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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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sábado, 4 de febrero de 2012

INFLUENCIAS QUE AYUDARON A CONFIGURAR EL PAPADO

El Papado medieval, consolidó sus bases en la confluencia de cuatro líneas convergentes de desarrollo, las cuales vinieron a formar un solo factor poderoso, que sirvió para inyectar vida a la Iglesia, y, más tarde, para transformarse en una especie de grillo eclesiástico.
               Hubo otras influencias que ayudaron a lograr el fin deseado, pero las principales eran de carácter político, social, militar y eclesiástico. Por estas cuatro líneas, la historia de la Iglesia Occidental se fue desarrollando, de tropiezo en tropiezo, a lo largo de un camino tortuoso, hasta que vino a descubrir que tenía ante sí una nueva institución creada inconscientemente por ella misma.
               El Papado fue impuesto a la Iglesia, tanto por artificios y tramas de los clérigos, como por la fuerza de múltiples y diversas circunstancias.
aspecto político
                Cuando en el año 330 D. C. , Constantino trasladó la Capital del Imperio a Constantinopla, Roma pronto dejó de fun­cionar como la sede del gobierno. Honorio, el último de los Emperadores Occidentales, huyó de Roma cuando los invasores godos se acercaban, y pasó el resto de su desordenada vida en Ravena. Esta precipitada huida dejó a Roma con el solo recuerdo de haber sido, en una época, el centro del gobierno que dominaba el mundo conocido.
                Durante los tres siglos siguientes, el gobierno fue administrado desde Constantinopla, por un re­presentante residente en Ravena, a quien se le daba el título de "Exarca". Carecía de verdadera autoridad y era despreciado por el olvidado pueblo de Italia. Para el pueblo, Roma fue siempre el objeto de sus afectos e instintivamente dirigía sus ojos hacia ella cuando se acercaba algún peligro. Con el cambio de gobierno a Constantinopla, quedó solamente un personaje en la Ciudad Eterna que gozaba de un prestigio singular: el Obispo, como representante de Dios. Las vicisitudes políticas del Imperio, lo elevaron a una preeminencia inevitable. Hubiera sido un hombre en extremo débil, si no hubiera aprovechado  la  oportunidad  que  se  le  presentó, y  muchos  de  los  Obispos de Roma en esa época fueron hombres muy  capacitados  y  hábiles.
aspecto social
                La aristocracia pagana de Roma no se extinguió fácilmente, continuó existiendo hasta la época de la invasión goda, a pesar de la oposición cristiana, cada día mayor. Estaba formada por gran número de importantes y ricas familias, que habían heredado grandes extensiones de tierra,  hermosas haciendas de crecido valor. Estas familias se adhirieron tenazmente a los restos del paganismo, como a decadentes andrajos de una grandeza anterior. Muchos de los puestos prominentes en el régimen pagano, eran posesión exclusiva suya, hereditarios en algunos casos. Estos aristócratas estaban orgullosos de la posición social que tales puestos les proporcionaban, y fieles a su tradición, esperaban el día en que la cultura pagana fuese nuevamente restaurada. La Roma popular se hizo rápidamente cristiana, pero la Roma aristocrática perpetuaba sus ideales paganos en un círculo cada día más reducido, hasta que los godos invadieron el país. Los godos eran cristianos, pero arrianos, sin embargo, cuando saquearon  Roma, respetaron las partes de la ciudad donde vivían los cristianos, y dieron rienda suelta a la pillería en los barrios donde residía la clase aristocrática. El resultado fue que la Roma cristiana quedó en posesión completa de su campo. La antigua aris­tocracia huyó a otros lugares y los que quedaron en Roma, se resignaron a vivir en la pobreza. El paganismo se había acabado. La nueva aristocracia iba a ser cristiana, estableciendo así la norma para las vecinas comunidades. La Iglesia, por consiguiente, dominaba la sociedad, y el Obispo era, por supuesto, el jefe de la Iglesia.
