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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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miércoles, 8 de febrero de 2012

«YA VOY, SEÑOR» CONTEMPLATIVOS EN LA RELACIÓN

José Ignacio González Faus

1.       CONTEMPLACIÓN CRISTIANA Y CONTEMPLACIÓN “RELIGIOSA”
2.       INICIACIÓN A LA CONTEMPLACIÓN Y AL MISTERIO
3.       ORIENTACIONES PRÁCTICAS
                CONCLUSIÓN
                NOTAS
                CUESTIONES PARA LA REFLEXIÓN

Los compañeros de Ignacio de Loyola decían que había sido un «contemplativo en la acción». Esto no abrevia las horas de oración que tenía el santo. Pero marca un corrimiento de la contemplación: desde la pura inactividad a la acción humana. Y el campo principal de la acción humana es precisamente la relación. El manejo de las cosas y de la naturaleza, la investigación, el arte… pueden reclamar atención; pero a un alma contemplativa le abren fácilmente ventanas hacia el misterio del “más-allá”. En cambio, la relación interhumana dificulta mucho más esa apertura: no sólo por el egoísmo propio y ajeno, sino por el misterio, la complejidad y las diferencias de los seres humanos. También por la velocidad o intrascendencia que acompaña a muchas de nuestras relaciones. Todo eso hace plausible el intento de prolongar el lema ignaciano (contemplativos en la acción), hacia esa cumbre de ser “contemplativos en la relación”, donde quizá se encuentran los mayores tesoros de una vida configurada por la fe y el seguimiento de Jesucristo.


1. CONTEMPLACIÓN CRISTIANA Y CONTEMPLACIÓN “RELIGIOSA”

Situar la contemplación en el seno de la misma relación interhumana, es algo muy específico del cristianismo, demasiado olvidado por el intento de acoplar lo más posible la fe cristiana con la religiosidad general del ser humano, y hacerla brotar de ahí. Que algo sea muy específicamente cristiano no significa en modo alguno que sea menos humano sino al revés: es lo más profundamente humano (y, por tanto, perceptible también desde fuera del cristianismo). Pero sí significa aquello que D. Bonhoeffer repetía en sus cartas desde la cárcel: «el Dios que se revela en Jesucristo pone del revés todo lo que el hombre “religioso” esperaría de Dios».

1.1. Fundamentación teológica
Precisamente por eso, nuestra afirmación sobre esa especificidad de la contemplación cristiana necesita una demostración basada en los textos mismos cristianos. Por ahí comenzaremos. Y para ello, fijémonos en los rasgos siguientes que apuntan todos en una misma dirección.

a) Infinidad de teólogos modernos se han cansado de repetir que Jesús habló muy poco de Dios y mucho del Reinado de Dios; que no habló de «buscar primero a Dios» sino de «buscar primero el reinado de Dios y su justicia»; ni habló de convertirse a Dios sino de prepararse para entrar en el Reino de Dios (o convertirse para posibilitar su llegada). Estos datos, hoy indiscutibles, podemos desarrollarlos un poco más.

b) Jesús, efectivamente, no da lecciones de teología ni de espiritualidad, no revela atributos del ser de Dios (la invocación Abbá no revela un atributo divino sino un modo de relacionarse con Dios). Jesús, simplemente, anuncia el amor increíble de Dios a los hombres, que el capítulo 15 de Lucas llega a comparar con lo que es el dinero para los seres humanos: la verdadera alegría de Dios se da cuando se recupera “uno solo” de los perdidos (como el hombre rico siente más alegría por la recuperación del millón que había perdido, que por los otros nueve millones que están seguros). En correspondencia con eso, Jesús se estremece de júbilo si ve que los ninguneados por las sociedades humanas comprenden los misterios de Dios mejor que los sabios y poderosos de la tierra.

c) Jesús admira la naturaleza: evoca la belleza de los lirios y la libertad de los pájaros, sabe del cuidado y el cariño que necesita una viña o una higuera, y se asombra ante el poder de la vida para hacer que la semilla crezca por sí sola mientras el labrador duerme. Pero, a la hora de ponernos en contacto con Dios, Jesús no nos invita a dar gracias ni a quedar absortos ante el misterio del universo (aunque esto pueda darse por supuesto). La oración que enseña nos invita a pedir la llegada del Reinado de Dios, que es el triunfo de lo plenamente humano: sustento suficiente para todos y reconciliación entre las personas, la justicia y la paz, en una palabra.

