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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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martes, 29 de noviembre de 2011

B. MARÍA EN LA TRADICIÓN CRISTIANA

B. MARÍA EN LA TRADICIÓN CRISTIANA

Cristo y María en la antigua tradición común

31. En la Iglesia de los primeros siglos, la reflexión acerca de María sirvió para
interpretar y salvaguardar la Tradición apostólica centrada en Jesucristo. El testimonio
patrístico de María como «Deípara» (Theotókos) surgió de la reflexión sobre la Escritura y
de la celebración de las fiestas cristianas, pero el desarrollo del mismo se debió
principalmente a las primeras controversias teológicas. En el crisol de estas controversias
de los cinco primeros siglos y de la resolución de las mismas en los sucesivos concilios
ecuménicos, la reflexión acerca del papel de María en la Encarnación fue parte integrante
de la articulación de la fe ortodoxa en Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

32. En defensa de la humanidad real de Cristo y contra el docetismo, la Iglesia de los
primeros siglos subrayó el hecho de que Jesús naciera de María. No se limitó a «parecer»
humano; no bajó del cielo en un «cuerpo celestial», ni al nacer se limitó a «pasar» a través
de su madre. Al contrario, María dio a luz a su hijo de su propia sustancia. Para Ignacio de
Antioquía († 110 c.) y Tertuliano († 225 c.), Jesús escompletamente humano, a fuer de
«verdaderamente nacido» de María. Según la expresión del Símbolo
Niceno-Constantinopolitano (381), «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la
Virgen, y se hizo hombre». La definición de Calcedonia (451), al tiempo que reafirma este
credo, da fe de que Cristo es «consustancial con el Padre en lo tocante a la divinidad y
consustancial con nosotros en lo que atañe a la humanidad». El Símbolo Atanasiano
proclama de forma aún más concreta que es «hombre, de la misma sustancia de su
madre». Esto lo afirman concordes anglicanos y católicos.

33. En defensa de la divinidad verdadera de Jesucristo, la Iglesia de los primeros
tiempos subrayó su concepción virginal por parte de María. Según los Padres, la
concepción por obra del Espíritu Santo da fe del origen y de la identidad divinos de Cristo.
Aquél que nació de María es el Hijo eterno de Dios. Padres orientales y occidentales como
Justino († 150 c.), Ireneo († 202 c.), Atanasio († 373) y Ambrosio († 397) expusieron su
doctrina acerca del Nuevo Testamento basándose en Gn 3 (María como antitipo de la
«virgen Eva») y en Is 7, 14 (María realiza la visión profética y da a luz al «Dios con
nosotros»). Recurrieron a la concepción virginal para defender tanto la divinidad del Señor
como la honra de María. Como proclama el Símbolo de los Apóstoles, Jesucristo,
«concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen». Esto lo
afirman concordes anglicanos y católicos.

34. El título mariano de Theotókos se invocaba formalmente para salvaguardar la
doctrina ortodoxa de la unidad de la persona de Cristo. Dicho título se había empleado en
las iglesias que estaban bajo la influencia de Alejandría por lo menos desde la época de la
controversia arriana. Como, según declaró el Concilio de Nicea (325), Jesucristo es «Dios
verdadero de Dios verdadero», dichas iglesias llegaron a la conclusión de que su madre,
María, bien podía ser llamada «Deípara». Sin embargo, las iglesias bajo la influencia de
Antioquía, conscientes de la amenaza que el apolinarismo planteaba a la creencia en la
plena humanidad de Cristo, no adoptaron inmediatamente dicho título. El debate entre
Cirilo de Alejandría († 444) y Nestorio († 455), patriarca de Constantinopla formado en la
escuela antioquena, reveló que lo que realmente estaba en juego en la cuestión del título
mariano era la unidad de la persona de Cristo. El sucesivo Concilio de Éfeso (431) utilizó el
término Theotókos (literalmente, «la que pare a Dios», en latín Deipara) para afirmar la
unidad de la persona de Cristo identificando a María como Madre de Dios, Palabra
encarnada6. La regla de fe en esta materia adquiere una expresión más precisa en la
definición de Calcedonia: «El único y mismo Hijo [...] fue engendrado del Padre antes de
los siglos en cuanto a la divinidad y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por
nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios (=Theotókos)». Al aceptar
el Concilio de Éfeso y la definición de Calcedonia, anglicanos y católicos proclaman juntos
a María como Theotókos.

