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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
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miércoles, 10 de diciembre de 2014

ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN EN OCCIDENTE

en Occidente.
La comprensión y práctica de la oración que había sido transmitida a Occidente por la antigüedad evolucionó muy poco antes de fines del siglo XI. En este tiempo ocurrió un cambio respecto de los métodos de meditación. El monaquismo jugó un papel decisivo en esta evolución. Es importante establecer primero la concepción fundamental y duradera de la oración en general, situar luego la aparición y desarrollo de la “meditación” entre las formas de esta oración, y recordar finalmente que la oración monástica es inseparable de un estilo de vida que crea las condiciones bajo las cuales puede existir y producir sus frutos.

Siglos VI al XI: la unidad de la oración y la diversidad de su práctica.

            La unidad y la diversidad de la oración se manifiestan en los propios términos en que la oración ha sido designada. Un testigo importante en el siglo IX fue Esmaragdo de St. Michael, a causa de la síntesis que presentó y de su influencia. Diversos han sido los nombres dados, a la oración pero todos ellos intentan expresar aspectos diferentes de una realidad común, diferentes movimientos o diferentes etapas de una actividad común. Estos nombres pueden ser usados en cierta forma de manera intercambiable, y aparentemente confusa, como es el caso de innumerables textos. Por medio de algunos ejemplos podemos al menos discernir el significado que es propio de algunos de estos términos y reconocer el lazo que existe entre las ideas que expresan.
            La preocupación dominante era la de orar incesantemente, de acuerdo con el precepto del Señor (cf. Lc 18:1). Agustín había afirmado claramente que esta continuidad podía ser lograda a través del deseo. Los períodos del monaquismo medieval durante los cuales estuvo instituida la oración coral ininterrumpida fueron sólo excepciones. La oración continua fue siempre parcialmente llevada a cabo en privado, cada persona por su cuenta, en el silencio del corazón. Sin embargo, la vida monástica ha sido a menudo presentada como promotora de la oración sin interrupción como meta, en la medida y en cualquier forma en que sea posible aquí en la tierra. ¿De qué manera esta meta era juzgada posible, deseable para todos, y lograda por los santos? Por medio de una alternancia entre varios “ejercicios” que capacitarían al espíritu para permanecer asido por Dios y mantuvieran su atención de acuerdo con la psicología humana normal. El vocabulario mismo sugiere la conclusión de que la vida de oración era concebida de esa manera.
            Oratio, hablando propiamente, tenía lugar cuando el espíritu, sin el intermediario de palabras tomadas de ningún texto, hablaba con Dios y estaba unido a Dios. Tres cualificaciones se atribuían tradicionalmente a la oratio, cada una de ellas confluyendo en las otras: pura, brevis, frequens. Pura”: debía ser sin distracción. Puesto que esto no podía normal y habitualmente ser hecho por mucho tiempo, la oración pura debía ser breve.” Pero se podía compensar la duración corta volviendo a ella con frecuencia: llegaba a ser frecuente.” Ésta era, en suma, la enseñanza consistente de la tradición occidental. Se encuentra, por ejemplo, en Agustín, Casiano, Benito, Hildemaro, Rábano Mauro y Roberto de Arbrissel. La oración, una actividad profunda, era designada como “privada,” “solitaria,” “personal.” Podía consistir en exclamaciones rápidas y espontáneas, esto es, “jaculatorias” (llamadas también oraciones “furtivas” porque eran hechas como a escondidas, entre otras clases de actividades espirituales). Podía tener lugar después del canto de los salmos, sea en privado o en comunidad; en ese caso, alternaba con la salmodia como también con otra forma de oración. Las dos se combinaban entre sí. Se había establecido entre ellas una continuidad como si fueran idénticas.

Oración y lectura.

