en Oriente.
El viaje espiritual: un mapa
panorámico.
“La cosa principal es permanecer delante de
Dios con el intelecto en el corazón, y continuar permaneciendo sin cesar
delante de él día y noche, hasta el fin de la vida.” Estas palabras son
de un obispo ruso del siglo XIX, Teófano
el Recluso (1815-1894), pero reflejan
exactamente la comprensión de la oración que se encuentra también en los
escritores griegos y sirios de los primeros once siglos. Tres puntos de
importancia básica sobresalen en la afirmación del obispo Teófano. Primero, orar es permanecer
delante de Dios, no
necesariamente para pedir cosas ni siquiera para hablar con palabras, sino para entrar en una relación personal con
Dios, un encuentro “cara a cara,” que en su mayor profundidad no se expresa con
palabras, sino con el silencio. Segundo, es permanecer en el corazón, en el centro profundo de la persona, en el punto donde la humanidad creada
está directamente abierta al amor increado. Es significativo que Teófano
evite hacer cualquier contraste agudo entre la cabeza y el corazón, ya que nos indica permanecer con el “intelecto” o
“mente” en el corazón, ambos deben estar unidos. Tercero, esta actitud o relación de “permanecer”
debe ser continua, “sin
cesar día y noche, hasta el fin de la vida.” La oración debe ser no meramente una actividad entre otras sino la actividad de nuestra existencia
entera, una dimensión presente en toda otra cosa que emprendamos: “Oren constantemente” (1 Ts 5:17). Debe constituir no tanto algo que hacemos de tiempo en tiempo cuanto algo
que somos todo el tiempo.
Puesto que la
oración es un encuentro directo entre
personas vivas, no puede estar
restringida dentro de reglas precisas. Por
respeto a esta libertad, por lo tanto, muchos escritores cristianos orientales no ofrecen teorías abstractas sobre la
oración y la contemplación, ni definiciones exactas, ni un mapa de las
diferentes etapas en el camino espiritual. Esta aproximación no-sistemática, existencial, se encuentra notablemente
en los Apophthegmata o Dichos
de los Padres del desierto (Egipto, siglos IV-V) Éstos son textos que hablan en el lenguaje de la
experiencia directa, no de una especulación racional. El consejo es simple
y directo: “Abba Macario fue preguntado: “¿Cómo
debemos orar?” El anciano dijo: “No
es necesario usar un montón de palabras; sólo extiende las manos y di: Señor, como tú quieres y como tú conoces
mejor, ten misericordia. Y, si el conflicto aumenta más violentamente, di: ¡Señor, socorro! Él conoce muy bien lo
que necesitamos y nos muestra su misericordia.”“2 Se conocen
“iconos” verbales de la persona humana en oración, pero usualmente no hay un
intento de explicar las cosas en términos argumentados y abstractos:
“Un hermano
vino a la celda de Abba Arsenio en Scetis. Al mirar a través de la ventana, vio
al anciano enteramente parecido a una llama; el hermano, en efecto, fue digno
de ver esto. Cuando golpeó, el anciano salió y vio al hermano confundido y le
dijo: ¿Has estado golpeando por largo rato? ¿No viste nada aquí, no es verdad?
El otro respondió: No. De esa manera habló con él y lo despidió.
También decían esto de él, que el
sábado de tarde, preparándose para la gloria del domingo, solía dar la espalda
al sol poniente y extender las manos hacia el cielo en oración; y que así
continuaba hasta que el sol saliente brillaba en su semblante. Entonces se
sentaba.”
Hay aquí una reticencia
explícita ante el misterio de la oración
viviente. Qué es lo que precisamente estaba implicado en la transfiguración
corporal de Arsenio, qué contemplaba en las largas horas de la soledad
nocturna, de esto nada explícito se dice.
Pero hay otras
fuentes que, si bien no descuidan de ninguna manera el elemento de la
experiencia personal, también hablan de la oración de una manera más
sistemática. Se hace a menudo una distinción
entre dos etapas básicas en el camino espiritual: la vida activa (praxis, praktiké) y la vida contemplativa (theoría) Ésta es una distinción que ya se
encuentra en Clemente de Alejandría (ca. 150-ca. 215) y en Orígenes (ca.
185-ca. 254), donde Marta es interpretada como el símbolo de la vida activa y
María el de la contemplativa (cf. Lc 10:36-42). El uso antiguo de estos dos términos es algo diferente del que se
encuentra comúnmente hoy día. En el uso católico occidental moderno y
especialmente romano, la vida activa denota normalmente a los miembros de las
órdenes religiosas dedicados a la enseñanza, la predicación o tareas sociales,
mientras que la vida contemplativa se refiere a religiosos tales como los
cartujos, que viven en clausura. Pero en
los autores patrísticos griegos los
términos se aplican al desarrollo interior, no a situaciones externas: la vida activa significa el esfuerzo
ascético para adquirir la virtud y dominar las pasiones, mientras que la vida contemplativa significa la visión de Dios. Así, según
este segundo uso, la mayoría de los ermitaños y religiosos enclaustrados están
todavía luchando en la etapa activa, mientras que un doctor o un trabajador
social, plenamente entregado al servicio exterior en el mundo, puede con todo
al mismo tiempo buscar la vida contemplativa, si él o ella practica la oración interior y ha alcanzado el silencio del corazón.
La vida contemplativa, a su vez, puede subdividirse en la contemplación de Dios y la contemplación
de la naturaleza, transformando así el doble modelo en un esquema de tres
etapas: la vida activa (praktiké), la contemplación de la naturaleza o “contemplación natural.” (physiké) y la contemplación en sentido estricto,
la visión de Dios (theoría), llamada también theología, “teología,” ognosis,
“conocimiento” espiritual. Orígenes, usando este triple esquema, habla
de “ética,” “física” y “enóptica” o teología mística, y asocia cada etapa con
un libro particular de la Biblia: la “ética” con Proverbios, la “física” con
Eclesiastés, y la teología mística con el Cantar de los Cantares. El esquema es
precisado por Evagrio Pontico (346-399) y usado por la mayoría de los autores
subsecuentes en la tradición griega, especialmente por Máximo el Confesor (ca.
580-662).