Al igual que Jesús, san Agustín rebosaba sensibilidad ante la hermosura de la naturaleza pero, a la hora de buscar allí a Dios, sentía como una voz que le decía: «busca por encima de nosotras »1. Y es que, si la belleza natural puede sugerir a Dios, la historia manifiesta la voluntad de Dios. Y la historia es el tejido de todas nuestras relaciones humanas.

Y esta enseñanza del Nazareno recibe una explicitación esplendorosa tras su Resurrección, recapituladora de todo el universo (Ef 1,14). Veamos otros ejemplos de ello.

d) El capítulo 3 de la Carta a los Efesios contiene un canto de asombro del autor, que parece reflejar una profunda experiencia personal de Pablo2, sobrecogido ante la revelación de que todos los hombres somos hijos de una misma familia: todos sin excepción. Y que eso no es más que la consecuencia de que se ha revelado el Misterio que lo sostiene todo y lo sobrepasa todo, que está actuante en todo y constituye «la sabiduría más eminente»: el amor de Dios hecho visible en Jesucristo. Desde esa revelación las relaciones humanas quedan transformadas: “cristificadas”, divinizadas. Y esa transformación debe afectar necesariamente nuestra manera de enfocarlas. De modo que el ser «contemplativos en la relación» va en paralelo con «la inteligencia del misterio de Cristo» (Ef 3,4).

e) Por la misma razón, las primeras comunidades cristianas acuñaron la fórmula “en Cristo”, o “en el Señor”, que servía para caracterizar todas las relaciones humanas (pareja, familia, esclavitud …), insertándolas en una especie de atmósfera nueva que las transforma: «hay hermanos, hijos, inspectores y amigos en el Señor, hay saludos, alegrías, exhortaciones… en el Señor, la mutua pertenencia varón-mujer es en el Señor»3… Ese vivir o estar “en Cristo” es lo que fundamenta una contemplación en las relaciones humanas.

f) Y así se comprende la anécdota de la primera tradición cristiana sobre el apóstol Juan: cuando en sus últimos años, casi centenario y siendo el último testigo vivo de Jesús, se le pedía con ansia que explicara cosas del Maestro, Juan se limitaba a repetir: «amaos unos a otros, amaos unos a otros…». Y ante la queja de que siempre decía lo mismo, y la curiosidad por saber más, el apóstol Juan replicaba: «es que ahí está todo, y eso basta». Gran verdad porque ahí está la fe-esperanza-caridad; ahí está Dios, Cristo, la Iglesia y lo mejor del hombre.

1.2. Consecuencias

Todos estos datos marcan una diferencia en el modo de concebir la vivencia de la fe (o la relación con Dios) desde una religiosidad general, o desde el cristianismo que sigue a Jesús porque cree en Él como Revelación de Dios. Por consiguiente, marcan también una diferencia fundamental entre el cristianismo y la idea genérica de religión, a la hora de concebir la dimensión orante y contemplativa.

Para el primero, la relación con las personas y el amor fraterno no pueden quedar excluidos de la relación con Dios. Y por eso, tampoco pueden quedar fuera de la oración y la contemplación cristianas.

Ojalá esto ayude a comprender que cuanto llevamos dicho no es un “reduccionismo”, sino un camino mucho más difícil que el de la religiosidad general (a menos que se quiera acusar al Maestro de reduccionista…). Por eso cabe sospechar que la acusación de reduccionismo es una excusa interesada para dispensarse de ir a Dios por aquello que Jesús denominaba «la puerta estrecha»; o no ha captado la profunda transformación teologal de las relaciones humanas dentro del cristianismo, que expusimos en el apartado anterior.

Tiene, pues, plena razón Egide van Broeckhoven (jesuita obrero belga muerto en accidente de trabajo a los treinta y cuatro años), cuando escribía en su diario: «se da una oración contemplativa falsa que se desarrolla al margen de la vida, y una oración contemplativa verdadera que la domina»; «se encuentra a Dios cuando se deja todo por este mundo»4.

Y esa “transformación cristiana” debe afectar nuestro modo de enfocar las relaciones humanas, precisamente porque es una revelación que choca con la más elemental de nuestras experiencias: la gran dificultad y ardua tarea que son
muchas veces las relaciones humanas.