            Lo más frecuente era que la oratio estuviera asociada con la lectio. La última era esencial a la vida de oración. Muchas fuentes han llevado a los especialistas a esta conclusión y los han capacitado para discernir las razones de ello. La hagiografía monástica nos ofrece un vistazo de la manera como los monjes pensaban que la lectura debía ser practicada y de la importancia que tenía en su psicología. Lo mismo que los ejercicios ascéticos, era una observancia exigida, uno de los canales normales a través del cual se era iniciado en la tradición espiritual. Era un medio por el cual los monjes aprendían a conocerse a sí mismos, a entrar en sí mismos y a considerar lo que tenían que cambiar. Llegó a ser una necesidad vital; sabemos que algunos de ellos leían incluso cuando viajaban, esto es, a lomo de caballo. Se cuenta que para Wulstan la lectura había llegado a ser indispensable hasta el punto de que era necesario que alguno leyera en su presencia durante su siesta de la tarde y que, si el lector hacía una pausa, se despertaba de su sueño. Su biógrafo, Guillermo de Malmesbury, añadía: “Le leían las vidas de los santos y otros escritos edificantes.” (Vida de Wulstnn 3.3), pero el texto básico leído era la Sagrada Escritura y los diversos comentarios de la misma. La lectura era hecha atentamente, y una de las cualidades que debía asumir, en la cual más se insistía, era la continuidad. A diferencia de la oratio, que era breve, la lectio podía ser prolongada. Se suponía también que se hacía lo más frecuentemente posible; de esta manera contribuía a la frecuencia de la oración, con la que estaba asociada. Todos estos ejercicios estaban destinados a conducir a la pureza de corazón, porque todos ellos lo unían a uno con el Señor. Así, la frecuencia llegó a ser una especie de continuidad. Tal era al menos el programa ideal.
            A la lectio seguía la oratio, la que a su vez preparaba a uno para retomar la lectura, la motivaba y la sostenía. Pero la meta seguía siendo la oratio: a ella debía uno llegar, y no se debía parar en medio del camino. Se suponía que la oratio debía resultar de la lectio. En esta última, Dios se revela a sí mismo; en la primera, uno se ofrece a Dios. Las dos, por lo tanto, eran inseparables; los monjes debían dedicarse a las dos. Debían establecer una alternancia espontánea y necesaria entre ellas, a tal punto que estos ejercicios se combinaran juntamente e incluso llegaran a ser idénticos. Por ejemplo, respecto de Isarn de Marsella leemos que “su lectura era ella misma una oración,” y añadía su biógrafo: “Al leer, buscaba menos la instrucción del intelecto que el toque del corazón.” (Vida de san Isarn 1.9). Así, veía él en la lectura un medio de realizar la palabra del Señor, que exhortaba a orar incesantemente.
            Finalmente, una de las formas y manifestaciones de la vida de oración, uno de sus ejercicios, era la meditatio. Algunas veces este vocablo era usado en plural, pero más a menudo en singular, para designar una práctica apropiada a partir de dos tradiciones: la Biblia y la enseñanza práctica de la antigüedad. En este punto las dos tradiciones estaban relacionadas de alguna manera, y se combinaron durante la Edad Media. Al menos ocasionalmente, uno puede identificar lo que fue apropiado de cada una. La meditación era principalmente, siguiendo la Biblia y la tradición de las escuelas rabínicas, un acto de memoria en el cual el ejercicio básico era la pronunciación repetida de palabras y frases. En la pedagogía latina había algunas veces una insistencia ulterior en un esfuerzo en la reflexión propiamente dicha. En cada caso la meditación estaba marcada por las mismas características, puesto que de hecho la práctica heredada de estas dos tradiciones combinaba habitualmente sus respectivos elementos.
            En primer lugar, la meditación tenía como objeto la lectura inicial del texto. La lectura era seguida por la repetición en la que la “boca” y la “lengua” jugaban un papel. Éste no era nunca un ejercicio abstracto dedicado a ideas solamente; era siempre la meditación sobre alguna Palabra de Dios transmitida a través de la Sagrada Escritura y explicada por aquellos que habían de una forma u otra comentado sobre ella. Los Salmos, interpretados desde la perspectiva cristiana tradicional, eran, entre los libros de la Biblia, el texto privilegiado para la meditación. Mantenían dentro del alma la presencia de Cristo. En segundo lugar, la meditación era ejercida sin compulsión; era suficiente que fuera nutrida por la lectura. La atención se suscitaba estimulada por el texto y, cuando desaparecía, era el signo de que era el momento de retomar la lectura con el fin de reencender la reflexión. La meditación, por lo tanto, no estaba atada ni a un período fijo ni a un método; en verdad, implicaba la ausencia de método. Era un ejercicio “libre,” a diferencia de la lectio, que seguía ciertas reglas, esto es, las de la gramática. De tal manera, la meditación era una extensión de la lectura y una preparación para la oratio. Inducía la contemplación y despertaba la admiración por los hechos y las palabras de Dios. Finalmente la meditación era, por la propia razón de que llamaba la atención sobre los misterios divinos y otorgaba al espíritu la libertad para considerarlos, una actividad espiritual deleitable. Nunca era presentada como una prueba de constancia, de paciencia durante los momentos oscuros, de perseverancia valerosa en tiempos de aridez. Era llamada “agradable” y “fragante,” y tenía un lazo esencial con los textos bíblicos. En esta forma, era uno de los ejercicios responsables por la resistencia del cristiano a las tentaciones y por la preservación de la unidad con Dios.