La celebración de María en las antiguas tradiciones comunes

35. Durante los primeros siglos, la comunión en Cristo incluía un sentido acusado de la
presencia viva de los santos como parte integrante de la experiencia espiritual de las
iglesias (Hb 12, 1 y 22-24; Ap 6, 9-11; 7; 8, 3-4). Así se llegó a considerar que la madre
del Señor ocupaba un lugar especial en la «nube de testigos». Los temas desarrollados a
partir de la Escritura y en la reflexión devota revelan una conciencia profunda del papel de
María en la redención de la Humanidad. Entre dichos temas se incluyen los de María como
antítesis de Eva y como tipo de la Iglesia. La respuesta del pueblo cristiano, al reflexionar
sobre estos temas, halló su expresión devota tanto en la oración privada como en la
pública.

36. Los exégetas gustaban de extraer imágenes femeninas de las Escrituras para
ponderar tanto la importancia de la Iglesia como la de María. Ya Padres tan antiguos como
Justino mártir († 150 c.) e Ireneo († 202 c.), al reflexionar sobre textos como Gn 3 y Lc 1,
26-38, desarrollaron, paralelamente a la antítesis Adán/Nuevo Adán, la de Eva /Nueva
Eva. Al igual que Eva está asociada a Adán en provocar nuestra derrota, María está
asociada a su hijo en la conquista del antiguo enemigo (cf. Gn 3, 15, véase nota 4): la
desobediencia de la «virgen» Eva acarrea la muerte; la obediencia de la virgen María abre
el camino de la salvación. La Nueva Eva comparte la victoria del Nuevo Adán sobre el
pecado y la muerte.

37. Los Padres presentaron a la Virgen Madre María como modelo de santidad para las
vírgenes consagradas, y fueron enseñando cada vez más que había permanecido «siempre
virgen»7. En su reflexión, la virginidad se concebía no sólo como integridad física, sino
como disposición interior de apertura, obediencia y fidelidad sincera a Cristo que moldea el
discipulado cristiano y produce fecundidad espiritual.

38. Según esta interpretación patrística, la virginidad de María guardaba estrecha
relación con su santidad. Aunque algunos de los primeros exégetas opinaban que María no
estaba totalmente exenta de pecado8, Agustín († 430) da testimonio de la renuencia de sus
contemporáneos a la hora de hablar de pecado alguno en ella: «Hemos de exceptuar a la
santa Virgen María, acerca de la cual no deseo suscitar cuestión alguna en lo tocante a los
pecados, por honor del Señor; porque de él sabemosqué abundancia de gracia para vencer
al pecado en todo detalle se le otorgó a la que tuvo el mérito de concebir y dar a luz a aquél
que sin duda alguna no conoció pecado» (De natura et gratia 36, 42).
Otros Padres occidentales y orientales, apelando al saludo del ángel (Lc 1, 28) y a la
respuesta de María (Lc 1, 38), sostienen que María fue llena de gracia desde su origen en
previsión de su vocación única de Madre del Señor. En el siglo V ya es saludada como
nueva creación: sin tacha ni mácula, «santa en cuerpo y alma» (Teodoro de Ancira,
Homilía 6, 11, † antes de 446). Y en el siglo VI podemos encontrar en Oriente el título
panagia («toda-santa»).

39. Al hilo de los debates cristológicos de los concilios de Éfeso y Calcedonia, la
devoción a María floreció. Cuando el patriarca de Antioquía negó a ésta el título de
Theotókos, el emperador León I (457-474) ordenó al patriarca de Constantinopla que
incluyera dicho título en la Plegaria Eucarística de Oriente. En el siglo VI, la conmemoración
de María como «Deípara» se había generalizado en las Plegarias Eucarísticas de Oriente y
Occidente (con excepción de la Iglesia Siria Oriental). Multiplicáronse los textos y las
imágenes que celebraban la santidad de María en la poesía y en cantos litúrgicos como el
Akáthistos, un himno escrito probablemente a poco de celebrarse el Concilio de Calcedonia
y que aún se canta en la Iglesia oriental. Así se fue instaurando progresivamente la
tradición de rezar con María y de alabar a ésta. A ello se le asoció desde el siglo IV,
especialmente en la Iglesia de Oriente, la súplica de su protección9.

