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jueves, 28 de febrero de 2013

EL DON DE LA AUTORIDAD

EN TORNO AL DOCUMENTO ANGLICANO-CATÓLICO
José R. Villar
«La autoridad en la Iglesia III», 1999.
INTRODUCCIÓN
En 1968 inició sus trabajos la Comisión Internacional Anglicano-Católica (=ARCIC), con el impulso del Papa Pablo VI y del Arzobispo de Canterbury, Dr. Michael Ramsey. Durante estas décadas de trabajo, articulado en dos fases [ARCIC I, de 1970-1981, y ARCIC II, desde 1983], la Comisión ha abordado temas como la Eucaristía, el Ministerio, la Salvación y la Iglesia, la Comunión en la Iglesia, etc. Entre esas cuestiones el tema de la autoridad —principalmente la de un primado universal— ha ocupado un lugar privilegiado desde el principio de la ARCIC, y es objeto de atención en tres documentos.
El primero, la «Declaración acordada sobre la autoridad en la Iglesia, su naturaleza, su ejercicio y sus consecuencias», es conocida como «Declaración de Venecia» [1976] (= «La autoridad en la Iglesia, I»). Este primer acercamiento necesitó las aclaraciones de un segundo estudio, llamado de Windsor [1981]: «Declaración acordada sobre la autoridad en la Iglesia» (= «La autoridad en la Iglesia, II»). Ambos documentos fueron remitidos a las respectivas autoridades eclesiales como «Relación Final» de la ARCIC I en 1981. En 1982, la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicó unas «Observaciones», dirigidas al co-presidente anglicano de la ARCIC. Finalmente, tanto la Conferencia de Lambeth, en 1988, como la Iglesia Católica (por medio de la Cong. para la Doctrina de la Fe y el Pont. Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos en 1991), manifestaron sus valoraciones oficiales, y decidieron profundizar este tema en la nueva fase de trabajos de la Comisión (ARCIC II). Tal encargo ha desembocado, tras varios años de trabajo, en el tercer documento que ahora nos ocupa, publicado el 12 de mayo de 1999, «El don de la autoridad» (= «La autoridad en la Iglesia, III»)(1).
Es fácil comprender que el diálogo anglicano-católico sobre «la autoridad» resulta especialmente interesante, ya que entre ambos interlocutores existen más presupuestos compartidos que en otros diálogos bilaterales, por ej., con los protestantes (así, en lo relativo a la sucesión apostólica, el ministerio; el magisterio eclesial, etc.). El dialogo entre católicos y anglicanos constituye, además, un punto de referencia para las Iglesias Ortodoxas (y otras Iglesias de «estructuras católicas») que, en relación con la autoridad en la Iglesia, se sitúan ante la Iglesia Católica en una posición similar a la anglicana en su discrepancia del primado papal —aunque rechazado en contextos históricos muy diversos para ortodoxos y anglicanos— y su posterior definición dogmática en el concilio Vaticano I [1870].
De otra parte, la comprensión y ejercicio de la autoridad tiene problemas específicos en el anglicanismo, como son su relación con el poder político (característico de la Iglesia de Inglaterra desde su origen, con los problemas que esto conlleva). También hay que mencionar el grave obstáculo provocado en 1988 por el acceso de las mujeres al ministerio ordenado en el anglicanismo, y que ha abierto un debate intra-anglicano sobre el status de la autoridad de los organismos de sinodalidad regional o universal en la Comunión anglicana(2). A este problema alude el n. 3 de «El don de la autoridad»(3). En este sentido, resulta esclarecedora la recomendación de reflexionar sobre una autoridad universal, como sugiere el «Informe de Virginia» [1997] de la Comisión teológico-doctrinal interanglicana, que ha afrontado estos problemas a petición de la Conferencia de Lambeth de 1988. «El don de la autoridad», n. 4, menciona una importante frase de este Informe: «cualquier decisión [relevante para la fe y vida eclesial] que adoptemos [los anglicanos] deberá ser ofrecida para el discernimiento de la Iglesia universal».
Los dos primeros acuerdos de la ARCIC, «La autoridad en la Iglesia I y II», sostenían un entendimiento «fundamental» sobre la autoridad, y también la convicción de que la plena comunión visible supone la aceptación de una autoridad común. Ahora bien, es justamente la naturaleza de esta autoridad y, concretamente, el ejercicio de un ministerio de unidad como el reivindicado por el Obispo de Roma, lo que planteaba la necesidad de un diálogo detenido. Al abordar este aspecto, la ARCIC ha ofrecido una aportación de primer orden al diálogo abierto con todos los cristianos por Juan Pablo II en la Enc. «Ut unum sint», nn. 95-96, sobre las formas de ejercicio de este ministerio papal. En realidad, el diálogo bilateral anglicano-católico es el que ha prestado más atención al ministerio del Obispo de Roma, ya desde su inicio. Habitualmente ha seguido para esto un método inductivo o histórico, esto es, a partir de la experiencia de la «comunión» en el primer milenio: la vida de las Iglesias locales; la colegialidad episcopal; las reuniones conciliares; los patriarcados y otras formas de primados regionales; y en fin, la Iglesia de Roma y su lugar en la comunión universal. «La autoridad en la Iglesia I y II» consideraban la necesidad de un Primado universal, ejercido en colegialidad con los demás obispos. Y reconocían también que es la Iglesia de Roma la que históricamente ha ejercido fácticamente, y reivindicado teológicamente, esta "episkopé" o vigilancia, de manera que es lógico que en una eventual unión futura tal primado sea reconocido a la sede romana [Cfr. Venecia, n. 23].
