C. MARÍA COMO MODELO DE GRACIA Y ESPERANZA
52. La participación en la gloria de Dios, por mediación
del Hijo, en el poder del Espíritu Santo constituye la esperanza evangélica
(cf. 2 Co 3, 18; 4, 4-6). La Iglesia disfruta ya de esta esperanza y de este
destino a través del Espíritu Santo, «prenda» de nuestra herencia en Cristo (Ef
1, 14; 2 Co 5, 5). Especialmente en Pablo, sólo puede entenderse correctamente
lo que significa ser plenamente humanos si lo contemplamos a la luz de lo que
hemos de devenir en Cristo, el «último Adán», en oposición a lo que devenimos
en el antiguo Adán (1 Co 15, 42-49; cf. Rm 5, 12-21). Esta perspectiva escatológica
considera la vida cristiana con arreglo a la visión de los preminentes creyentes
en Cristo que sacuden todo pecado que los lastra (Hb 12, 1-2) y participan de
su pureza y amor, disponibles gracias a su sacrificio expiatorio (1 Jn 3, 3; 4,
10). De esta manera, podemos ver la economía de la gracia desde su cumplimiento
en Cristo «hacia atrás» en la historia, en vez de «hacia delante», desde su
principio en la creación caída hacia el futuro en Cristo.
Dicha perspectiva arroja nueva luz para la consideración
del papel de María.
53. La esperanza de la Iglesia se basa en el testimonio
que ha recibido acerca de la gloria presente de Cristo. La Iglesia anuncia que
Cristo no sólo resucitó corporalmente de la tumba, sino que fue elevado a la
diestra del Padre para compartir la gloria de éste (1 Tm 3, 16; 1 Pd 1, 21). En
la medida en que están unidos a Cristo en el Bautismo y comparten los
sufrimientos de Cristo (Rm 6, 1-6), los creyentes participan de su gloria a
través del Espíritu, y se ven elevados con él en anticipación de la revelación
final (cf. Rm 8, 17; Ef 2,6; Col 3, 1). Es destino de la Iglesia y de sus
miembros, los «santos» elegidos en Cristo «antes de la fundación del mundo»,
ser «santos e inmaculados» y compartir la gloria de Cristo (Ef 1, 3-5; 5, 27).
Pablo habla como retrospectivamente, desde el futuro, cuando dice que Dios «a
los que predestinó, a ésos también los llamó; a los que llamó, a ésos también
los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó» (Rm 8, 30).
En los capítulos sucesivos de su Carta a los Romanos, Pablo explica este
poliédrico drama de la elección de Dios en Cristo con la vista puesta en su
fin: la inclusión de los gentiles, de forma que «todo Israel será salvo» (Rm
11, 26).
María en la
economía de la gracia
54. En este marco bíblico hemos considerado una vez más
el lugar distintivo de la Virgen María en la economía de la gracia como aquélla
que dio a luz a Cristo, el elegido de Dios. La palabra de Dios comunicada por
Gabriel se dirige a ella como a aquélla que ya está «llena de gracia»,
invitándola a responder con fe y libertad a la llamada de Dios (Lc 1, 28,38,
45). El Espíritu actúa en su interior en la concepción del Salvador, y la
«bendita entre las mujeres» se ve inspirada a cantar: «Todas las generaciones
me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 42, 48). Desde una perspectiva escatológica,
María encarna, pues, a ese «Israel elegido» —glorificado, justificado, llamado,
predestinado— del que habla Pablo. Éste es el modelo de gracia y esperanza que
vemos operar en la vida de María, la cual ocupa un lugar destacado en el
destino común de la Iglesia como aquélla que llevó en su propia carne al «Señor
de la gloria». María queda distinguida desde el principio como la elegida,
llamada y agraciada por Dios a través del Espíritu Santo para la tarea que la aguardaba.
55. Las Escrituras nos hablan de mujeres estériles que
fueron agraciadas por Dios con hijos —Raquel, la mujer de Manóaj, Ana (Gn 30,
1-24; Jc 13, 1; 1 S 1)— y de otras que habían superado ya la edad fértil: Sara
(Gn 18, 9-15; 21, 1-7), y muy especialmente la pariente de María, Isabel (Lc 1,
7, 24). Estas mujeres ponen de relieve el singular papel de María, que no era
estéril ni entrada en años, sino una virgen fértil: en su vientre el Espíritu llevó
a cabo la concepción de Jesús. También hablan las Escrituras del desvelo divino
por todos los seres humanos, incluso antes de nacer (Sal 139, 13-18), y
refieren la acción de la gracia de Dios que precede la vocación específica de
determinadas personas, incluso desde su concepción (cf. Jr 1, 5; Lc 1, 15; Ga
1, 15). Como hiciera la Iglesia de los primeros siglos, vemos en la aceptación
de la voluntad divina por parte de María el fruto de su preparación anterior,
significada en la afirmación de Gabriel al llamarla «llena de gracia».
