IGLESIA CATÓLICA ANTIGUA DE EL SALVADOR +COMUNIDAD ECUMÉNICA DE FE+
ESCRITURA + ESPÍRITU + SACRAMENTOS + MISIÓN
Jurisdicción Nacional Autónoma
ESCRITURA + ESPÍRITU + SACRAMENTOS + MISIÓN
Jurisdicción Nacional Autónoma
“Vayan por todo el mundo y proclamen el
Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15.)
Este
mandato, que resume la misión que Cristo dio a los apóstoles, expresa también
con claridad el sentido y los alcances de la misión que el Señor nos ha
confiado.
“‘El Espíritu
del Señor está sobre mí,
porque me ha
consagrado para llevar la buena noticia a los pobres;
me ha enviado a
anunciar libertad a los presos y dar vista a los ciegos; a poner en libertad a
los oprimidos;
a anunciar el
año favorable del Señor.’
Luego Jesús
cerró el libro, lo dio al ayudante de la sinagoga y se sentó.
Todos los que
estaban allí tenían la vista fija en él.
Él comenzó a
hablar, diciendo:—Hoy mismo se ha
cumplido la Escritura que ustedes acaban de oír.”
(Lc 4,18-21.)
El
corazón de nuestra misión consiste en redescubrir, asumir, implementar y promover
incansablemente a la iglesia que nació a partir de la proclamación del primer
kerigma y de la vivencia y la confesión de la fe en Jesucristo; que se
desarrolló en los primeros siglos del cristianismo y que se ha mantenido
íntegra a través del tiempo, en la
Tradición viva y en el genuino sentir de fe del Pueblo de Dios.
NUESTRA
PROYECCIÓN MISIONERA.
Nuestra
misión es la misma misión que el Padre le confió a Cristo y la capacidad que
nos ha dado para cumplirla, es la misma capacidad que dio a los apóstoles. Las
palabras del evangelio de Juan, tienen que resonar en nuestros oídos y en
nuestros corazones con toda la fuerza e incidencia que lo hicieron sobre los
primeros apóstoles: “Como el Padre me
envió a mí, así yo los envío a ustedes. Y sopló sobre ellos, y les
dijo:—Reciban el Espíritu Santo.”( Jn 20,20-22) Es sentir de fe de nuestras
comunidades que el Señor nos ha dado el Espíritu Santo. Eso exige que asumamos
como nuestra, la misión que el Padre le dio al Señor. Y, ¿en qué consiste esta
misión? Recordemos la forma como el Evangelio de Marcos la formula: “Vayan por todo el mundo y anuncien a todos
la buena noticia.”(Mc 16,15).
Se
trata de ir a todas partes y de anunciar
a todas las personas el evangelio, es decir, la llegada del Reino de Dios en medio de nosotros, por la efusión del
Espíritu Santo.
Indudablemente
ante los alcances de esta misión pueden surgir interrogantes. ¿No será esto una
forma de proselitismo? ¿No será faltar el respeto a los demás y obstaculizar el
ecumenismo?
El
testimonio que estamos llamados a dar es totalmente opuesto al proselitismo. El
proselitismo es una actitud sectaria en donde se presentan las propias
convicciones y la propia organización como lo único que vale, como el camino de
la salvación; y, con cierta frecuencia, se atrae ofreciendo prebendas que nada
tienen que ver con el mensaje anunciado y se promueven sentimientos de culpa,
ansias y temores que limitan la capacidad de hacer una opción serena y libre.
