SOBRE LAS TINIEBLAS DE LOS CORAZONES BRILLA SU LUZ
Joseph Ratzinger
16 julio 2008
16 julio 2008
Meditaciones para la noche del sábado santo
LA afirmación de la muerte de Dios resuena, cada vez
con más fuerza, a lo largo de nuestra época. En primer lugar aparece en Jean
Paul (Jean Paul F. Richter (1763-1825), ) como una simple pesadilla. Jesús
muerto proclama desde el techo del mundo que en su marcha al más allá no ha
encontrado nada: ningún cielo, ningún dios remunerador, sino sólo la nada
infinita, el silencio de un vacío bostezante. Pero se trata simplemente de un
sueño molesto, que alejamos suspirando al despertarnos, aunque la angustia
sufrida sigue preocupándonos en el fondo del alma, sin deseos de retirarse.
Cien años más tarde es Nietzsche quien, con seriedad
mortal, anuncia con un estridente grito de espanto: «¡Dios ha muerto! ¡Sigue
muerto! ¡Y nosotros lo hemos asesinados. Cincuenta años después se habla ya del
asunto con una serenidad casi académica y se comienza a construir una «teología
después de la muerte de Dios», que progresa y anima al hombre a ocupar el
puesto abandonado por él.
El impresionante misterio del sábado santo, su abismo
de silencio, ha adquirido, pues, en nuestra época un tremendo realismo. Porque
esto es el sábado santo: el día del ocultamiento de Dios, el día de esa inmensa
paradoja que expresamos en el credo con las palabras «descendió a los
infiernos», descendió al misterio de la muerte.
El viernes santo podíamos contemplar aún al
traspasado; el sábado santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al
muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un
fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su hijo. Podemos
estar tranquilos; los hombres sensatos, que al principio estaban un poco
preocupados por lo que pudiese suceder, llevaban razón.
Sábado santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es
éste, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse
nuestro siglo en un gran sábado santo, en un día de la ausencia de Dios, en el
que incluso a los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y se
disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza
y la apatía por la falta de esperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir
que aquél a quien creen muerto se halla entre ellos?
Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos
hemos dado realmente cuenta de que esta frase está tomada casi literalmente de
la tradición cristiana, de que hemos rezado con frecuencia algo parecido en el
vía-crucis, sin penetrar en la terrible seriedad y en la trágica realidad de lo
que decíamos? Lo hemos asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de
ideologías y costumbres anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad irreal
y a frases de devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de museo arqueológico;
lo hemos asesinado con la duplicidad de nuestra vida, que lo oscurece a él
mismo; porque, ¿qué puede hacer más discutible en este mundo la idea de Dios
que la fe y la caridad tan discutibles de sus creyentes?
La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se
convierte cada vez más en un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se
refiere también a nosotros. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador
porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de su
radical solidaridad con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es,
simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin fronteras.
Todavía más: a través del naufragio del viernes santo,
a través del silencio mortal del sábado santo, pudieron comprender los
discípulos quién era Jesús realmente y qué significaba verdaderamente su
mensaje. Dios debió morir por ellos para poder vivir de verdad en ellos. La
imagen que se habían formado de él, en la que intentaban introducirlo, debía
ser destrozada para que a través de las ruinas de la casa deshecha pudiesen
contemplar el cielo y verlo a él mismo, que sigue siendo la infinita grandeza.
Necesitamos las tinieblas de Dios, necesitamos el silencio de Dios para
experimentar de nuevo el abismo de su grandeza, el abismo de nuestra nada, que
se abriría ante nosotros si él no existiese.
Hay en el evangelio una escena que prenuncia de forma
admirable el silencio del sábado santo y que, al mismo tiempo, parece como un
retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en un bote, que está a
punto de zozobrar asaltado por la tormenta.
El profeta Elías había indicado en una ocasión a los
sacerdotes de Baal, que clamaban inútilmente a su dios pidiendo un fuego que
consumiese los sacrificios, que probablemente su dios estaba dormido y era
conveniente gritar con más fuerza para despertarle. ¿Pero no duerme Dios en
realidad? La voz del profeta ¿no se refiere, en definitiva, a los creyentes del
Dios de Israel que navegan con él en un bote zozobrante? Dios duerme mientras
sus cosas están a punto de hundirse: ¿no es ésta la experiencia de nuestra propia
vida? ¿No se asemejan la Iglesia y la fe a un pequeño bote que naufraga y que
lucha inútilmente contra el viento y las olas mientras Dios está ausente? Los
discípulos, desesperados, sacuden al Señor y le gritan que despierte; pero él
parece asombrarse y les reprocha su escasa fe. ¿No nos ocurre a nosotros lo
mismo? Cuando pase la tormenta reconoceremos qué absurda era nuestra falta de
fe.
