pública, etc., la estructura institucional de la Iglesia responde a una superada concepción de la sociedad." Es evidente, anota el autor, que "en el pasado la Iglesia ha desarrollado sus instituciones en una interacción constante con las concepciones socio-políticas del tiempo, aun dentro de un proceso de adaptación propio orientado por el Evangelio; pero no ha hecho lo mismo con el proceso de modernización".

Propuestas

La Iglesia ha reconocido con dificultad y muy lentamente las libertades modernas..., pero "no ha reflexionado las implicaciones de un tal reconocimiento para su propia estructura de conducción, especialmente el primado de jurisdicción". Escribe J. M. Mardones: "El sistema centralizado de la Iglesia ha perdido hoy credibilidad como todos los sistemas centralizados, no por el fracaso de sus representantes sino por el rechazo actual a todo tipo de institución fuertemente jerarquizada y verticalista con rasgos de autoritarismo en sus decisiones". Y sigue Mardones: "Lo peor es que predomina hoy la idea de que estos sistemas centralizados aprenden poco de las críticas y se muestran muy rígidos y casi incapaces de cambiar desde dentro de sí mismos. Este convencimiento conduce a un mayor descrédito todavía para creyentes y no creyentes y a un proceso de distanciamiento y sensación de tener que tolerar un peso histórico caduco y obsoleto".

Lo que nos dice la Escritura y la historia es que Pedro, como representante de los Doce, es el primer testigo de los acontecimientos de la Pascua (1Cor 15,5) y el testigo público encomendado por Jesucristo para realizar la tarea de fortalecer en la fe a los hermanos (Lc 22,32). Y desde los comienzos las distintas Iglesias se comprometieron a formar una comunión reconociendo el centro de su unidad y la presidencia en la caridad en la Iglesia de Roma y en su obispo (Ignacio de Antioquía). El card. Ratzinger en 1972 defendió este primado de fe del papa y escribió: "El primado de Roma, normativo para la unidad de la fe en la Iglesia, no tenía carácter administrativo en la Iglesia antigua. Con el canon 6 del Concilio de Nicea surgen los llamados patriarcados que cumplieron amplias funciones administrativas en sus regiones. Roma no tenía más derecho que los otros patriarcas, por lo que su primado universal no incluye mandato alguno de administración centralista." Tarea del obispo de Roma, según estos conceptos, sería fundamentalmente conducir las diferentes expresiones de fe hacia un diálogo para llegar a un consenso eclesial y dar un testimonio de unidad.

Saber delegar

El principio de la subsidiariedad, que entró formalmente en la Doctrina Social de la Iglesia con la encíclica "Quadragesimo Anno" de Pío XI para responder a una creciente centralización de la autoridad estatal, se quiere hoy aplicar a la misma Iglesia en el marco de una renovada conciencia de muchos cristianos de pertenecer a la Iglesia y de su responsabilidad para con ella, de una mayor sensibilidad en orden al reconocimiento de los derechos humanos dentro de la misma Iglesia, de un despertar de las Iglesias locales, conferencias episcopales y estructuras intermedias... El principio de subsidiariedad consiste en que la autoridad suprema permita a las asociaciones inferiores resolver los asuntos que ellas mismas pueden resolver y se reserve aquellos que son de su exclusiva competencia y sólo ella puede llevar a cabo.

El mismo papa Pío XII, en 1946, hablando a los cardenales afirmaba que este principio valía "para la vida social en todos los niveles y también para la vida de la Iglesia sin perjuicio de su estructura jerárquica".

En la homilía de la celebración eucarística de apertura del Sínodo de 1969, Pablo VI admitió claramente que este principio tenía vigencia en el campo de las relaciones entre los obispos y el papa, cuidando de que eso no degenerara en formas de autonomía dañosas para el bien común de la Iglesia.

