En el año 988, los embajadores enviados por el príncipe Vladimir de
Kiev visitaron Constantinopla y
asistieron a la liturgia en Haguía Sofía, la famosa iglesia erigida por el
emperador Justiniano para ser la iglesia catedral de la “Nueva Roma.” Los
emisarios informaron que no sabían si estaban “todavía sobre la tierra, o en el
cielo.” El escritor de la Crónica Primaría Rusa pretendía que esta experiencia era la
causa de la adopción del cristianismo
bizantino por los rusos. Ésta es una ilustración pertinente de la influencia de la liturgia de la “Gran Iglesia,” sentida no sólo por
las naciones bárbaras que recibieron el cristianismo de los griegos sino
también por otros pueblos cristianos que tenían sus propias tradiciones,
incluyendo a los siríacos los armenios e incluso los romanos. Por supuesto, la liturgia bizantina en sí misma no era
autónoma, puesto que evolucionó de fuentes sirias y fue ella
misma influenciada por fuentes externas, en
particular por la liturgia de Jerusalén. Por eso se puede argumentar
convincentemente que la liturgia bizantina, a causa de que la mayoría de los
cristianos orientales llegaron a ser sus adherentes y a causa de su naturaleza ecléctica, es representativa del ethos litúrgico oriental. Por
esta razón y por la limitación del espacio, nuestro estudio enfocará
principalmente la aproximación
bizantina a la liturgia, en
particular con respecto a los desarrollos en la eucaristía.
La
finalidad de este artículo será limitada a un examen de sólo dos sacramentos
o “misterios,”
como son llamados tradicionalmente: el
bautismo y la eucaristía. La elección no es accidental, pues estos dos fueron considerados la fuente y
la cima de la vida cristiana, y así siguieron siéndolo en Oriente a través
del período en cuestión. El bautismo
era el medio por el cual uno era hecho miembro de la Iglesia, y la eucaristía era el medio por el cual
uno afirmaba esta afiliación y la experimentaba. En efecto, la experiencia de la liturgia era precisamente la
experiencia del cristianismo, y así llegó a ser la propia posibilidad y fuente
para el conocimiento de Dios y para la
participación en la vida divina misma. Éste es el significado del concepto oriental de théosis, o divinización, siendo la liturgia percibida como su más
perfecta expresión y realización. También por eso la teología y la liturgia permanecen tan estrechamente unidas en
Oriente, pues la una no es
considerada posible sin la otra.
El bautismo.
El aspecto unitivo del sacramento es
característico de la comprensión y práctica orientales del bautismo a través de
la historia. Los ritos de iniciación,
que comprenden el bautismo, la crismación
(o confirmación, como fue llamada más tarde en Occidente) y la eucaristía son vistos como una sola acción continua.
Mucho se ha dicho del hecho de que la crismación seguía (en Occidente) o
precedía (en Oriente) el bautismo de agua, pero esto ha sido frecuentemente en
el contexto de explicar o justificar la división muy posterior del rito de
iniciación en sacramentos separados y distintos. La iniciación, que comprende todos estos elementos, marca la entrada del neófito en la Iglesia,
el Cuerpo de Cristo, y su culminación es la participación en el banquete
eucarístico, que está abierto a todos los fieles bautizados, incluidos los
niños. En Oriente, estas acciones permanecen inseparables.
Durante
los primeros siglos, Oriente y Occidente
siguieron prácticas divergentes en el rito mismo. La práctica occidental temprana, que es vista por ejemplo en Tertuliano e Hipólito, consistía en el bautismo de agua, la unción con aceite, y la imposición de las manos. La unción era relacionada con la unción
de Aarón y Moisés, y la imposición de
las manos era vista como la comunicación del don del Espíritu Santo por el
obispo. En Oriente, el orden fue invertido, y la unción a menudo precedía al bautismo. Esto se ve en fuentes
tales como los Hechos de Tomás (siglo
III temprano), los Didascalia (mediados
del siglo III) y la obra siríaca Hechos
de Judas Tomas(principios del siglo IV), los Didascalia (mediados del siglo III) y la obra siríaca Hechos de Juan(principios del siglo IV).
La unción prebautismal era vista en algunos lugares como que impartía
plenamente el don del Espíritu Santo. Esta práctica se derivaba
probablemente de prácticas bautismales descritas en los Hechos de los Apóstoles
(por ejemplo, 10, 44-48; 9, 17-18), donde el Espíritu Santo es impartido antes
del bautismo. En algunos casos, la unción era vista como totalmente separada
del don del Espíritu. Juan Crisóstomo
asociaba el otorgamiento del Espíritu con la inmersión misma (Segunda catequesis bautismal 25-26).