Y, sin embargo, Señor, no podemos hacer otra cosa que
sacudirte a ti, el Dios silencioso y durmiente y gritarte: ¡despierta! ¿no ves
que nos hundimos? Despierta, haz que las tinieblas del sábado santo no sean
eternas, envía un rayo de tu luz pascual a nuestros días, ven con nosotros
cuando marchamos desesperanzados hacia Emaús, que nuestro corazón arda con tu
cercanía. Tú que ocultamente preparaste los caminos de Israel para hacerte al
fin un hombre como nosotros, no nos abandones en la oscuridad, no dejes que tu
palabra se diluya en medio de la charlatanería de nuestra época. Señor,
ayúdanos, porque sin ti pereceríamos.
2.
El ocultamiento de Dios en este mundo es el auténtico
misterio del sábado santo, expresado en las enigmáticas palabras: Jesús
«descendió a los infiernos». La experiencia de nuestra época nos ayuda a
profundizar en el sábado santo, ya que el ocultamiento de Dios en su propio
mundo —que debería alabarlo con millares de voces—, la impotencia de Dios, a
pesar de que es el todopoderoso, constituye la experiencia y la preocupación de
nuestro tiempo.
Pero, aunque el sábado santo expresa íntimamente
nuestra situación, aunque comprendamos mejor al Dios del sábado santo que al de
las poderosas manifestaciones en medio de tormentas y tempestades, como las
narradas por el Antiguo Testamento, seguimos preguntándonos qué significa en
realidad esa fórmula enigmática: Jesús «descendió a los infiernos».
Seamos sinceros: nadie puede explicar verdaderamente
esta frase, ni siquiera los que dicen que la palabra infierno es una falsa
traducción del término hebreo sheol, que significa simplemente el reino de los
muertos; según éstos, el sentido originario de la fórmula sólo expresaría que
Jesús descendió a las profundidades de la muerte, que murió en realidad y
participó en el abismo de nuestro destino. Pero surge la pregunta: ¿qué es la
muerte en realidad y qué sucede cuando uno desciende a las profundidades de la
muerte? Tengamos en cuenta que la muerte no es la misma desde que Jesús
descendió a ella, la penetró y asumió; igual que la vida, el ser humano no es
el mismo desde que la naturaleza humana se puso en contacto con el ser de Dios
a través de Cristo. Antes, la muerte era solamente muerte, separación del mundo
de los vivos y —aunque con distinta intensidad— algo parecido al «infierno», a
la zona nocturna de la existencia, a la oscuridad impenetrable.
Pero ahora la muerte es también vida, y cuando
atravesamos la fría soledad de las puertas de la muerte encontramos a aquél que
es la vida, al que quiso acompañarnos en nuestras últimas soledades y participó
de nuestro abandono en la soledad mortal del huerto y de la cruz, clamando:
«¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»
Cuando un niño ha de ir en una noche oscura a través
de un bosque, siente miedo, aunque le demuestren cien veces que no hay en él
nada peligroso. No teme por nada determinado a lo que pueda referirse, sino que
experimenta oscuramente el riesgo, la dificultad, el aspecto trágico de la
existencia. Sólo una voz humana podría consolarle, sólo la mano de un hombre
cariñoso podría alejar esa angustia que le asalta como una pesadilla. Existe un
miedo —el miedo auténtico, que radica en lo más íntimo de nuestra soledad— que
no puede ser superado por el entendimiento, sino exclusivamente por la
presencia de un amante, porque dicho miedo no se refiere a nada concreto, sino
que es la tragedia de nuestra soledad última. ¿Quién no ha experimentado alguna
vez el temor de sentirse abandonado? ¿Quién no ha experimentado en algún
momento el milagro consolador que supone una palabra cariñosa en dicha
circunstancia? Pero cuando nos sumergimos en una soledad en la que resulta
imposible escuchar una palabra de cariño estamos en contacto con el infierno. Y
sabemos que no pocos hombres de nuestro mundo, aparentemente tan optimista,
opinan que todo contacto humano se queda en lo superficial, que ningún hombre
puede tener acceso a la intimidad del otro y que, en consecuencia, el sustrato
último de nuestra existencia lo constituye la desesperación, el infierno.
Jean Paul Sartre lo ha expresado literariamente en uno
de sus dramas, proponiendo, simultáneamente, el núcleo de su teoría sobre el
hombre. Y de hecho, una cosa es cierta: existe una noche en cuyo tenebroso
abandono no resuena ninguna voz consoladora; hay una puerta que debemos cruzar
completamente solos: la puerta de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en
definitiva, el miedo a esta soledad. Por eso en el Antiguo Testamento una misma
palabra designaba el reino de la muerte y el infierno: sheol. Porque la muerte
es la soledad absoluta. Pero aquella soledad que no puede iluminar el amor, tan
profunda que el amor no tiene acceso a ella, es el infierno.
«Descendió a los infiernos»: esta confesión del sábado
santo significa que Cristo cruzó la puerta de la soledad, que descendió al
abismo inalcanzable e insuperable de nuestro abandono. Significa también que,
en la última noche, en la que no se escucha ninguna palabra, en la que todos
nosotros somos como niños que lloran, resuena una palabra que nos llama, se nos
tiende una mano que nos coge y guía.