Nuestro testimonio, en cambio, se dirige
a la proclamación del kerigma, actualizado y hecho real en nuestra vida
personal y eclesial. En la medida en que ese testimonio sea
auténtico, es decir, que provenga de un
corazón que realmente ha experimentado lo que proclama y que sea propuesto
con toda la sencillez y la fuerza del Espíritu, producirá en quienes lo
reciban, lo mismo que sucedió entre quienes escuchaban a los apóstoles; (Hech
2-4) es decir, se recibirá la iluminación interior y la
capacidad de hacer un discernimiento libre. La meta del testimonio es que quienes nos escuchen crean que “Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, para
que creyendo tengan vida por medio de él.”(Jn 20,30 )
Si
eso les lleva a incorporarse a una de nuestras
comunidades, porque descubren allí
el espacio propicio para vivir la fe, no será fruto de una presión o de un
condicionamiento sino del ejercicio de
la propia libertad, guiada por la luz del Espíritu. El hecho de que en
nuestro testimonio nos dirijamos a todos, no puede ir en contra de un genuino
ecumenismo. Si quienes nos escuchan y reciben nuestro testimonio están viviendo
en sus comunidades eclesiales la misma fe viva y transformadora que les
proclamamos, lejos de separarse de ellas, se sentirán impulsados a
comprometerse con mayor generosidad dentro de las mismas. Pero si al
escucharnos descubren que lo que
llamaban fe eran simplemente creencias que les mantenían en la esclavitud, en
la oscuridad, el temor y la sumisión, no seremos nosotros, sino la fuerza
del Espíritu, quien les atraiga y les dé la gracia para pasar de la esclavitud
a la libertad; de la oscuridad a la luz;
del temor a la confianza y de la sumisión a la participación creativa. En este
caso, lejos de obstaculizar el ecumenismo, estamos siendo instrumentos de que,
por la comunión con el Espíritu Santo, se vaya manifestando y creciendo en la
verdadera unidad de la iglesia, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu.
La
realización de esta tarea implica un claro desafío para cada una de nuestras
comunidades y de quienes las forman. El compromiso tiene que involucrar a
todos, pues el Espíritu ha sido dado a todos y, por lo mismo, cada uno ha sido
elegido y capacitado para cumplir la misión.
Prepararse
para la misión y preparar el terreno en el que se debe misionar ha de ser uno
de los aspectos privilegiados de empeño para todos: ministros ordenados,
servidores y miembros de las comunidades. Se
requiere preparación. Sobre todo la que se da una fe robusta e
inquebrantable, que se va fortaleciendo y madurando a través de la oración y
del ayuno y, ante la cual, no hay nada ni nadie que pueda resistir.( Mt
17,14-21; Lc 9,37-43).
Es
entonces cuando nuestro miedo inicial, similar
al de Jeremías: “¡Ay, Señor! ¡Yo soy muy
joven y no sé hablar!”; es transformado. Pues, al igual que el profeta
llegamos a escuchar en el interior del corazón la voz del Señor que nos habla: “No digas que eres muy joven. Tú irás a
donde yo te mande, y dirás lo que yo te ordene. No tengas miedo de nadie, pues
yo estaré contigo para protegerte. Yo, el Señor, doy mi palabra.” Entonces el
Señor extendió la mano, me tocó los labios y me dijo: ‘Yo pongo mis palabras en
tus labios. Hoy te doy plena autoridad sobre reinos y naciones, para arrancar y
derribar, para destruir y demoler, y también para construir y plantar’.”(Jer
1,6-10).
Por
lo mismo hermanos, conscientes de la misión que el Señor nos ha confiado;
sabiendo que se trata de que su iglesia una, santa, católica y apostólica
resplandezca en nuestra iglesia, en cada una de nuestras comunidades y en toda
la creación “gloriosa, sin mancha ni
arruga ni nada parecido, sino santa y perfecta”(Ef 5,27) y que “nos ha capacitado para ser servidores de una
nueva alianza, basada no en una ley, sino en la acción del Espíritu”,(2Cor
3,6) tenemos que renovar nuestro compromiso y nuestra entrega, sin ahorrar
esfuerzos y utilizando todos los medios que el Señor ponga a nuestro alcance.
Que
Santa María, la llena de gracia;(Lc 1,28) y a quien Cristo dejó como madre de la nueva
creación,(Jn 19,26) interceda por nosotros para que, asumiendo una actitud como
la suya,(Lc 1,38) respondamos a la elección que el Señor nos ha hecho y
cumplamos con fidelidad la misión que nos ha confiado. En el nombre del Señor,
les reitero una vez más a que, sin retrasos, sin ambigüedades, sin miedo,
sabiendo que “la noche está muy avanzada,
y se acerca el día; revestidos de la luz,
como un soldado se reviste de su armadura”(Rom 13,12 ) “Vayan por todo el mundo y anuncien a todos
la buena noticia.” (Mc 16,15).
EL COMPROMISO
POR VIVIR LA UNIDAD DE LA IGLESIA.
Padre: “Te pido
que todos ellos estén unidos; que como tú, Padre, estás en mí y yo en ti,
también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Les
he dado la misma gloria que tú me diste, para que sean una sola cosa, así como
tú y yo somos una sola cosa: yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a ser
perfectamente uno, y que así el mundo pueda darse cuenta de que tú me enviaste,
y que los amas como me amas a mí.”( Jn 17,21-23).