Estas divergencias, en la práctica, sin embargo, no creaban ninguna dificultad
pues, mientras se mantuviera la unidad del rito poco importaba cómo eran
distribuidos los varios elementos a través de los ritos reales. En verdad, es
notable cuanta uniformidad existe pues, a pesar de las diferencias en la manera
como estos elementos son distribuidos o explicados, los mismos elementos principales están presentes a través del mundo
cristiano.
En
este período temprano en Oriente, antes del siglo IV, el bautismo era visto
primordialmente como la reactuación del bautismo de Cristo en el Jordán. La fuente es llamada el útero, del cual
emerge una persona nueva, renacida, el “hijo
de Dios.” Esto es lo que hallamos en los Didascalia Apostolorum, que son de origen sirio:
“(Es) el obispo, a través de quien el Señor les dio el Espíritu Santo,
y a través de quien han aprendido la palabra y han conocido a Dios, y a través
del cual han sido conocidos por Dios, y por quien han sido sanados, y por quien
ustedes llegaron a ser hijos de la luz, y a través de quien en el bautismo el
Señor, por la imposición de la mano del obispo, dio testimonio a cada uno de
ustedes y profirió su santa voz, diciendo: “Tú eres mi hijo: yo te he
engendrado en este día” (Didascalia 9).
De manera semejante, los Hechos de Judas Tomás, originados en Éfeso, hablan del bautismo como “el que da a luz al hombre
nuevo” y el “que establece al nuevo hombre en la Trinidad.” Más tarde,
Teodoro de Mopsuestia (m. 428) hablaría siempre de la fuente bautismal como del “útero,” que introduce al cristiano en una
nueva vida. Característica de esta literatura es la ausencia de una
teología del bautismo fuertemente conectada a Rm 6:3-5, el bautismo como la reactuación y
participación en la muerte y la sepultura de Cristo.
Esta
última interpretación llegó a ser dominante sólo en el siglo IV, un período
decisivo en el desarrollo de la Iglesia. Los años que siguieron al
reconocimiento de la Iglesia y su transformación en una religión de Estado
oficial presenciaron una afluencia
masiva de nuevos miembros en la Iglesia, gente de variados trasfondos y motivos. Constantino lanzó una
campaña edilicia masiva a través del Imperio y particularmente en Jerusalén,
que hasta entonces había sido una ciudad insignificante. La Iglesia tuvo que adaptarse a estas nuevas condiciones, proveer a sus nuevos miembros una
enseñanza apropiada, y desarrollar ritos y explicaciones adecuados. Al
mismo tiempo, las disputas teológicas
se enardecían, y éstas también ejercieron una influencia significativa tanto sobre los ritos como especialmente
sobre la teología que estaba detrás de ellos.
El proceso histórico de la liturgia
fue sentido con la mayor fuerza en Jerusalén. El programa de construcción empezado bajo
Constantino era el responsable de todo un complejo de edificios, el Santo
Sepulcro, Sión, el Gólgota y otros. Estas iglesias pronto llegaron a ser
centros de peregrinación. La liturgia de
la Iglesia de Jerusalén, que tuvo
lugar en los propios sitios donde se creía que habían ocurrido los
acontecimientos principales de la vida terrena de Cristo, no podía menos que ser influenciada por el
medio. Las liturgias de la
Semana Santa en particular, que alcanzaban su climax en la vigilia pascual, llegaron a ser en gran medida la
repetición de los acontecimientos evangélicos, completadas con coloridas
procesiones a los lugares apropiados, como podemos ver por la descripción
proporcionada por la peregrina Egeria.2 Esta clase de liturgia estacional tenía un efecto
poderoso sobre los testigos oculares, y las liturgias de los centros
principales del Imperio. Roma y Constantinopla en particular, fueron
rápidamente modeladas a partir de ella. El calendario, en particular el
ciclo de las fiestas fijas, debe mucho de su desarrollo a este fenómeno de la
historización. Esto marca también un
cambio desde un énfasis primariamente escatológico en las fiestas de la Iglesia
hacia otro más histórico, aunque esto no debe ser exagerado.
Esta
tendencia historizadora influenció fuertemente la comprensión del bautismo,
primero en Jerusalén y luego en otras partes. El rito bautismal en
particular, con su procesión a la fuente, la triple inmersión y la emersión,
comenzó a ser interpretado como la reactuación no del bautismo de Jesús en el
Jordán sino de su muerte y resurrección.
Esta interpretación, basada en Romanos 6, ha estado siempre presente, por
supuesto, pero ahora alcanzó un primer plano. Cirilo de Jerusalén aplicaba esta teología a la ceremonia litúrgica en
Jerusalén. El movimiento hacia la fuente era explicado como la procesión
que llevó el cuerpo de Cristo a la tumba. Explicaba la triple inmersión como la
estadía de tres días en el sepulcro. La salida de la piscina era un signo de la
resurrección. De esta manera, nuestro bautismo es una imitación (mimesis) en figura (en eikoni) del sufrimiento de Cristo, pero somos
salvados de verdad (en aletheia) y tenemos participación (koinonía) en los verdaderos sufrimientos de Cristo (Catequesis mistagógica 2.5). También los otros catequistas
principales de la época (Ambrosio, Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia)
comentaron este rito y usaron la misma metodología, pero asignaron varios
significados a cada parte del rito. Es evidente en todos ellos, sin embargo, la tendencia histórica.
