en Occidente.
La comprensión y práctica de la oración que había sido transmitida a
Occidente por la antigüedad evolucionó
muy poco antes de fines del siglo XI. En este tiempo ocurrió un cambio
respecto de los métodos de meditación. El
monaquismo jugó un papel decisivo en esta evolución. Es importante establecer primero la concepción fundamental y
duradera de la oración en general, situar luego la aparición y desarrollo de la
“meditación” entre las formas de esta
oración, y recordar finalmente que la
oración monástica es inseparable de un “estilo de vida” que crea las
condiciones bajo las cuales puede existir y producir sus frutos.
Siglos VI al XI: la unidad de la oración y la diversidad de su
práctica.
La
unidad y la diversidad de la oración se manifiestan en los propios términos en
que la oración ha sido designada. Un testigo importante en el siglo IX fue
Esmaragdo de St. Michael, a causa de la síntesis que presentó y de su
influencia. Diversos han sido los nombres dados, a la oración pero todos ellos
intentan expresar aspectos diferentes de una realidad común, diferentes
movimientos o diferentes etapas de una actividad común. Estos nombres pueden
ser usados en cierta forma de manera intercambiable, y aparentemente confusa,
como es el caso de innumerables textos. Por medio de algunos ejemplos podemos
al menos discernir el significado que es propio de algunos de estos términos y
reconocer el lazo que existe entre las ideas que expresan.
La preocupación dominante era la de orar
incesantemente, de acuerdo con el
precepto del Señor (cf. Lc 18:1). Agustín había afirmado claramente que
esta continuidad podía ser lograda a través del deseo. Los períodos del
monaquismo medieval durante los cuales estuvo instituida la oración coral
ininterrumpida fueron sólo excepciones. La oración continua fue siempre
parcialmente llevada a cabo en privado, cada
persona por su cuenta, en el
silencio del corazón. Sin
embargo, la vida monástica ha sido a menudo presentada como promotora de la
oración sin interrupción como meta, en la medida y en cualquier forma en que
sea posible aquí en la tierra. ¿De qué manera esta meta era juzgada
posible, deseable para todos, y lograda por los santos? Por medio de una
alternancia entre varios “ejercicios” que capacitarían al espíritu para
permanecer asido por Dios y mantuvieran su atención de acuerdo con la
psicología humana normal. El vocabulario mismo sugiere la conclusión de que la
vida de oración era concebida de esa manera.
Oratio,
hablando propiamente, tenía lugar cuando el espíritu, sin el intermediario
de palabras tomadas de ningún texto, hablaba con Dios y estaba unido a Dios.
Tres cualificaciones se atribuían tradicionalmente a la oratio, cada una de ellas confluyendo en las otras: pura,
brevis, frequens. “Pura”:
debía ser sin distracción. Puesto
que esto no podía normal y habitualmente ser hecho por mucho tiempo, la oración
pura debía ser “breve.” Pero se podía compensar la duración corta volviendo a ella con frecuencia:
llegaba a ser “frecuente.” Ésta era, en suma, la enseñanza consistente de
la tradición occidental. Se encuentra, por ejemplo, en Agustín, Casiano,
Benito, Hildemaro, Rábano Mauro y Roberto de Arbrissel. La oración, una actividad profunda, era designada como “privada,”
“solitaria,” “personal.” Podía consistir en exclamaciones rápidas y
espontáneas, esto es, “jaculatorias”
(llamadas también oraciones “furtivas” porque eran hechas como a
escondidas, entre otras clases de actividades espirituales). Podía tener lugar después del canto de los salmos, sea en
privado o en comunidad; en ese caso, alternaba
con la salmodia como también con otra forma de oración. Las dos se
combinaban entre sí. Se había establecido entre ellas una continuidad como si
fueran idénticas.
Oración y lectura.
