P. Gabriel Bunge
“Orar” es, sin duda, según su esencia, un evento espiritual que se realiza entre Dios y el hombre, y
nuestro “intelecto”, en virtud de su naturaleza espiritual, sería de por sí
capaz de orar también sin el cuerpo, como asegura Evagrio [1]. El hombre, sin embargo,
está compuesto de alma y cuerpo, y, como éste último está ligado al espacio y al tiempo, también el orar del hombre
sucede, concretamente, siempre en el espacio y en el tiempo. La elección del
lugar adaptado y de las horas más idóneas del día o bien de la noche no es, por
consiguiente, en absoluto un presupuesto de importancia secundaria para lo que
los padres llaman “oración verdadera”.
Orígenes, en efecto, entre las cosas
necesarias para la oración según la disposición interior, incluía también el
“lugar”, el “punto cardinal” y el “tiempo”. También nosotros queremos atenernos
a esta sucesión.
“Cuando
oréis, entrad en tu habitación” (Mt 6,6).
Para muchos cristianos “orar” significa, hoy,
solo participar en una celebración religiosa colectiva. La oración personal ha
ido desde hace mucho desapareciendo o ha dejado el lugar a múltiples formas de
“meditación”. Para el hombre bíblico, como para los padres, era en cambio algo
obvio no sólo participar regularmente y
en los tiempos establecidos en la oración común de todos los creyentes,
sino, más allá de esto, retirarse, con
igual regularidad, también para la oración personal.
Así se nos ha dado a conocer de nuestro Señor Jesucristo, en cuya actividad terrena los cristianos de
todas las épocas han visto un modelo normativo, que él participaba regularmente
en las celebraciones sabáticas en las sinagogas de Palestina, como también
desde niño peregrinaba a Jerusalén para las grandes fiestas. Es probable
que todo hebreo piadoso se comportase, en ese tiempo, de modo semejante. Lo que
sin embargo parece haber impresionado especialmente a sus discípulos y que
ellos, por consiguiente, nos han transmitido repetidamente, ha sido su oración personal.
Jesús
tenía, notoriamente, el hábito de orar regularmente “a solas” [2]. Para
este coloquio muy personal con su Padre celestial se retiraba preferentemente “a lugares desérticos” [3] y “a
solas sobre un monte” [4]. Cuando
quería orar se alejaba pues regularmente de la multitud, para la
cual sin embargo se sabía enviado [5],
e incluso de sus discípulos [6] que
lo acompañaban siempre. Incluso en el jardín Getsemaní, donde allí los
había expresamente llevado consigo, dejó aparte a sus más íntimos amigos, Pedro
y los dos hijos de Zebedeo, y se alejó de ellos “un tiro de
piedra” - es decir, fuera del alcance
del oído- para estar totalmente
sólo, en la oración, y entregar a la voluntad del Padre su corazón angustiado
hasta la muerte [7].
Esto
que él mismo ha hecho durante toda su vida, lo ha también expresamente enseñado
a sus discípulos. Contrariamente a la piadosa
costumbre, muy difundida, de detenerse a orar en las plazas públicas o en las
esquinas de las calles, cuando a la señal de la trompeta se anunciaba en el
templo el inicio del sacrificio de la mañana y de la tarde, Cristo manda a retirarse en la “habitación” más secreta de la propia
casa, donde se puede ser vistos y sentido sólo por el “Padre que está en lo secreto” [8].
Los apóstoles y, después de ellos, los santos
padres se han comportado del mismo modo. Vemos, en efecto, a Pedro y a Juan subir al templo “para la oración de la hora nona” [9], y también toda la comunidad primitiva “perseverar unánimemente en oración” [10].
Sin embargo, del mismo modo, vemos a Pedro sólo “subir a la hora de nona a la terraza para orar” [11]. Como se ve, se puede orar en cualquier lugar en el cual
uno se encuentre en ese momento. Sin embargo, si uno se quiere dedicarse a la
oración personal, elegirá un lugar idóneo para este objetivo. Pedro se
encuentra de viaje y a él le queda únicamente elegir como lugar la terraza de
la casa, en la cual estaba hospedado, para
permanecer sólo.
En una época en el cual para un cristiano era
todavía algo obvio orar regularmente cada día, los padres se han ocupado
también de la cuestión relativa al lugar
apto para esta oración personal.
En cuanto al lugar [de la oración] se debe
saber que, si se ora bien, cualquier lugar es apto para orar.
En efecto: “En todo lugar, dice el Señor, ofrecedme incienso en oblación”
[12], y: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar” [13].
Pero para que
cada uno pueda hacer sus propias oraciones en
la quietud y sin distracciones, hay también una prescripción [la cual
dice] que se debe elegir en la propia casa, en cuanto sea posible, un lugar
muy santo, por así decir, y allí orar
[14].