No
basta, con todo, señalar sólo la
influencia de Jerusalén y sus ritos para explicar esta tendencia. Fue
también parte de la respuesta de la Iglesia a la afluencia masiva de nuevos
miembros, a quienes debía explicarse el misterio de Cristo de una manera
atractiva y dramática. Por lo demás, era
un modo de acentuar la base histórica del cristianismo, que estaba en agudo contraste con el sesgo
antihistórico de la cultura helenística. Ésta no era una aproximación
sistemática sino pastoral. La
Iglesia no consistía ya en una élite pequeña y cultivada sino en una multitud
que necesitaba y demandaba una estructura más clara y más inmediata.
Todos
estos factores llevaron, en el siglo IV, al desarrollo de un nuevo tipo de
literatura, la literatura catequética,
particularmente la catequesis mistagógica. Ésta se hizo necesaria por el gran
número de convertidos, quienes debían pasar por el catecumenado, o período de preparación para el bautismo, ahora
estructurado. La etapa final de este
catecumenado tenía lugar durante la cuaresma, el período de preparación para la pascua. Consistía en el
ayuno, los exorcismos, la lectura de la Escritura y la instrucción, que
comprendía usualmente explicaciones de los artículos de fe contenidos en el
credo. La descripción proporcionada por Egeria ofrece un perfil detallado
de este programa, y la Procatéjcsis y las dieciocho Oraciones catequéticas de Cirilo son un ejemplo de la clase de
instrucción que tenía lugar. El credo
de la Jerusalén del siglo IV -una profesión de fe bautismal, como todos los otros credos tempranos-
constituyó la base para el así llamado Credo Niceno, que hoy sigue
en vigor por todo el mundo cristiano. En
la vigilia pascual tenía lugar el bautismo: los neófitos marchaban
luego hasta el Martyrium, la basílica constantiniana, para la eucaristía.
Después, durante la octava de pascua,
los recién bautizados se reunían diariamente en la Anástasis para escuchar las oraciones mistagógicas. Éstas eran explicaciones de los misterios del
bautismo y de la eucaristía, que aquéllos acababan de experimentar. En
efecto, los misterios de la fe cristiana
les eran explicados sólo después que estaban iniciados, después que los habían
experimentado.
Varias
conclusiones importantes deben sacarse de esto. Primero, el mensaje del cristianismo, su contenido, era revelado
en un contexto litúrgico. Esto es característico también hoy de las
Iglesias orientales. Los credos eran
ante todo confesiones de fe primordialmente bautismales. Segundo, la Escritura era leída y explicada en un
contexto litúrgico. Tercero, la experiencia
de la liturgia, del bautismo, de la eucaristía, precedía cualquier explicación de los mismos. Los ritos litúrgicos existían antes que sus explicaciones: las
explicaciones eran secundarias a los ritos mismos, y a menudo fueron cambiadas
para acomodarse a las necesidades
pastorales y polémicas de cada época. Las explicaciones pueden a su vez
influenciar la forma de los ritos, aunque su
estructura básica, fijada muy temprano, permanece esencialmente inmutable.
También
es significativo el método con el que los grandes catequistas se aproximaban a
los ritos, pues aplicaban a la liturgia,
en particular a las acciones visibles del rito, el método de la exégesis
bíblica. Ya en el Nuevo Testamento,
la Escritura era vista como poseedora tanto de un sentido literal como de otro
espiritual. Además, el sentido espiritual no era secundario. Desde
el tiempo de Orígenes, los dos sentidos de la Escritura eran aludidos como
1) literal o histórico y 2) espiritual, místico o alegórico. Más tarde, el sentido espiritual fue nuevamente
subdividido en tres aspectos:
1)
alegórico: el aspecto dogmático, que
interpreta el Antiguo Testamento como referido a Cristo y a la Iglesia;
2)
tropológico: el aspecto moral y
espiritual, que relaciona lo alegórico con el misterio de la vida cristiana, lo
que creemos con lo que hacemos;
3)
anagógico: el aspecto escatológico,
que se refiere al cumplimiento final que aguardamos en el Reino.
