En el tercer siglo, muchos jóvenes se retiraron de la sociedad corrompida y decadente de entonces para vivir en desiertos o en montañas, en soledad, ayuno y oración. Antonio de Egipto es un ejemplo extraordinario de ese movimiento, pero sin llegar a ser un simple monje recluso. Es el fundador del monacato y quien desarrolló una regla para los anacoretas.
Hijo de padres cristianos, Antonio se educó en un ambiente callado, devoto y meditativo. Al morir sus padres, él y su hermana menor heredaron bienes considerables. Seis meses más tarde, encontrándose en la iglesia, oyó la lectura en la cual Jesús aconsejaba a un joven rico que vendiera todo lo que tenía y se lo diera a los pobres. Antonio inmediatamente dio sus tierras a la gente del pueblo, vendió la mayoría de sus posesiones y dio las ganancias a los pobres. Más tarde, tras meditar sobre el consejo de Jesús: “no os afanéis por el día de mañana”, vendió lo que le quedaba, colocó a su hermana en una
“casa para doncellas” y se hizo anacoreta (asceta solitario).
Atanasio, que conoció personalmente a Antonio, escribe que se pasaba el día orando, leyendo y trabajando. Durante cierto tiempo lo atormentaron demonios de varias maneras. Resistió y los demonios huyeron. Retirándose a las montañas al otro lado del Nilo frente a su villa, Antonio vivió solo allí durante veinticinco años. En 305 abandonó la cueva y fundó un “monasterio”, una serie de celdas habitadas por ascetas que vivían bajo su regla. Atanasio describe a esas colonias de esta manera: “En las celdas, como pequeñas carpas, predominaba el canto, el ayuno, la oración y el trabajo para dar limosna y para que reinara la paz y el amor entre ellos”.
Antonio visitó Alejandría primero en 321 para animar a los que sufrían martirio bajo la persecución del emperador Maximino, luego en 355 para combatir a los arrianos predicando, convirtiendo a la gente y obrando milagros. La mayor parte del tiempo la pasó en la montaña con su discípulo Macario.
Él le dejó a Atanasio una túnica de piel de cabra y un manto por herencia. Atanasio escribió de Antonio: “Él fue como un médico dado por Dios a Egipto, pues, ¿quién que fuera a él triste no se iba alegre? ¿Quién que estuviera enfadado no se tornaba amable? … ¿Qué monje que hubiera crecido débil no se fortalecía en su presencia? ¿Quién se acercó a él agitado y con dudas y no logró la paz del espíritu?
17 de enero
Antonio Abad en Egipto, 356
Oh Dios, que por el Espíritu Santo capacitaste a tu siervo Antonio para superar las tentaciones del mundo, de la carne y del demonio, concédenos gracia para que con corazones y mentes puras te sigamos a ti el único Dios; por Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, un solo Dios, por los siglos de los siglos.
Amén.
Lecturas
1 Reyes 17:1–9
Salmo 91:9–16
1 Pedro 5:6–10
Marcos 10:17–21
Prefacio de un Santo (2)
Tomado de “SANTAS, SANTOS: CELEBRACIÓN DE LOS SANTOS”
SANTORAL DE LA IGLESIA EPISCOPAL DE USA.
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