Este reconocimiento histórico del primado del Obispo de Roma requería, sin embargo, valorar algunos aspectos que, según la convicción católico-romana, están íntimamente vinculados al primado papal, a saber: su carácter de «derecho divino», su pretensión de jurisdicción universal inmediata, y su infalibilidad magisterial bajo determinadas condiciones. El fundamento escriturístico que remite a la voluntad de Cristo el primado de Pedro no planteaba problemas para «La autoridad en la Iglesia [II]» y, en cierto modo, tampoco la sucesión en este ministerio por el Obispo de Roma, como elemento del plan de Dios para su Iglesia. Con todo, la expresión «derecho divino» aplicada al primado papal ha suscitado una grave cuestión: ¿es el primado papal un elemento del esse de la Iglesia de Jesucristo? O bien ¿cabe entender ese «derecho divino» del primado papal sólo como fruto de la acción histórica del Espíritu en la Iglesia? En este caso, la sucesion en el primado petrino sería «necesaria» sólo en los designios providenciales de Dios, pero no según una voluntad de Cristo constitutiva para su Iglesia. Indirectamente se plantean diversas consecuencias de la ausencia de comunión visible con el Obispo de Roma para la eclesialidad de las demás confesiones cristianas.
En cuanto al concepto de «jurisdicción», los interlocutores anglicanos reconocen la autoridad que requiere un primado universal para el ejercicio de sus funciones. Ahora bien, desean clarificar el alcance y formas de esta autoridad, especialmente en cuanto a su responsabilidad magisterial, ejercida de manera extraordinaria en las definiciones dogmáticas infalibles (así, los dogmas marianos de los siglos XIX y XX). Se implican aquí la colegialidad episcopal y el primado papal, y el tema del «sensus fidei» del pueblo cristiano, es decir, la aportación de los fieles en los procesos de la vida eclesial, que constituye una tradición arraigada en la Comunión anglicana.
Hemos mencionado a vuela pluma algunas cuestiones tratadas en el curso del diálogo realizado hasta la publicación de este nuevo documento, «El don de la autoridad» [1999]. Sobre ellas se manifiestó tanto la «Respuesta de la Conferencia de Lambeth» de 1988 como la «Respuesta Católica» de 1991. Es ocioso añadir que ambas «Respuestas» consideraban enormemente positivas las convergencias alcanzadas, y especialmente la parte católica miraba con esperanza la afirmación de que el primado del Obispo de Roma «no contradice el Nuevo Testamento y es parte del plan de Dios en relación con la unidad y la catolicidad de la Iglesia» [Windsor, n. 7].
Sin embargo, convenía prolongar la reflexión con este nuevo documento. «El don de la autoridad» resume en sus nn. 1-2 los resultados del diálogo, y señala en su n. 3 los aspectos que ambas Iglesias encargaron profundizar a la ARCIC II: la relación entre la Escritura y la Tradición y el ejercicio de la autoridad doctrinal; la colegialidad, la conciliaridad y la participación de los fieles laicos en los procesos de decisión; el ministerio petrino y el primado universal en relación con la Escritura y la Tradición. Al abordar estos puntos, «El don de la autoridad» presupone los documentos anteriores, por lo que debe leerse desde los contenidos de «La autoridad en la Iglesia» I y II(4). Y, como los dos anteriores, espera ahora la valoración de las autoridades eclesiales.
«El don de la autoridad» consta de 63 párrafos, articulados en cuatro partes: una Introducción [nn. 1-6], y tres divisiones, tituladas: «La autoridad en la Iglesia» [nn. 7-31], «El ejercicio de la autoridad en la Iglesia» [nn. 32-50] y «Acuerdo sobre el ejercicio de la autoridad: pasos hacia la unidad visible» [nn. 51-63]. No podemos resumir aquí unos párrafos enormemente matizados, ni tampoco glosar el entero Documento, dada la limitación de espacio. Por otra parte, existen ya comentarios fácilmente accesibles(5). Mucho menos queremos sustituir la lectura personal de «El don de la autoridad». Nos limitaremos a algunos aspectos en los que, según la Comisión, se ha ampliado el acuerdo [Cfr. n. 52) y que somete a la consideración de sus Iglesias para su eventual recepción oficial. Pero antes diremos una palabra sobre lo que podría llamarse el «principio inspirador» de todo el Documento [1], para después tratar de aquellas cuestiones en las que ARCIC II constata un progreso [2], y finalmente las perspectivas para el futuro [3 ].
1. LA AUTORIDAD COMO "DON" DE DIOS
ARCIC II ofrece una reflexión sobre la autoridad que va más allá de las preocupaciones específicas de un diálogo bilateral. Tiene a la vista las demás confesiones cristianas, y la sociedad humana en general. Se trata de la «aproximación cristiana» al sentido de la autoridad en la Iglesia como un "don" de Dios. Con clara intencionalidad —y con cierta solemnidad—, se dice en el n. 5: «Anglicanos y Católicos quieren dar testimonio ante las Iglesias y el mundo de que la autoridad, correctamente entendida, es un don de Dios que trae la reconciliación y la paz a la humanidad». Posteriormente se desarrolla la idea de que la autoridad en la Iglesia es un don divino que debe acogerse agradecidamente. Cae por su propio peso que no pretenden justificar un servilismo o una apología interesada de la jerarquía eclesial, sino recordar una realidad cristiana.