Lo más frecuente era que la oratio estuviera asociada con la lectio. La última era esencial a
la vida de oración. Muchas fuentes han llevado a los especialistas a esta
conclusión y los han capacitado para discernir las razones de ello. La
hagiografía monástica nos ofrece un vistazo de la manera como los monjes
pensaban que la lectura debía ser practicada y de la importancia que tenía en
su psicología. Lo mismo que los ejercicios ascéticos, era una observancia exigida, uno de los canales normales a través
del cual se era iniciado en la tradición espiritual. Era un medio por el cual
los monjes aprendían a conocerse a sí
mismos, a entrar en sí mismos
y a considerar lo que tenían que cambiar. Llegó a ser una necesidad vital; sabemos que algunos de
ellos leían incluso cuando viajaban, esto es, a lomo de caballo. Se cuenta que
para Wulstan la lectura había llegado a
ser indispensable hasta el punto de que era necesario que alguno leyera en
su presencia durante su siesta de la tarde y que, si el lector hacía una pausa,
se despertaba de su sueño. Su biógrafo, Guillermo de Malmesbury, añadía: “Le
leían las vidas de los santos y otros escritos edificantes.” (Vida
de Wulstnn 3.3), pero el texto básico leído era la Sagrada Escritura y los diversos comentarios de la misma. La
lectura era hecha atentamente, y una de las cualidades que debía asumir, en
la cual más se insistía, era la continuidad.
A diferencia de la oratio, que era
breve, la lectio podía ser prolongada. Se suponía también que se hacía
lo más frecuentemente posible; de esta manera contribuía a la frecuencia de la
oración, con la que estaba asociada. Todos estos ejercicios estaban destinados a conducir a la pureza de corazón, porque
todos ellos lo unían a uno con el Señor. Así, la frecuencia llegó a ser una
especie de continuidad. Tal era al menos el programa ideal.
A la lectio
seguía la oratio, la que a su vez
preparaba a uno para retomar la lectura, la motivaba y la sostenía. Pero la meta seguía siendo la oratio: a ella debía uno llegar, y no se debía parar en medio del camino.
Se suponía que la oratio debía resultar de la lectio. En esta última, Dios se revela a sí mismo; en la primera, uno se ofrece a Dios. Las dos, por lo tanto, eran inseparables;
los monjes debían dedicarse a las dos. Debían establecer una alternancia
espontánea y necesaria entre ellas, a tal punto que estos ejercicios se
combinaran juntamente e incluso llegaran a ser idénticos. Por ejemplo, respecto
de Isarn de Marsella leemos que “su lectura era ella misma una oración,” y
añadía su biógrafo: “Al leer, buscaba menos la instrucción del intelecto que el
toque del corazón.” (Vida de san Isarn 1.9). Así, veía él en
la lectura un medio de realizar la palabra del Señor, que exhortaba a orar
incesantemente.
Finalmente,
una de las formas y manifestaciones de la vida de oración, uno de sus
ejercicios, era la meditatio. Algunas
veces este vocablo era usado en plural, pero más a menudo en singular, para
designar una práctica apropiada a partir
de dos tradiciones: la Biblia y la enseñanza práctica de la antigüedad. En este punto las dos tradiciones
estaban relacionadas de alguna manera, y se combinaron durante la Edad Media.
Al menos ocasionalmente, uno puede identificar lo que fue apropiado de cada
una. La meditación era principalmente, siguiendo la Biblia y la tradición de
las escuelas rabínicas, un acto de
memoria en el cual el ejercicio básico era la pronunciación repetida de
palabras y frases. En la pedagogía latina había algunas veces una
insistencia ulterior en un esfuerzo en la reflexión propiamente dicha. En cada
caso la meditación estaba marcada por las mismas características, puesto que de
hecho la práctica heredada de estas dos tradiciones combinaba habitualmente sus
respectivos elementos.