De la aplicación real y efectiva de este principio se espera una mayor descentralización del gobierno de la Iglesia, la redefinición del rol papal, reforzar la autonomía de las Iglesias locales y las competencias de las conferencias episcopales, nuevos procedimientos en la elección de los obispos y una mayor participación de los laicos en los varios ámbitos en los que se realiza la misión de la Iglesia. Siempre se dijo: "La gracia supone la naturaleza y la perfecciona". De igual manera el carácter de "misterio" de la Iglesia no anula su carácter social en cuanto realidad humana, más bien lo supone y lo lleva a su perfección.

El card. W. Kasper afirma que "el principio de subsidiariedad tiene validez en la Iglesia en una medida semejante a la que posee en el plano de la sociedad humana, o incluso mayor en la medida en que en la Iglesia debe realizarse de un modo ejemplar".

Concluyendo

La subsidiariedad fortalece el respeto de la dignidad y la libertad de las personas en la Iglesia y permite formular criterios también para la conducta de los miembros de la Iglesia. Por ejemplo, las decisiones y las realizaciones deben ser asumidas con la mayor participación posible del Pueblo de Dios (incluso para que esto asegure su recepción y por lo tanto su eficacia) y no desde lejos sino lo más cerca posible de donde han de ejecutarse las decisiones, con un tipo de liderazgo que promueva el diálogo y el trabajo en equipo, la delegación de responsabilidades y competencias, la creatividad y la transparencia. La búsqueda de consenso es fundamental en la Iglesia; no es la simple búsqueda de mayorías, sino de aquello que es esencial y requerido por Cristo: el testimonio de unidad por parte de los cristianos.

Primo Corbelli
(extractado del libro "¿Adónde va el papado?" de Carlos Schickendantz).

Proceso centralizador

La centralización romana y la extrema personalización de la función pontificia no se impusieron sino lentamente. En los orígenes, la Iglesia de Roma gozaba de un primado de honor en virtud de la veneración consagrada a las tumbas de Pedro y Pablo. Cuando surgían divergencias en la interpretación de la Escritura o conflictos de poderes entre obispos, eran los concilios locales, en principio, los encargados de resolver las cuestiones debatidas, los que arreglaban las oposiciones personales... En caso de contradicciones entre concilios locales o de que algún obispo depuesto apelara, entonces se recurría a Roma (cfr. Canon 4 del Concilio de Sardica, año 343). De a poco, debido a las consultas y requerimientos que iban aumentando, el obispo de Roma adquirió cada vez más el papel de vicario de Pedro, que era el de velar para mantener la transmisión de la Palabra auténtica y garantizar la comunión entre las Iglesias.

Del primado de honor y de fidelidad se pasó lentamente al primado de jurisdicción, es decir, a un poder jurídico efectivo sobre las Iglesias locales. Y de una función de arbitraje y de unidad entre las Iglesias, a un liderazgo personal y carismático. Roma ya no es simplemente testigo de la fe de los apóstoles sino lugar de celebración de una teología oficial y ha reducido prácticamente a los obispos a prefectos del poder central o portavoces del magisterio pontificio. En el plano doctrinal, los obispos han menguado significativamente ya que el papa está constantemente presente, por los medios de comunicación y con sus viajes, en todo tipo de problemas (si bien refleja oficialmente la voz de los episcopados locales) y difícilmente se dé un diálogo entre la base cristiana y el poder central. El eclipse de los obispos y la marginación de los teólogos han sido el precio a pagar por la personalización excesiva de la función papal y el régimen burocrático que lo acompaña (los obispos en la curia romana desde el último Concilio se han cuadruplicado, formando una especie de sínodo permanente).

El movimiento de centralización que se ha llevado a cabo a lo largo de la historia, no podrá romperse en tanto no se establezca de nuevo la separación entre tres funciones: la función local del obispo de Roma, la función regional del patriarcado de occidente y la función universal del primado. La identificación que se ha producido entre estas tres funciones, ha debilitado la autonomía de las Iglesias locales y regionales.
Christian Duquoc
(del libro «Creo en la Iglesia», Sal Terrae 2001


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