 aspecto militar
                Las que en un tiempo fueron  legiones romanas invencibles, perdieron su espíritu para la lucha, allá por el comienzo del siglo quinto. El espíritu militar que sobrevivió, se limitó al Oriente, quedando Italia prácticamente indefensa. Cuando los bárbaros cruzaron los Alpes, en repetidas aventuras de saqueo, apenas hallaron resistencia, siendo ésta débil y desmorali­zada. Inútilmente el pueblo de  Italia  dirigía su vista a Roma esperando ver un avivamiento del ardor militar. Vana esperanza. En esta escena, trágica por cierto, aparece el Papa León I marchando al frente de una procesión formada por su clero, despro­visto de armas, hacia el campo de los Hunos, en donde concertó el rescate mediante la entrega de gran cantidad de oro a los invasores. Pocos años después llegaron los vándalos, y nuevamente León I entró en la escena para obtener de ellos la promesa de que la ciudad no sería arrasada por las llamas y que el pueblo no sería sacrificado. Naturalmente, un pueblo que había sido salvado dos veces en ocasiones extremas, estaba más que dis­puesto a rendir toda clase de honores a esta nueva fuente de auxilio, quien podía hacer por ellos lo que no podía hacer un militarismo decadente y sin caudillos. La gente buscaba al Obispo para que defendiese su vida y sus propiedades. Tales métodos no podían ser eternamente efectivos. Si el Obispo iba a ser defensor de la ciudad, en una época de constantes guerras, entonces necesitaba ayuda militar. Era, por lo tanto, necesario que hubiese una alianza entre el Papa y algún poder militar, utilizando las fuerzas locales. Y así, pues,  el cristianismo vino a presenciar la extraña anomalía de un Obispo cristiano reclutando Ejércitos Papales, participando activamente en campañas guerreras y hasta dirigiendo, como un Rey o un General, a sus ejércitos hacia el campo de batalla enemigo, olvidando el mandamiento de “no matar”. La historia debe mirar con asombro un Papa militar y guerrero dirigiendo sus ejércitos en contra de otro príncipe cristiano, blandiendo armas que matan, en vez de la cruz que bendice, para “defender” sus posesiones y riquezas materiales. Ejemplo de este Papa guerrero es Julio II en el Renacimiento.
aspecto eclesiástico
                La oposición robustece la lealtad. Bajo cual­quier circunstancia, el oficio de Obispo de Roma hubiera sido inmensa­mente importante, desde el punto de vista eclesiástico. Un ataque sobre los privilegios religiosos del pueblo italiano forzaría naturalmente al Papa a tomar una posición firme, viniendo esto a fortalecer grandemente su prestigio. Esto es exactamente lo que sucedió cuando León el Isaurio, de sobrenombre "El Iconoclasta",  era Emperador en Constantinopla (717 D. C). El Emperador León deter­minó limpiar el Imperio de imágenes religiosas, erigidas en abundancia por doquiera. Después de haber declarado guerra sin cuartel contra las imáge­nes en el Oriente, se dispuso a hacer lo mismo en el Occidente. El Exarca recibió órdenes de destruir todas las imágenes en las iglesias italianas. Este trató de llevar a cabo la orden. Pero las imágenes de nuestro Señor, la Virgen  y de los Santos gozaban de excesiva popularidad. El Exarca solo cosechó la repulsa del pueblo. El mismo Emperador era aborrecido de todos por su abusiva política tributaria y por su arrogancia personal y no es sorprendente que la nueva orden del Emperador fuese acogida con el resentimiento tan grande con que se le recibió.  Gregorio II era Papa entonces. Rehusó categóri­camente cumplir las inicuas órdenes imperiales que le fueron transmitidas. Así encabezó una manifestación de hostilidad hacia el Emperador en toda Italia, y devolvió ira por ira, en abundante medida, al porfiado Emperador. León escribió al Papa Gregorio cartas llenas de insultos,  y éste contestó en el mismo estilo. "Debemos", dijo el Papa, "escribiros en forma ruda y brusca, por cuanto vos sois iliterato y brusco también... Id a nuestras escuelas elementales, y decid a los niños: "soy el destronador y perseguidor de las imágenes, y  esos mismos niños os arrojarán al rostro sus pizarras, y así los ignorantes os enseñarán lo que rehusáis aprender de los sabios".  [1]
                El pueblo que respaldaba firmemente al Papa, obli­gó al Exarca a huir, y manifestó una devoción aún más intensa por sus imágenes religiosas. El Emperador León fue un fracaso en el Occidente, y la controversia cesó cuando llegó la hora de su muerte. El Papa se anotó un triunfo a su favor en esta cuestión altamente popular. Su nombre encabezó una lista en la que estaban escritos los de todos aquellos que defendieron la libertad religiosa de Italia contra un gobernante autocrático y muy poco amado. El pueblo vio cuan necesario era tener como dirigente a un campeón de la índole del Papa  Gregorio y se dispuso a rendirle todos los honores necesarios, por haber salvado sus prerrogativas religiosas.
               Estas cuatro líneas de desarrollo no fueron independientes ni distintas las unas de las otras. Marchaban casi unidas, y hacia el comienzo del siglo VIII, esta unión, un tanto indefinida hasta esa fecha, alcanzó a ser una perfecta fusión como resultado de la crítica situación que surgió en Italia y que trajo como consecuencia, la irrupción de un nuevo personaje.