De esta manera, podemos ver que Dios operaba en María
desde sus mismos inicios, disponiéndola para la vocación única de llevar en su
propia carne al nuevo Adán, en el que todas las cosas del cielo y de la tierra
tienen consistencia (cf. Col 1, 16-17). De María, tanto personalmente como en
su calidad de figura representativa, podemos decir que fue realmente «hechura»
divina, creada «en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano
dispuso Dios» que practicara (Ef 2,10).
56. María, virgen pura, llevó en su vientre al Dios
encarnado. Su intimidad corporal con su hijo formaba una sola cosa con el
seguimiento fiel de él y con la participación maternal en su entrega victoriosa
(Lc 2, 35). Todo ello está claramente atestiguado en la Escritura, como hemos
podido ver. En cambio, no existe en la Escritura testimonio directo alguno
sobre el final de la vida de María. Con todo, determinados pasajes proporcionan
ejemplos de seguidores fieles de Dios llevados a la presencia de Dios. Además,
tales pasajes aportan indicios o analogías parciales que pueden arrojar luz
sobre el misterio de la entrada en la gloria de María. Por ejemplo, en el
relato de Esteban, el protomártir (Hch 7, 54-60), aparece el modelo bíblico de
una escatología anticipada. En el momento de su muerte —muerte que se ajusta a
la de su Señor—, Esteban ve «la gloria de Dios y a Jesús», el «Hijo del
hombre», no ya sentado a juzgar, sino «en pie a la diestra de Dios» para
recibir a su fiel servidor. Análogamente, al ladrón arrepentido que se dirige a
Cristo crucificado, éste le hace la especial promesa de que estará con él
inmediatamente en el Paraíso (Lc 23, 43). El fiel servidor de Dios Elías se ve
arrebatado y subido al cielo por un torbellino (2 R 2,11), y de Henoc la
Escritura «da en su favor testimonio de haber agradado a Dios» por ser hombre
de fe, razón por la que «fue trasladado, de modo que no vio la muerte y no se
le halló, porque le trasladó Dios» (Hb 11, 5: cf. Gn 5, 24). Dentro de este
modelo de escatología anticipada, María también puede considerarse como la
discípula fiel totalmente presente ante Dios en Cristo. Por ello es signo de
esperanza para toda la Humanidad.
57. Este modelo de esperanza y gracia ya prefigurado en
María se verá cumplido en la nueva creación en Cristo, cuando todos los
redimidos participen de la plenitud de la gloria del Señor (cf. 2 Co 3, 18). La
experiencia cristiana de comunión con Dios durante la vida presente es signo y
anticipo de la gracia y de la gloria divinas, esperanza compartida con la
creación entera (Rm 8, 18-23). Tanto el individuo creyente como la Iglesia
hallan su consumación en la nueva Jerusalén, la santa esposa de Cristo (cf. Ap
21, 2; Ef 5, 27).
Cuando los cristianos de Oriente y de Occidente, a través
de las generaciones, han considerado la obra de Dios en María, han discernido
en la fe (cf. El don de la autoridad, n.29) que convenía que el Señor la
asociara totalmente a sí: en Cristo, María es ya una nueva creación en la que
«pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Co 5, 17). Bajo esta perspectiva escatológica,
María puede considerarse igualmente como tipo de la Iglesia y como discípula
con un papel especial en la economía de la salvación.
Las definiciones
papales
58. Hasta ahora hemos perfilado nuestra fe común
referente al papel de María en el designio divino. Sin embargo, los cristianos
católicos están obligados a creer la doctrina definida por el papa Pío XII en
1950: «La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de
su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Hemos de
observar que el dogma no adopta una posición específica acerca de la forma en que
terminó la vida de María10, ni emplea en relación con ella los
términos de muerte y resurrección, sino que se limita a celebrar la acción de
Dios en ella. Así, dado el acuerdo que hemos alcanzado respecto al papel de
María en la economía de la esperanza y de la gracia, juntos podemos afirmar la
doctrina según la cual el hecho de que Dios acogiera en la gloria a la
Bienaventurada Virgen María en la plenitud de su persona es conforme a la Escritura,
y que ello puede comprenderse precisamente sólo a la luz de la Escritura. Los católicos
pueden reconocer que esta doctrina acerca de María está contenida en el dogma.