En
primer lugar, la meditación tenía como objeto la lectura inicial del texto. La lectura era seguida por la repetición
en la que la “boca” y la “lengua” jugaban un papel. Éste no era nunca un
ejercicio abstracto dedicado a ideas solamente; era siempre la meditación sobre alguna Palabra de Dios transmitida a
través de la Sagrada Escritura y explicada por aquellos que habían de una forma
u otra comentado sobre ella. Los Salmos, interpretados desde la
perspectiva cristiana tradicional, eran, entre los libros de la Biblia, el texto
privilegiado para la meditación. Mantenían
dentro del alma la presencia de Cristo. En segundo lugar, la meditación era ejercida sin compulsión; era
suficiente que fuera nutrida por la lectura. La atención se suscitaba
estimulada por el texto y, cuando desaparecía, era el signo de que era el
momento de retomar la lectura con el fin de reencender la reflexión. La
meditación, por lo tanto, no estaba atada ni a un período fijo ni a un método;
en verdad, implicaba la ausencia de método. Era un ejercicio “libre,” a
diferencia de la lectio, que seguía
ciertas reglas, esto es, las de la gramática. De tal manera, la meditación
era una extensión de la lectura y una preparación para la oratio. Inducía la contemplación y despertaba la
admiración por los hechos y las palabras de Dios. Finalmente la meditación
era, por la propia razón de que llamaba la atención sobre los misterios divinos y otorgaba al espíritu la
libertad para considerarlos, una actividad espiritual deleitable. Nunca era
presentada como una prueba de constancia, de paciencia durante los momentos
oscuros, de perseverancia valerosa en tiempos de aridez. Era llamada
“agradable” y “fragante,” y tenía un lazo esencial con los textos bíblicos. En
esta forma, era uno de los ejercicios
responsables por la resistencia del cristiano a las tentaciones y por la
preservación de la unidad con Dios.
Biblia y Liturgia.
La oración era practicada en
el marco del oficio divino y,
consecuentemente, en una atmósfera creada
por la liturgia. En la tradición
cristiana — y también en el culto
sinagogal — cada parte del oficio divino consistía siempre en una alternancia entre lecturas y un elemento de
himnodia (llamada a menudo salmodia
en el Medioevo latino). Este incluía no
sólo salmos, sino también otros cánticos, bíblicos y no bíblicos, y, más o
menos según el tiempo, otras fórmulas de oración y momentos de silencio.
Éste era particularmente el caso con las “vigilias” u oficios nocturnos, para
los cuales se reunían extensas colecciones de textos: leccionarios, colecciones de homilías, pasionarios. El acto de
leer durante el oficio divino constituía una lectio divina. Ciertamente
que la lectio divina no estaba
limitada a lecturas hechas durante el oficio, pero eran uno de sus elementos, y
la lectio, cuando era practicada plenamente,
complementaba el oficio. La “materia prima,” para decirlo así, de toda
lectura era la Escritura por excelencia,
esto es, la Biblia. Pero ésta nunca era usada sin referencia
a la Tradición. De
igual manera, los libros litúrgicos
sacaban siempre sus comentarios de los escritos de los Padres quienes, usando la semilla de la Palabra de Dios
como su punto de partida, dieron
nacimiento a la doctrina de la Iglesia. Lo que distinguía la clase de
lectura aquí descrita era el modo como era practicada: no se identificaba ni con el
estudio científico propiamente dicho (que lo presuponía para quienes tenían
el gusto) ni con las exhortaciones al fervor. Yendo más allá de preceptos para
la acción moral, la lectio enseñaba la oración misma, así como el compromiso de toda la
persona en el servicio de la Palabra de Dios en la sociedad humana. La forma específica de compromiso era
dejada al discernimiento y generosidad de cada individuo. Más que enseñar una
“lección” en el sentido estricto del término, la lectio contribuía a una
formación que era integral y permanente. Creaba una mentalidad en que
cada ocasión de estudio o cada actividad de apoyo a la búsqueda espiritual,
podría convertirse en oración.
No era de ninguna manera un acto de concentración psicológica o de investigación
científica. La lectio estimulaba
la calma y relajaba la meditación, una disposición amorosa, y un interés
ferviente en la exégesis o al menos en sus resultados. Creaba una atmósfera
espiritual dentro de la cual los problemas tratados por la ciencia bíblica
permanecían como problemas religiosos: una
atmósfera de fe en que uno aprendía,
de una manera siempre misteriosa, a
entrar en la experiencia de los autores inspirados, y especialmente de Cristo.
La lectio disponía a una persona, con los elementos de reflexión tranquila
y de memorización que incluía, a “recordar” fácil y continuamente a Dios.