CARLOMAGNO
            Los lombardos constituían un pueblo perturbador que había cruzado los Alpes hacía aproximadamente un siglo, acampando en el norte de Italia, en el lugar conocido en la actualidad por el nombre de Lombardía. For­maban un reino propio, y se convirtieron en permanentes habitantes de las riberas del río Po. Como los godos, habían adoptado la versión arriana del cris­tianismo, y eran, por lo tanto, enemigos política y religiosamente del resto de Italia. Cuando la controversia sobre las imágenes estaba en su apogeo, el rey Lombardo tomó ventaja de la oportunidad para satisfacer sus ambi­ciones. Se lanzó a la conquista de los territorios vecinos, llegando con éxito hasta las mismas puertas de Roma. El resentimiento engendrado por la controversia sobre las imágenes, impidió que Italia dirigiera sus ojos hacia Constantinopla en busca de ayuda contra los lombardos, y se le dio al Papa la misión de buscarle una solución al problema.
            Carlos Martel, gran general franco, era el militar famoso de la hora, debido al éxito logrado en su campaña contra los musulmanes en Tours. Además, los francos eran cristianos católicos, y, por lo tanto, adversarios religiosos de los lombardos. En su aflicción, y con bastante ansiedad, el Papa San Gregorio III apeló a Carlos Martel, con urgencia, persuadiéndole a que viniese en su ayuda. San Gregorio le envió las llaves de “la tumba de San Pedro y limaduras de las cadenas” del mismo, para mejor inducirle a que viniese. Es probable que el resultado hubiera sido una respuesta favorable a San Gregorio, pero Carlos Martel murió y el Papa murió también un año después. El puesto de Carlos, como Senescal del palacio era hereditario. Al morir Carlos Martel, sus dos hijos, Pepino y Carloman, eran sus herederos. Carloman renunció a sus derechos retirándose a un monasterio, dejando a Pepino gobernador de los francos a las órdenes de un rey de pacotilla. Pepino estaba lejos de sentirse satisfecho de la situación. No era de su agrado tener que llevar a cabo todos los deberes del rey, y que éste lo fuera, simplemente por ser el sobreviviente de una decadente realeza, cose­chando todos los honores. ¿Por qué razón, se preguntaba, no podía llevar él el título de rey, ya que desempeñaba todas las funciones inherentes a la corona? Era un asunto bastante serio echar a un rey de su puesto, pues no se puede estar muy seguro de la actitud que sus súbditos van a demostrar, ante un cambio tan brusco. Pepino buscó el apoyo del Papa Zacarías. El Papa se hallaba en la desesperante necesidad de encontrar ayuda contra los lombardos, y no demoró en echarle mano a la magnífica oportunidad que se le presentaba. Y así fue como el Papa destituyó al rey y lo recluyó en un monasterio, víctima de su propia incapacidad y de la ambición de dos hombres.
            Pepino fue proclamado rey de los francos. El Papa Zacarías no vivió lo suficiente para disfrutar de la transacción que había llevado a cabo. Su sucesor, Esteban II, trató de posponer la cuestión mediante un tratado con los lombardos, pero ellos prontamente violaron su compromiso lanzándose de nuevo a la conquista. Esta vez el Papa Esteban no esperó el resultado de comunicaciones a larga distancia, sino que él  fue a hablar a Pepino de sus pesares. El y su clero se vistieron con sacos de arpillera, y pusieron ceniza sobre sus cabezas. Se postraron en tierra ante el rey franco y le imploraron ansiosamente su ayuda. Pepino los recibió con grandes honores, marchó a pie al lado del Papa, sujetándole el caballo por las riendas, y le prometió llevar a cabo todo lo que solicitaba.
                Una breve campaña produjo los resultados apetecidos: los lombardos se sometieron. Pero tan pronto como Pepino cruzó los Alpes, los lombardos repudiaron todas sus promesas lanzándose a renovar sus saqueos. Esto fue seguido por un nuevo ruego del Papa y otra campaña de Pepino. Pero esta vez Pepino no admitió promesas y los francos permanecieron en campaña el tiempo suficiente hasta recuperar el territorio perdido, y una vez que lo recuperó lo entregó al Papa como obsequio. El Emperador, desde Constantinopla, protestó por esta donación abusiva del territorio imperial hecha por quien no tenía autoridad para ello, pero Pepino contestó, que lo había tomado para San Pedro, y que tenía que ir a manos del Papa, quien es su repre­sentante.