Miremos más de cerca las
tres etapas, mayormente según Evagrio: Praktiké. La vida activa empieza con el arrepentimiento (nietánoia), entendido no
meramente como pesar por el pecado sino como “cambio de mentalidad” (que es el
sentido literal del término griego), como una conversión radical, el concentrar
nuestra vida en Dios. El aspirante espiritual se esfuerza en vencer, con la
ayuda de la gracia de Dios, las pasiones profundamente enraizadas que
distorsionan su naturaleza humana. En Evagrio y la mayoría de los
escritores griegos el término “pasión.” (pathos) significaba un impulso desordenado, como la envidia, la codicia, o la ira
descontrolada, que domina violentamente el alma. De esta manera, las pasiones son vistas como no-naturales,
intrínsecamente malas, una “enfermedad,” y no parte de nuestra personalidad
humana. Pero prevalece
ocasionalmente una visión más positiva: Teodoreto de Ciro (ca. 393-466) consideraba las pasiones, incluyendo el
instinto sexual, como impulsos puestos originalmente por Dios en la humanidad,
esenciales a nuestra sobrevivencia y capaces de ser vueltos a fines buenos.
No es la pasión como tal la que es
pecaminosa sino su mal uso. En el período bizantino tardío, Gregorio
Palamas (ca. 1296-1359) adoptaba una visión similar, insistiendo en que nuestra meta es la “redirección” de las pasiones, no su supresión o “mortificación”;
hablaba incluso de “pasiones divinas y benditas.”
El cristiano es llamado a luchar no sólo
contra las pasiones sino también contra los “pensamientos” (logismoi), apenas emergen primeramente en la
conciencia y mucho antes de que hayan resultado en acciones externas o echado
raíz como pasiones. Evagrio daba
una lista de los ocho malos “pensamientos” básicos que, después de ciertas
modificaciones, llegó a ser el catálogo de los siete “pecados capitales”
corriente en el Occidente medieval. La lista en Evagrio es: gula, codicia,
avaricia, melancolía (lypi), ira, desesperación o negligencia
(“acedía,” akedía), vanagloria y orgullo. El aspirante, vigilando sobre su corazón,
creciendo en tal contemplación la mente
humana debe elevarse por encima de los conceptos, de las palabras, y de las
imágenes — por encima del nivel del pensar discursivo — de tal manera de aprehender a Dios intuitivamente a través
del simple “mirar penetrantemente” o del “tocar.” Como lo expresaba Evagrio, la
mente debe llegar a estar “desnuda,” pasando a la unidad más allá de la
multiplicidad. Su meta es la “oración
pura,” la oración que es no sólo
moralmente pura y libre de pensamientos pecaminosos sino también
intelectualmente pura y libre de todo pensamiento.
De acuerdo con esto escribía:
“Cuando estás
orando, no formes dentro de ti ninguna imagen de la divinidad y no permitas que
tu mente sea estampada con la impresión de ninguna forma; aproxímate en cambio
a lo Inmaterial de una manera inmaterial... La oración significa el desprenderse de los pensamientos...
Bendito el intelecto que ha adquirido la
completa libertad de las sensaciones durante la oración.”
En los niveles de contemplación más altos, pues, retrocede la conciencia de la diferencia entre sujeto y objeto, y en su
lugar hay sólo un sentido de unidad que todo lo abarca. En las palabras de
Antonio de Egipto, como están recontadas por Casiano: “La oración de un monje
no es perfecta si en el curso de la misma es consciente de sí mismo o del hecho
de que está orando.” (Conferencias 9.31). Para usar la frase
de T. S. Eliot: “Eres la música mientras la música dura.”
De esta manera, la
actitud apofática debe aplicarse no sólo a la teología sino también a la
oración. En teología significa —
como insistían los capadocios, reaccionando contra el racionalismo de Eunomio y
de los arríanos extremos — que todas las
afirmaciones positivas sobre Dios deben ser cualificadas y contrabalanceadas
por afirmaciones negativas, pues ninguna fórmula verbal puede contener la
plenitud del misterio trascendente. En el ámbito de la oración significa que la
mente debe ser desnudada de todas las imágenes y conceptos, de tal modo que
nuestros conceptos abstractos acerca de Dios sean reemplazados por el sentido
de la presencia inmediata de Dios. De acuerdo con esto, Gregorio de Nisa
(ca. 330-395) daba una interpretación simbólica del primero de los diez
mandamientos, que prohíbe las imágenes grabadas (Ex 20:4). El apoyo en representaciones y abstracciones intelectuales hechas por
los humanos es una forma de idolatría, pues estamos sustituyendo la realidad
viviente de Dios con nuestra noción de la deidad. No son sólo las imágenes
de piedra sino también las imágenes
conceptuales las que deben ser sacudidas (Vida de Moisés 1.165-66). “Todo concepto aprehendido por la mente
llega a ser, para los que buscan, un obstáculo en su búsqueda,” escribía. Nuestra meta es lograr, más allá de todas
las palabras y conceptos, un “cierto
sentido de presencia”; “el novio está
presente, pero no se lo ve.”13 Esta conciencia no-icónica, no-discursiva de la presencia de Dios es
designada con frecuencia en las fuentes griegas con el término hesyjía, que significa tranquilidad y
quietud interna (de allí “hesicasmo” y “hesicasta”) Hesyjía significa silencio, no negativamente en el sentido de una
ausencia del habla, una pausa entre palabras, sino positivamente en el sentido
de una actitud de atender. Significa
plenitud, no vacío; presencia, no ausencia.
No debe pensarse
que esa hesyjía aicónica es la única
forma de oración interior practicada en el Oriente cristiano. Muchos
escritores recomendaron también la
meditación detallada e imaginativa sobre la vida de Cristo y, más
específicamente, sobre la pasión. Esto era enfatizado, por ejemplo, por
Marcos el Monje o Eremita (¿temprano siglo V?) y por Nicolás Cabasilas (siglo
XIV); Pedro de Damasco (siglos XI-XII) incluso discutía en el mismo capítulo
sobre la oración sin imágenes y la meditación imaginativa lado a lado. Los dos modos de orar no se excluyen
mutuamente sino que son complementarios.