Desde el siglo IV, éste llegó a ser el método tradicional en Oriente, aunque varios
comentaristas acentuaban un aspecto u otro en sus mistagogias. Esto será examinado más tarde en su relación con la eucaristía. En la descripción de
Cirilo del desvestimiento del candidato antes del bautismo, podemos ver
cómo este método es aplicado al rito bautismal:
“Ustedes han sido desvestidos de
sus ropas, y esto era una imagen del
sacarse el hombre viejo con sus acciones. Al haberse desvestido, quedaron
desnudos; imitando también en esto a Cristo, quien colgó desnudo sobre la cruz,
y en su desnudez despojó a los principados y poderes y los pisoteó abiertamente
sobre el leño... ¡Oh maravilla! Ustedes fueron desnudados delante de todos y no
tienen vergüenza. En efecto, ustedes eran en verdad a la imagen del primer
hombre, Adán, quien estaba desnudo en el paraíso, y no se avergonzaba”
(Catequesis mistagógica 2.2).
Esta exégesis, aplicada aquí a una acción
ritual que era en principio sólo un acto práctico, provee de un significado
multifacético al simple acto de desvestirse. El “sacarse el hombre viejo con
sus acciones” provee el nivel tropológico, o moral.
La desnudez de Cristo sobre la cruz y su
triunfo sobre los poderes (breve resumen del significado teológico de la cruz)
representan el sentido alegórico, o
dogmático. Y la referencia a Adán en el paraíso es un signo de nuestra
inserción en la historia de salvación, nuestro pasaje a una nueva dimensión de
la existencia, a la escatología: ése es el nivel anagógico. Es fácil ver qué
atractivo y útil instrumento de predicación ofrece este método exegético, pero
también tiene sus peligros, particularmente
cuando los elementos individuales de un rito comienzan a ser vistos aislados
del rito como un todo, lo que
sucede más tarde.
Después
del siglo IV encontramos poca literatura sobre el bautismo. Esto es
atribuible a la generalización del bautismo de niños. Aunque el bautismo de
niños había existido por siglos, la
mayoría de los nuevos miembros habían sido conversos adultos. Por
añadidura, muchos habían pospuesto su bautismo hasta tarde en la vida,
incluyendo tales figuras como Constantino, Crisóstomo y Basilio. Con la generalización del bautismo de
niños, la necesidad de la catequesis bautismal declinó y el catecumenado
comenzó a desaparecer. El resultado, tanto en oriente como en occidente,
fue que el bautismo comenzó a ser tenido por supuesto y así empezó a perder su
posición prominente en la teología de la
Iglesia, particularmente en la
eclesiología. En este período, también, se dio el comienzo de una
diferencia significativa entre Oriente y Occidente en la aproximación a los
ritos de iniciación.
Bajo
la influencia de la teología antipelagiana de Agustín, con su fuerte énfasis en
el pecado original como la culpa traída
por Adán sobre la humanidad, Occidente
comenzó a entender el bautismo principalmente como la remisión del pecado.
Así, la teología del bautismo llegó a ser primariamente negativa. Se
suponía que los niños nacían culpables y que así necesitaban del paliativo del
bautismo. Además, el requisito occidental de que la confirmación, hecha por
la imposición de las manos, fuera realizada sólo por un obispo llevó finalmente
a una ruptura en el rito de iniciación en dos elementos distantes, puesto que
el obispo no podría posiblemente estar presente en todas las iglesias locales en
los días bautismales tradicionales de Pascua y Pentecostés. Esto, a su vez,
llevó a negar a los niños la eucaristía hasta que hubieran completado el
proceso de iniciación.
El Oriente no aceptó la noción agustiniana
del pecado original y vio su consecuencia no como culpa sino como mortalidad.
La culpa es adquirida sólo por el ejercicio personal del libre albedrío, a
través del pecado personal.4 De esta manera, el bautismo no es percibido primordialmente
como la remisión de la culpa sino como la liberación de la mortalidad y la
incorporación en la vida de la Iglesia. Ésta es una teología eminentemente positiva:
“Bendito sea Dios... quien hace
todas las cosas y las renueva. Los que ayer estaban cautivos son hoy personas
libres y ciudadanos de la Iglesia. Los que antes sufrían la vergüenza del
pecado ahora poseen intrepidez y justicia. Son no solamente libres, sino
santos; no sólo santos, sino justos; no sólo justos, sino hijos; no sólo hijos,
sino herederos; no sólo herederos, sino hermanos de Cristo; no sólo hermanos de
Cristo, sino sus coherederos; no sólo sus coherederos, sino sus miembros; no
sólo sus miembros, sino templos; no sólo templos, sino instrumentos del
Espíritu... ¿Han visto cuántos son los beneficios del bautismo? Mientras muchos
piensan que su único beneficio es la remisión de los pecados, hemos enumerado
tanto como diez honores otorgados por Él. Por eso bautizamos incluso a los
niños pequeños, aunque no tengan pecados, para que puedan recibir la justicia,
la adopción, la herencia, la gracia de ser hermanos y miembros de Cristo, y que
puedan llegar a ser la habitación del Espíritu Santo” (Crisóstomo, Catequesis bautismal 3:5-6).