 Biblia y Liturgia.

            La oración era practicada en el marco del oficio divino y, consecuentemente, en una atmósfera creada por la liturgia. En la tradición cristiana — y también en el culto sinagogal — cada parte del oficio divino consistía siempre en una alternancia entre lecturas y un elemento de himnodia (llamada a menudo salmodia en el Medioevo latino). Este incluía no sólo salmos, sino también otros cánticos, bíblicos y no bíblicos, y, más o menos según el tiempo, otras fórmulas de oración y momentos de silencio. Éste era particularmente el caso con las “vigilias” u oficios nocturnos, para los cuales se reunían extensas colecciones de textos: leccionarios, colecciones de homilías, pasionarios. El acto de leer durante el oficio divino constituía una lectio divina. Ciertamente que la lectio divina no estaba limitada a lecturas hechas durante el oficio, pero eran uno de sus elementos, y la lectio, cuando era practicada plenamente, complementaba el oficio. La “materia prima,” para decirlo así, de toda lectura era la Escritura por excelencia, esto es, la Biblia. Pero ésta nunca era usada sin referencia a la Tradición. De igual manera, los libros litúrgicos sacaban siempre sus comentarios de los escritos de los Padres quienes, usando la semilla de la Palabra de Dios como su punto de partida, dieron nacimiento a la doctrina de la Iglesia. Lo que distinguía la clase de lectura aquí descrita era el modo como era practicada: no se identificaba ni con el estudio científico propiamente dicho (que lo presuponía para quienes tenían el gusto) ni con las exhortaciones al fervor. Yendo más allá de preceptos para la acción moral, la lectio enseñaba la oración misma, así como el compromiso de toda la persona en el servicio de la Palabra de Dios en la sociedad humana. La forma específica de compromiso era dejada al discernimiento y generosidad de cada individuo. Más que enseñar una “lección” en el sentido estricto del término, la lectio contribuía a una formación que era integral y permanente. Creaba una mentalidad en que cada ocasión de estudio o cada actividad de apoyo a la búsqueda espiritual, podría convertirse en oración. No era de ninguna manera un acto de concentración psicológica o de investigación científica. La lectio estimulaba la calma y relajaba la meditación, una disposición amorosa, y un interés ferviente en la exégesis o al menos en sus resultados. Creaba una atmósfera espiritual dentro de la cual los problemas tratados por la ciencia bíblica permanecían como problemas religiosos: una atmósfera de fe en que uno aprendía, de una manera siempre misteriosa, a entrar en la experiencia de los autores inspirados, y especialmente de Cristo.
            La lectio disponía a una persona, con los elementos de reflexión tranquila y de memorización que incluía, a “recordar” fácil y continuamente a Dios. Esta “recordación perpetua de Dios,” como lo expresaba Casiano (Conferencias 10.10), purificaba la memoria humana para sus apropiadas funciones instintivas y libres. De esta manera, aprender algo “de memoria (en inglés “by heart,” esto es, con el corazón, usando el término en el sentido de la plenitud de la vida interior) hacía posible representar activamente lo que uno habia leído u oído leer, interiorizarlo, y representárselo a uno mismo. La lectio desarrollaba la imaginación sagrada. No era asunto de conocer sino de llegar a estar refamiliarizado con, o de descubrir de una nueva manera, lo que uno creía: de consentir nuevamente a ello y traducirlo en experiencia, la experiencia del amor.