Es conocido el comentario del bondadoso Juan de la Cruz, a su regreso a Castilla desde Jaén, cuando trabajando en el campo y recogiendo garbanzos, comentaba: «es más lindo manosear estas criaturas muertas que ser manoseado por las vivas»5. A ello cabe añadir que hoy quizá vivimos una época histórica de particular deterioro de las relaciones humanas, y de constantes desavenencias en todos los campos: crecen los racismos y los nacionalismos excluyentes, crecen las diferencias de clases, las culturas prefieren chocar en vez de encontrarse, fracasan las parejas y aumenta la violencia de género, los partidos políticos prefieren mirarse como totalidades y no como “partidos”; y el autismo cultural que respiramos nos induce a mirar a los demás como meros objetos o estímulos, pero no como sujetos de dignidad absoluta.

Creyentes o no creyentes, todos deberíamos hacer un esfuerzo por engrasar las junturas de nuestra convivencia, si no queremos deslizarnos por una pendiente que podría terminar en una catástrofe sin precedentes, como si no bastara con todas las catástrofes que hemos ido provocando a lo largo de la historia.

Estas líneas se dirigen principalmente a cristianos, sobre todo en su primera parte. Pero, al menos en su última parte, aspiran a ser de alguna utilidad también para quienes no tienen la enorme e inmerecida suerte de la fe, o para aquellos buscadores de los que seguramente vale el dicho de Pascal: «No me buscarías si no me hubieses ya encontrado».


1.3. Necesidad de recuperar el mejor cristianismo

A lo largo de la historia, se ha producido aquí un oscurecimiento del mensaje cristiano, pese a que nunca se haya perdido del horizonte la importancia de lo que el Nuevo Testamento llama sorprendentemente «mandamiento nuevo». En esa deformación jugó un papel innegable la helenización del cristianismo. Que fue una tarea necesaria y una epopeya admirable pero que, como todas las inculturaciones, suele pagar un precio que sólo se percibe con claridad cuando fenece la cultura en que estaba encarnada la fe.

Por ejemplo, de algunos padres del desierto se cuentan anécdotas de que iban “tan embebidos en Dios” que ni siquiera respondían al saludo si alguien se cruzaban con ellos. Más tarde, Tomás de Kempis, en un libro superclásico de la espiritualidad católica y lleno de valores innegables, escribe un apotegma famoso: «cuantas veces estuve con los hombres, volví menos hombre»6 (n. 147). Lo grave de esta frase (que, según algunos, no es de Kempis sino de Séneca7) no es aquello que afirma sino el que sólo afirme eso.

1.3.1. Una antropología más cristiana

En cambio, los textos bíblicos y el hombre Jesús nunca hablan así, pese a que son plenamente conscientes de los peligros incontables que envuelven las relaciones humanas. Pero creen también (aquí hay un elemento mucho más de fe que de argumentación racional), que los seres humanos y sus relaciones (libres y fraternas) son precisamente lo que más ama Dios, hasta el punto de haberles dado “a su propio Hijo”. Y saben que a todas las metas grandes se llega por sendas escarpadas o a través de puertas estrechas.

Si ese neoplatonismo donde entró el cristianismo veía sólo lo negativo del ser humano, buscando la perfección humana en la huída de los hombres, Jesús sabe que “el impuro” es una imagen de Dios que no debe ser rechazada sino restaurada, que el enfermo no debe quedarse en la cuneta sino que debe ser reintegrado en la comitiva, y que hasta al ladrón opresor como Zaqueo se le debe dar una oportunidad… En la tercera parte retomaremos estas figuras. Ahora baste con asegurar que, en ese tipo de consejos de la tradición ascética, se deja sentir más la presencia del estoicismo que la presencia de Jesús.

Por otro lado, el empeño por buscar la contemplación cristiana en la misma relación humana puede ser mucho más coherente con la antropología moderna que insiste en que el ser humano (y el ser en general) queda mucho mejor definido como relación que como mera sustancia: la visión evolutiva del mundo –en la biología, y en la filosofía y teología que brotan de ella– va conceptuando «la realidad como un proceso interdependiente y relacional». Toda la realidad es ontológicamente relacional y, naturalmente, mucho más la realidad personal, en pálida analogía con el ser de Dios donde la persona se define como relación8. La «imagen y semejanza de Dios» que define al hombre (Gen 1,26ss) tiene que ver, entre otros rasgos, con la consistencia y la densidad del aspecto relacional en la definición de la persona.