Esta “recordación perpetua de Dios,”
como lo expresaba Casiano (Conferencias 10.10),
purificaba
la memoria humana para sus apropiadas funciones instintivas y libres.
De esta manera, aprender algo “de memoria” (en inglés “by heart,” esto es, con el corazón, usando el
término en el sentido de la plenitud de la vida interior) hacía posible representar activamente
lo que uno habia leído u oído leer, interiorizarlo, y representárselo a uno mismo. La lectio desarrollaba la imaginación
sagrada. No era asunto de conocer sino de llegar a estar
refamiliarizado con, o de descubrir de una nueva manera, lo que uno creía: de
consentir nuevamente a ello y traducirlo en experiencia, la experiencia del amor.
Un
aspecto particularmente importante de esta formación era el modo como los Salmos eran usados en la vida de
oración. Los Salmos eran un resumen
de la Biblia, estaban llenos de alusiones a personas y sucesos bíblicos, y
con todo resumían la Biblia y recordaban sus acontecimientos de un modo que
ya estaba transformado en oración. La Biblia era el mejor comentario
sobre la oración, pero sin el Salterio habría carecido de la expresión
hímnica peculiar de esta colección de
poemas compuestos bajo la inspiración de Dios para ser cantados en la presencia
de Dios. La liturgia enseñaba una apreciación y comprensión de
los Salmos no como documentos históricos y literarios que fueran dignos de
ser estudiados, sino como la expresión de una clase de oración que, a través
de la historia del pueblo de Dios, contribuía
al desarrollo de la piedad y de la cultura. Esto estaba condicionado a que fueran leídos en forma
de oración, en la manera como la tradición los leía e interpretaba. Los
Salmos dan testimonio de una larga evolución de la piedad, de una formación
gradual y progresiva. No fueron pensados para ser tomados literalmente. La
liturgia nutría el discernimiento de su verdad profunda y perdurable, y la
belleza de su expresión. Una lectura “poética” de esta colección de obras de
arte ayudaba a la gente a entender la creatividad con la que el Espíritu de
Dios los compuso y los dio al pueblo de Dios. Los Salmos eran a menudo
eminentemente útiles en el proceso fructífero de iluminar el Antiguo Testamento
por medio del Nuevo y viceversa.
La liturgia ofrecía las claves para entrar
en el mundo de los Salmos. A través de lecturas, antífonas, introducciones,
sumarios, títulos, colectas y otras oraciones que tradicionalmente precedían o
seguían a los Salmos en los manuscritos, la liturgia desenvolvía sus temas. Esta interpretación cristiana del Salterio
evolucionó en una escuela de oración dentro de la tradición litúrgica. A
través del estilo poético de la liturgia, yuxtaponer textos procedentes de
libros bíblicos diferentes, cada texto derramaba nueva luz sobre los otros. El
resultado era un género estético único, especialmente cuando se añadían el
canto y el ritual. Un texto leído en una atmósfera de belleza dejaba una
impresión más profunda de lo que lo haría de otra manera. “Sólo el que canta escucha...,” escribía Bernardo de Claraval (Sermones sobre el Cantar de los Cantares 1:6:II).
Por
cuanto el culto no era individualista,
tampoco lo era la lectio. Era
hecha siempre en unión con la Iglesia, recibiendo de ella los textos a partir de
la tradición. La lectio era hecha, por lo tanto, a través de y necesariamente para la Iglesia. Promovía la
participación en el carácter permanente y
universal de la Iglesia. Uno de los medios preferidos tradicionalmente
para llegar a esta especie de comunión
era el comunicarse con otros dentro del propio contexto en que uno vivía, leída y oraba. Esta actividad era
descrita con los términos “coloquio,” “conferencia,” “conversación.” Hoy
preferimos hablar de “compartir,” término que corresponde
exactamente a la concepción de los medievales. Ellos veían en estos
intercambios, en esta oportunidad para cada persona de dar y recibir, un
complemento natural — algunos incluso dirían necesario-de la lectio. Esmaragdo de St. Michael llegó a
escribir:
“Es mejor conversar que leer. Es
probable que las conversaciones lleven a aprender. En verdad, las oscuridades
son evitadas por medio de las preguntas formuladas; a menudo la verdad
escondida viene a la luz como resultado de las objeciones. En la consulta, uno
puede descubrir inmediatamente lo que es oscuro o ambiguo” (Diadema de los
monjes 40 [PL 102, col. 636AB]).