La facultad o
aspecto de la persona humana que aprehende a Dios en la oración contemplativa
era descrita por Evagrio como el nous, el
intelecto o mente. Definía la oración como “la más alta intelección del
intelecto.” Sin embargo, por nous quería
decir, en este contexto, no la razón discursiva sino la comprensión directa de la verdad espiritual a través de la intuición o “mirada” interior. Por lo tanto, si
ha de ser calificado de “intelectualista,” debería reconocerse que la palabra
está siendo usada en un sentido muy diferente del que comúnmente se le asigna
hoy día. Otros Padres griegos consideran la
oración como una función no tanto del nous
cuanto de la kardía o corazón.
Parece posible hacer así, sobre la base de este uso diferenciado, una distinción entre dos escuelas o
corrientes de la espiritualidad temprana, una “intelectualista” y la otra
“afectiva.” Pero no debe exagerarse la diferencia, y el término “corazón”
en particular necesita ser correctamente entendido. Tal como aquellos autores
patrísticos que hablaban en términos del nous
no querían significar con él exclusiva o primariamente la razón discursiva,
de la misma manera aquellos que hablaban
en términos del corazón no significan con él solamente los afectos o emociones.
Las Homilías
macarianas (¿Siria? siglo IV tardío), por ejemplo, miraban el corazón como el centro moral y espiritual de la persona
humana entera, el verdadero sí-mismo, el lugar donde cada uno es lo más
auténticamente “a imagen de Dios”:
El corazón gobierna y reina sobre el organismo
corporal entero; y, cuando la gracia posee los pastizales del
corazón, rige sobre todos los miembros y pensamientos. Pues allí, en el
corazón, está el intelecto (nous) y todos los pensamientos del alma y su
expectación; y de esta manera la gracia penetra también todos los miembros del
cuerpo... El corazón es el palacio de
Cristo... Allí Cristo el Rey viene a tomar su descanso.
Aquí
no hay dicotomía cabeza-corazón, pues el intelecto está dentro del corazón. El
corazón es el punto de encuentro entre el cuerpo y el alma, entre el
subconsciente, el consciente y el supraconsciente, entre lo humano y lo divino.
La palabra lleva un sentido
omniabarcante: en las palabras de Juan Climaco: “Grité con todo mi corazón,
dice el salmista (Sal 118 [119], 145): esto es, con mi cuerpo y alma y
espíritu.”16 En la frase de Gregorio Palamas, es “el instrumento de
los instrumentos” (Tríadas 2:2-28). Cuando “corazón” es entendido de esta manera inclusiva, resulta claro
que para los escritores cristianos orientales “oración del corazón” significa
no meramente “oración afectiva” en el sentido occidental, sino oración de la
persona humana entera, oración en la cual quien ora está totalmente sumergido
en la oración.
Al combinar estas dos aproximaciones a la oración —
la que enfatiza el papel del nous y la
que enfatiza el del corazón-, los escritores hesicastas griegos del siglo XIV
hablaban de “descender con el nous hasta el corazón.” Esto, como
hemos visto, era también el modo de hablar del obispo Teófano.
Tal es, por tanto, el
esquema tripartito básico propuesto por Orígenes, Evagrio y Máximo. Modelos triádicos de un tipo levemente distinto
pueden encontrarse en otros autores. Gregorio de Nisa hablaba en La vida de Moisés de tres etapas,
correspondiendo cada una a una “teofanía”
o manifestación de Dios en el Éxodo: luz (la zarza ardiente, Ex 3:2); nube (i.e., luz y oscuridad mezcladas; cf. la columna de nube y fuego,
Ex 13:21); tinieblas (en la cima
del Sinaí, Ex 20:21). En los escritos atribuidos al Pseudo-Dionisio el
Areopagita (ca. 500), las tres etapas son la
purificación, la iluminación y la unión. Este esquema fue ampliamente adoptado
en el Occidente medieval, pero en la tradición griega fue más común el esquema
de Evagrio.
Dos omisiones pueden notarse en el “mapa” de Evagrio.
Primero, él hablaba a menudo como si las tres etapas fueran sucesivas, pero ¿no deberían más bien ser consideradas como
tres niveles que se profundizan, interdependientes y coexistentes
simultáneamente? Éste es de hecho el punto de vista adoptado por otros, e
incluso Evagrio reconocía que las
pasiones del alma “persisten hasta la muerte,”18 lo que implica
que nadie en esta vida pasa enteramente más allá de la etapa primera o
“activa.” Segundo, el amor es situado, en el esquema evagriano, en un nivel mas
bajo que la gnosis o conocimiento. El
amor es asociado a la apátheia y así
corresponde al final de la primera etapa, la de la praktiké, y la gnosis ocupa
el punto más alto de la tercera etapa. Como lo decía Evagrio: “La perfección
del nous es la gnosis inmaterial.” (Capítulos gnósticos 3.15). La
perspectiva es invertida correctamente por Gregorio de Nisa, quien asignó al amor el lugar más alto: “La gnosis
es transformada en amor” (Sobre el alma y la resurrección [PC 46, col. 96C]). Máximo el Confesor,
aunque usaba el esquema evagriano, insistía también sin ambigüedad en la supremacía
del amor: “Nada es más grande que el amor divino... El amor hace al hombre
dios, y revela y manifiesta a Dios como hombre.” En las palabras de Isaac el
Sirio (Isaac de Nínive, siglo VII), otro autor influenciado por Evagrio pero
que adaptó lo que tomó prestado: “Cuando
hemos alcanzado el amor, hemos alcanzado a Dios y nuestro viaje ha llegado al
final.”
Y con todo, desde otro punto de vista, el viaje nunca llega a su fin. Puesto
que Dios es infinito, los bienaventurados no cesarán nunca, ni en el cielo, de
crecer en el conocimiento y el amor. Como afirmaba Orígenes:
Los que se dedican a buscar la sabiduría y el
conocimiento no tienen final para sus trabajos. ¿Cómo podría haber un
final, un límite, cuando está en cuestión la sabiduría de Dios? Cuanto más cerca de esa sabiduría llega
alguien, más profunda la encuentra; y, cuanto más prueba sus profundidades, más
ve que nunca será capaz de comprenderla o expresarla en palabras... Por
tanto, los viajeros en camino a la
sabiduría de Dios constatan que, cuanto más avanzan, más se abre el camino,
hasta que, se extiende a lo infinito (Homilías sobre los Números 17.4).