            Un aspecto particularmente importante de esta formación era el modo como los Salmos eran usados en la vida de oración. Los Salmos eran un resumen de la Biblia, estaban llenos de alusiones a personas y sucesos bíblicos, y con todo resumían la Biblia y recordaban sus acontecimientos de un modo que ya estaba transformado en oración. La Biblia era el mejor comentario sobre la oración, pero sin el Salterio habría carecido de la expresión hímnica peculiar de esta colección de poemas compuestos bajo la inspiración de Dios para ser cantados en la presencia de Dios. La liturgia enseñaba una apreciación y comprensión de los Salmos no como documentos históricos y literarios que fueran dignos de ser estudiados, sino como la expresión de una clase de oración que, a través de la historia del pueblo de Dios, contribuía al desarrollo de la piedad y de la cultura. Esto estaba condicionado a que fueran leídos en forma de oración, en la manera como la tradición los leía e interpretaba. Los Salmos dan testimonio de una larga evolución de la piedad, de una formación gradual y progresiva. No fueron pensados para ser tomados literalmente. La liturgia nutría el discernimiento de su verdad profunda y perdurable, y la belleza de su expresión. Una lectura “poética” de esta colección de obras de arte ayudaba a la gente a entender la creatividad con la que el Espíritu de Dios los compuso y los dio al pueblo de Dios. Los Salmos eran a menudo eminentemente útiles en el proceso fructífero de iluminar el Antiguo Testamento por medio del Nuevo y viceversa.
            La liturgia ofrecía las claves para entrar en el mundo de los Salmos. A través de lecturas, antífonas, introducciones, sumarios, títulos, colectas y otras oraciones que tradicionalmente precedían o seguían a los Salmos en los manuscritos, la liturgia desenvolvía sus temas. Esta interpretación cristiana del Salterio evolucionó en una escuela de oración dentro de la tradición litúrgica. A través del estilo poético de la liturgia, yuxtaponer textos procedentes de libros bíblicos diferentes, cada texto derramaba nueva luz sobre los otros. El resultado era un género estético único, especialmente cuando se añadían el canto y el ritual. Un texto leído en una atmósfera de belleza dejaba una impresión más profunda de lo que lo haría de otra manera. “Sólo el que canta escucha...,” escribía Bernardo de Claraval (Sermones sobre el Cantar de los Cantares 1:6:II).
            Por cuanto el culto no era individualista, tampoco lo era la lectio. Era hecha siempre en unión con la Iglesia, recibiendo de ella los textos a partir de la tradición. La lectio era hecha, por lo tanto, a través de y necesariamente para la Iglesia. Promovía la participación en el carácter permanente y universal de la Iglesia. Uno de los medios preferidos tradicionalmente para llegar a esta especie de comunión era el comunicarse con otros dentro del propio contexto en que uno vivía, leída y oraba. Esta actividad era descrita con los términos “coloquio,” “conferencia,” “conversación.” Hoy preferimos hablar de compartir,” término que corresponde exactamente a la concepción de los medievales. Ellos veían en estos intercambios, en esta oportunidad para cada persona de dar y recibir, un complemento natural — algunos incluso dirían necesario-de la lectio. Esmaragdo de St. Michael llegó a escribir:

“Es mejor conversar que leer. Es probable que las conversaciones lleven a aprender. En verdad, las oscuridades son evitadas por medio de las preguntas formuladas; a menudo la verdad escondida viene a la luz como resultado de las objeciones. En la consulta, uno puede descubrir inmediatamente lo que es oscuro o ambiguo” (Diadema de los monjes 40 [PL 102, col. 636AB]).