Estas
palabras del evangelio de Juan, nos indican con toda claridad en donde se
encuentra el fundamento de la unidad de la iglesia y el dinamismo que ésta tiene. La fe cristiana unánimemente proclama
que el estar del Padre en el Hijo y del Hijo en el Padre es fruto de la acción
del Espíritu Santo. Por eso, tenemos que entender que al afirmarse que a los
creyentes Cristo les da “la misma gloria” que recibió del Padre, para poder
llegar a ser perfectamente uno, se está refiriendo a la presencia dinámica del
Espíritu Santo que ha sido derramado en sus corazones para constituirse en la
base de la unidad eclesial.
Pablo
igualmente insiste en que la unidad de
la iglesia se fundamenta en el Espíritu, que es el que capacita para que
ésta se exprese dentro de la comunidad: “Mantengan
la unidad que proviene del Espíritu Santo, por medio de la paz que une a todos.
Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu.” (Ef 4,3-4). Tanto en Juan como en Pablo, sin embargo, la unidad implica un proceso dinámico:
se trata de llegar a ser “perfectamente
uno.” (Ef 2,21-22; Jn 17,23) Ese proceso
de crecimiento en la unidad es fruto del crecimiento que se va dando en la “vida en el Espíritu Santo”. De allí
que asumir e ir creciendo en la unidad que Cristo quiere para la iglesia
implica el compromiso incansable de conversión, para que la vida de Cristo,
por medio del Espíritu Santo, vaya siendo cada vez más la vida de cada miembro
de nuestra iglesia y de cada comunidad, hasta que lleguemos a poder afirmar,
tanto personal como comunitariamente, junto a Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Y la
vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me
amó y se entregó a la muerte por mí.”(Gal 2,20) En la medida en que vamos creciendo en la vida en el Espíritu, no solo
nos vamos uniendo más profundamente a Cristo, cabeza de la iglesia, sino
también nos vamos identificando más profundamente con cada uno de los miembros
del cuerpo; tanto de aquellos que se reconocen activamente dentro del
mismo, como de quienes, por diversas razones, están alejados o incluso ignoran
o rechazan su existencia. Por lo mismo,
nuestra fe en que la iglesia es una, conlleva la exigencia de que cada miembro,
cada comunidad y cada instancia organizativa de la iglesia nos comprometamos a poner todos los medios a nuestro alcance para ir
creciendo en la vida en el Espíritu. El resultado de ello tendrá que ser el
experimentar que, efectivamente, estamos caminando para “llegar a ser perfectamente uno”. Y, este
crecimiento en la unidad no se limitará al ámbito de nuestra organización
eclesial sino, progresivamente, nos
llevará a reconocer y a experimentar la comunión viva y la unidad con todo ser
humano y con toda la creación.
REDESCUBRIR E
IMPLEMENTAR LA CATOLICIDAD.
“Cuando ya
estaban sentados a la mesa, tomó en sus manos el pan, y habiendo dado gracias a
Dios, lo partió y se lo dio. En ese momento se les abrieron los ojos y
reconocieron a Jesús.”(Lc 24, 31-31)
Es en el momento
de la Fracción del Pan o Eucaristía cuando la presencia del Señor glorioso y
transformador de los corazones es reconocida en medio de la iglesia local. Las
comunidades, diseminadas por muchas partes del orbe e iluminadas por la Palabra, encontraban en la celebración sacramental, el
medio para reconocerse en comunión con el cuerpo total de Cristo, es decir,
con la iglesia universal –católica–
y para recibir la efusión del Espíritu
Santo, capaz de disipar sus dudas y su decepción, (Lc 24,21 70) de alejar
sus temores (Lc 24,29) y de convertirse en testigos intrépidos de la
resurrección.(Lc 24,33-35)
Es por la
celebración Eucarística como la presencia de Cristo se hace eclesialmente
eficaz y como el Espíritu, también en forma comunitaria, va guiando a la
iglesia y proveyéndola de abundantes carismas y como la catolicidad se
convierte en una experiencia eclesial. Dentro de la Tradición
cristiana primitiva se va reconociendo progresivamente que para la celebración de ciertos sacramentos –específicamente la Eucaristía, la
Reconciliación, la Unción de enfermos y la Confirmación– es necesaria la presidencia de un ministro
ordenado, presbítero u obispo. La razón que explica esta exigencia –que se
mantiene inalterada en todas las iglesias católicas hasta nuestros tiempos–, es
la convicción de que para poder celebrar
dichos sacramentos es indispensable que, de alguna forma, esté presente y
actuando sacramentalmente la totalidad de la iglesia, cuerpo de Cristo.