1.3.2. Una teología más cristiana

Y no sólo es más coherente con la antropología sino también con la teología: si Dios es “Comunión Absoluta” y no meramente “el ser absoluto” (y ése es uno de los significados más primarios del dogma de la Trinidad), sumergirse en Dios, como forma privilegiada de contemplación, no es meramente anegarse en un misterio metafísico, sino envolverse en una atmósfera de relación: en un misterio interpersonal donde la persona se define como relación: donación y unión.

Todo eso convierte nuestro ser humanos en “una tarea relacional”: como enseña el psicoanálisis, somos “seres separados” desde nuestro nacimiento. Esa separación, que queda sellada al cortar el cordón umbilical, es la raíz de nuestra inagotable capacidad de deseo que nos convierte en seres deseantes en pos de esa fusión total que supere nuestra separación: primero con el pecho materno, después con todo lo que nos llevamos a la boca, más tarde con los celos, los protagonismos las posesividades la búsqueda de una fusión sexual absoluta…, «siempre buscando al todo entre la niebla», si vale la parodia de un verso de Machado9. Hasta que  prendemos que esa totalidad ansiada es imposible y que nuestro crecer como personas consiste en poner en su lugar la alteridad y aprender a relacionarnos con ella10.

Establecida así la centralidad e importancia teórica de nuestro tema, vamos ahora a intentar acercarnos a él en una especie de introducción o de guía experiencial (mistagogía).

2. INICIACIÓN A LA CONTEMPLACIÓN Y AL MISTERIO

Según acabamos de ver, la fe cristiana toma muy en serio que el ser humano es imagen de Dios: mucho más que la hermosura de la naturaleza, la inmensidad del mar y el desierto, el misterio oculto del cielo estrellado, o todos esos “flashes” que parecen hablarnos de Dios. Y esa seriedad no se quiebra, sino que más bien se incrementa, aunque se trate de «Tu imagen empañada por la culpa» como cantan los cristianos  o, a veces, mucho más que empañada: destrozada y hecha añicos. Esta fractura puede crear dificultades a nuestro propósito. Pero…

2.1. El misterio humano y el Misterio divino

Si las cosas son así, el cristiano debe ir habituándose poco a poco a mirar cada persona que le sale al paso en la vida, como un miembro de Cristo y un hijo de Dios “igual que yo”: tanto si se trata de un amigo como de un desconocido, un mendigo, un banquero, un terrorista, un pariente, un monarca, un enemigo, un ateo o un obispo. Ser cristiano es acostumbrarse a mirar así a todos, como primer calificativo. Y convertir esa mirada en un factor decisivo de mi conducta para con cada persona.

Sólo desde aquí, se puede llegar fundadamente a lo que cada persona tiene de único y de irrepetible, más allá de sus condicionamientos de cultura, clase social, familiar, historia médica o evolución personal... Si no recuerdo mal, Jacques Leclerq escribió años atrás, hablando del amor humano: «el que dice de veras ‘te amo’ dice algo completamente nuevo aunque, antes de él, hayan dicho eso mismo millones de personas»11. El animal macho que copula con la hembra no hace algo completamente nuevo o inédito. Y esta perenne novedad de la persona humana, que es reflejo de lo dicho en el capítulo anterior y fuente de su dignidad sacrosanta, vale para todos los hombres y mujeres, no sólo para los de la propia familia, patria, religión o raza.

Pero llegar hasta ahí, conseguir esa mirada y esa postura, no es nada fácil, es como un horizonte que nunca se alcanza. Sin embargo, y aunque el horizonte no se alcance nunca, caminar en esa dirección lleva la vida humana hacia parajes desconocidos y sorprendentes.

El verdadero objeto de lo que la tradición llamó «ascética»12  es la capacitación de la voluntad y la sensibilidad humana para ese modo de ver y de situarse en el mundo. La ascética cristiana no es un esfuerzo dedicado a la propia cirugía estética, sino una capacitación para descubrir la insospechada riqueza y el tesoro escondido que puede caber en las relaciones humanas. Por ahí van transitando nuestras relaciones en una especie de maratón interminable, desde el “hombre (o mujer)-objeto” al “hombre (o mujer)-misterio”. Y así se comprende la observación de Egide van Broeckhoven: «el desprendimiento más profundo sólo tiene sentido como una etapa hacia el apego más profundo»13.