40. Tras el Concilio de Éfeso, se comenzaron a dedicar iglesias a María y a celebrar en
ellas fiestas en su honor en fechas determinadas. Impulsadas por la piedad popular y
adoptadas gradualmente por iglesias locales, las fiestas en conmemoración de la
Concepción de María (8 y 9 de diciembre), de su Natividad (8 de septiembre), Presentación
(21 de noviembre) y Dormición (15 de agosto) reflejaban la conmemoración litúrgica de
acontecimientos de la vida del Señor. Se inspiraban tanto en las Escrituras canónicas como
en los relatos apócrifos sobre los primeros años de María y sobre su «dormición». La fiesta
de la Concepción de María está atestiguada en Oriente a finales del siglo VII, y se introdujo
en la Iglesia de Occidente a través del sur de Inglaterra a principios del siglo XI. Estaba
inspirada en la devoción popular expresada en el Protoevangelio de Santiago (siglo II), y
respondía al mismo patrón de la fiestas dominical de la Anunciación del Señor y de la ya
existente de la Concepción de Juan el Bautista. La fiesta de la Dormición de María data de
finales del siglo VI, pero en ella influyeron relatos legendarios sobre el final de la vida de
María que por aquella fecha ya gozaban de amplia difusión. En Occidente, los que más
influyeron fueron los Transitus Mariae. En Oriente, dicha festividad se conocía
precisamente como «Dormición», lo que, si implicaba la muerte de María, no la excluía sin
embargo de ser llevada al cielo. En Occidente se empleó el término «asunción», que
subrayaba su ser llevada al cielo sin excluir la posibilidad de su muerte. La creencia en su
asunción se basaba en la promesa de la resurrección de los muertos y en el reconocimiento
de la dignidad de María como Theotókos y «siempre virgen», junto con la convicción de que
aquélla que había dado a luz a la Vida debía verse asociada a la victoria de su Hijo sobre la
muerte, y a la glorificación de su Cuerpo, la Iglesia.

Desarrollo de la doctrina y de la devoción marianas durante la Edad Media

41. La difusión de estas fiestas marianas dio origen a homilías en las que los
predicadores ahondaban en las Escrituras buscando en ellas «tipos» y motivos que
iluminaran el papel de la Virgen en la economía de la salvación. Durante la Alta Edad
Media, la acentuación creciente de la humanidad de Cristo se vio acompañada por una
atención a las virtudes ejemplares de María. Bernardo, por ejemplo, pone este nuevo
acento en sus homilías. La meditación sobre las vidas de Cristo y de María fue
popularizándose progresivamente y originó el desarrollo de prácticas devotas como la del
Rosario. Las pinturas, esculturas y vidrieras de la Alta Edad Media y del final de ésta dieron
a la devoción mariana inmediatez y color.