Gregorio el Grande había tenido anteriormente
la simplicidad de admitir: “Aunque había muchas cosas en la palabra sagrada que
no podía llegar a comprender por mí mismo, podía
a menudo captar su sentido cuando estaba en la presencia de los hermanos” (Homilías
sobre Ezequiel 7:1:8 [PL 76, col. 843]). Este compartir, asociado a la lectio y llamado a menudo “lectura nocturna,” precedía o seguía
en el monaquismo a las vísperas o completas. Como resultado de estos
esfuerzos, poco a poco, la lectio daba sus frutos: los del gozo.
La lectio era necesaria, destacaba
Jerónimo, “no por el trabajo sino por el deleite y la instrucción del alma” (Carta 130:15). Un monje de la Edad Media
añadiría “sin ningún trabajo.” Un descubrimiento inicial era seguido
normalmente por una investigación completa que llevaba a una experiencia de
asombro; este asombro tendía a hacerse continuo. Los monjes hablaban de
este “deleite,” este frui sobre el que los antiguos habían
insistido. La lectio traía paz por cuanto unificaba todas las actividades de la
oración, así como otras actividades: los estudios a los que uno volvía
antes y después de ella, la proclamación y el trabajo pastoral de aquellos que
estaban implicados en estas tareas, el compartir comunitario.
La Biblia, por sobre todo, sostenía
toda oración. No se trataba de
leer una sucesión de libros uno después del otro, sino de desimplicar algo
único y hasta misterioso, centrado totalmente en Cristo. Es a Cristo a quien en última instancia la lectio nos ayuda a encontrar para traer
a nuestra vida y experiencia lo que había en Él: encontrarlo, recibir el Espíritu y entrar en comunión
con su Cuerpo Místico total. Leer la Palabra de Dios mientras se ora
con ella, leer acerca de Dios de acuerdo con la tradición de las épocas
(incluyendo la presente), estudiar sobre Dios: tales eran los medios de encontrarse con Dios de una manera vital para
ser capaz de irradiar la presencia de Dios a través del universo. Esmaragdo
— reviviendo una idea y un término usado por Gregorio el Grande, y hablando del
leer y compartir después de haber
discutido sobre la oración y la salmodia, y antes de llegar al tema del amor a
Dios y al prójimo — escribía:
“La Sagrada Escritura brota y crece, por decirlo así, con aquellos que
la leen. Los lectores no instruidos son llevados a explorarla, mientras que
los que son instruidos la encuentran siempre nueva” (Diadema de los monjes 3
[PL 102, col. 598A]).
La oración contemplativa.
Para
transmitir expresivamente el carácter frecuente, diligente y repetitivo que era
propio de la actividad de orar, la gente de la Edad Media gustaba comparar a
los monjes con animales rumiantes. Numerosos son los textos que señalan esto.
Hay uno en la Vida de san Gerardo de
Brogne que defiende la legitimidad de aplicar a la actividad espiritual
palabras que designan las varias etapas del rumiar (masticación, sentido del
gusto, digestión y sus efectos) (Vida de
Gerardo 20). Tales imágenes
intentaban mostrar la importancia de incorporar la Palabra de Dios en la vida
de uno para llegar a asimilarse a la divinidad y nutrir la oración. Todas
estas prácticas constituían lo que la Edad Media llamaba “ejercicio espiritual,”
y el hecho de que esta expresión era deliberadamente usada en singular es
indicativo de la unidad que existía entre los varios “ejercicios.” La lectio,
la meditación y la oración eran inseparables del ascetismo y de la
penitencia; como la última, presuponían el arrepentimiento y se suponía que
llevaban a la “contemplación.”