Esta afirmación de la Comisión anglicano-católica puede resultar atrevida, incluso ingenua si se quiere, cuando precisamente es la autoridad en la Iglesia la que suscita opiniones encontradas. No lo ignoran ciertamente los miembros de la ARCIC. Pero quieren señalar el punto de partida propiamente cristiano. Esas palabras conjuntas de teólogos anglicanos y católicos quieren recordar algo a todos los creyentes: la autoridad en la Iglesia es un don de Dios que debemos agradecer y testimoniar ante el mundo. Cuando esto no se entiende así, algo serio del mensaje evangélico pasa desapercibido. La Comisión añade: «el don de la autoridad correctamente ejercido, permite a la Iglesia seguir en obediencia al Espíritu Santo, que la mantiene fiel en el servicio del Evangelio para la salvación del mundo. Deseamos aclarar más cómo el ejercicio y la aceptación de la autoridad en la Iglesia es inseparable de la respuesta de los creyentes al Evangelio» [n. 6].
De este modo, la autoridad en la Iglesia —como cualquier elemento de la vida cristiana— no pueden tener otro horizonte de comprensión que el de su función salvífica en el designio de Dios. Una autoridad y una obediencia que no salvan, es decir, que no se pongan al servicio de la comunión salvadora con el Dios Trinitario, no son las de Cristo. Esto nos parece decisivo. Los problemas en relación con la autoridad y la obediencia en la Iglesia provienen quizá de no dar la suficiente relevancia al horizonte propiamente teológico de la autoridad evangélica. Y es que la sola aproximación antropológica, social o cultural a la idea y praxis de la autoridad —siendo tan importante—, no da razón total de su experiencia en la Iglesia, solo explicable a la luz de la fe en Quien ha hablado «con autoridad» y «ha obedecido» libremente entregando su vida. Hay que partir, como hace la Introducción de «El don de la autoridad», del designio salvifico del Padre, desplegado en las misiones del Hijo y del Espíritu: «Es en conformidad con el pensamiento y ejemplo de Cristo como la Iglesia está llamada a ejercer la autoridad [Cf. Lc 22,24-27; Jn 13,14-15; Fil 2,1-11]. Para el ejercicio de esta autoridad la Iglesia ha sido dotada por el Espíritu Santo con variedad de dones y ministerios [Cf. 1 Cor 12,4-11; Ef 4,11-12]» [n. 5]. «La raíz de toda autoridad verdadera es la actividad del Dios trino que es el autor de la vida en toda su plenitud» [n. 7].
Los siguientes párrafos se dedican a explicar esa «actividad» de Dios Trino, bajo el significativo título: «Jesucristo: el "Sí" de Dios a nosotros, y nuestro "Amén"a Dios», palabras que abren la II Parte [nn. 7-31], y evocadoras de 2 Cor 1,18-20 [Cfr. n. 8]. El motivo de este punto de partida es claro para la Comisión: «Este tema del "Sí" de Dios y el "Amén" de la humanidad en Jesucristo es la clave de la exposición de la autoridad en esta declaración» [n. 8].
El orden de ideas es aquí el siguiente. El designio del Padre «es llevar a todo el pueblo a la comunión con él en una creación transformada». Este designio se cumple a pesar del pecado de los hombres, que no impide la fidelidad de Dios a su promesa de «dar la Vida». Esta «promesa» y «fidelidad» se realizan en el envío del Hijo y del Espíritu. «En Jesucristo, Hijo de Dios y nacido de una mujer, el "Sí" de Dios a la humanidad y el "Amén" de la humanidad a Dios se convierten en una realidad humana concreta» [n. 8]. Y el Espíritu de Dios «sigue actuando en la creación y redención para llevar su plan de reconciliación y unidad a su cumplimiento» [n. 7].
Los nn. 9-10 ilustran cómo la autoridad y la obediencia de Cristo son expresión de la «fidelidad» del Padre y al Padre, el «Sí» y el «"Amén" humano perfecto para su plan de reconciliación» [n. 9]. Esta fidelidad a la promesa y la respuesta de la humanidad en Cristo se prolonga en la Iglesia y en los cristianos por obra del Espíritu Santo, asociados por el bautismo a la vida de Cristo: «Por el Espíritu, nuestro «Amén» como creyentes se incorpora al «Amén» de Cristo por quien, con quien y en quien damos culto al Padre» [n. 10].
A partir de este momento, ARCIC II enlaza la «fidelidad» de Dios —que ha explicado trinitariamente—, con su actualización en la Iglesia. La autoridad aparece ahora como un aspecto del Evangelio que se acoge con respuesta creyente, y es objeto del «Amén» del cristiano en la Iglesia. Los nn. 11-12 articulan la fe personal con la fe eclesial: la transmisión del Evangelio sucede participando de la fe, de la celebración y la vida de la Iglesia: la predicación de la Palabra, los sacramentos, el servicio del ministerio ordenado, la oración y testimonio de los santos, etc. [Cfr. nn. 13-14]. El «Amén» creyente del cristiano acontece, pues, en el interior de cada Iglesia en la que Cristo por su Espíritu actualiza el designio del Padre, el Sí divino y el Amén del hombre en Cristo.
El resto del documento es, en realidad, una explicación de lo que esto implica en concreto: la recepción del Evangelio en el seno de la Tradición; la autoridad episcopal y las condiciones en que se realiza su servicio a la fe; la implicación de autoridad y pueblo de Dios en la tradición-recepción; la perseverancia de la Iglesia en la verdad (indefectibilidad-infalibilidad); el sensus fidei-sensus fidelium; la comunión de las Iglesias locales; y, en fin, el primado universal y su ministerio en el seno de la colegialidad de los Obispos. Es así, se concluye, «cómo la autoridad de Cristo está presente y activa en la Iglesia cuando la proclamación del "Sí" de Dios provoca el "Amén" de todos los creyentes» [n. 52].
