Alessandro Pronzato
Y
sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del
alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo
acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.
(Lc 2,
6-7)
Tres líneas en total. Para
narrarnos el acontecimiento más solemne de la historia del mundo, el
evangelista Lucas escribe solamente tres líneas. Todo un Dios que viene a «plantar
su propia tienda entre nosotros». Y con tres líneas hay más que suficiente
para decirlo. Con seguridad, la pluma habrá luchado entre las manos para
resistir a la dura tentación de decir muchas cosas más.
Tres líneas tan sólo en la
parte de arriba. Luego, toda una página en blanco. Y aquí estamos nosotros
dispuestos a embadurnarla con nuestras pobres palabras.
Parecerá tal vez una simpleza
comenzar la serie de «evangelios molestos» con la narración de la navidad; con
una página que parece hablarnos exclusivamente de ternura, que evoca los más
dulces y suaves pensamientos.
Y sin embargo, precisamente
estas tres líneas de Lucas, si atinamos a disipar la tupida niebla de un necio
sentimentalismo, son terriblemente molestas. Molestísimas. Porque constituyen
la condenación más despiadada de esta nuestra navidad, hinchada de retórica,
atiborrada de una poesía vulgar y dulzarrona, llena de miriñaques
multicolores y de conmociones baratas.
Tres líneas. Nosotros en
cambio hemos ido añadiendo renglones y renglones hasta hacer una obra
mastodóntica e interminable, cursi y ficticia. Después hemos volcado sobre ella
toneladas de sentimentalismo, de folklore, de pacotilla variada y de mal gusto.
Y así nos ha salido una navidad, que más que nada es un pretexto. Pretexto
para dar rienda suelta a nuestra vena poética, más bien pobre; para bruñir un
poquito el metal enmohecido de lo que llamamos nuestra religiosidad; para
cepillar el polvo caído sobre nuestro uniforme de cristianos; para hacer alguna
obra de caridad, sirviendo tal vez la comida a algún pobre… Y con ello quedamos
convencidos de que somos unas personas colosales.
Pretexto para subir al
escenario de la vida y representar una vez al año el papel del bueno. Porque
hasta nos gastamos el lujo de creernos buenos. Una vez al año.
Francamente, hemos deshecho la
navidad. Hemos saboteado la pura sencillez de esas tres líneas. Nuestra rica
navidad se ha impuesto y ha empobrecido a la navidad verdadera.
Cuando un sosegado
silencio todo lo envolvía,
y la noche se encontraba
en la mitad de su carrera,
tu palabra omnipotente,
cual implacable guerrero,
saltó del cielo, desde
el trono real,
en medio de una tierra
condenada al exterminio.
Empuñando como cortante
espada tu decreto irrevocable.
(Sab 18,14-15)
El silencio. Elemento natural,
condición indispensable para que la palabra baje a la tierra. Y nosotros hemos
roto ese silencio que nos resultaba demasiado molesto, destapando ruidosamente
millones de botellas.
Pero ¿es que Cristo baja del
cielo para que nos demos el gustazo de sentirnos buenos? ¿O para que nos
volvamos románticos ante el ruido de las panderetas y de las zambombas? ¿O para
que sintamos la amarga alegría de ver cómo se desbarata la sencillez de su
venida? ¿Para eso solamente?…
Nuestra «inútil» navidad
“… Y lo acostó en un
pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada”. (Lc 2, 7)
Mas tarde dirá: “Llamad y
se os abrirá”. Pero para su madre, que entonces le llevaba en su
seno bendito, las puertas permanecen cerradas y los hombres dentro, apostados
detrás de la fortaleza de su egoísmo, dispuestos a no ceder ni un solo palmo de
terreno.
Para él no había sitio. Tiene
que ir a nacer fuera de la ciudad. Fuera de la ciudad morirá también.
Interiormente nos sublevamos
contra aquellos miserables que cierran las puertas a un Dios que viene a nacer
entre nosotros.
Pero ¿no será una falsa
indignación, un cómodo subterfugio?
Porque, seamos sinceros,
nosotros en realidad nos portamos mucho peor. Claro que hemos adquirido un
mayor nivel social y nos repugna el hecho de dejarlo abandonado fuera de la
puerta. Somos gente educada. No como aquellos villanos…
No. No le dejamos fuera.
Sospechamos el peligro, nos damos cuenta de su nada grata presencia, advertimos
que nos va a molestar y que tal vez tendremos que defendernos de él. Por
educación no le dejamos fuera. Pero con nuestros finos modales, valiéndonos de
nuestros exquisitos conocimientos diplomáticos, llegaremos a conseguir que su
presencia nos resulte «innocua».
Y así inutilizamos la navidad.
Nuestra conducta es más detestable que la de aquellos que le dejaron a la
puerta.
¿Por qué?
Cristo
viene a traernos la luz.
“El pueblo que
andaba a oscuras vio una luz intensa.
Sobre los que
vivían en tierras de sombras brilló una luz”. (Is 9,1)
“… Y la luz
brilla en las tinieblas”. (Jn 1, 5)
Pero nos dimos cuenta muy
pronto de que la suya es una luz molesta, indiscreta, que se cuela por todos
los rincones, que descubre nuestras miserias, nuestras limitaciones, nuestras
mezquindades.