Contemplatio
era un término frecuentemente asociado a la lectio, la meditatio y a
la oratio. Dicho término debe ser comprendido apropiadamente. No designaba sola o primariamente (como
era con frecuencia el caso en los períodos posteriores) estados altamente elevados de oración que pertenecen al orden de la
vida contemplativa y son excepcionales y raros. Las palabras que aquí
han sido usadas — oratio, lectio,
meditatio, etc. — designan las actividades y actitudes espirituales que
juntas constituyen la “oración contemplativa.”
Descripciones
de esta oración contemplativa se hicieron especialmente frecuentes en las Vidas
de los santos desde el principio del siglo XIII, antes de convertirse, en
siglos posteriores, en el objeto de relatos más desarrollados e incluso de
verdaderos tratados. Pero lo que se dice en estos documentos, hagiográficos o
de otra clase, corresponde con lo que revelan las más antiguas fuentes. Era
siempre cuestión de una sola actividad unificada y de una sola vida
contemplativa, en que la oración estaba rodeada de otras actividades
espirituales que la preparaban y extendían.
Si de ordinario el acto de la oración era breve, el estado de oración podía y debía ser habitual y continuo. Estaba
constituido por una actitud durable de meditación y concentración en Dios, como
resultado del cual todo se convertía en
oración y anhelo. Esta última palabra revela la razón para toda esta
actividad:
“No debemos dedicarnos a la
oración una o dos veces sino frecuente y diligentemente, dejando que Dios conozca
los anhelos de nuestros corazones y que oiga a veces la voz de nuestra boca.
Por eso está dicho: “Que tus peticiones sean conocidas de Dios,” lo que sucede como resultado de la persistencia y diligencia en la oración”
(Bernardo de Claraval, Sermón sobre el adviento 9)
Después del siglo XI.
A
partir del final del siglo XI, una de las
actividades de oración comenzó a ser el objeto de una clase especial de
literatura, que llegó a incluir dos géneros. El primero consistía en la
extensión de los textos con los que Agustín se dirigía a Dios o a sí mismo en
la oración (por ejemplo, las Confesiones o los Soliloquios). Juan de Fécamp (m. 1078) compuso tres ediciones
sucesivas de una larga oración de alabanza y súplica. La edición intitulada La
confesión teológica (i.e.
“contemplativa”) fue después dividida en secciones breves que, combinadas con
selecciones similares de Agustín y otros autores, fueron ampliamente leídas
bajo el título de Meditaciones de san Agustín.
La idea era proponer fórmulas que un lector pudiera hacer objeto de lectura
privada. Anselmo (m. 1109) compuso una colección, Meditaciones y oraciones, que era del mismo género. Nada de
metódico había en todo esto: se trataba simplemente de proporcionar material
para la lectio divina. Ni había allí nada laborioso: el
criterio que fijaba la duración del
ejercicio era el placer que ofrecía. De manera semejante, Amoldo de
Bonneval (m. después de 1156) editó algunos textos que trataban de los
misterios de Cristo, que debían ser leídos de la misma manera. Algunos de éstos
recibieron de editores posteriores el título de Meditaciones. También Guillermo de St. Thierry
produjo un volumen llamado Oraciones meditativas, que se acercaba al género de los
textos atribuidos a Agustín y Juan de Fécamp. Entre los cistercienses, Bernardo
de Claraval insertó en la segunda mitad de su tratado En alabanza de la nueva caballería una serie de elevadas
reflexiones sobre cada uno de los misterios de Cristo que fueron cumplidos en
los santos lugares. Alredo de Rievaulx (m. 1166) también proponía en su Regla
para enclaustrados temas para
la contemplación de los misterios. Todos estos textos proporcionaban material
para la lectura meditativa pero no presentaban
ni una reflexión elaborada sobre la naturaleza de la meditación ni un método.