Todo esto es verdad, así
insistía Gregorio de Nisa, no sólo en esta vida presente sino igualmente en la
que viene. Él describía este progreso interminable hacia la infinitud divina
con el término epéktasis, “lanzamiento hacia adelante,” que tomó
de Flp 3:13, olvido lo que dejé atrás y
me lanzo (epekteinómenos) a lo que está por delante.” Al
adoptar un punto de vista dinámico, mantenía
que la verdadera esencia de la perfección consiste en el hecho de que nunca
llegamos a ser totalmente perfectos sino que avanzamos incesantemente “de
gloria en gloria” (2 Co 3:18). El punto de vista de Gregorio fue bien
resumido por Jean Daniélou: “Dios llega
a ser siempre más íntimo y siempre más distante... conocido por el niño más
pequeño y, con todo, desconocido para el místico más grande. Pues el alma posee
a Dios y con todo todavía lo busca.” No sólo en el tiempo sino también en
la eternidad, el camino sigue siempre, continúa siempre.
Un camino de ascenso: la Oración de Jesús.
¿Pero cómo partir para este viaje espiritual? ¿Cómo, más
específicamente, podemos adquirir la quietud interior o hesyjía, progresando desde el nivel del pensar discursivo hasta el
de la unión no mediada y no discursiva? ¿Cómo hemos de parar de hablar y
comenzar a mirar?
El Oriente
cristiano siempre ha sido renuente a considerar alguna “técnica” particular,
tomada aisladamente, como un camino privilegiado para entrar en la hesyjía. La quietud del corazón no
puede ser buscada en forma aislada, sino que presupone todas las diferentes expresiones de la vida cristiana:
la fe ortodoxa auténtica en los dogmas de la Iglesia, la oración litúrgica, la
lectura de la Escritura, la observancia de los mandamientos, los actos de
servicio, y la compasión práctica hacia nuestro prójimo — y todo esto con humildad. Todas ellas forman una unidad orgánica. Sin embargo, dentro de
esta totalidad indivisa, hay un modo de orar que ha sido hallado como
especialmente valioso como una ayuda para el silencio interior: la
Oración de Jesús.
Ésta es una breve
exhortación, diseñada para su repetición frecuente y dirigida al Salvador.
Lo más común es que tome la forma: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad
de mí” Aunque ésta pueda ser
considerada como la fórmula estándar, hay una amplia variedad en la fraseología
de hecho: por ejemplo, “pecador”
puede ser añadido al final; se puede usar el plural, “ten piedad de nosotros”; la fórmula puede ser más
breve: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí” o, simplemente, “Señor
Jesús, ten piedad.” En tanto que el nombre “Jesús” era a menudo
invocado por sí mismo en el Occidente medieval, esto no es usual en la práctica
ortodoxa.
La Oración de Jesús es usada en dos situaciones principales.
O bien puede ser recitada como parte de nuestro “tiempo de oración” formal,
cuando estamos solos en la Iglesia o en nuestro propio cuarto, no comprometidos
con ninguna otra actividad; o, si no, puede ser dicha de una manera “libre,”
cuando hacemos nuestro trabajo diario, en particular cuando estamos dedicados a
alguna tarea repetitiva o mecánica, como también durante todos los momentos
dispersos del día que de otra manera se malgastarían, cuando estamos esperando que pase algo.
La Oración de Jesús ha sido llamada un “manirá cristiano,” pero esto es
engañoso. No es simplemente un encantamiento rítmico, sino que implica una relación personal específica y una creencia
conscientemente mantenida en la encarnación. La meta no es
simplemente la suspensión de todo pensamiento sino un encuentro con Alguien. La oración es dirigida directamente
a otra persona e incorpora una confesión
de fe explícita en aquella persona como el Hijo de Dios encarnado, al mismo tiempo verdaderamente divino y completamente humano, nuestro Salvador
y nuestro Señor. Sin esta relación
personal y sin humildad no hay Oración de Jesús.
El público occidental se ha familiarizado con la Oración
de Jesús más que nada a través de El camino del peregrino ruso, la narración de un laico ruso anónimo
que vivió a mediados del siglo XIX. La oración misma, sin embargo, es mucho más
antigua. Los autores ortodoxos sostuvieron generalmente que data de los
comienzos mismos del cristianismo y que
fue enseñada por el Señor mismo a los apóstoles. Falta la evidencia clara
para esto, pero sus orígenes retroceden ciertamente al menos hasta los siglos
IV y V. En la práctica de la Oración de Jesús, como se encuentra en la tradición ortodoxa, se pueden
distinguir tres elementos constitutivos:
1) la invocación de
Jesús, nuestro Salvador;
2) el llamado a la misericordia de Dios, acompañado
de un sentido de penthos o pesar por
el pecado;
3) la disciplina de la repetición frecuente o
continua;
El segundo y tercero de
estos elementos ya se encuentran en la espiritualidad del desierto del Egipto
del siglo IV, particularmente en centros tales como Nitria y Scetis. Como
indican los Apotegmas de los Padres del
desierto, los primeros monjes buscaban mantener la “memoria de Dios,” la conciencia de la presencia de Dios, en cada momento y en cada lugar, no sólo durante los tiempos de la oración
litúrgica en la iglesia sino a través de todo el día. “Oren constantemente” (1
Ts 5:17): para ellos, como para el obispo
Teófano el Recluso, las palabras de
Pablo significaban que la oración debe acompañar e imbuir toda otra actividad. Como ellos decían: “El monje que ora
sólo cuando está de pie para decir oraciones, no está realmente orando de
verdad.”
El trabajo diario
de los Padres del desierto era habitualmente una forma simple de trabajo manual,
tal como hacer cestos o plantar esteras de junco. Como método para retener la “memoria de Dios” mientras realizaba esta
obra, el monje era estimulado a recitar los Salmos y otros textos de la Escritura
que conocía de memoria; y en vez de recitar largos pasajes podía repetir
una y otra vez la misma frase. Esta práctica de reiterar una breve frase o
fórmula había llegado a ser conocida, en tiempos de Juan Climaco, como “oración
monológica,” oración consistente
en un solo logos o frase. A
través de tal “oración monológica” el monje era capacitado, en combinación con
el “trabajo externo” de su labor manual, a practicar
también el “trabajo interno” de la oración. En las palabras de los Apophthégmata: “Un hombre debe siempre
estar interiormente en el trabajo.” La meta es resumida por el obispo Teófano: “Las
manos en el trabajo, la mente y el corazón en Dios.”