El horizonte de lectura al que acertadamente invita el documento supone, por tanto, situar la reflexión sobre la autoridad —y su estructura— a partir de la «economía de la salvación». No se trata aquí de meras especulaciones organizativas. La autoridad eclesial y su acogida cristiana es la forma histórica del «Amén» creyente del hombre al designio de Dios revelado en Cristo y actualizado por el Espíritu. Esta aproximación nos resulta de la máxima importancia.
2. PROGRESO EN EL ACUERDO
Una vez aludido el que hemos llamado «principio inspirador», o aproximación cristiana al tema de la autoridad, vengamos a los contenidos particulares más significativos del documento. Según dice el n. 52, la Comisión considera posible sostener juntos las siguientes afirmaciones. Las redactamos aquí en forma indicativa —casi a modo de tesis—, y ordenadas en tres temas principales: a) la relación Escritura y Tradición; b) el lugar orgánico que ocupa el ministerio en el seno del Pueblo de Dios en el proceso de recepción-transmisión de la fe, y c) el ministerio de un primado universal en la Iglesia.
a) Escritura y Tradición
1º. La Escritura ocupa un lugar normativo dentro de la Tradición. Existe una interdependencia dinámica de la Escritura y la Tradición [Cfr. nn. 19-23].
La Iglesia entera es receptora de la Palabra de Dios. La Tradición es el «movimiento» por el que el Espíritu Santo, por medio de la Palabra, los Sacramentos y la vida de la Iglesia transmite lo dado una vez para siempre, de manera que sea posible, en la historia, la comunión de las Iglesias y de los creyentes en la única fe apostólica, y en la economía de la gracia y del amor de Dios [Cfr. nn. 15-16]. Dentro de esta corriente de la Tradición, la Escritura ocupa «un lugar normativo», dotada de una especial autoridad por su carácter «inspirado» como Palabra de Dios.
El documento supera aquí toda oposición entre Escritura y Tradición, oposición solo posible si se consideran ambas equivocadamente como dos fuentes o «cuerpos de doctrinas» yuxtapuestas. Al contrario, se trata —podríamos decir— de un único movimiento articulado de transmisión, en el que la Tradición (acto por el que la Iglesia entrega todo lo que ella es y vive) lleva en su seno la Palabra de Dios, y la Escritura «verifica» la Tradición. Este planteamiento resulta familiar a los católicos (Cfr. Const. dogm. Dei Verbum del conc. Vaticano II). La teología contemporánea ha puesto de relieve que la Escritura se encuentra dentro de la Tradición, y surge del seno de la Iglesia [Cfr. nn. 20-21], y la Tradición —a su vez— explica la Palabra revelada. El documento recoge estas ideas, que son pacíficas en la actualidad. Y añade que la determinación misma del canon —acto de obediencia a Dios, y de autoridad por el Espíritu: Cfr. n. 22— forma parte del proceso de la Tradición. En fin, la Escritura sólo se interpreta adecuadamente «en el interior» de la Iglesia: la fe eclesial precede a la individual, que es una participacion en aquella. No existe una interpretación individual legítima —explica «El don de la autoridad»— "fuera" de la Iglesia. El documento desarrolla aquí de manera admirable la relación entre Escritura, Tradición, fe de la Iglesia y fe del creyente individual. Vale la pena leer el entero número 23, particularmente vivo hoy ante las frecuentes pretensiones de un «cristianismo sin Iglesia».
2º. La interrelación dinámica de la Escritura y la Tradición supone una recepción constante de una y otra, e incluso su re-recepción en circunstancias particulares [Cfr. 24-26].
Bajo el título «Recepción y re-recepción», el documento dedica dos párrafos a la «recepción» de la Tradición apostólica en la Iglesia, que abarca la entera revelación fundada en la autoridad de Dios, ante la cual la Iglesia pronuncia el "Amén" de la fe. Leemos:
«La Iglesia debe permanecer fiel de modo que el Cristo que viene en gloria reconozca en la  Iglesia la comunidad que fundó; debe permanecer libre para recibir la  Tradición apostólica de nuevos modos de acuerdo con las situaciones a las  que se ve confrontada» [n. 24]. «El proceso de tradición entraña claramente  la transmisión del Evangelio de una generación a otra (diacrónica). Sí la  Iglesia debe permanecer unida en la verdad, esto también entraña la comunión de las Iglesias en todos los lugares en este único Evangelio (sincrónica).  Ambas son necesarias para la catolicidad de la Iglesia» [n. 26].
Nos parece importante esta afirmación simultánea de fidelidad y libertad. La Tradición no es una realidad anquilosada, o la mera repetición de lo ya dicho. Existe una profundización de la verdad en el tiempo obrada por el Espíritu Santo. La «tradición» no es una tarea mecánica, sino una «recepción» en la historia de la «memoria» de la Iglesia, que implica la «conversión» constante a Dios desde la debilidad y pecados humanos, y eventualmente también una "re-recepción" de su Palabra, concepto que el documento explica de este modo:
«Así, podrá haber  un redescubrimiento de elementos que fueron descuidados y una rememoración  nueva de las promesas de Dios, que lleve a la renovación del "Amén" de la  Iglesia. Podrá también haber un examen de lo que ha sido recibido porque  algunas de las formulaciones de la Tradición han sido vistas como  inadecuadas o incluso engañosas en un nuevo contexto. Todo este proceso  puede denominarse como re-recepción» [n. 25].
b) La recepción-transmisión de la Palabra en el Pueblo de Dios
1º. El entero pueblo de Dios es receptor y transmisor. La recepción-tradición se realiza por la cooperación del ministerio de episkopé y el sensus fidei de toda la Iglesia [Cfr. 29,36,43]. Los obispos, como maestros de la fe, tienen voz propia en la formación y expresión del pensamiento de la Iglesia [Cfr. 29-30].