El cristiano acomete este esfuerzo ascético desde la profunda convicción y experiencia de su incapacidad. Pero contando con que su pequeño y duro trabajo, dirigido por el que la fe cristiana llama «el Aliento (el espíritu) de Dios», puede llevarle a metas insospechadas y muy de agradecer. En ese esfuerzo confiado se le irán recolocando y enriqueciendo muchas de las dimensiones presentes en toda relación, contradictorias tantas veces en una primera experiencia, pero capaces de ser armonizadas conforme maduran las personas.

Como único ejemplo veamos la sorprendente dualidad entre las dos formas más bellas de relación y las más espontáneamente contemplativas: la amistad y el amor. El amor anhela siempre más fusión y percibe que se ha quedado a medias en colmar su anhelo; mientras que en la amistad, el gesto más “pobre” y más sencillo abre un trasfondo inmenso de unión. Ahí percibe el ser humano que amistad y amor, las dos cumbres de toda relación humana, no son simplemente contrarias: ambas son, sí, parciales y tienen su campos y sus momentos en lo que toca a la materialidad de la relación; pero son armónicas, y suman más que restan, en lo que es el elemento formal de la relación. Por eso, ambas pueden hablar de Dios y remitir a Él.

Por eso también, nada de lo dicho en este apartado significa que el ser contemplativos en la relación no necesite ratos y horas de soledad y contemplación  personal. Lo único que significa es que esa oración personal debería ser en buena medida una escuela y una preparación para esa otra contemplación más difícil, y que no brota espontáneamente.

Los otros han de ser materia de mi oración muchas veces: lo cual empalma con aquella enseñanza de un viejo maestro del espíritu: orar no es mirar a Dios sino «mirar al mundo con los ojos de Dios».

2.2. Del Dios atisbado al Dios revelado

En la vida humana hay experiencias que sugieren trascendencia o, al menos, invitan a adentrarse en ellas buscando algo más: son experiencias de belleza y gratuidad, de inmensidad en el desierto o ante el mar, de grandeza en las cumbres de las montañas, o de profundidad en una relación humana, de plenitud o paz (en la música), de amor (sensación de fusión junto a la del placer)… En realidad todas esas experiencias brotan de la vivencia misma del ser, y de la conciencia de ser que se percibe tan real como infundada: «Asombro de ser: ¡cantar!», cantaba Jorge Guillén14, de manera tan escueta como trinitaria: el ser, la conciencia asombrada de ser (el Logos) y la dicha de ser (el canto)15.

Todos esos atisbos de trascendencia están en la base de muchas actitudes religiosas, y con frecuencia se ha hablado del “sentimiento oceánico” como base de la búsqueda de Dios, mucho más que el miedo, que sólo sabe forjar ídolos. Pues bien, lo específico del cristianismo a nivel de actitudes (no precisamente de contenidos) se sitúa en la invitación a escuchar que, a esos atisbos de trascendencia, Dios les responde: «lo que atisbas está más a tu alcance de lo que crees, pero está ahí donde no lo buscas: en los pobres y enfermos..., vaciado de sí y anonadado». De modo que si lo específico del eros religioso brota del «busca más arriba» que creía escuchar Agustín, lo específico del eros cristiano sería un «busca más abajo».

Esa conversión el eros religioso es imperativa para un cristiano; y aquí cabe evocar una frase de la tradición ignaciana: «lo divino es ser inabarcable para lo máximo y caber en lo mínimo»16. Como también se entiende desde ahí el lema que aglutinó toda la experiencia creyente descubierta por Etty Hillesum: «ayudar a Dios»17. Ayudar a Dios a no morir en mí (cuando Le acojo en su rostro desfigurado), y a nacer o crecer (o renacer) en los demás.

La sorprendente paradoja cristiana reside ahí, en que el adorar a Dios se convierte en ayudar a Dios, y ayudar al hermano se convierte en adorar a Dios. Además de Etty Hillesum, Dietrich Bonhoeffer y otros testigos cristianos del pasado siglo testificaron de mil variadas formas esa paradoja, que parece dar contenido a lo que Jesús recomendaba a la samaritana: adorar a Dios, no aquí o allá, sino «en espíritu y verdad… porque Dios es espíritu y así quiere que sean los que le adoran» (Jn 4, 23).