Una gran variedad
de fórmulas era usada inicialmente en la repetición frecuente. Un monje
repetía el primer verso del Sal 50 [51]: “Ten
misericordia de mí, oh Dios, por tu gran compasión...”; otro decía
constantemente las palabras: “Como
hombre, he pecado; como Dios, perdona.” En ambas instancias el elemento del
penthos y de la contrición están
fuertemente en primer plano. Casiano recomendaba, sacando de su experiencia
egipcia, el uso repetido de la apertura del Sal 69 [70]: “Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme.” (Conferencias
10.10). Algunas veces la frase podía en verdad ser muy corta, como en la
oración sugerida por Abba Macario: “Señor, ayuda” (pero nada se dice aquí
explícitamente acerca de la repetición frecuente). Aunque en los Apotegmas de los Padres del desierto hay
unas pocas oraciones que incluyen el
nombre de Jesús, ninguna prioridad especial le es asignada ni había
comenzado todavía a actuar como un foco decisivo para la devoción.
El Egipto temprano, por tanto, proporciona una clara
evidencia para los elementos segundo y tercero de los cuatro que hemos
mencionado — el penthos y la oración
monológica-, pero no para el primero, la
invocación particular del Santo Nombre. En cuanto al cuarto elemento, la
oración no discursiva y el “desprendimiento de los pensamientos,” era enseñado
por Evagrio en el Egipto del siglo IV, aunque esto no lo tomaba de los monjes
coptos que lo rodeaban en el desierto sino más bien de Orígenes y de los
capadocios. A decir verdad, la mayoría de los monjes coptos, hombres simples
sin educación filosófica, eran “antropomorfitas,” tomaban literalmente Gn 1:26
al asignar a Dios una forma humana. Difícilmente hubiesen comprendido lo que
era significado por oración aicónica, apofática. Pero, aunque Evagrio urgía la
renuncia a conceptos e imágenes, en ninguna parte proponía un método específico
por el cual esta clase de oración “pura” pudiera ser lograda en la práctica.
Aunque en una ocasión decía “Usa una
oración breve pero intensa,” ninguna conexión se hace entre este fragmento
de consejo y el “desnudamiento” del
intelecto. De esta manera, el cuarto elemento, la oración no discursiva, si
bien conocido en el monaquismo egipcio temprano, no fue conectado inicialmente
con el tercer elemento, la disciplina de la repetición.
En el siglo V, sin embargo, una espiritualidad “centrada
en Jesús” comenzó a surgir,
aunque la primera evidencia no proviene de Egipto sino de Asia Menor y de
Grecia septentrional. Nilo de Aneara (m. ca. 430) aboga, en cuatro puntos de su
voluminosa correspondencia, por la “recordación” continua o “invocación” del Nombre de
Jesús, pero estas alusiones son dispersas e incidentales. La Oración de
Jesús ocupaba un lugar central en la enseñanza de Diadoco de Fótice, quien
escribiera cerca de una generación después de Nilo. Él unía estrechamente tres
de nuestros cuatro elementos, viendo la invocación repetida de Jesús como un
modo de lograr la oración no discursiva, aunque no concedía mayor prominencia
al segundo elemento, el penthos o
pesar interior.
¿Cómo puede, preguntaba Diadoco, nuestra memoria
fragmentada ser reducida a la unidad? ¿Cómo puede nuestro intelecto siempre
activo ser llevado del desasosiego a la quietud, de la multiplicidad a la
“desnudez”? Ésta es su respuesta:
“Cuando hemos
bloqueado todas sus salidas por medio de la recordación de Dios, el intelecto
(nous) requiere imperativamente de nosotros alguna tarea que satisfaga su
necesidad de actividad. Para el cumplimiento completo de su propósito no
debemos darle nada fuera de la oración “Señor Jesús...” Que el intelecto se
concentre continuamente en esta frase dentro de su santuario interior con tal
intensidad que no sea desviado hacia ninguna imagen mental.”
Es notable que Diadoco diga “nada fuera de la oración “Señor
Jesús”“; la variedad de fórmulas que existía en el Egipto del siglo IV está
siendo reemplazada ahora por una uniformidad mayor. A través de esta repetición
constante e invariable, la invocación de Jesús crece siempre más
espontáneamente y “actuando-por-sí-misma”: “El alma ahora tiene gracia ella
misma para compartir su meditación y repetir con ella las palabras “Señor
Jesús,” exactamente como una madre enseña a su hijo a repetir con ella la
palabra “padre,” hasta que ha formado en él el hábito de llamar a su padre
incluso en el sueño.”
La Oración de
Jesús es así un modo de “mantener la guardia” sobre el intelecto o el corazón,
para usar una frase común en los textos cristianos orientales. Aunque es
una oración en palabras, la invocación del Nombre es de tal brevedad y
simplicidad que capacita al buscador a llegar más allá del lenguaje, al silencio viviente de Dios. Aquí, por
tanto, al recomendar la oración sin imágenes, hacía Diadoco un avance decisivo
más allá de Evagrio al proponer un método
práctico para el logro de tal oración. Sus Capítulos gnósticos, al unificar como lo hacen la devoción al
Nombre, la repetición monológica y el “desprendimiento” del intelecto, sirven
de catalizador sumamente importante en la historia de la Oración de Jesús.
Según Irénée Hausherr, Diadoco tenía en vista sólo la
“memoria” de Jesús en un sentido difuso y no una invocación explícita por medio
de una fórmula específica. El lenguaje de los Capítulos gnósticos, empero, implica más que un mero recuerdo de la
persona de Jesús. Permanece incierto, sin embargo, si Diadoco pretendía que las
palabras “Señor Jesús” fueran seguidas por algo más, como “ten misericordia.”
De todos modos, no proponía la invocación del nombre de “Jesús” enteramente por
sí misma. Lev Gillet sostiene que la Oración de Jesús empezó con el uso de la
palabra “Jesús” aislada, pero esto es inverosímil. Toda la evidencia que queda
de los primeros siglos sugiere, por el contrario, que el Santo Nombre formaba
parte de una fórmula de oración más larga.