La Iglesia, comunión de Iglesias, es el sujeto total que recibe y transmite la Tradición viva. En el interior de la Iglesia, ministros y laicos la reciben y transmiten, cada uno según su modo propio [Cfr. n. 28]. Es éste el momento en que el documento trata del sensus fidei, es decir, aquella "capacidad activa para el discernimiento espiritual, una intuición que se ha formado mediante el culto y la vida en comunión como un miembro fiel de la Iglesia» [n. 29]. Y a continuación, si no nos equivocamos, presenta el sensus fidelium como la consecuencia objetivada del ejercicio de esa capacidad: «El ejercicio del sensus fidei por cada miembro de la Iglesia contribuye a la formación del sensus fidelium mediante el cual la Iglesia como un todo permanece fiel a Cristo» [n. 29].
Punto decisivo aquí es la relación del ministerio de enseñanza con este sensus fidelium. La ley fundamental de esta relación reza así:
«En la acción del  sensus fidelium hay una relación complementaria entre el Obispo y el  resto de la comunidad» [n. 36]. «Los que ejercen la episkopé en el  Cuerpo de Cristo no deben ser separados de la ‘sinfonía’ de todo el pueblo  de Dios en el que tiene un papel que jugar. (...) El carisma y función de  episkopé están específicamente conectados con el ministerio de memoria  (...). Mediante este ministerio el Espíritu Santo mantiene viva en la  Iglesia la memoria de lo que Dios hizo y reveló (...). Los Obispos, el clero  y los otros fieles deben todos reconocer y recibir lo que es mediado de Dios  por medio del otro. Así, el sensus fidelium del pueblo de Dios y el  ministerio de memoria existen juntos en una relación recíproca» [n. 30].
Bajo la acción del Espíritu Santo, la episkopé, ministerio de la "memoria" viva de la Tradición [Cfr. n. 29], está atenta al sensus fidelium («la consulta a los fieles es un aspecto de la vigilancia episcopal», n. 38), pero ejercita su autoridad vinculante para guiar la Iglesia, que es reconocida en la libre obediencia al Señor. Este reconocimiento de su ministerio -dice acertadamente el documento- pertenece también al sensus fidei de los fieles: «Por su sensus fidei los fieles pueden en conciencia reconocer a Dios que actúa en el ejercicio de autoridad del Obispo y también responderle como creyentes» [n. 36].
No escapa al lector la trascendencia de estas afirmaciones para una adecuada articulación del sensus fidei de todos los cristianos con el ministerio de enseñanza. El documento entiende la relación ministerio/sensus fidelium en términos de reciprocidad y complementariedad, y no como dimensiones alternativas y menos todavía contrapuestas. Quizá hubiera sido interesante explicitar más la imagen de la «sinfonía», a la que alude el n. 30. Ninguna nota musical se incorpora «desde fuera» al conjunto sinfónico de las demás. El Ministerio (memoria) no se sitúa, sólo y sin más, "frente" al Pueblo (sensus fidelium), aun recíprocamente referidos y complementarios. La relación resulta más estrecha e íntima. En realidad, el ministerio de «memoria» es, nos parece, una dimensión interna del «sensus fidelium», de manera análoga a como el pueblo de Dios contiene en su seno el ministerio. Dicho de otro modo, el documento podría haber presentado ambas dimensiones («memoria» y sensus fidelium) dando cuenta de que la «memoria» es configuradora del sensus fidelium, está en su interior, si realmente se trata del «sentido de los fieles», es decir, de la Iglesia entera (incluido el ministerio).
2º. La cooperación de todos en la Iglesia implica la sinodalidad del pueblo de Dios y de todas las Iglesias locales cuando buscan juntas seguir a Cristo [Cfr. 34-40].
Los párrafos dedicados a la «sinodalidad» parten de la responsabilidad de cada uno en la misión de la Iglesia. Este «caminar juntos» se realiza por la acción del Espíritu en el interior de cada Iglesia local [Cfr. n. 35] y en la comunión de las Iglesias, a nivel regional y universal. «El término sinodalidad... indica la manera en que los creyentes y las Iglesias se mantienen juntos en comunión» [n. 34].
Aquí aparece el lugar propio del Obispo: «Cada Obispo es a la vez una voz para la Iglesia local y alguien mediante el cual la Iglesia local aprende de las otras Iglesias» [n. 38]. Ahora bien, ninguna Iglesia local se basta a sí misma: «La Iglesia local que no participa en la Tradición viva no puede verse a sí misma como autosuficiente» [n. 37]. Toda la Iglesia, que es comunión de Iglesias, «camina junta». La comunión entre las Iglesias locales, «es esencial para la realidad de la Iglesia como Dios quiere que sea» [n. 37]. Obsérvese que la «comunión» entre las Iglesias —se dice— es «esencial» en el designio de Dios. La tradición teológica católica hubiera dicho: «de derecho divino». Las dificultades que provoca esta expresión son conocidas. En todo caso, lo sustantivo es que, según el documento, la comunión entre las Iglesias resulta «esencial», responde a «lo constitutivo» de la Iglesia en el designio de Dios. La importancia de este tema para una teología de la Iglesia local es evidente. Cabe preguntarse, por lo demás, si en esa comunión —esencial— entre Iglesias locales el documento piensa en la comunión con la Iglesia local de Roma.