Aun cuando la vocación y el destino de todos los redimidos
es su glorificación en Cristo, María, en su calidad de Theotókos, ocupa un
lugar preeminente en la comunión de los santos y encarna el destino de la
Iglesia.
59. Los católicos también están obligados a creer que «la
beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa
original en el primer instante de su concepción por singular gracia y
privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús,
salvador del género humano» (Dogma de la Inmaculada Concepción de María,
definido por el papa Pío IX en 1854)11. Esta definición enseña que
María, como todos los demás seres humanos, necesita a Cristo como su Salvador y
Redentor (cf. Lumen gentium, n. 53; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 491).
La noción negativa de «ausencia de todo pecado» corre el peligro de empañar la
plenitud de la obra salvífica de Cristo. No se trata tanto de que María carezca de algo que los demás
seres humanos «tienen» —es decir, el pecado—, sino de que la gracia gloriosa de
Dios llenara su vida desde el principio12.
La santidad que es nuestra meta en Cristo (cf. 1 Jn 3,
2-3) se hizo visible, por gracia inmerecida, ya en María, que es prototipo de
la esperanza de la gracia para la Humanidad en su conjunto. Según el Nuevo
Testamento, ser «agraciado» tiene la connotación de verse liberado del pecado
por medio de la sangre de Cristo (Ef 1, 6-7). Las Escrituras indican que el
sacrificio expiatorio de Cristo resultó eficaz también para quienes lo precedieron
en el tiempo (cf. 1 Pd 3, 19; Jn 8, 56; 1 Co 10, 4). Una vez más, la
perspectiva escatológica alumbra nuestra comprensión de la persona y de la
vocación de María. Con vistas a su vocación de madre del Santo (Le 1, 35),
juntos podemos afirmar que la obra redentora de Cristo se «remontó» en María a
las profundidades de su ser y a sus mismos inicios. Ello no resulta contrario a
la enseñanza de la Escritura, y sólo puede concebirse a la luz de ésta. Los
católicos pueden reconocer en esto lo que afirma el dogma, y más concretamente: «preservada inmune de toda mancha de la
culpa original» y «en el primer instante de su concepción».
60. Juntos hemos convenido en que la doctrina mariana
contenida en las dos definiciones de 1854 y 1950, concebida en el marco del
modelo bíblico de la economía de la gracia y la esperanza arriba descrito,
puede decirse conforme a la enseñanza de las Escrituras y a las antiguas
tradiciones comunes. Con todo, según la concepción católica que tiene expresión
en estas dos definiciones, la proclamación de cualquier doctrina como dogma
implica la afirmación de que la misma está «revelada por Dios» y, por
consiguiente, ha de ser creída «de manera firme y constante» por todos los
fieles (en otros términos se diría que dicha doctrina es de fide). El problema
que los dogmas pueden representar para los anglicanos es posible explicarlo
recurriendo al artículo VI: «La Sagrada Escritura contiene todo lo necesario
para la salvación. Por este motivo, todo lo que no se lea en ella o no se pueda
probar con arreglo a la misma no puede exigirse a ningún hombre que lo crea
como artículo de fe ni considerarse exigible o necesario para la salvación».
Convenimos en que no se puede exigir que algo sea creído
como artículo de fe si no ha sido revelado por Dios. Con todo, a los anglicanos
se les plantea la cuestión de si estas doctrinas referentes a María han sido
reveladas por Dios de una forma vinculante para los creyentes como materia de
fe.
61. Las circunstancias especiales y la formulación exacta
de las definiciones de 1854 y de 1950 no han creado sólo problemas a los
anglicanos, sino también a otros cristianos.