Fue durante los
siglos VI y VII cuando lo que hemos designado la forma “estándar” de la Oración de Jesús fue mencionada explícitamente por primera vez.
En Barsanufio y Juan de Gaza. (siglo VI temprano), y en su discípulo Doroteo,
encontramos la fórmula “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”
(sin “Hijo de Dios”); también Barsanufio recomendaba otras frases cortas tales
como “Jesús, ayúdame.”13 La forma “estándar,”
“Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí,” se encuentra en la
Vida de Abba Filemón, un monje
egipcio, posiblemente del siglo VI o VI temprano.34 La Oración de
Jesús es mencionada también por tres escritores relacionados con el Sinaí, Juan
Climaco (siglo VII), Hesiquio (¿siglos VIII-IX?) y Piloteo (¿siglos IX-X?),
pero ninguno de ellos dio una fórmula exacta de la invocación. Veían la
Oración, concordando de cerca con Diadoco, como un modo de unificar la atención
interior, desnudar la mente de imágenes, y lograr así la hesyjía. Es inapropiado, sin embargo, atribuir primariamente al
Sinaí el desarrollo temprano de la Oración de Jesús.35 Es solamente
uno entre un número de centros con los cuales la Oración está asociada en la
evidencia temprana. De hecho, los más antiguos testimonios no provienen del
Sinaí; y parece que su papel ha sido transmitir más que originar la tradición
de la Oración de Jesús.
Entre los siglos V y VI, por lo tanto, la Oración de Jesús surgió en el
cristianismo oriental como un “camino” espiritual reconocido. No debe imaginarse, sin embargo, que su uso
fue universal. No se menciona en ninguna parte en los escritos del
Pseudo-Dionisio el Areopagita, de Máximo el Confesor, o de Isaac de Siria, ni
en las obras auténticas de Simeón el Nuevo Teólogo, para mencionar sólo algunos
ejemplos. Cuando Gregorio de Sinaí (m. 1346) llegó a la santa montaña de Athos
a principios del siglo XIV, buscando una guía para la práctica de “la hesyjía o protección del intelecto y de
la contemplación” — es claro por el contexto que está incluida la Oración de
Jesús en esta descripción general, no encontró a nadie al principio para
ayudarlo. Sólo después de muchas investigaciones pudo descubrir finalmente a
tres monjes con algún entendimiento de esas cuestiones; todos los otros, así
pretende su discípulo y biógrafo Kallistos, estaban preocupados solamente de la
búsqueda de la “vida activa.”
Fue solamente en el siglo XIV, y más especialmente a través
de los escritos del propio Gregorio de Sinaí, cuando la Oración de Jesús llegó
a ser de lejos más generalmente conocida. Su uso fue ulteriormente promovido
por la publicación de la Filocalia en 1782, una vasta
colección de textos espirituales editados por Macario de Corinto y Nicodemo de
la Santa Montaña. Las traducciones de la Filocalia
llevaron a un conocimiento mucho más grande de la Oración de Jesús en Rusia
y Rumania, y en los últimos cuarenta años la oración ha llegado a ser
practicada también por un gran número de cristianos occidentales. Aunque
limitada en el pasado principalmente a los círculos monásticos, es hoy parte de
la vida espiritual de muchos laicos. La invocación del Santo Nombre quizás
nunca haya sido tan ampliamente valorada y practicada como lo es en la época
presente.
Hay en particular tres ayudas o puntos de apoyo en el uso
de la Oración de Jesús, una interior, las otras dos externas. Como ayuda interior, la guía personal de un padre espiritual
o “elder” (anciano; en griego, géron o
géronta; en eslavo, starets) juega un papel vital.
La necesidad de obediencia, en el uso de la Oración de Jesús como
en todos los aspectos de la vida en Cristo, es subrayada frecuentemente en la
enseñanza ortodoxa desde el tiempo de los Padres del desierto en adelante. En
las palabras de los Apophthégmata: “Si
ves a un hombre escalando el cielo por su propia voluntad, agárralo de los pies
y tíralo abajo, pues esto es para su provecho.” “¿Qué hay que desear más” —
preguntaba Teodoreto de Studios (795-826) —, que un verdadero padre, un
padre-en-Dios?” (Carta 1.2 [PG 99, col. 909B]).
Los lectores de Relatos de un peregrino ruso recordarán el papel decisivo del starets en la búsqueda del peregrino. Las fuentes ortodoxas se refieren a la
madre espiritual tanto como al padre espiritual, a la “amma” tanto como al
“abba.”
De las dos ayudas externas, la primera es el uso de un
cordón para la oración (en griego, komvosjoinion;
en ruso, chotki), semejante en el aspecto al rosario
occidental, excepto que en la práctica ortodoxa es hecho habitualmente de lana,
con nudos más bien que con cuentas. La evidencia sobre su uso en combinación
con la Oración de Jesús puede rastrearse al menos hasta 250-300 años antes, y
probablemente sea más antiguo. El propósito primario del cordón de la oración
no es tanto para medir el número de veces que la oración es dicha cuanto para asegurar una invocación regular, rítmica. Es un hecho de la experiencia que es más fácil concentrarse en la
oración si las manos también juegan su parte.
Segundo, una técnica física, que implica en particular el control de la respiración, ha sido recomendada en conexión con la
Oración de Jesús. Son oscuros los orígenes de este método. Los autores
tempranos dan este consejo: “Recuerda a
Dios con más frecuencia de lo que respiras” (Gregorio de Nacianzo, Oración 274 [PG 36, col. 16B]). “Tal como respiramos continuamente el aire,
así deberíamos alabar y cantar continuamente a Dios” (Nilo de Áncyra, Carta 1 239 [PG 79, col. 169D]). Es
probable que el sentido aquí no sea más que metafórico: la oración debe ser tan constante, tan parte de nosotros como es el propio acto de respirar. Juan
Climaco, empero, fue ligeramente más definido: “Que el recuerdo de Jesús esté presente en cada respiración tuya,” o
“que estés unido con tu respiración” (Escala
paso 27). Hesiquio fue todavía más específico: “Que la Oración de Jesús se pegue a tu respiración” (Sobre la vigilancia y la santidad 2.80
[PG 93 col. 1537D]). No se excluye aquí un sentido metafórico, pero también es
posible que Juan y Hesiquio tuvieran en vista alguna especie de coordinación
entre las palabras de la Oración y el
ritmo de la respiración. Todavía más explícita es una frase del Macario
copto (¿siglo VII-V111?): “¿No es fácil acaso decir en cada respiración: “Mi Señor
Jesucristo, ten piedad de mí; yo te bendigo, Señor mío Jesucristo, ayúdame?”