Gregorio el Grande había tenido anteriormente la simplicidad de admitir: “Aunque había muchas cosas en la palabra sagrada que no podía llegar a comprender por mí mismo, podía a menudo captar su sentido cuando estaba en la presencia de los hermanos (Homilías sobre Ezequiel 7:1:8 [PL 76, col. 843]). Este compartir, asociado a la lectio y llamado a menudo “lectura nocturna,” precedía o seguía en el monaquismo a las vísperas o completas. Como resultado de estos esfuerzos, poco a poco, la lectio daba sus frutos: los del gozo. La lectio era necesaria, destacaba Jerónimo, no por el trabajo sino por el deleite y la instrucción del alma(Carta 130:15). Un monje de la Edad Media añadiría “sin ningún trabajo.” Un descubrimiento inicial era seguido normalmente por una investigación completa que llevaba a una experiencia de asombro; este asombro tendía a hacerse continuo. Los monjes hablaban de este “deleite,” este frui sobre el que los antiguos habían insistido. La lectio traía paz por cuanto unificaba todas las actividades de la oración, así como otras actividades: los estudios a los que uno volvía antes y después de ella, la proclamación y el trabajo pastoral de aquellos que estaban implicados en estas tareas, el compartir comunitario.
            La Biblia, por sobre todo, sostenía toda oración. No se trataba de leer una sucesión de libros uno después del otro, sino de desimplicar algo único y hasta misterioso, centrado totalmente en Cristo. Es a Cristo a quien en última instancia la lectio nos ayuda a encontrar para traer a nuestra vida y experiencia lo que había en Él: encontrarlo, recibir el Espíritu y entrar en comunión con su Cuerpo Místico total. Leer la Palabra de Dios mientras se ora con ella, leer acerca de Dios de acuerdo con la tradición de las épocas (incluyendo la presente), estudiar sobre Dios: tales eran los medios de encontrarse con Dios de una manera vital para ser capaz de irradiar la presencia de Dios a través del universo. Esmaragdo — reviviendo una idea y un término usado por Gregorio el Grande, y hablando del leer y compartir después de haber discutido sobre la oración y la salmodia, y antes de llegar al tema del amor a Dios y al prójimo — escribía:

La Sagrada Escritura brota y crece, por decirlo así, con aquellos que la leen. Los lectores no instruidos son llevados a explorarla, mientras que los que son instruidos la encuentran siempre nueva” (Diadema de los monjes 3 [PL 102, col. 598A]).

 La oración contemplativa.