42. Durante esos siglos se produjeron algunos importantes cambios de acento en la
reflexión teológica acerca de María. Los teólogos de la Alta Edad Media desarrollaron la
reflexión patrística sobre María como tipo de la Iglesia y también como la Nueva Eva, de
una forma que la asociaba cada vez más a Cristo en su obra permanente de redención. El
centro de atención de los creyentes —María como representación de la Iglesia fiel y, por
ende, de la Humanidad redimida— se desplazó hacia María como dispensadora de las
mercedes de Cristo a los fieles. Los teólogos escolásticos occidentales desarrollaron un
cuerpo de doctrina cada vez más elaborado acerca de María como realidad autónoma. La
mayor parte de su doctrina tuvo su origen en la especulación acerca de la santidad y
santificación de María. Las cuestiones marianas sufrían la influencia no sólo de la teología
escolástica de la gracia y del pecado original, sino también de las presuposiciones respecto
a la procreación y a la relación entre alma y cuerpo. Por ejemplo, si fue santificada en el
vientre de su madre de manera aún más perfecta que Juan el Bautista y Jeremías, algunos
teólogos pensaban que el momento exacto de su santificación había de determinarse con
arreglo a la interpretación general acerca de cuándo el «alma racional» se infundía en el
cuerpo. Los desarrollos teológicos de la doctrina occidental acerca de la gracia y del pecado
generaban otras cuestiones: ¿cómo podría María estar totalmente libre de pecado, incluso
del pecado original, sin poner en peligro el papel de Cristo como Salvador universal? La
reflexión especulativa provocó vehementes discusiones acerca de cómo la gracia
redentora de Cristo había preservado a María del pecado original. La sobria teología de la
santificación de María propia de la Summa Theologix de Tomás de Aquino y el sutil
razonamiento mariano de Duns Escoto fueron utilizados en una amplia controversia acerca
de si María fue inmaculada desde el mismo instante de su concepción.

43. Al final de la Edad Media, la teología escolástica fue distanciándose
progresivamente de la espiritualidad. Basándose cada vez menos en la exégesis bíblica, los
teólogos dependían de la probabilidad lógica para fijar sus posiciones, y los nominalistas
especulaban acerca de lo que podían hacer el poder y la voluntad absolutos de Dios. La
espiritualidad, abandonada ya su tensión creativa con la teología, cargó el acento en la
afectividad y en la experiencia personal. En la religión popular, María acabó siendo
contemplada cada vez más como intermediaria entre Dios y la Humanidad, e incluso como
hacedora de milagros dotada de poderes rayantes en la divinidad. Esta piedad popular
influyó a su vez en las opiniones teológicas de los que crecieron con ella, quienes darían
posteriormente fundamento teológico a la devoción mariana que floreció a finales de la
Edad Media.

Desde la Reforma hasta la actualidad

44. Un impulso poderoso a favor de la Reforma lo constituyó, a principios del siglo
XVI, una reacción ampliamente extendida contra las prácticas devotas que consideraban a
María como una mediadora «paralela» a Cristo, o incluso, a veces, como a alguien que
ocupaba el lugar de éste. Semejantes devociones desmesuradas, parcialmente inspiradas
por la presentación de Cristo como Juez inaccesible al tiempo que Redentor, fueron objeto
de punzantes críticas por parte de Erasmo y de Tomás Moro, y rechazadas con decisión por
los Reformadores. Junto con una recuperación radical de la Escritura como piedra de toque
fundamental de la revelación divina, también se dio una nueva recuperación, por parte de
los Reformadores, de la creencia según la cual Cristo es el único mediador entre Dios y la
Humanidad. Ello supuso el rechazo de los abusos —bien reales, bien percibidos como
tales— relacionados con la devoción a María, lo que motivó también la pérdida de algunos
aspectos positivos de devoción mariana y la reducción del papel de María en la vida de la
Iglesia.

45. En este contexto, los Reformadores ingleses siguieron acogiendo la doctrina
mariana de la Iglesia antigua. Su enseñanza positiva acerca de María se centraba en el
papel de ésta en la Encarnación, lo que se sintetiza en su aceptación de ella como
Theotókos, realidad que consideraban bíblica y al mismo tiempo concorde con la antigua
tradición común. Siguiendo las tradiciones de la Iglesia primitiva y de otros reformadores
como Martín Lutero, eformadores ingleses como Latimer (Obras 2, 105), Cranmer (Obras
2, 60; 2, 88) y Jewel (Obras 2, 105) aceptaron que María fuera «siempre virgen».
Siguiendo a Agustín, se mostraban reacios a afirmar que María fuera pecadora. Su
preocupación principal consistía en subrayar la impecabilidad única de Cristo y la
necesidad por parte de toda la Humanidad —con inclusión de María— de un Salvador (cf. Lc
1, 47). Los artículos IX y XV [de la Iglesia de Inglaterra, NdT] afirmaban la universalidad de
la pecaminosidad humana, pero ni afirmaban ni negaban la posibilidad de que María
hubiera sido preservada por la gracia de participar de esa condición humana general. Es de
destacar que el Book of Common Prayer (Libro de oración común), en la Colecta y en el
Prefacio de Navidad, habla de María como «una virgen pura».