Tal lenguaje implica algo más que una mera analogía e indica seguramente alguna
forma de técnica respiratoria.
Pero no es sino hasta considerablemente más tarde, en los
siglos XIII y XIV, cuando puede encontrarse en las fuentes griegas una
evidencia clara y detallada sobre tal método físico. Incluso entonces la
descripción está lejos de ser completa. Muchos aspectos de la técnica no fueron
puestos por escrito, por razones de prudencia, sino que fueron enseñados
oralmente por cada padre espiritual a sus discípulos inmediatos. Los relatos
más completos son proporcionados en dos breves tratados: Sobre la vigilancia y guarda del
corazón, por Nicéforo el
Hesicasta, un monje de Monte Athos del siglo XIII tardío, y Sobre
los tres métodos de oración, atribuido
a Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022) pero que es casi ciertamente de fecha más
tardía y también muy posiblemente de Nicéforo. Detalles suplementarios pueden
encontrarse en los escritos de Gregorio de Sinaí y de Kallistos e Ignacio
Xantópoulos (siglo XIV tardío).
El
método comprende tres rasgos principales:
Se adopta una postura corporal particular: 1) sentado,
con la cabeza y las espaldas inclinadas, y la mirada dirigida hacia el lugar
del corazón o del ombligo. 2). La velocidad de la respiración disminuye, y las
palabras de la Oración de Jesús son coordinadas con la inhalación y la
exhalación del aire. En Relatos de un
peregrino ruso la oración se sincroniza también con el ritmo de los latidos
del corazón, pero tal sugerencia no es hecha en los textos de los siglos XIII y
XIV. 3). A través de una disciplina se concentra la atención sobre centros
psicosomáticos específicos, más especialmente el corazón: durante la inhalación
del aire el intelecto es hacer “descender” al corazón, causando así la “oración del intelecto en el corazón.” Hay semejanzas llamativas entre este
método “hesicasta” y las técnicas usadas en el yoga y el sufismo, pero es
difícil encontrar pruebas de influencia directa.
La técnica sugerida por Nicéforo, usada de una manera
obstinada e incontrolada, podría fácilmente resultar dañina en los niveles
tanto corporal como psíquico, y de hecho es poco usada en su forma plena por
los ortodoxos contemporáneos. La guía personal
de un maestro experimentado es esencial. La Oración de Jesús puede ser ofrecida con humildad — sin el uso de
ninguna técnica psicosomática en absoluto.
Los escritores ortodoxos modernos suelen distinguir,
resumiendo la enseñanza de siglos anteriores, tres niveles en la práctica de la
Oración de Jesús: 1). Empieza como una oración
de los labios, una oración oral recitada en voz alta (pero no cantada). En
las primeras etapas se pone un acento fuerte en la necesidad de repetir
fielmente las palabras de la oración. Los principiantes deben concentrar todas
sus energías en esto, no engañándose a sí mismos con la idea de que tal vez
están avanzando al mismo tiempo hacia la oración del corazón sin palabras. 2)
La invocación se hace más interior, por grados, llegando a ser oración del intelecto o mente (nous). Las palabras tal vez ya no son
recitadas en voz más alta, sino que son expresadas interiormente. Las imágenes
que surgen incesantemente en la conciencia son “desprendidas” o dejadas de lado
suave pero firmemente, mientras se hace aun más poderoso el sentido de la presencia inmediata de Cristo, no
acompañada por ninguna representación o concepto mentales. 3) La oración
desciende finalmente del intelecto al
corazón. Intelecto y corazón se unen, y de esta manera la invocación se
hace oración del corazón o, más
exactamente, oración del intelecto en la oración del corazón, esto es, de la persona humana entera. En algunos casos raros, tal oración
puede ser continua, pero para otros es un estado excepcional logrado sólo
ocasionalmente y por breves momentos. La
oración del corazón de ninguna manera es concedida automáticamente a todos
aquellos que practican la invocación del Nombre, sino que es un don especial de la gracia de Dios. Es el resultado
no simplemente del esfuerzo humano sino de la energía divina en acción dentro
de nosotros: “no yo, sino Cristo en mí”
(Ga 2:20). Igual que la oración de “Cristo en mí,” la Oración de Jesús llega a
ser, en sus niveles más profundos, “autoactuante,” y conduce de esta manera a
un estado correspondiente a lo que en la teología mística occidental se
denomina “contemplación infusa.” El alma no es tanto activa cuanto pasiva; en
palabras del Pseudo-Dionisio: “sufriendo las
cosas divinas, no sólo aprendiendo acerca de ellas.” (Sobre los nombres divinos
2.9 [PC 3, col. 648B]).
El final del viaje: La oscuridad deslumbrante.
La meta final del camino triple, la unión contemplativa con Dios,
es descrita en el Oriente cristiano — igual que en el Occidente cristiano — a
través del simbolismo de la oscuridad y de la luz. El símbolo de la oscuridad
fue usado especialmente por Clemente de Alejandría — quien lo tomó del autor
judío Filón (ca. 20 a. C.-ca. 50 d. Q, y por Gregorio de Nisa y el
Pseudo-Dionisio el Areopagita. Estos autores tomaron como modelo para la ascensión mística la figura de Moisés
subiendo al Monte Sinaí para encontrar a Dios en la “densa oscuridad” (Ex 20:21). En este contexto se entiende por
oscuridad no una etapa preliminar de purificación — como con la “noche oscura
de los sentidos” en la teología de Juan de la Cruz — sino la unión última “cara a cara” con el misterio divino. Más frecuente sin embargo que el
símbolo de la oscuridad es el de la luz divina, que fue empleado por Ireneo (ca. 130-200), Orígenes, Gregorio de
Nacianzeno, Evagrio, las Homilías Macarías, Simeón el Nuevo Teólogo y Gregorio
Palamas. Estos autores tomaron como su modelo no la oscuridad del Sinaí sino la
visión por Moisés del “pavimento de zafiro” y el “firmamento del cielo en su
claridad” (Ex 24:10), la visión de Ezequiel del carro (Ez 1) — también
importante en el misticismo judío — y la transfiguración de Cristo en el Monte
Tabor. En cualquiera de las instancias, por supuesto, la descripción no es más
que simbólica ya que Dios no es en sí
mismo, como señalaba Pseudo-Dionisio, “ni
tinieblas ni luz” (Teología mística 5 [PC 3,
col. 1048A]). Al reconciliar los dos símbolos, el Areopagita hablaba
de la “oscuridad deslumbrante que con total oscuridad eclipsa la luz más
brillante.” (Teología mística 1 [PG 3, col. 997B]).