Curiosamente, los testigos citados testifican que esa actitud acaba convirtiéndose en algo que cabría designar como “experiencia de resurrección”. En testimonios de curas obreros, o de muchos misioneros (a veces mártires) del tercer y cuarto mundo, es frecuente esa experiencia de resurrección en la muerte, a la que Mons. Romero aludió una vez en una entrevista: «si me matan resucitaré en mi pueblo». No se trataba ahí de negar la resurrección futura sino de anticiparla en esa resurrección de Cristo que se actualiza cuasi sacramentalmente en toda humanidad oprimida, maltratada o ninguneada que se libera y se humaniza.

Por eso, para una mística auténtica que nos haga contemplativos en la relación, es importante recordar que el cristianismo no es una religión de muerte, ni tampoco una religión de resurrección. Es una fe de resurrección en la muerte. Y en ese proceso, la muerte no es propiamente buscada sino sobrevenida, como le sucedió a Jesús. Y la resurrección tampoco es buscada sino regalada y (en todo caso) esperada. También como le sucedió a Jesús.

Finalmente, en este paso del Dios atisbado al Dios revelado, el ser humano acaba descubriendo su propia impotencia. Esa impotencia propia le remite de otra manera a Dios que, Infinito, Inmanipulable e Inobjetivable como es, no deja de ser por ello su Roca, su Alcázar y su Refugio como cantan los salmos infinidad de veces.

2.3. Del Dios revelado a la realidad rebelde

Para no salirnos de la paradoja cristiana, es precisamente esa total referencia a Dios la que lleva al creyente a poner todos los medios humanos a su alcance (en análisis, discernimiento, entrenamiento y paciencia) para recibir la ayuda de Dios «que nos enriquece con su pobreza», nos hace crecer con su debilidad y está con nosotros en su abandono.18

Ello nos obligará a añadir a estas reflexiones una tercera parte, para buscar caminos prácticos y pautas de acción y crecimiento en ese programa de ser contemplativos en la relación. Como ya dije, esta última parte puede ser útil también para el no creyente que, a pesar de lo que él cree ser su falta de fe, adivina quizás algo de verdad y de belleza en cuanto llevamos expuesto, y desea o busca también una cierta mística de las relaciones humanas.

Pero, en esta última parte de nuestro recorrido, el autor del Cuaderno deberá ir desapareciendo, empequeñeciéndose o bajando la voz cada vez más: porque no existen recetas prefabricadas y cada cual ha de acabar siendo el maestro de sí mismo, que va aprendiendo de sí y encontrando su propio camino. En un lenguaje que quiere ser general ya no cabe afirmar sino sugerir, no imponer sino orientar, ni exponer sistemas o construcciones teológicas sino sólo condensar o procesar experiencias humanas. Eso intentaremos en la parte siguiente “con la boca chiquita”. Antes, para suplir la falta de recetas concretas, irá bien, a modo de transición, enmarcar las páginas que siguen en una reflexión sobre el amor, que parece ser el marco y la cumbre de todas las relaciones humanas, hacia la que apuntan todas ellas.

2.4. De la realidad al amor “que es de Dios”

De manera general podemos definir al amor como la entrega de uno mismo, hecha desde la más absoluta libertad, para hacer crecer a la otra parte. Esa sería como la cumbre de todo un proceso general de “querer el bien del otro”, que culmina en las formas más particularizadas (amor de pareja, amistad), para las cuales podemos mantener la definición dada, pero hablando ahora de entrega mutua.

Partir de esa definición permite poner de relieve las deficiencias o deformaciones del amor, tan frecuentes e inacabables entre nosotros, y que encontraremos en otras muchas relaciones.

a) Comencemos por la segunda de las características descritas: la libertad en la entrega: muchas veces sucede que la entrega no se hace “desde la más plena libertad”, sino por engaño, seducción, falsa necesidad… La libertad suele tener mil falsificaciones entre los humanos, sin que esto signifique abdicar de ella, sino buscarla cada vez más auténtica.

b) Esa falta de auténtica libertad en la entrega suele desfigurar la meta de ésta que era el bien de la otra parte: uno puede entregarse no para hacer crecer al otro sino para conseguir la rendición del otro. O puede entregarse, pero pasar luego facturas por el propio don, contabilizar las respuestas, etc.

c) Y por estos dos desvíos se falsifica el sustantivo que define al amor: la entrega. Si la fuente y la meta del don están falseadas, la entrega puede ser simulada, calculada, inferior a la medida justa, etc.