46. A partir de 1561, el calendario de la Iglesia de Inglaterra (reproducido en el Book
of Common Prayer de 1662) contenía cinco fiestas asociadas con María: la Concepción de
María, la Natividad de María, la Anunciación, la Visitación y la Purificación/Presentación.
Sin embargo, había desaparecido la fiesta de la Asunción (15 de agosto), y ello no sólo
porque se entendiera que carecía de justificación bíblica, sino también porque se
consideraba que exaltaba a María en detrimento de Cristo. La liturgia anglicana, tal y como
la expresan los sucesivos Books of Common Prayer (1549, 1552, 1559, 1662), cuando
menciona a María da prioridad a su papel de «virgen pura», de cuya «sustancia» el Hijo
tomó la naturaleza humana (cf. artículo II). Pese a la disminución de la devoción mariana
durante el siglo XVI, la reverencia a María perduró en el uso continuado del Magníficat en
las Vísperas y en el mantenimiento de la dedicación mariana de iglesias y capillas de
antigua construcción. En el siglo XVII, escritores como Lancelot Andrewes, Jeremy Taylor
y Thomas Ken recuperaron de la tradición patrística una valoración más plena del papel de
María en las oraciones del creyente y de la Iglesia. Por ejemplo, Andrewes, en sus Preces
priva tse, se inspiró en las liturgias orientales al manifestar una tierna devoción mariana
«en conmemoración de la toda-santa, inmaculada y más que bendita Madre de Dios y
siempre virgen, María». Esta misma recuperación puede encontrarse en el siglo siguiente
y en el Movimiento de Oxford del siglo XIX.

47. En la Iglesia Católica, el incremento continuado de la doctrina y devoción
marianas, si bien moderado por los decretos reformadores del Concilio de Trento
(1545-1563), también sufrió la influencia distorsionadora de las polémicas entre
protestantes y católicos. Ser católico llegó a identificarse con una acentuación de la
devoción a María. La profundidad y la popularidad propias de la espiritualidad mariana del
siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX contribuyeron a la definición de los dogmas de
la Inmaculada Concepción (1854) y de la Asunción (1950). Por otro lado, el predominio de
esta espiritualidad empezó a suscitar críticas tanto dentro como fuera de la Iglesia
Católica, e inauguró un proceso de recuperación. Dicha recuperación resultó evidente en el
Concilio Vaticano II, que en consonancia con la renovación contemporánea en ámbito
bíblico, patrístico y litúrgico, y preocupado por las susceptibilidades ecuménicas, no optó
por redactar un documento separado sobre María, sino por integrar la doctrina mariana en
su Constitución sobre la Iglesia Lumen gentium (1964), y más concretamente en la sección
final de ésta, que describe la peregrinación escatológica de la Iglesia (capítulo VIII). El
Concilio pretendía «iluminar cuidadosamente la misión de la Bienaventurada Virgen en el
misterio del Verbo encarnado y del Cuerpo místico, así como los deberes de los redimidos
para con la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, especialmente de los
creyentes» (art. 54). La Lumen gentium termina llamando a María señal de esperanza y de
consuelo para el Pueblo de Dios en marcha (arts. 68-69). Los Padres conciliares procuraron
conscientemente resistir a las exageraciones recuperando acentos patrísticos y situando la
doctrina y la devoción marianas en su adecuado contexto cristológico y eclesial.