Simeón el Nuevo Teólogo ponía la luz divina, más
vividamente que ningún otro autor, en el centro de su enseñanza espiritual:
“Atestiguamos
que Dios es luz, y que aquellos que
son contados como dignos de verlo, lo han visto todos como luz, y aquéllos que
lo han recibido, lo han recibido como luz, puesto que la luz de su gloria va delante de él. Sin la luz le es
imposible hacerse manifiesto, y aquellos que no han visto su luz no lo han
visto a él, ya que es la luz, y aquellos que no han recibido la luz todavía no
han recibido la gracia.”
La propia vida de Simeón,
desde cerca de los veinte años cuando era todavía un laico, fue marcada por una
serie de visiones de la luz divina. Aunque llamaba “inmaterial” a la luz, es
claro que no quería significar con ello simplemente una luz metafórica de la
inteligencia. Para él es una realidad existente, observada a través de los
sentidos, aunque trascendiéndolos. Gregorio Palamas iba a dilucidar tres siglos
más tarde el carácter de esta luz “inmaterial,” identificándola con las
energías increadas de Dios. Estas
energías, como él sostenía, proceden del Dio, y con todo deben
distinguirse de la esencia de Dios, que permanece incognoscible y más allá
de toda participación, tanto en este mundo como en el venidero. Simeón, sin
embargo, es menos preciso, hablando algunas veces de la misma manera que
Palamas y con todo afirmando otras veces que los seres humanos pueden
participar no sólo de las energías sino también, en forma limitada, de la
esencia misma de Dios.
Lo que queda claro es que, para Simeón, Dios es un misterio más allá de toda
comprensión; y así, aunque algunas veces decía que participamos en la esencia de Dios, no significa que alguna vez podamos conocer exhaustivamente a Dios.
Es claro también que para Simeón la
visión de la luz divina es una unión directa, no mediada, con Dios mismo, y no meramente la experiencia de algún don
creado que Dios confiere. Es,
además, una unión transformadora: Simeón
era consciente de compartir la luz que
contemplaba y de ser cambiado él mismo en luz. Como escribiera en uno de
sus Himnos
del amor divino:
¡Oh luz que nadie puede nombrar, porque es del todo sin
nombre!,
¡Oh luz de muchos nombres, porque está en acción en todas
las cosas!...
¿Cómo te mezclas con la hierba?
¿Cómo, mientras continúas inmutable, del todo
inaccesible,
preservas sin consumirse la naturaleza de la hierba?
¿Cómo, mientras la guardas inalterable, sin embargo la
transformas
enteramente?
Permaneciendo hierba es luz, y con todo la Luz no es
hierba;
pero tú, la Luz, te unes a la hierba en una unión sin
confusión,
y la hierba se hace luz; es transfigurada, pero sin
cambiar.
Simeón señala aquí la
paradoja mística básica: Dios es tanto desconocido como bien conocido, más allá
de todo ser y presente en todas partes. El
Totalmente Otro es al mismo tiempo
singularmente cercano a nosotros, y sin dejar de ser trascendente se une a las
personas humanas creadas en una unión de amor. Nosotros, humanos, por
nuestra parte, somos “deificados” por esta unión, y sin perder nuestra identidad personal somos asumidos enteramente en la
vida divina.
La mayoría de los autores a
los que nos hemos referido eran monjes, que escribían en primera instancia para
otros monjes. Con todo, no debe suponerse que consideraban el camino del
hesicasmo y el uso de la Oración de Jesús como imposible fuera del contexto
monástico. Por el contrario, este camino poseía a sus ojos un valor universal.
Simeón el Nuevo Teólogo insistía en que “el que tiene esposa e hijos,
multitudes de sirvientes, muchas propiedades y una posición prominente en el
mundo” puede con todo alcanzar la “visión de Dios”; es posible vivir “una
vida celestial aquí en la tierra... no solamente en cavernas o montañas o
celdas monásticas, sino en medio de las
ciudades.” Gregorio de Sinaí le dijo a uno de sus discípulos, Isidoro
(después patriarca), que volviera de la soledad de Monte Athos a Tesalónica
para actuar en el corazón de la ciudad como un guía espiritual para los laicos. Y Gregorio Palamas sostenía que
el mandamiento de “orar constantemente” se aplicaba no sólo a los monjes sino a todos los cristianos sin excepción.
En las palabras de Nicolás Cabasilas:
“Cada uno puede
continuar ejerciendo su arte o profesión. El general puede continuar mandando,
el campesino labrando el suelo, el obrero en su oficio. Nadie necesita desistir
de su empleo habitual. No es necesario retirarse al desierto, o comer alimentos
desacostumbrados, o vestirse de forma diferente, o arruinar la propia salud, o
hacer cualquier cosa temeraria; puesto que es totalmente posible practicar la
meditación continua en la propia casa sin renunciar a ninguna de las
posesiones.”
Los cristianos
contemporáneos que han aprendido a usar la Oración de Jesús podrán atestiguar
desde su propia experiencia que Cabasilas está en lo cierto. A causa de su
brevedad y simplicidad, es una oración
que puede decirse en todos los momentos y en cualquier parte, particularmente en situaciones de ansiedad
y estrés, cuando formas más
complejas de oración son imposibles.
Es una oración para todas las situaciones, nunca fuera de lugar. La Oración de Jesús hace posible que cada
uno de nosotros sea un “hesicasta urbano,” al
preservar interiormente un centro secreto de quietud en medio de las presiones
exteriores, llevando el desierto
con nosotros en nuestros corazones por dondequiera que vayamos.
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