Es una luz que no se resigna a
ser un puro adorno, sino que compromete, que exige cambios dolorosos en nuestra
existencia.
Es una luz despiadada,
fastidiosa, provocativa. Y nosotros, lejos de dejarnos «arrollar» por esta luz
maravillosa, de rendirnos ante ella, decidimos hacerle competencia, oponiéndole
nuestros pequeños y ridículos farolillos de color.
Y como señal de nuestro
infantilismo, nos cubrimos los ojos con las manos, para defendernos de esa luz
que llenó con su resplandor la cueva de Belén.
Manos pegadas a nuestros ojos;
insignificantes farolillos de color: así es como conseguimos neutralizar la
luz.
Cristo viene para llenarnos de
alegría. El ángel lo anuncia a los pastores:
“No
temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo”. (Lc 2,10)
Alegría, porque sabemos que
hay un Dios que piensa en el hombre con amor, que baja hasta el hombre, que se
acerca hasta el hombre, ¡que se hace hombre! Un Dios que se hace caminante para
recorrer junto a nosotros nuestro mismo camino, compartiendo nuestras penas y
miserias, nuestras lágrimas, angustias y esperanzas. Un Dios que viene a
traernos la salvación. A todos. Un Dios que se nos revela como la misma
misericordia.
Alegría, porque al hombre se
le da una nueva posibilidad que podría parecer una locura. «Dios se ha hecho
hombre para que el hombre pueda llegar a ser Dios». Pensándolo bien, habría para
volverse locos. ¡Locos de alegría!
Pero no es así. Despreciamos
la alegría, esa alegría. Cristo ha venido a traernos la felicidad, una
felicidad que traspasa todos los horizontes terrenos. Y le consideramos como un
intruso. Como un aguafiestas. Como un enemigo de la alegría. Como si viniera a
robarnos la tierra o a envenenar esos codiciados manjares terrenos en los que
hundimos a diario nuestros dientes y nuestras uñas.
¿La alegría? Que nos deje ir
saboreando en paz nuestras ridículas alegrías humanas, plácidamente
atrincherados en la lóbrega guarida de nuestro egoísmo…
Cristo nos trae sus dones. Mejor;
no nos trae sus dones: ¡se hace don! El don por excelencia.
Y nosotros queremos fingir que
no nos damos cuenta de tal don.
Pero es que además, estamos demasiado
ocupados en acariciar con nuestras manos al ridículo paquete en que se ocultan
nuestros dones, nuestros insignificantes regalos.
Así ahogamos el don bajo una
montaña de papeles de color, de juguetes, de chucherías, de quincalla inútil…
¡de niñerías!
De esta manera la operación no
falla y conseguimos «inutilizar» nuestra navidad. ¡Diplomáticamente!
Es
necesario vivir la navidad
Cueste lo que cueste, hemos de
«vivir» la navidad. Pobres de nosotros si no lo hacemos. Nos jugamos nuestro
propio destino.
Nuestra misión es convertirnos
en luz. Que esa luz nos penetre íntimamente, nos transforme, nos haga tan
lúcidos y transparentes que los hombres al mirarnos queden deslumbrados,
sintiendo todo el encanto y el atractivo de esa luz sobrenatural.
Convertirnos en alegría.
No querer ser duros, gruñones,
severos y hasta odiosos guardianes de la verdad. Nuestra misión no es, ¡gracias
a Dios!, ser carceleros o policías, sino testigos de la alegría cristiana. Que
todo el mundo entienda que el mensaje de Cristo es un mensaje de salvación, no
de condenación. Un mensaje de liberación, no de opresión. Un mensaje de
alegría, no de tristeza.
Convertirnos en don.
Es costumbre hacer regalos en
navidad. Muchos regalos. Toneladas de papel pintado, kilómetros de hilo y de
lazos dorados, tarjetones enormes que sirven de felicitación. Queremos así
saldar nuestras deudas de gratitud con aquellas personas a quienes debemos
algún favor. Pero esto es muy fácil, demasiado cómodo. A un cristiano se le
exige mucho más. Tiene la obligación, no de hacer regalos, sino de convertirse
él en regalo, de convertirse en don. Hacer de su vida una entrega sin reservas.
Para todos. Porque todos los hombres son sus acreedores. Porque el cristiano ha
de sentirse deudor para con todos sus semejantes.
Tengamos valor para examinar
frecuentemente nuestra conducta de cristianos a la luz que proyectan esas tres
maravillosas líneas de Lucas. De buscar la sencillez que ellas reflejan. De
desmontar esta nuestra navidad mastodóntica y mecanizada. Para descubrir la
auténtica navidad y enriquecernos así con su pobreza.
Tal vez la navidad, la navidad
que hemos vivido hasta ahora, nos hable más de tristezas que de alegrías.
Porque hemos destrozado su verdadero sentido.
“Es cierto que somos unos profanadores; pero a los ojos de aquel que no
se horrorizó de hacerse uno de nosotros, somos unos pobres pecadores que en
esta navidad, junto a la inmensa alegría de saberse redimidos, llevan en el
alma la infinita tristeza de no ser todavía cristianos”. (Mazzolari)
Texto extraido
del libro: Evangelios Molestos, de Alessandro Pronzato. Ed. Sígueme
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