La soledad insuperable del hombre ha sido superada
desde que él se encuentra en ella. El infierno ha sido superado desde que el
amor se introdujo en las regiones de la muerte, habitando en la tierra de nadie
de la soledad. En definitiva, el hombre no vive de pan, sino que en lo más
profundo de sí mismo vive de la capacidad de amar y de ser amado. Desde que el
amor está presente en el ámbito de la muerte, existe la vida en medio de la
muerte. «A tus fieles, Señor, no se les quita la vida, se les cambia», reza la
Iglesia en la misa de difuntos.
Nadie puede decir lo que significa en el fondo la
frase: «descendió a los infiernos». Pero cuando nos llegue la hora de nuestra
última soledad captaremos algo del gran resplandor de este oscuro misterio. Con
la certeza esperanzadora de que en aquel instante de profundo abandono no
estaremos solos, podemos imaginar ya algo de lo que esto significa. Y mientras
protestamos contra las tinieblas de la muerte de Dios comenzamos a agradecer
esa luz que, desde las tinieblas, viene hacia nosotros.
En la oración de la Iglesia, la liturgia de los tres
días santos ha sido estudiada con gran cuidado; la Iglesia quiere introducirnos
con su oración en la realidad de la pasión del señor y conducirnos a través de
las palabras al centro espiritual del acontecimiento.
Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas
del sábado santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran.
Cristo se ha ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables se ha
convertido también en nuestra salvación; ahora se realizan las escuetas
palabras del salmista: «aunque bajase hasta los infiernos, allí estás tú». En
esta liturgia ocurre que, cuanto más avanza, comienzan a lucir en ella, como en
la alborada, las primeras luces de la mañana de pascua. Si el viernes santo nos
ponía ante los ojos la imagen desfigurada del traspasado, la liturgia del
sábado santo nos recuerda, más bien, a los crucifijos de la antigua Iglesia: la
cruz rodeada de rayos luminosos, que es una señal tanto de la muerte como de la
resurrección.
De este modo, el sábado santo puede mostrarnos un aspecto
de la piedad cristiana que, al correr de los siglos, quizá haya ido perdiendo
fuerza. Cuando oramos mirando al crucifijo, vemos en él la mayoría de las veces
una referencia a la pasión histórica del Señor sobre el Gólgota. Pero el origen
de la devoción a la cruz es distinto: los cristianos oraban vueltos hacia
oriente, indicando su esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre
la historia; es decir, expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz está
estrechamente ligada, al principio, con esta orientación de la oración,
representa la insignia que será entregada al rey cuando llegue; en el crucifijo
alcanza su punto culminante la oración.
Así, pues, para la cristiandad primitiva la cruz era,
ante todo, signo de esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección
hacia el Señor que viene. Con la evolución posterior se hizo bastante necesario
volver la mirada, cada vez con más fuerza, hacia el hecho: ante todas las
volatilizaciones de lo espiritual, ante el camino extraño de la encarnación de
Dios, había que defender la prodigalidad impresionante de su amor, que por el
bien de unas pobres criaturas se había hecho hombre, y qué hombre. Había que
defender la santa locura del amor de Dios, que no pronunció una palabra
poderosa, sino que eligió el camino de la debilidad, a fin de confundir
nuestros sueños de grandeza y aniquilarlos desde dentro.
¿Pero no hemos olvidado quizás demasiado la relación
entre cruz y esperanza, la unidad entre la orientación de la cruz y el oriente,
entre el pasado y el futuro? El espíritu de esperanza que respiran las
oraciones del sábado santo deberían penetrar de nuevo todo nuestro
cristianismo. El cristianismo no es una pura religión del pasado, sino también
del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza, porque Cristo no es solamente
el muerto y resucitado, sino también el que ha de venir.
Señor, haz que este misterio de esperanza brille en
nuestros corazones, haznos conocer la luz que brota de tu cruz, haz que como
cristianos marchemos hacia el futuro, al encuentro del día en que aparezcas.
Oración
Señor Jesucristo, has hecho brillar tu luz en las
tinieblas de la muerte, la fuerza protectora de tu amor habita en el abismo de
la más profunda soledad; en medio de tu ocultamiento podemos cantar el aleluya
de los redimidos.
Concédenos la humilde sencillez de la fe que no se
desconcierta cuando tú nos llamas a la hora de las tinieblas y del abandono,
cuando todo parece inconsistente. En esta época en que tus cosas parecen estar
librando una batalla mortal, concédenos luz suficiente para no perderte; luz
suficiente para poder iluminar a los otros que también lo necesitan.
Haz que el misterio de tu alegría pascual resplandezca
en nuestros días como el alba, haz que seamos realmente hombres pascuales en
medio del sábado santo de la historia.
Haz que a través de los días luminosos y oscuros de
nuestro tiempo nos pongamos alegremente en camino hacia tu gloria futura.
Amén.
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