La comunión de las Iglesias —continúa ARCIC II— se realiza de manera singular por la comunión de sus cabezas, los obispos. «Cuando los obispos deliberan juntos buscan discernir y articular el sensus fidelium como está presente en la Iglesia local y en una comunión mayor de Iglesias. Su papel es magisterial: es decir, en esta comunión de las Iglesias, tienen que determinar lo que debe ser enseñado como fiel a la Tradición apostólica» [n. 38]. El documento dedica amplio espacio al ejercicio sinodal de esta responsabilidad episcopal. La sinodalidad reclama «una gran variedad de órganos, instrumentos e instituciones, especialmente sínodos o concilios, locales, provinciales, universales, ecuménicos. El mantenimiento de la comunión requiere que en cada nivel exista la capacidad de tomar decisiones adecuadas a ese nivel . Cuando estas decisiones suscitan serias cuestiones para la comunión más amplia de las Iglesias, la sinodalidad debe encontrar una expresión mayor» [n. 37]. En estas reuniones, «los Obispos se reúnen colegialmente, no como individuos sino como quienes tienen autoridad dentro y para la vida sinodal de las Iglesias locales" [n. 38].
Católicos y anglicanos —constata el documento— comparten la comprensión de la sinodalidad pero la expresan de modos diferentes: los anglicanos han seguido una antigua tradición de participación de los laicos en la sinodalidad local y regional, con sus formas propias [n. 39]; los católicos han prestado más atención al aspecto universal, pero tras el concilio Vaticano II hay una mayor atención a los aspectos regionales y participativos [n. 40].
3º. La Iglesia, en ciertas circunstancias, puede enseñar infaliblemente, al servicio de la indefectibilidad de la Iglesia misma [Cfr. nn. 41-44].
Encontramos aquí una de las afirmaciones mayores del documento: la promesa de Cristo de que la Iglesia permanecerá en la verdad (indefectibilidad) [n. 41]. Esta promesa se realiza en la historia por la acción del Espíritu, que lleva a la Iglesia a la verdad «completa», y la mantiene fiel a la Tradición apostólica. Para esto, es necesaria en ocasiones la formulación cierta y segura de la fe, es decir, «infalible».
«En el cuerpo  entero, el Colegio de obispos ejerce el ministerio de memoria con este fin.  (...) En circunstancias específicas, los que tienen el ministerio de  vigilancia (episcopé) asistidos por el Espíritu Santo, pueden llegar juntos  a un juicio que, siendo fiel a la Escritura y acorde con la Tradición  apostólica, esté preservado del error. (...). Esto es lo que significa  cuando se afirma que la Iglesia puede enseñar infaliblemente [véase  Autoridad en la Iglesia II, 24-28; 32]. Esta enseñanza infalible está al  servicio de la indefectibilidad de la Iglesia» [n. 42]. «La autenticidad de  la enseñanza de los obispos individuales es evidente cuando esta enseñanza  es solidaria con la totalidad del Colegio episcopal» [n. 44].
Llegado el caso, el Colegio episcopal puede dar definiciones doctrinales normativas para garantizar el «Amén» fiel del pueblo de Dios a su Palabra (el fundamento es la sucesión apostólica, y la autoridad y misión de Cristo: cfr. n. 44). Esas declaraciones magisteriales son «un don del Espíritu Santo para mantener a la Iglesia en la verdad» [n. 43].
Ahora bien, «la recepción de la enseñanza es esencial para este proceso». Recoge aquí el documento la cuestión de la «recepción», que recibe una gran atención en la teología actual. La verdad o autoridad de una declaración doctrinal no depende ciertamente de su efectiva «recepción» por la entera Iglesia. Pero su «recepción» es condición de eficacia de tal enseñanza, aunque no sea la fuente de su autoridad. En efecto, dice el documento, esas declaraciones «son recibidas como normativas en virtud de la verdad divina que proclaman, así como por el oficio específico de la persona o las personas que las proclaman dentro del sensus fidei de la totalidad del pueblo de Dios» [n. 43].
Interesa advertir el matiz del texto: la normatividad proviene ante todo de la verdad divina proclamada, es decir, de la autoridad de Dios en Cristo. La autoridad del ministerio está, por tanto, en orden a la «testificación» de la verdad. No "crea" la verdad, ni le confiere una autoridad que ya tiene por sí misma: «La verdad y autoridad de su Cabeza es la fuente de la enseñanza infalible en el Cuerpo de Cristo. (...) Esta enseñanza tiene que ser bien recibida por el pueblo de Dios como nuestro «Amén» a Dios» [n. 43].
El documento concluye con un recordatorio básico: «el ejercicio de esta autoridad magisterial requiere que lo que enseña sea fiel a la Sagrada Escritura y acorde con la Tradición apostólica. Esta ha sido expresada por la enseñanza del concilio Vaticano II: «El magisterio no está por encima de la Palabra de Dios sino a su servicio» [Dei Verbum, 10]» [n. 44].
c) Primado universal
En la cuestión del primado en la Iglesia el documento parte de las siguientes afirmaciones. La primacía universal, ejercida colegialmente, es parte integrante de la episcopé promoviendo la comunión de las Iglesias locales y la proclamación del Evangelio. Tal primacía está asociada con el Obispo y la Sede de Roma [Cfr. nn. 46, 48]. El Obispo de Roma ofrece un ministerio específico relativo al discernimiento de la verdad [Cfr. n. 47].