La persona
bautizada es llamada a la théosis, la
deificación, cuya meta es entendida como la participación en la misma vida
divina. Los
dones recibidos en el bautismo deben ser actuados luego en la vida de los
cristianos. Las Constituciones apostólicas
(ca. 380) suponen el bautismo de niños, no mencionan el pecado original y ponen un fuerte énfasis en una buena
educación y formación cristiana (6:15). El bautismo es un don
gratuito, independiente de la elección humana, una promesa de nueva vida. La fórmula bautismal en Oriente se
expresa consecuentemente siempre en
forma deprecativa: “El siervo de Dios... es
bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” Esto
indica que el bautismo viene de la iniciativa divina, más que de la humana; a
ella el cristiano debe responder por su parte.
El
Oriente ve el bautismo, como todos los sacramentos, como un acto trinitario:
es el don del Hijo, por el Padre, hecho efectivo por el Espíritu Santo. Esto es mostrado ante todo
por la fórmula bautismal trinitaria. Además, las oraciones para la consagración del agua y del crisma son
fuertemente epicléticas, pidiendo al
Padre que envíe el Espíritu Santo. Cirilo de Jerusalén deducía un paralelo
directo entre la epíclesis sobre el pan en la eucaristía y la epíclesis sobre el
crisma (Catcquesis mistagógicn 3:3).
De esta manera, los bautizados, al igual
que Cristo en el Jordán, son ungidos por y con el Espíritu Santo (Catcquesis mistagógica 3:1). Asociado a Cristo y lleno del Espíritu, el cristiano empieza el proceso de la
divinización humana. Esta
comprensión del bautismo sigue siendo normal en la Iglesia bizantina.
La eucaristía
Este
proceso de divinización se cumple en la eucaristía, que es una participación real en el cuerpo glorificado de Cristo. Los
elementos eucarísticos son vistos en términos muy realistas por todas las
grandes figuras del siglo IV,
incluyendo a Basilio, Gregorio de Nisa, Crisóstomo y Cirilo de Jerusalén. La comunión, fuente tanto de inmortalidad
como de unidad, es esencial para la vida cristiana:
“Es bueno y beneficioso comulgar todos los días y participar del santo
cuerpo y de la santa sangre de Cristo. Puesto que él dice claramente:
“Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna.” (Jn 6:55) ¿Y quién
duda de que participar frecuentemente en la vida es tener múltiple vida? Yo en
verdad comulgo cuatro veces a la semana, en el día del Señor, el miércoles, el
viernes y el sábado, y en otros días si es la conmemoración de algún santo” (Basilio, Carta 93)
Los sucesos dramáticos del siglo IV
influenciaron también fuertemente la teología y la práctica eucarísticas. Los ritos mismos, que estaban
ya firmemente puestos en su estructura y
contenido básicos, cambiaron muy poco, sólo en aspectos externos y
periféricos. Pero la comprensión de la
eucaristía sufrió fuertes cambios. Las iglesias ahora estaban repletas de
muchos miembros nuevos o potenciales, pero los catecúmenos y los penitentes no
podían comulgar. Era común posponer el bautismo. Entonces, es importante
señalarlo, los predicadores comenzaban a acentuar los elementos de temor y
terror respecto de la eucaristía, en respuesta a una necesidad percibida de proteger de las “masas” los misterios.
Los fieles respondían abandonando la comunión, y así la comunidad se dividió en
una élite que comulgaba ante una mayoría que no lo hacía. No siendo ya un acto
de “comunión.” (koinonía), la recepción
de la comunión llegó a ser un acto de
devoción personal. De esta manera, la
noción tradicional de la eucaristía como una comida, como compañerismo,
comenzaba a romperse, a ser reemplazada por una comprensión diferente, donde
esta participación activa no era tan esencial.
Además
de los importantes cambios sociales del período, los debates teológicos
determinaron los senderos que iban a tomar estas nuevas aproximaciones a la
eucaristía. La crisis arriana llevó a un énfasis, renovado por parte de los
ortodoxos, sobre la divinidad
preexistente de Cristo, en reacción al subordinacionismo y al
adopcionismo. Los ortodoxos, nivelaban la fórmula doxológica (“al Padre y al Hijo y al Espíritu
Santo”) y acentuaban la fórmula de las
dos naturalezas. Los alejandrinos ponían el acento en la divinidad de Cristo y veían su
mediación como una función primariamente divina; prestaban poca atención al
contexto histórico de la obra salvífica de Cristo. Los antioqueños, por otro
lado, acentuaban la humanidad y la actividad histórica de Cristo, y su
mediación humana. Estas aproximaciones
divergentes al misterio cristiano fundamental reflejaban también los diferentes
métodos exegéticos de las dos escuelas. Los alejandrinos, discípulos de
Orígenes, acentuaban el sentido anagógico, o espiritual, de la Escritura,
mientras los antioqueños enfatizaban el
sentido literal e histórico.