La formulación de estas doctrinas y algunas objeciones a
las mismas han de situarse en la mentalidad de su época. En concreto, las
expresiones «revelada por Dios» (1854) y «divinamente revelado» (1950)
empleadas en dichos dogmas reflejan la teología de la Revelación dominante en
la Iglesia Católica en la época en que se definieron, teología que halla su
expresión autorizada en la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I. Hoy
en día han de concebirse en cambio según la forma en que dicha enseñanza fue
perfeccionada por el Concilio Vaticano II en su Constitución Dei Verbum,
especialmente en relación con el papel central de la Escritura en la recepción
y en la transmisión de la Revelación. Cuando la Iglesia Católica afirma que una
verdad ha sido «revelada por Dios», no insinúa la existencia de una nueva
revelación; antes bien, estima que las definiciones dan testimonio de lo
revelado desde el principio. Las Escrituras dan testimonio normativo de dicha revelación
(cf. El don de la autoridad, n. 19). Esta revelación es recibida por la
comunidad de los creyentes y transmitida en el tiempo y en el
espacio a través de las Escrituras y mediante la predicación, la liturgia, la
espiritualidad, la vida y la doctrina de la Iglesia, que se inspiran en las
Escrituras. En El don de la autoridad, la Comisión trató de explicar un método
a través del cual pudiera manifestarse dicha enseñanza autorizada, cuyo punto crucial
es que sea conforme a la Escritura, lo que constituye una preocupación de
primera importancia tanto para los anglicanos como para los católicos.
62. Los anglicanos también han preguntado si estas
doctrinas deben considerarlas los creyentes materia de fe, ya que fueron
definidas por el Obispo de Roma como «independientes de un Concilio» (cf. La
autoridad en la Iglesia II, n. 30). Como respuesta, los católicos han invocado
el sensus fidelium, la tradición litúrgica de las Iglesias locales y el apoyo
activo de los obispos católicos (cf. El don de la autoridad, nn. 29-30),
elementos todos ellos sobre cuya base tales doctrinas fueron reconocidas como
pertenecientes a la fe de la Iglesia y por ende susceptibles de definición (cf.
El don de la autoridad, n. 47). Para los católicos, corresponde a la función
del Obispo de Roma, bajo condiciones estrictamente limitadas, realizar tales definiciones (cf. Pastor
Aeternus [1870], en: Denzinger-Schónmetzer, Enchiridion Symbolorum [DS],
3069-3070). Las definiciones de 1854 y 1950 no fueron enunciadas como respuesta
a controversias, sino que dieron voz al consenso de fe entre los creyentes que
estaban en comunión con el Obispo de Roma. Y el Concilio Vaticano II las
reafirmó. Para los anglicanos, sería el consenso de un concilio ecuménico —que
enseñara conforme a las Escrituras— lo que demostraría con mayor seguridad el
cumplimiento de las condiciones necesarias para que una doctrina fuera de fide.
En este caso, tal y como sucedió con la definición de la Theotókos, tanto
católicos como anglicanos convendrían en que todos los fieles han de creer de
manera firme y constante el testimonio de la Iglesia (cf. 1 Jn 1, 1-3).
63. Los anglicanos han preguntado si constituiría una
condición de la futura restauración de la plena comunión el que se les exigiera
aceptar las definiciones de 1854 y 1950. A los católicos les cuesta imaginar
una restauración de la comunión en la que la aceptación de determinadas
doctrinas fuera un requisito para unos y no para otros. Al examinar estas
cuestiones, hemos de ser conscientes de que «una consecuencia de nuestra
separación ha sido la tendencia, tanto por parte anglicana como por parte
católica, de exagerar la importancia intrínseca de los dogmas marianos en
detrimento de otras verdades relacionadas más estrechamente con los cimientos
de la fe cristiana» (La autoridad en la Iglesia II, n. 30). Anglicanos y
católicos convienen en que las doctrinas de la Asunción y de la Inmaculada
Concepción de María han de interpretarse a la luz de la más importante verdad
de su identidad de Theotókos, la cual depende a su vez de la fe en la Encarnación. Reconocemos que, siguiendo el Concilio
Vaticano II y la enseñanza de los últimos papas, el contexto cristológico y
eclesiológico de la doctrina eclesial acerca de María es actualmente objeto de
una recuperación en el seno de la Iglesia Católica.
Sugerimos por el momento que la adopción de una
perspectiva escatológica puede profundizar nuestra interpretación compartida
del papel de María en la economía de la gracia y la tradición eclesial mariana
que nuestras dos comuniones hacen suya. Esperamos que la Iglesia Católica y la
Comunión Anglicana reconozcan una fe común en el presente acuerdo acerca de
María. Semejante recuperación significaría que la doctrina y la devoción mariana
de nuestras comunidades respectivas, con inclusión de su diferente acentuación,
tendrían consideración de expresiones auténticas del credo cristiano 13 .
Cualquier recuperación de este género debería realizarse en el contexto de una
recuperación mutua de una autoridad doctrinal eficaz en la Iglesia, tal y como
se expuso en El don de la autoridad.
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