A
través
del sacramento del orden es como
se realiza esta presencia sacramental de la totalidad del cuerpo. Por
medio de la ordenación sacramental, el ministro ordenado –presbítero u
obispo, según sea el caso–, recibe la
capacidad de conectar misteriosamente a cada comunidad local que celebra los
sacramentos, con la totalidad del cuerpo de Cristo, garantizando y
actualizando, de tal manera, su catolicidad. Esto también explica porqué, en la tradición genuinamente católica, se
reconocerá el carácter plenamente
sacramental del orden sagrado y cómo, al perder este sentido del
ministerio, para reconocerle simplemente como una función pastoral delegada por
la comunidad local, se pierde también el sentido sacramental de la catolicidad.
Este don conferido al obispo y al
presbítero, sin embargo, no
es un privilegio personal sino un carisma ministerial en y para la
comunidad eclesial; por lo que
ejercido al margen de ésta, pierde su sentido sacramental y su eficacia. “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como Dios los ha
llamado a una sola esperanza. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo;
hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de
todos y está en todos. Pero cada uno de nosotros ha recibido los dones que
Cristo le ha querido dar. Así preparó a los del pueblo santo para un trabajo de
servicio, para la edificación del cuerpo de Cristo.”(Ef 4, 4-7.12) Este texto no lo podemos entender reducido
únicamente a quienes se reconocen ya como parte activa del cuerpo de Cristo,
sino abarca a la totalidad de la
creación. El cuerpo de Cristo, de
una forma misteriosa, incluye a toda la humanidad y, por medio del Espíritu
Santo, actúa en todo: he aquí
otra de las implicaciones que tiene la afirmación de que la iglesia es católica. Sin embargo, esa catolicidad de la iglesia,
establecida por la muerte y resurrección de Cristo y por la efusión del
Espíritu Santo, está orientada a expresarse en todo el mundo. Por eso, en la
segunda parte del texto mencionado se afirma que el Señor prepara a los miembros de su pueblo santo –con carismas–, para el servicio de
edificación del cuerpo de Cristo.
Esto tiene consecuencias prácticas
de relevancia en lo que se refiere a nuestras
relaciones internas y a nuestra organización eclesial. Una comunidad
auténticamente católica, tiene necesariamente que constituirse como “espacio”
en el que cada uno de sus miembros es reconocido con sus características e
identidad específicas y en el que se abren oportunidades para que cada quien descubra, desarrolle y ejerza los
dones específicos que ha recibido del Señor, para la edificación de la
comunidad.
Esto
exige que nos cuestionemos acerca de muchos prejuicios culturales y religiosos
que tienden a marginar –o incluso a excluir– a las minorías, de
cualquier tipo que estas sean. Una
comunidad genuinamente católica tiene que estar abierta a acoger la participación
y la expresión de cada persona y de cada categoría de personas; especialmente
los que, por cualquier causa, puedan considerarse más vulnerables a la
marginación y a la exclusión. Mujeres, jóvenes, niños, grupos especiales…:
a todos se les debe reconocer la
posibilidad de involucrarse creativamente en la edificación de la comunidad.
Desde una actitud genuinamente católica, la
diversidad y el pluralismo no solo no son fuente de desorden ni de división
sino sirven para que se exprese y
consolide la auténtica unidad. Finalmente la actitud de genuina catolicidad
implica asumir la conciencia de que se
es enviado como testigo del Reino a toda persona y realidad. Yendo sin concepciones preconcebidas y sin la
pretensión de tener la verdad y de llevarla a quienes aún no la han encontrado,
la actitud genuinamente católica es la que es capaz de reconocer que el “Dios
y Padre de todos, está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos”,
por lo que la misión consiste, ante todo, en reconocer y venerar con fascinación y
humildad esa presencia de Dios en cada persona y realidad. Es desde esa
actitud de aprecio y respeto, como se anima a que, quienes aún no han
descubierto que ya tienen la presencia viva de Dios, se abran a la fe y al
testimonio del Espíritu de Cristo en sus vidas. Es en esta actitud de
catolicidad, la que se expresa en la bienaventuranza: “Dichosos los de corazón limpio, porque verán a Dios.” ( Mt 5,8).