Así,
los escritores litúrgicos antioqueños,
aplicando sus métodos exegéticos a los ritos y a los textos de la liturgia, la
veían como una imitación (mimesis) o memorial (anamnesis) de los actos
salvíficos de la vida de Cristo y como la anticipación de la liturgia celestial.
Esta aproximación fue sintetizada por Teodoro
de Mopsuestia, quien escribió sus homilías catequéticas entre 392 y 428.
“Cada vez, entonces, que es
realizada la liturgia de este tremendo sacrificio, que es la imagen clara de
realidades celestiales, debemos imaginar que estamos en el cielo... La fe nos
capacita para representar en nuestras mentes las realidades celestiales, en la
medida en que nos recordamos a nosotros mismos que el mismo Cristo que está en
el cielo... ahora está siendo inmolado bajo estos símbolos. De esta manera,
cuando la fe capacita a nuestros ojos para contemplar
la conmemoración que ahora tiene lugar, somos llevados nuevamente a ver su
muerte, resurrección y ascensión, que ya han tenido lugar por nuestra causa”
(Homilía catequética 15:20).
Continuaba describiendo cómo los ritos representan el ministerio de Cristo. Al
describir la procesión de la transferencia de los dones dice que “debemos ver a
Cristo siendo ahora conducido lejos a su pasión, y nuevamente más tarde cuando
es extendido sobre el altar para ser inmolado por nosotros.” (Homilía
catequética 15:25). La resurrección
es efectuada a través de la consagración, y la participación de los dones se
parece a la aparición del Señor resucitado. Teodoro adoptó también el sistema
topográfico del simbolismo eclesial que se desarrolló en Jerusalén. El altar era visto como la tumba; el ábside, como la cueva del sepulcro. Este tipo
de interpretación iba a entrar en la tradición bizantina en el siglo VIII a
través de Germano.
La aproximación alejandrina, heredera
de las tendencias espiritualizantes de Orígenes, es del todo diferente.
El Pseudo-Dionisio, escribiendo a fines del siglo V, veía la liturgia como una alegoría del ascenso del alma a la realidad
invisible:
“Dejemos para los imperfectos
estos signos que, como dije, están pintados con magnificencia en los vestíbulos
de los santuarios; serán suficientes para alimentar su contemplación. En cuanto
a nosotros, volvamos atrás, considerando la
santa sinaxis desde los efectos hacia sus causas y, gracias a las luces que
Jesús nos dará, seremos capaces de contemplar armoniosamente las realidades
inteligibles en que están claramente reflejadas las bondades bienaventuradas de
los modelos” (Jerarquías celestiales 3:3).
No hay lugar aquí para la tipología bíblica
ni hay referencia a la actividad terrestre de Cristo, excepto la encarnación. La salvación es la unión con el
prototipo, y la deificación es lograda a través de la perfección moral. Dionisio nunca habló de la eucaristía como
el cuerpo y la sangre de Cristo.
En
el siglo VII, fue Máximo el Confesor el gran portavoz de
esta tradición. Adoptó la aproximación espiritualizante dionisiana pero añadió
su propia interpretación, que veía la
liturgia como el memoria] de la obra divina en Cristo, y la anticipación de la parusía y del ésjaton. De esta manera, la
liturgia representa toda la historia de salvación: el edificio de la
iglesia es el tipo y la imagen del universo entero, la lectura del Evangelio es
la consumación del mundo; el descenso del obispo del trono, la expulsión de los
catecúmenos, y la clausura de las puertas representan de descenso de Cristo en
la parusía, la expulsión de los malos y la entrada en la cámara mística de la
esposa (Mistagogia 14-16). Aunque
levemente más realista que Pseudo-Dionisio, también Máximo tenía de la eucaristía una visión ante todo simbólica.
La fuerza de la aproximación alejandrina
fue su fuerte énfasis escatológico, tan característico de la liturgia previa
del siglo IV: su debilidad se hizo aparente en las controversias
iconoclastas que sacudieron a Oriente en el siglo VIII.
La
tradición bizantina anterior al iconoclasticismo siguió generalmente la
aproximación alejandrina a la liturgia de Pseudo-Dionisio y Máximo. Esto llevó
en el siglo VIII a una disputa
sobre la naturaleza de la eucaristía. En el concilio iconoclástico de 754, los iconoclastas, apelando a una tradición
de larga data, declararon que ninguna imagen de Cristo era aceptable, y que la
eucaristía era el único símbolo válido de Cristo. Los defensores de las
imágenes, particularmente Teodoro de Studios y el patriarca Nicéforo,
rechazaban esta posición y afirmaban que
la eucaristía no es “tipo” sino “verdad,” que es la propia “carne de Dios,” incluso después de su glorificación.