48. Poco después del Concilio, ante un inesperado declive de la devoción mariana, el
papa Pablo VI hizo pública una Exhortación apostólica, la Marialis cultus (1974), con el fin
de despejar dudas acerca de las intenciones del Concilio y de fomentar una adecuada
devoción mariana. Su análisis del papel de María en el ritual romano renovado mostró que
ésta no había sido «degradada» por la renovación litúrgica, y que la devoción mariana
tiene su ubicación adecuada en el centro cristológico de la oración pública de la Iglesia. El
Papa reflexionó acerca de María como «ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia
celebra y vive los divinos misterios» (art. 16). Es ejemplo para toda la Iglesia, pero
también «maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos» (art. 21). Según
Pablo VI, la renovación auténtica de la devoción mariana ha de integrarse con las doctrinas
acerca de Dios, de Cristo y de la Iglesia. La devoción a María debe ser conforme a las
Escrituras y a la liturgia de la Iglesia, sensible a las preocupaciones de los demás
cristianos, y debe afirmar la plena dignidad de la mujer en la vida pública y privada. El Papa
también llamó la atención a quienes yerran en esta materia bien por exceso, bien por
defecto. Por último, alabó el rezó del Angelus y del Rosario como devociones tradicionales
compatibles con dichas normas. En 2002, el papa Juan Pablo II reforzó el núcleo
cristológico del Rosario proponiendo la introducción de cinco «misterios de luz» tomados
de los relatos evangélicos del ministerio público de Jesús entre el Bautismo y la Pasión. «El
Rosario —declaró — [...], aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración
centrada en la cristología» (Rosarium Virginis Marix, n. 1: ECCLESIA 3.124 [2002/II], pág.
1579).

49. María goza de una importancia nueva en el culto anglicano gracias a las
renovaciones litúrgicas del siglo XX. En la mayor parte de los libros de oración anglicanos
se menciona su nombre en las Plegarias Eucarísticas. Además, el 15 de agosto ha acabado
celebrándose ampliamente como fiesta principal en honor de María con lecturas bíblicas,
oración colecta y prefacio propios. También se han renovado otras fiestas relacionadas con
María, así como los recursos litúrgicos propuestos para su empleo en las mismas. Habida
cuenta del papel determinante de los textos y de las prácticas litúrgicas autorizadas en los
formularios anglicanos, semejantes novedades resultan muy significativas.

50. Estas novedades demuestran que durante los últimos decenios ha tenido lugar en
toda la Comunión Anglicana una recuperación del papel de María en el culto colectivo.
Contemporáneamente, en Lumen gentium (capítulo VIII) y en la Exhortación Marialis
cultus, la Iglesia Católica ha procurado situar la devoción mariana en el contexto de la
doctrina bíblica y de la antigua tradición común, lo que constituye, para dicha Iglesia, una
recuperación de la doctrina acerca de María. La revisión de los calendarios y leccionarios
utilizados en nuestras Comuniones, y particularmente las disposiciones litúrgicas
relacionadas con las festividades de María, dan prueba de un proceso compartido de
recuperación del testimonio bíblico acerca del papel de María en la fe y en la vida de la
Iglesia. El creciente intercambio ecuménico ha contribuido al proceso de recuperación en
ambas Comuniones.

51. Las Escrituras nos invitan a unos y a otros a alabar y bendecir a María como sierva
del Señor providencialmente dispuesta por la gracia divina para ser madre de nuestro
Redentor. Su asentimiento incondicional al cumplimiento del designio salvífico de Dios
puede considerarse el ejemplo supremo del «Amén» de un creyente en respuesta al «Sí»
de Dios. Se yergue como ejemplo de santidad, obediencia y fe para todos los cristianos. Por
recibir a la Palabra en su corazón y en su cuerpo y darla a luz en el mundo, María pertenece
a justo título a la tradición profética. Convenimos en creer en la Bienaventurada Virgen
María como Theotókos. Nuestras dos Comuniones son herederas de una valiosa tradición
que reconoce a María como siempre virgen y la considera Nueva Eva y tipo de la Iglesia.
Coincidimos en orar y alabar con María, a la que todas las generaciones han llamado
bienaventurada; en celebrar sus fiestas y en honrarla en la comunión de los santos, y
convenimos en que María y los santos oran por toda la Iglesia (véase la siguiente sección
D). En todo ello, consideramos a María indisolublemente vinculada a Cristo y a la Iglesia.
En el marco de esta amplia consideración del papel de María, pasamos ahora a centrarnos
en la teología de la esperanza y de la gracia.

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