El n. 46 recuerda las convergencias ya alcanzadas en los documentos anteriores sobre la existencia, transmisión y ejercicio del primado petrino por el Obispo de Roma. Ahora, ARCIC II quiere abordar sobre todo el aspecto magisterial de este primado, siguiendo el encargo recibido de las Iglesias. El n. 47 contiene las siguientes afirmaciones, que podemos desglosar así:
1ª. «Dentro de un ministerio más amplio, el Obispo de Roma ofrece un ministerio específico relativo al discernimiento de la verdad, como una expresión de primacía universal». Y en la conclusión de este párrafo se lee: «La recepción de la primacía del Obispo de Roma entraña el reconocimiento de este ministerio específico del primado universal. Creemos que éste es un don que debe ser recibido por todas las Iglesias».
La importancia de estas palabras no necesita comentario. En el trasfondo se encuentran las dificultades sentidas por los anglicanos (y otros cristianos) sobre la infalibilidad pontificia, y concretamente la célebre expresión del Vaticano I de que las declaraciones ex cathedra del Romano Pontífice son vinculantes «ex sese, non ex consensu Ecclesiae». Tales palabras, si se olvida su contexto polémico antigalicano, podrían dar la impresión de que el Papa —según la fe católica— actúa a su mero arbitrio (ex sese), y como "al margen" de la Iglesia (non ex consensu Ecclesiae). Por esto, leemos a continuación en el documento:
2ª. «Cada definición solemne pronunciada desde la cátedra de Pedro en la Iglesia de Pedro y Pablo puede, no obstante, expresar sólo la fe de la Iglesia»; y se añade: «la enseñanza totalmente segura de la Iglesia entera es operativa en el juicio del primado universal. Al formular solemnemente tal enseñanza, el primado universal debe discernir y declarar con la asistencia segura y la guía del Espíritu Santo, en fidelidad a la Escritura y la Tradición, la fe auténtica de toda la Iglesia, que es la fe proclamada desde el principio» [n. 47].
Es decir, las definiciones ex cathedra son participación de la infalibilidad de la Iglesia misma, y quieren expresar la fe en fidelidad a la Escritura y la Tradición. El Obispo de Roma tiene una autoridad personal, sin duda, pero no «separada» de la fe de la Iglesia, ni «separado», por tanto, de sus hermanos en el episcopado. Por esta razón, dice el documento a continuación,
3ª «Toda definición semejante es pronunciada dentro del Colegio de aquellos que ejercen la episkopé y no fuera de este Colegio. (...) Cuando la fe se articula de este modo, el Obispo de Roma proclama la fe de las Iglesias locales» [n. 47].
Estas palabras resultan decisivas. Es importante entender ese "dentro" y "fuera" del Colegio. Cuando el Vaticano I expuso su doctrina sobre el primado papal, quería dar respuesta a una serie de errores que se expresaban en términos de condicionamientos jurídicos al ejercicio del primado papal; y por esta razón, el Concilio respondió con el mismo lenguaje (jurídico). Pero el Concilio "sabía" que el primado papal no puede expresarse sólo en esos términos (léase en esta perspectiva el Proemio de Pastor Aeternus, que ofrece un lenguaje diverso). Y es que el primado papal nunca está teológicamente "fuera" del Colegio, incluso cuando ejerce su estricta responsabilidad personal. Este hecho comporta unas condiciones teológicas de ejercicio de su ministerio más exigentes todavía —si cabe decir— que las determinaciones jurídicas: porque son condiciones intrínsecas (difícilmente traducibles en lenguaje jurídico) que se derivan de la naturaleza y razón de ser de su autoridad primacial, esto es: la preservación de la comunión en la fe y unidad eclesial. «El don de la autoridad» coincide, por cierto, con la manera de expresarse la Enc. Ut unum sint: «Este servicio a la unidad —dice Juan Pablo II— (...) es confiado, dentro mismo del Colegio de los Obispos, a uno de aquellos (...) La misión del Obispo de Roma en el grupo de todos los pastores consiste precisamente en "vigilar" (episkopein) como un centinela, de modo que, gracias a los Pastores, se escuche en todas las Iglesias particulares la verdadera voz de Cristo-Pastor» [n. 94, subrayados nuestros]. El alcance de esta afirmación es enorme.
3. PERSPECTIVAS PARA EL FUTURO
«El don de la autoridad», en su Parte IV («Acuerdo en el ejercicio de la autoridad: pasos hacia la unidad visible»), sugiere algunas consideraciones con vistas a la plena comunión eclesial, y en relación con el ejercicio de la sinodalidad y la colegialidad. Son unas perspectivas que ARCIC II entiende necesario desarrollar en el futuro como concreción del acuerdo alcanzado.
De una parte, considera positiva la actual preocupación de la Comunión Anglicana por encontrar estructuras efectivas de gobierno que promuevan la comunión universal, en armonía con la autonomía de las Iglesias locales [n. 53]. Igualmente positivo entiende el desarrollo, en la Iglesia católica, de estructuras como son las Conferencias Episcopales o los Sínodos de los Obispos, así como el desarrollo pastoral y legislativo de la participación de los fieles en la vida eclesial [n. 54].
Y de otra parte, la Comisión plantea un respetuoso examen de conciencia para ambos interlocutores. Respecto de la Comunión anglicana, estos interrogantes giran en torno a las deficiencias que se han observado en las últimas décadas a la hora de plantearse la posibilidad de decisiones universalmente vinculantes para toda la Comunión anglicana. [n. 56]. Respecto de la Iglesia católica, los interrogantes giran en torno al ejercicio de la colegialidad episcopal, la relación entre la Curia romana y los obispos locales, la participación en las decisiones eclesiales por parte de los fieles, y, en fin, la cuestión planteada por Juan Pablo II en la Enc. Ut unum sint en relación con el «diálogo paciente y fraterno» sobre el modo de ejercicio del ministerio petrino [n. 57].