Y hablo expresamente de “medida justa” porque, naturalmente, no en toda relación humana se exige una entrega plena y absoluta, cosa absolutamente imposible. Sólo en determinadas relaciones (de pareja o familiares o de amistad íntima) la entrega podrá aspirar a diversas formas de plenitud. En muchos otros casos, el amor al prójimo será simplemente el deseo libérrimo de su crecimiento; deseo que podrá requerir incluso determinados grados o gestos de entrega, o se limitará, por las circunstancias que sea, a mantenerse en actitudes de respeto profundo.

En cualquier caso, y prescindiendo ahora de las mil concreciones prácticas posibles, esta última forma de amor (el deseo desinteresado del bien del otro) suministra una base para el enfoque contemplativo de la relación. Y esa base coincide con la fórmula clásica de algunos místicos: «amar a Dios en todos y a todos en Dios». Amar a Dios en el prójimo es amar lo mejor de él, presente o latente, amar la presencia del Espíritu de Dios en él, que es lo más íntimo y lo más profundamente suyo. Amar al otro en Dios es amarlo como Dios le ama: para ayudarle a que dé lo mejor de sí, para que haga rendir ese capital de su filiación divina, sinónimo de libertad y fraternidad.

2.4.1. Posible objeción

Desaparece así un falso dilema que oímos plantear a veces: «si se ama al prójimo por Dios, no se le ama por sí mismo, con lo que ese amor queda devaluado ». Quien arguye de este modo sigue pensando a Dios y al hombre de una manera competitiva y no desde una relación «posibilitante e impelente» (X. Zubiri). Por eso no ha comprendido que, precisamente amar al otro por Dios, es la manera más intensa de amarlo por sí mismo: porque nada hay más profunda ni más valiosamente suyo que la presencia de Dios en él. Al revés de lo que ocurre en la experiencia –más imperfecta– de nuestros amores humanos, el amar al otro por Dios y amarlo por sí mismo, no son magnitudes inversamente proporcionales, sino que crecen ambas en la misma proporción. Y cuando esto no se dé así (si Dios fuese realmente el único resorte en nuestra relación con el otro), podemos sospechar que no hemos llegado todavía a amar, sino a “soportar” (o quizás perdonar) pacificadamente al otro. Cosa que no será infrecuente en la trama de nuestras relaciones.

Aquí se vuelve a insinuar la gran dificultad que este tema nos plantea en la práctica: todo lo expuesto, por diáfano y verdadero que pueda parecer, sirve de poco porque, en la realidad, se encuentra con infinidad de lastres y de choques, derivados de las limitaciones, propias y de los otros, de las deformaciones presentes en ambos, o de circunstancias o momentos poco compatibles en el tiempo de la relación.

Efectivamente, lo que hemos intentado describir era un modelo más que una realidad. Y un modelo del que la más mínima dosis de lucidez nos hará ver cuán lejos estamos de él: como cuando Jesús decía «sed misericordiosos19 como lo es vuestro Padre celestial». De ahí que un punto de partida imprescindible para ser contemplativos en la relación es la plegaria que pide constantemente al Señor eso tan fácil de decir, tan aparentemente cercano y tantas veces distante de nosotros: “enséñame a querer: haz que aprenda a amar como Tú amas». No cabe concebir vida cristiana donde esta forma de plegaria no esté insistente y cotidianamente presente. Cada uno de nosotros posee una variedad llamativa de registros y de teclas.

Y los demás constituyen para nosotros, a pesar de tantas semejanzas y rasgos comunes o universales, un inmenso caleidoscopio de colores móviles que no podemos fijar ni generalizar totalmente. Por eso, el aprendizaje del amor nos obliga también al rigor y al análisis, precisamente por la mayor responsabilidad del amor en el ser humano. Los buenos sentimientos y la buena voluntad son necesarios e imprescindibles, pero no bastan: pues el amor implica una donación personal; y la persona es más que voluntad y sentimientos: es también inteligencia y capacidad de captar lo real. Pasión y rigor dan lo mejor de sí cuando están hermanados, pero pueden correr graves riesgos si están divorciados.

De ahí que nos veamos llevados a seguir con un pequeño catálogo y análisis de actitudes propias a buscar, y de variantes humanas que podremos encontrar, y que nos llevarán a preguntarnos cómo mira Dios a las personas con las que trato, para acercarnos así a la pregunta de cómo debemos nosotros mirarlas primero, y tratarlas después.
Así podemos pasar a la tercera parte antes anunciada, recordando lo dicho: aquí no valen recetas mecánicas sino sólo orientaciones, y cada cual deberá realizar estos análisis por sí mismo.

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