Los
primeros cristianos –y así también los primeros monjes
del desierto egipcio- cada vez que les
era posible, reservaban, en efecto, un lugar de su casa, que fuese
oportunamente tranquilo y orientado de un modo determinado [hacia el oriente],
para recitar sus oraciones privadas.
Los oratorios de los primeros padres del desierto egipciano, que desde algunos
decenios se están desenterrando de la arena, son fácilmente reconocibles como
tales. Esto, naturalmente, no impedía a los cristianos orar con predilección también allí “donde
los creyentes se reúnen, como es natural”, continúa Orígenes, porque
[allí] se encuentran junto a la multitud de los creyentes tanto las potencias
angélicas como “la fuerza misma de nuestro Señor” [15] y Salvador, y además
también de los espíritus de los santos y, como yo creo, de aquellos ya
separados [por la muerte] y, claramente, también de aquellos que están todavía
con vida, si bien no es fácil indicar el “cómo” [16].
Este espléndido testimonio de una firme y viva conciencia de lo que
nosotros llamamos “comunión de los
santos”, y que ahora somos capaces de experimentar sólo con mucho
trabajo, tiene su origen desde la época en la cual los cristianos, en cuanto
comunidad perseguida de creyentes, no podían aún construir ninguna “iglesia” en
sentido verdadero y propio, y debían reunirse en las salas de las grandes
casas privadas.
Los padres habían tomado muy en serio para sí
mismos la amonestación de Cristo respecto a toda exhibición pública de la
propia religiosidad, vale decir la hipocresía, aquel sutil vicio propio del
hombre religioso.
La vanagloria recomienda orar
en las plazas,
pero aquel que la combate ora
en su habitación. [17]
Nosotros conocemos muchos dichos en los cuales
los padres del desierto hacían de todo para dedicarse al ejercicio ascético –y
sobre todo a la oración- siempre en el ocultamiento. El ejemplo de Cristo
y también de algunos padres nos lleva sin embargo a reconocer que, con esto, no
se trataba solo de evitar pecados de vanidad. La oración es, en efecto, en su esencia más profunda “un coloquio del intelecto con Dios”,
durante el cual la presencia de los otros puede ser causa de distracciones.
Abba Marcos dijo a abba Arsenio: “¿Por qué nos
evitas? El anciano les dijo: “Dios sabe que los amo. Pero no puedo estar con
Dios y [al mismo tiempo] con los hombres. Los ejércitos celestiales que son
miles y decenas de miles tienen una única voluntad [18], los hombres en cambio
tienen muchas voluntades. Yo no puedo dejar a Dios e ir a los hombres”. [19]
Pero el peligro de la disipación a causa de la presencia de los otros, con los cuales
además tenemos la oración comunitaria, no es el último motivo por el cual el verdadero orante desea la soledad.
En el “estar con Dios”, del cual hablaba Arsenio, suceden en efecto, entre el Creador y la creatura cosas que por su
naturaleza no están destinadas a ojos y orejas extrañas.
Un hermano fue a la celda de abba Arsenio en
Escete. Él miró a través de la ventana y vio al anciano arder totalmente como
fuego. Pero el hermano era digno de ver esto. Cuanto golpeó, el anciano salió y
vio al hermano asustado y le dijo: “¿Golpeas la puerta desde hace tiempo? ¿Has
visto algo aquí? Él le respondió: “No”. Y después de haber hablado con él, lo
despidió. [20]
Esta misteriosa “oración ardiente” nos es
conocida también a través de otros padres [21]; de ella habla Evagrio, como
también Juan Casiano [23]. El tiempo
idóneo para ella es sobre todo la noche, cuya obscuridad aleja el mundo
visible de nuestros ojos. Su lugar
es el desnudo “desierto”, la “altura de la montaña” que nos separa de todo y,
donde esto es inalcanzable: la
“habitación” secreta.
Gabriel Bunge
Vasi di argilla. Ed. Qiqajon.
Comunità di Bose. 1996
Pág. 51-57
[1] Evagrio, Pr. 49.
[2] Lc 9, 18.
[3] Mc 1, 35; Lc 5, 16
[4] Mt
14, 23; cf. Mc 6, 46; Lc 6, 12; 9, 28.
[5] Cf.
Mc 1, 38.
[6] Mc 1, 36s
[7] Lc 22, 41 par
[8] Mt 6, 5-6
[9] Hechos 3,1
[10] Hechos 1,14 y passim.
[11] Hechos 10,9
[12] Ml 1,11
[13] 1
Tm 2,8
[14]
Orígenes, Orat. XXXI, 4.
[15] Cf.
1 Cor 5,4
[16] Orígenes, Orat. XXXI, 5.
[17] Evagrio, Octo spir. VII, 12.
[18] Cf. Mt 6, 10.
[19] Arsenio 13.
[20] Isaías 4; José de Panefisis 6.7
[21] Evagrio, Or. III
[22] Casiano,
Conl. IX, 15 ss.
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