En reacción a la postura
iconoclástica y espiritualizante, los ortodoxos comenzaron a tomar una actitud
mucho más realista y representativa y hasta simbólica, según líneas
cristológicas y soteriológicas. Así, en la iconografía, Cristo no
podía ya ser representado simbólicamente como un cordero, sino que podía ser
dibujado solamente como un hombre.7 Y la aproximación anagógica a la liturgia fue complementada por la
interpretación más histórica, representacional, de la escuela antioquena.
El patriarca Germano, un defensor de la ortodoxia contra los iconoclastas,
quien fuera destituido por ellos en 730, compuso una mistagogia sobre la
liturgia divina, intitulada Historia, que
fue su intento de combinar las dos tradiciones. El siguiente es un pasaje
típico:
“El himno de los querubines,
cuando la procesión de los diáconos y la representación de los seguidores, que
son a semejanza de los serafines, significa la entrada de todos los santos y
justos a la cabeza de los poderes de los querubines y de las huestes
invisibles, angélicas, que corren delante del gran rey, Cristo, quien está
procediendo al sacrificio místico... Es también a imitación de la sepultura de
Cristo, cuando José bajó el cuerpo de la cruz, lo envolvió en un lienzo limpio,
lo ungió con especias, lo cargó con Nicodemo y lo colocó en una tumba nueva
excavada en la roca” (capítulo 37).
Así, a la imaginería más primitiva de la
liturgia celestial, clara en el propio texto del Cherubicon (introducido en 573-574 bajo Justino II), fue añadido el
simbolismo más tardío, de origen antioqueno, que veía las ofrendas en la
consagración como representando el cuerpo del Cristo ya crucificado. Los varios
ítems litúrgicos, el eiliton, la patena, el velo grande (para cubrir cáliz y
patena) y el velo pequeño (cubre cáliz o patena) son interpretados todos en
este segundo sentido. Esta última tradición fue muy influyente en el desarrollo
de los ritos secundarios, la próthesis, o preparación de las ofrendas, en
particular. Pero la aproximación de Germano a la anáfora, u oración
eucarística, es completamente bíblica y desprovista de alegoría. Hay que recordar
que, a través del período en cuestión, aunque variara la interpretación del
rito, el rito mismo permanecía esencialmente sin cambios, tanto en la
estructura como en sus dos focos, la liturgia de la palabra y la anáfora.
Además, la atención de los comentaristas fue atraída principalmente por los
aspectos visuales de la liturgia, las procesiones, el espacio litúrgico.
El
período post-iconoclástico vio el desarrollo de aquel fenómeno peculiarmente
oriental, la iconostasis. Como un desarrollo de la primitiva baranda del presbiterio, llegó a ser ahora un muro real,
cubierto con iconos. Esto enfatizaba, en la mente bizantina, el elemento de “misterio” en la eucaristía. Por lo demás, la eucaristía no era algo para ser
visto a través de los ojos físicos, sino
para ser recibido como alimento. El misterio era visto a través del programa de iconos en los muros, y
particularmente en la iconostasis, con sus imágenes de Cristo y de los santos.
Así, un culto de los elementos eucarísticos, como el que se desarrolló en el
Occidente medieval, no era posible. Por lo demás, los bizantinos nunca usaron el término transubstanciación (nictonsíosis) en conexión con la
eucaristía, pues vieron siempre a
los elementos mismos como pan y vino que, igual que el cuerpo humano de Cristo, son divinizados. Así, la
epíclesis en la anáfora atribuida a Crisóstomo invoca que el Espíritu Santo sea
enviado “sobre nosotros y sobre estas
ofrendas.” El foco no está tanto
en el pan cuanto en el pueblo reunido como Iglesia. Los frutos de la eucaristía
son “la purificación del alma, la
remisión de los pecados, la comunión del Espíritu Santo, la plenitud del Reino
de los cielos.” El desarrollo de la iconostasis, empero, y la exaltación de la dimensión mistérica
llevaron a un ahondamiento de la división entre clero y laicado, puesto que el santuario ahora escondido
era la reserva exclusiva del clero. Esto se manifestó también, en el siglo
IX, en el retiro del cáliz del laicado. Desde ese momento, aunque la comunión
continuó siendo distribuida bajo las dos especies, fue dada por medio de una cuchara.
Es
significativo que haya sido un argumento relacionado con la interpretación
litúrgica el que sirviera de ocasión para el así llamado cisma de 1054. El
asunto en disputa entre Oriente y
Occidente era el uso de los ázimos.