Fue
fuera de la tradición benedictina donde comenzaron a aparecer textos que
trataban sobre estos dos últimos asuntos. Los canónigos regulares, tales como
Hugo de San Víctor y otros cuyos escritos circulaban bajo su nombre trataron de
colocar la meditación entre las otras actividades de la oración con más
precisión de lo que había logrado la
tradición monástica.6Esto resultó en varias series de
clasificaciones, que llegaron a ser más y más sistemáticas pero que todavía no
incluían un método sobre cómo entrar en cada una de estas actividades. La misma
cosa vale para la Escala para los monjes del
cartujo Guigo II (m. ca. 1188). Fue a partir de estas distinciones y esquemas
de donde más tarde se desarrollaron los inicios de un método para la práctica de
la meditación y para las actividades asociadas a ella. Este segundo género de
literatura comenzó a estimular la “oración metódica.”
La
imaginación mantenía en esto un lugar pronunciado. Bernardo justificaba este
énfasis empleando la idea de la Palabra encarnada
“descendiendo a nuestra imaginación.”
(Sermón sobre la natividad de la
Bienaventurada Virgen 10). Puesto que Dios se hizo a sí mismo visible,
primero en la Biblia y luego en la
encarnación, para salvar y
santificar nuestra imaginación, el
buen uso en que la ponemos nos ayuda a llegar a nuestra actitud y actividad primordial en relación con Dios, esto es, la oración. Pronto fueron presentadas, siguiendo el principio
expresado por Bernardo, aplicaciones prácticas bajo la forma de meditaciones elaboradas
de la imaginación por un monje anónimo del siglo XII, por Alredo de Rievaulx, y
más tarde por muchos otros.
Las condiciones para la oración diligente y sus efectos.
El
conjunto de ejercicios de oración discutidos arriba sólo podrían ser concebidos y realizados dentro de un estilo de vida, esto es, el monaquismo que, dentro de todas sus variaciones según la época,
el entorno y las tradiciones, incluía elementos comunes. No hace falta
decir que toda oración era introducida, sostenida y nutrida por lo que muchas
veces se llamó la salmodia, un término
que incluía el oficio divino entero, cuyo texto base era el Salterio. La
historia de la vida real en la mayoría de los monasterios, que está siendo
gradualmente mejor conocida, revela que fueron (excepto en algunos períodos
excepcionales) comunidades circunscritas que a menudo contenían un número
pequeño de monjes y monjas. Muchos de estos innumerables “prioratos” (o casas
similares que eran llamadas por un nombre diferente) tenían sólo una vida litúrgica
limitada por no tener a su disposición todos los manuscritos necesarios para
una liturgia compleja. Fue el oficio
divino, sin embargo, el que facilitaba, donde era posible, toda
otra oración y proveía a su expansión.
En cuanto a la laus perennis, que
consistía en grupos que recitaban sucesivamente los salmos sin interrupción, se realizaba sólo en ciertos lugares desde el
siglo VI al VIII. La salmodia prolongada, llamada “prolija,” aunque no
continua, era practicada en Cluny y en otras partes.
Toda esta oración implicaba la meditación
y por tanto la separación del ruido y
tumulto de la vida secular; implicaba el
ascetismo, por tanto el ayuno, vigilias y la gama entera de observancia
monástica. Implicaba el silencio, la purificación del corazón, la humildad, el arrepentimiento y la paciencia. Un cierto tedio (taedium), generado por la continuidad y monotonía de la vida regular, llegó
a ser una de las formas de la mortificación que uno debía aceptar
generosamente. El trabajo de varias
clases era también una parte de la vida diaria.
A
juzgar por toda la evidencia que está a nuestro alcance, esta existencia estaba centrada en la oración. Poseía un aspecto de variedad introducido por la sucesión de las
actividades diarias y el desarrollo del ciclo litúrgico, y engendraba una
pasión o tristeza, así como un gozo tranquilo que se manifestaba en tantas obras de arte de toda clase. La quietud y el ocio (quies, otium) que la vida
de oración monástica requería y estimulaba era de hecho una fuente de creatividad
artística. Todas las obras que produjo atestiguan la importancia de la
imaginación y de la esperanza en la espiritualidad monástica: una imaginación que era totalmente bíblica
y una esperanza que miraba espontáneamente hacia la Jerusalén celestial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchas gracias por tu aporte lleno de amor y sabiduría, nos edifica...