LA APOSTOLICIDAD
COMO
CONTINUIDAD CON LA VIDA Y TESTIMONIO DE
LOS APÓSTOLES.
Todos
los creyentes “eran fieles en conservar
la enseñanza de los apóstoles.”( Hech 2,42 )
Y
la enseñanza consistía fundamentalmente
en la oración y el testimonio: “Nosotros
seguiremos orando y proclamando el mensaje de Dios.” (Hech 6,4)
Contrariamente a lo que con frecuencia se ha tendido a pensar, la apostolicidad
de la iglesia no puede ser reducida a la supuesta correspondencia doctrinal y a la pretendida continuidad
histórico-ritual con los apóstoles.
Sin
ignorar estos elementos, la
apostolicidad consiste ante todo, en la
continuidad con el estilo de vida de los
apóstoles, que se describe como “seguir orando” y con el testimonio que
dieron, que implica la proclamación del Evangelio de que el Reino ha llegado
hasta nosotros. La oración en el contexto que es referida a los apóstoles,
no puede ser considerada como una actividad sino como una actitud. No se trata
de los “rezos” que más o menos frecuentemente y de forma más o menos prolongada
pudieran hacer. Se refiere a la “comunión” constante e ininterrumpida con
el Señor resucitado, por medio del Espíritu Santo. El testimonio
es consecuencia de la experiencia de oración. El evangelio no es una
doctrina y el Reino de Dios que se proclama no se refiere al anuncio de una
utopía. El evangelio consiste en el
testimonio de que, por la acción del Espíritu, el Señor resucitado vive
realmente en medio de su pueblo, al que pastorea y sostiene en medio de las
tormentas cotidianas.
El testimonio de
que el Reino de Dios ha llegado se fundamenta en la experiencia compartida de que se ha “recibido el Espíritu que nos hace hijos de Dios; y por este Espíritu
nos dirigimos a Dios, diciendo: “¡Abbá! ¡Padre!”; y este mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que ya somos hijos de Dios;
y puesto que somos sus hijos, también tenemos parte en la herencia que Dios nos
ha prometido.”(Rom 8,14-17) Como resultado de la experiencia de la llegada
del Reino, se logra reconocer que “ninguno
de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el
Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que, tanto en la
vida como en la muerte, del Señor somos.” (Rm 14,7-8 ) Si el testimonio
apostólico tiene la eficacia que se nos presenta en los escritos del Nuevo
Testamento es porque no consiste en la predicación de ocurrencias ni sistemas
doctrinales sino en la proclamación algo
que es real, accesible y experimentable por todos los que llegan a la fe.
Por
eso para nosotros la conciencia de que
nuestra iglesia es “apostólica” nos debe llevar a asumir una actitud de
vida personal y comunitaria y un estilo de ministerio misionero acorde al de
los apóstoles. En medio de los avatares de la vida, se trata de mantener
una constante actitud contemplativa.
Como el árbol que entre más alto y vistoso es ante el mundo, más profundamente
hunde sus raíces en las entrañas de la tierra; así también la fidelidad a la apostolicidad requiere que, entre mayor sea la
responsabilidad que se recibe, más
profundamente tengamos que arraigarnos en la comunión con el Señor resucitado y
con su cuerpo, por la acción del Espíritu. Y el testimonio apostólico tiene que ser la expresión de la experiencia
personal y eclesial de la realidad del Evangelio y de la presencia eficaz del
Reino entre nosotros. Presupuesta la continuidad vivencial y testimonial
con las enseñanzas de los apóstoles, no podemos tampoco olvidar la importancia
de asumir, dinámica e integralmente, los elementos que la tradición ha
considerado como identificadores comunes
de la permanencia en la apostolicidad: el asumir íntegramente los Símbolos Ecuménicos de Fe como
expresión común de la fe que profesamos; y el mantener nuestra conexión
histórica con los orígenes, a través de cuanto comúnmente es reconocido como
Sucesión Apostólica ininterrumpida, a través del ministerio del obispo y de los
presbíteros.
Iglesia
Católica Antigua Comunidad Ecuménica de Fe
Jurisdicción Nacional Autónoma
PALABRA + ESPÍRITU + SACRAMENTO + MISIÓN
Jurisdicción Nacional Autónoma
PALABRA + ESPÍRITU + SACRAMENTO + MISIÓN
+ Gabriel Orellana.
Obispo
¡Ay de mí si no
predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.
.
E-mail:
obispo.gabriel@yahoo.com
Whatsapp: +503 74357721
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