Occidente usaba pan ázimo para la eucaristía, mientras que Oriente usaba pan leudado. Los griegos sostenían que el pan leudado simbolizaba el cuerpo animado de Cristo: el hecho de que
los latinos usaran ázimos mostraba que eran apolinaristas, pues negaban que
Jesús tenía un alma humana. Los griegos,
además, sostenían que el pan eucarístico debía ser normal, el pan leudado de
todos los días, para ser así consubstancial con la humanidad: “Nuestro pan de cada día.” Entendían que
el pan era el “tipo” de la humanidad, de nuestra humanidad, que cambia en la
humanidad transfigurada de Cristo. La piedad medieval latina, por otro
lado, enfatizaba la “supersubstancialidad” del pan. Los latinos, al no atribuir
mucha significación a este detalle rubricista aparentemente menor, sólo querían
que los griegos cesaran de condenar la costumbre latina y estaban perfectamente
de acuerdo en permitirles continuar usando pan leudado. Ésta era la disputa
principal y la razón primaria para los acontecimientos dramáticos de 1054: en
aquel momento, los bizantinos ni siquiera trajeron a colación los otros puntos
de conflicto.
Esta
intransigencia bizantina sobre un punto aparentemente tan trivial revela mucho
acerca de su piedad litúrgica.
Primero, consideran los textos y ritos
litúrgicos como fuentes de la teología. Por eso los métodos tradicionales
de exégesis bíblica pueden ser aplicados a la liturgia. Pues la liturgia, junto con la Biblia, es la fuente
primaria y la manifestación de la vida de la Iglesia, y la revelación de la verdad eterna. Un rito o texto litúrgico,
igual que un pasaje de la Escritura, debe
tener no sólo un sentido literal sino también espiritual, y el sentido
espiritual es igual de importante y tan verdadero como el literal. Los peligros
son obvios en tal aproximación, en particular cuando los vuelos del alegorismo no son controlados por una visión
coherente y consistente, y cuando se intenta fragmentar los sentidos sin tener
en cuenta el rito como un todo. Sin embargo, la noción de que “la liturgia es
una fuente primaria para la teología de la Iglesia,” así como su expresión
primaria, sigue siendo característica de la Iglesia oriental.
Ligada
estrechamente con esto estaba la proliferación de la himnografía en el mundo bizantino, himnografía que era totalmente
disímil a los pocos himnos cristianos primitivos sobrevivientes. Los kontakia de Romanos el Melódico, y luego
los de muchos imitadores, eran de hecho homilías poéticas, que pasaron a ser
parte del oficio. Los monjes, siempre una presencia en el cristianismo
bizantino, se opusieron al comienzo a tal poesía como no bíblica y rechazaron
la música a la que estaba unida como demasiado secular, pero más tarde
desarrollaron su propia himnografía. Esta himnografía
monástica, compuesta mayormente durante los grandes debates teológicos de
los siglos VI al VIII es un compendio de
la teología patrística oriental. Estos himnos encontraron su lugar
principalmente en el oficio monástico, que gradualmente desplazaría el oficio
de la catedral, y en forma total después del siglo XI. Esta himnografía sigue siendo una fuente primaria para el estudio de la
piedad, el ascetismo y la teología orientales, aunque resulta difícil de usar a
causa de su gran volumen y diversidad.
La
liturgia era expresada en el contexto del año eclesial, un calendario litúrgico
compuesto de períodos de fiesta y ayunos preparatorios. El año era visto como
una reactuación de los actos salvíficos de Dios, así como de los acontecimiento
principales de la vida de Cristo: al participar en éstos, el cristiano oriental se asimilaba a sí mismo en la historia de
salvación, en la vida de Cristo.
La eucaristía era la culminación de cada día o período de celebración: era
suprimida durante los períodos de ayuno, particularmente durante la “gran”
cuaresma, que perdió su significado primitivo como tiempo de preparación para
el bautismo y llegó a ser un período de preparación para la pascua, el misterio
central de la salvación; un período durante el cual cada cristiano era
llamado a redescubrir su naturaleza
pecaminosa y así también su alienación de Dios.
Si
alguna conclusión puede sacarse de todo este desarrollo es que, junto con la Escritura y la tradición, la
liturgia es un ingrediente esencial de la espiritualidad oriental. Es
también el medio por el que los fieles, reunidos como Iglesia, llegan a ser lo
que se supone que deben ser: miembros del Cuerpo de Cristo y partícipes
de la vida divina. De esta
manera, la liturgia no puede
separarse de ningún aspecto de la fe y de la experiencia cristianas. Integra la cristología o la soteriología,
porque a través de la liturgia llegamos
a conocer a Jesús como el encarnado, a compartir su cuerpo encarnado, y a ser divinizados asimilándonos a Él.
Integra la antropología, porque a través de la liturgia se revela la
naturaleza teocéntrica de la
humanidad. Integra la eclesiología,
porque en la liturgia la Iglesia llega a
ser lo que verdaderamente es, el
Cuerpo viviente de Cristo. Integra la teología trinitaria, porque en la
liturgia la Trinidad actuante es
revelada y experimentada. La
liturgia es un vehículo de la tradición, pues a través de ella son transmitidos el mensaje y la experiencia de
Dios. De esta manera, para el creyente oriental, ningún cristianismo es
posible sin la liturgia.
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