Se abre, pues, un proceso de reflexión para los próximos años. Mientras tanto se responden tales interrogantes, la Comisión propone no sólo «actuar juntos» anglicanos y católicos, sino incluso ofrecer testimonios concretos de un «estar juntos» en la medida en que la comunión ya existente lo permita [n. 58]. En este sentido, el documento sugiere la posibilidad de una cooperación de Obispos anglicanos y católicos en el ejercicio de su misión, por medio —por ejemplo— de reuniones mixtas para formular enseñanzas comunes en materias de fe y de moral «hasta donde sea posible», e incluso asociándose obispos anglicanos a los católicos en las visitas ad limina a Roma, como signo de compartir «el don de la primacía universal» [n. 59], incluso antes de alcanzar la plena comunión visible [n. 60].
Estas propuestas operativas cierran el Documento. En efecto, la Comisión entiende que tanto anglicanos como católicos están abiertos a una relectura del oficio del primado que se traduzca en una experiencia también nueva —para ambos— del ejercicio de su ministerio (forma de ejercicio que, en síntesis, subraya y expresa la colegialidad y la sinodalidad: nn. 60-61). De manera que «El don de la autoridad» puede concluir:
«Una experiencia de  primacía universal de este tipo confirmaría dos conclusiones particulares a  las que hemos llegado: –que los Anglicanos están abiertos a y desean una  recuperación y re-recepción bajo ciertas condiciones claras del ejercicio de  la primacía universal del Obispo de Roma; –que los católicos están abiertos a  y desean una re-recepción del ejercicio de la primacía por el Obispo de Roma y  el ofrecimiento de este ministerio a toda la Iglesia de Dios» [n. 62].
Quizá no falten obstáculos para este proceso. Las primeras reacciones de los sectores «evangélicos» y «católicos liberales» del anglicanismo no han sido tan «abiertas» para la recuperación del ministerio del Obispo de Roma como auspicia ARCIC II. Pero la Comunión anglicana está seriamente comprometida en ese camino, y los acontecimientos de los últimos años (decisiones anglicanas sobre temas que afectan a la entera Iglesia; incorporaciones de anglicanos a la Iglesia católica, etc.), han dado consistencia a la convicción sobre la necesidad de reconocer un ministerio de comunión universal. En la Iglesia católica, por su parte, hay signos de esa apertura a una «re-recepción» de la forma del ministerio papal. Es comprensible la prudencia de sus pasos, en la medida en que la conciencia católica se halla seriamente comprometida por las declaraciones de los dos concilios vaticanos. En todo caso, la invitación de Juan Pablo II a la «relectura» de las formas de ejercicio del ministerio papal «junto con» los demás cristianos, no permite la duda sobre la firme decisión de avanzar en el camino.
Desde el punto de vista católico, la presentación que hace «El don de la autoridad» del ministerio papal habrá de ser verificada teológicamente con más detalle del que permite esta breve presentación. En todo caso, a nadie se le oculta el enorme paso que supone la presentación de la autoridad en general, y del ministerio papal en particular, en el marco del "don" de la autoridad, fruto de la gratuita misericordia de Dios con su pueblo. La transformación de lo que ha sido llamado el «gran obstáculo» del Ecumenismo —el primado papal— en un "don" de Dios para su Iglesia no puede ser más esperanzadora.

NOTAS
(1) Pueden consultarse los documentos de Venecia y de Windsor en A. González Montes (ed.), Enchiridion Oechumenicum, vol. I, Salamanca 1986, nn. 87-166; las Observaciones de la C. de la D. de la Fe, en ibid., pp. 955-965; la Respuesta católica a la Relación final de la ARCIC I, en ibid. vol. II, Salamanca 1993, nn. 2252-2270. El texto inglés original de «El don de la autoridad» en «One in Christ» 35 [1999] pp. 243-266, y en español en "Diálogo Ecuménico" 34 [1999] pp. 67-101.
(2) Vid. al respecto las consideraciones del anglicano R. T. Greenacre, Seconde chance: dernière chance? La déclaration anglicaine-catholique «Le don de l’autorité» , en «Istina» 44 [1999] pp. 241-246. El título es revelador de la urgencia de los problemas a los que alude el autor en su escrito publicado originariamente en Inglaterra.
(3) Dice así: «los debates y decisiones sobre la ordenación de mujeres han llevado a cuestiones sobre las fuentes y estructuras de la autoridad y sobre cómo funcionan para Anglicanos y Católicos».
(4) Un resumen de este contenido puede leerse en F. Rodríguez Garrapucho, Católicos y anglicanos ¿de acuerdo sobre la autoridad en la Iglesia?, en «Ecclesia una". Homenaje a Mons. A. González Montes, Salamanca 2000, pp. 195-214.
(5) R F. Rodríguez Garrapucho, cit. en nota anterior, pp. 214-241; J. F. Puglisi, "Amen" al primato e alla sinodalità, en «Il Regno» 44 [1999] pp. 300-304; J. M. R. Tillard, L’autoritè nella Chiesa, en ibid. pp. 302-303; M. Tanner, Commento a «Il dono dell’autorità» , en «Il Regno» 44 [1999] 382-384; W. Henn, Commento a «Il dono dell’autorità» , en ibid. pp. 385-392, y en Conseil Pontifical pour la Promotion de l’Unité des Chrétiens, Service d’information, 100 [1999/I] pp. 31-43. E. Yarnold, F. Sullivan, The gift of authority, en "The Tablet" 253 [1999] pp. 688-689; M. Root, The Gift of Authority: An Observer's Report and Analysis en «Ecumenical Review» 52 [2000] pp. 57-71.

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