            Para transmitir expresivamente el carácter frecuente, diligente y repetitivo que era propio de la actividad de orar, la gente de la Edad Media gustaba comparar a los monjes con animales rumiantes. Numerosos son los textos que señalan esto. Hay uno en la Vida de san Gerardo de Brogne que defiende la legitimidad de aplicar a la actividad espiritual palabras que designan las varias etapas del rumiar (masticación, sentido del gusto, digestión y sus efectos) (Vida de Gerardo 20). Tales imágenes intentaban mostrar la importancia de incorporar la Palabra de Dios en la vida de uno para llegar a asimilarse a la divinidad y nutrir la oración. Todas estas prácticas constituían lo que la Edad Media llamaba ejercicio espiritual,” y el hecho de que esta expresión era deliberadamente usada en singular es indicativo de la unidad que existía entre los varios “ejercicios.” La lectio, la meditación y la oración eran inseparables del ascetismo y de la penitencia; como la última, presuponían el arrepentimiento y se suponía que llevaban a la “contemplación.”
            Contemplatio era un término frecuentemente asociado a la lectio, la meditatio y a la oratio. Dicho término debe ser comprendido apropiadamente. No designaba sola o primariamente (como era con frecuencia el caso en los períodos posteriores) estados altamente elevados de oración que pertenecen al orden de la vida contemplativa y son excepcionales y raros. Las palabras que aquí han sido usadas — oratio, lectio, meditatio, etc. — designan las actividades y actitudes espirituales que juntas constituyen la “oración contemplativa.”
            Descripciones de esta oración contemplativa se hicieron especialmente frecuentes en las Vidas de los santos desde el principio del siglo XIII, antes de convertirse, en siglos posteriores, en el objeto de relatos más desarrollados e incluso de verdaderos tratados. Pero lo que se dice en estos documentos, hagiográficos o de otra clase, corresponde con lo que revelan las más antiguas fuentes. Era siempre cuestión de una sola actividad unificada y de una sola vida contemplativa, en que la oración estaba rodeada de otras actividades espirituales que la preparaban y extendían. Si de ordinario el acto de la oración era breve, el estado de oración podía y debía ser habitual y continuo. Estaba constituido por una actitud durable de meditación y concentración en Dios, como resultado del cual todo se convertía en oración y anhelo. Esta última palabra revela la razón para toda esta actividad:

“No debemos dedicarnos a la oración una o dos veces sino frecuente y diligentemente, dejando que Dios conozca los anhelos de nuestros corazones y que oiga a veces la voz de nuestra boca. Por eso está dicho: “Que tus peticiones sean conocidas de Dios,” lo que sucede como resultado de la persistencia y diligencia en la oración” (Bernardo de Claraval, Sermón sobre el adviento 9)

 Después del siglo XI.

            A partir del final del siglo XI, una de las actividades de oración comenzó a ser el objeto de una clase especial de literatura, que llegó a incluir dos géneros. El primero consistía en la extensión de los textos con los que Agustín se dirigía a Dios o a sí mismo en la oración (por ejemplo, las Confesiones o los Soliloquios). Juan de Fécamp (m. 1078) compuso tres ediciones sucesivas de una larga oración de alabanza y súplica. La edición intitulada La confesión teológica (i.e. “contemplativa”) fue después dividida en secciones breves que, combinadas con selecciones similares de Agustín y otros autores, fueron ampliamente leídas bajo el título de Meditaciones de san Agustín. La idea era proponer fórmulas que un lector pudiera hacer objeto de lectura privada. Anselmo (m. 1109) compuso una colección, Meditaciones y oraciones, que era del mismo género. Nada de metódico había en todo esto: se trataba simplemente de proporcionar material para la lectio divina. Ni había allí nada laborioso: el criterio que fijaba la duración del ejercicio era el placer que ofrecía. De manera semejante, Amoldo de Bonneval (m. después de 1156) editó algunos textos que trataban de los misterios de Cristo, que debían ser leídos de la misma manera. Algunos de éstos recibieron de editores posteriores el título de Meditaciones. También Guillermo de St. Thierry produjo un volumen llamado Oraciones meditativas, que se acercaba al género de los textos atribuidos a Agustín y Juan de Fécamp. Entre los cistercienses, Bernardo de Claraval insertó en la segunda mitad de su tratado En alabanza de la nueva caballería una serie de elevadas reflexiones sobre cada uno de los misterios de Cristo que fueron cumplidos en los santos lugares. Alredo de Rievaulx (m. 1166) también proponía en su Regla para enclaustrados temas para la contemplación de los misterios. Todos estos textos proporcionaban material para la lectura meditativa pero no presentaban ni una reflexión elaborada sobre la naturaleza de la meditación ni un método.
            Fue fuera de la tradición benedictina donde comenzaron a aparecer textos que trataban sobre estos dos últimos asuntos. Los canónigos regulares, tales como Hugo de San Víctor y otros cuyos escritos circulaban bajo su nombre trataron de colocar la meditación entre las otras actividades de la oración con más precisión de lo que había logrado la tradición monástica.6Esto resultó en varias series de clasificaciones, que llegaron a ser más y más sistemáticas pero que todavía no incluían un método sobre cómo entrar en cada una de estas actividades. La misma cosa vale para la Escala para los monjes del cartujo Guigo II (m. ca. 1188). Fue a partir de estas distinciones y esquemas de donde más tarde se desarrollaron los inicios de un método para la práctica de la meditación y para las actividades asociadas a ella. Este segundo género de literatura comenzó a estimular la “oración metódica.”
            La imaginación mantenía en esto un lugar pronunciado. Bernardo justificaba este énfasis empleando la idea de la Palabra encarnada “descendiendo a nuestra imaginación.” (Sermón sobre la natividad de la Bienaventurada Virgen 10). Puesto que Dios se hizo a sí mismo visible, primero en la Biblia y luego en la encarnación, para salvar y santificar nuestra imaginación, el buen uso en que la ponemos nos ayuda a llegar a nuestra actitud y actividad primordial en relación con Dios, esto es, la oración. Pronto fueron presentadas, siguiendo el principio expresado por Bernardo, aplicaciones prácticas bajo la forma de meditaciones elaboradas de la imaginación por un monje anónimo del siglo XII, por Alredo de Rievaulx, y más tarde por muchos otros.

Las condiciones para la oración diligente y sus efectos.

            El conjunto de ejercicios de oración discutidos arriba sólo podrían ser concebidos y realizados dentro de un estilo de vida, esto es, el monaquismo que, dentro de todas sus variaciones según la época, el entorno y las tradiciones, incluía elementos comunes. No hace falta decir que toda oración era introducida, sostenida y nutrida por lo que muchas veces se llamó la salmodia, un término que incluía el oficio divino entero, cuyo texto base era el Salterio. La historia de la vida real en la mayoría de los monasterios, que está siendo gradualmente mejor conocida, revela que fueron (excepto en algunos períodos excepcionales) comunidades circunscritas que a menudo contenían un número pequeño de monjes y monjas. Muchos de estos innumerables “prioratos” (o casas similares que eran llamadas por un nombre diferente) tenían sólo una vida litúrgica limitada por no tener a su disposición todos los manuscritos necesarios para una liturgia compleja. Fue el oficio divino, sin embargo, el que facilitaba, donde era posible, toda otra oración y proveía a su expansión. En cuanto a la laus perennis, que consistía en grupos que recitaban sucesivamente los salmos sin interrupción, se realizaba sólo en ciertos lugares desde el siglo VI al VIII. La salmodia prolongada, llamada “prolija,” aunque no continua, era practicada en Cluny y en otras partes.
            Toda esta oración implicaba la meditación y por tanto la separación del ruido y tumulto de la vida secular; implicaba el ascetismo, por tanto el ayuno, vigilias y la gama entera de observancia monástica. Implicaba el silencio, la purificación del corazón, la humildad, el arrepentimiento y la paciencia. Un cierto tedio (taedium), generado por la continuidad y monotonía de la vida regular, llegó a ser una de las formas de la mortificación que uno debía aceptar generosamente. El trabajo de varias clases era también una parte de la vida diaria.
            A juzgar por toda la evidencia que está a nuestro alcance, esta existencia estaba centrada en la oración. Poseía un aspecto de variedad introducido por la sucesión de las actividades diarias y el desarrollo del ciclo litúrgico, y engendraba una pasión o tristeza, así como un gozo tranquilo que se manifestaba en tantas obras de arte de toda clase. La quietud y el ocio (quies, otium) que la vida de oración monástica requería y estimulaba era de hecho una fuente de creatividad artística. Todas las obras que produjo atestiguan la importancia de la imaginación y de la esperanza en la espiritualidad monástica: una imaginación que era totalmente bíblica y una esperanza que miraba espontáneamente hacia la Jerusalén celestial.


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