                Así nacieron los Estados Papales, y el Obispo de Roma, el Papa, pasó a ser con­siderado como uno de los soberanos temporales de Europa.
              En esta forma el terreno fue preparado para Carlomagno, quien al morir su padre, Pepino, ascendió  al  trono  como rey  de  los   francos,  y  durante   casi medio  siglo (768-814 D. C), dominó la mayor parte del mundo conocido.
              La versatilidad de los intereses de Carlomagno es sorprendente. Como guerrero, no tenía igual. Como estadista, era atrevido y sagaz. Concibió la tremenda idea de reconstruir un imperio occidental que pudiera ser  comparado con el imperio romano. Sus incesantes conquistas le convirtieron en dueño y señor de un territorio igual en extensión al de los Cesares, y estuvo a punto de concertar un matrimonio, uniendo su familia, a la de la Emperatriz de Constantinopla, lo cual le hubiera llevado aún más lejos.
              Los griegos acuñaron un proverbio en su honor: "Ten a los francos por amigos, pero no por vecinos".
              Gobernó a las reacias muchedumbres de los pueblos sometidos, con un real genio de administración. En la mayoría de los casos se mostró razonable con todos ellos, pero no había la menor duda acerca de quién era el que mandaba. Sentía una profunda devoción por la religión cristiana, aunque debe en justicia decirse que los métodos que utilizó para convertir al cristianismo a las razas conquistadas, pueden a duras penas, resistir el examen de un buen misionero cristiano. Sus treinta y tres años de guerra con los sajones, por ejemplo, le decidieron a convertirlos o a exterminarlos. En una ocasión utilizó el último de estos dos métodos, ejecutando a 4.500 enemigos y obligando a los demás a ser bautizados.
              La Iglesia debía ser administrada en la forma que él deseaba. La autoridad Papal nunca le preocupó, debido a que no reconocía otra autoridad que no fuese la suya. Llegó hasta el extremo de asumir la responsabilidad de inves­tigar personalmente el incidente del Papa León III, cuyos enemigos se apoderaron de él en las calles de Roma, le maltrataron cruelmente y trataron de sacarle los ojos y cortarle la lengua.
              Carlomagno era además protector de la educación, dando en esa forma un ejemplo notable al clero y a sus cortesanos. Hablaba latín, así como también su idioma, y poseía bastantes conocimientos del griego. Estudiaba con diligencia y a fin de adquirir una preparación personal más satisfactoria, se rodeó de los mejores educadores de su época y estimuló con toda su influencia real, las investigaciones educativas. Estaba muy interesado en la lectura y en el canto, y, añade su cronista, "era muy diestro en ambos, aunque nunca leyó ni cantó en público, excepto en voz baja y en compañía de otros".
              Las irregularidades de la vida de Carlomagno, son una mancha per­manente sobre su historia. En lo que toca a la moral privada, era incorregible. Poco después de haber ascendido al trono, se acercó a la cuestión lombarda por el ángulo diplomático de una alianza matrimonial. Ya tenía una esposa, pero decidió deshacerse de ella para casarse con la princesa lom­barda. El Papa se irritó sobre manera. Le rogó y reconvino, pero todo fue en vano. Le escribió entonces una carta, un tanto indignada, prometiéndole toda variedad de fuego eterno si con­tinuaba en “tan malvados designios”. Para dar más peso a la carta, el Papa dijo que la había colocado sobre el sepulcro de San Pedro y que había celebrado la Eucaristía sobre ella. Pero Carlomagno era inmutable como una montaña. Llevó sus planes a cabo de acuerdo con su programa, vivió con su nueva esposa durante todo un año, y entonces, se la devolvió a sus padres para que su puesto fuera ocupado por una tercera consorte. En este respecto, Carlomagno se anticipó en cierta forma a Enrique VIII de Inglaterra, pero nunca fue excomulgado por su actuación, ni fue acusado tampoco de "fundar una nueva Iglesia".
          Pero eso sucedió antes que el Papado adquiriera todo su poder.
               Carlomagno no llevaba mucho tiempo en el trono cuando los lombardos comenzaron nuevamente a presentar evidencias de su naturaleza nerviosa a expensas de sus vecinos. Ya para este tiempo, a los francos se les había desarrollado un apetito voraz por los lombardos, y cuando el Papa comenzó a gritar pidiendo auxilio los francos respondieron en la forma de costum­bre, despachando inmediatamente un ejército hacia Italia. Pero esta vez no usarían paños tibios. Carlomagno, no solamente infligió un buen cas­tigo a los díscolos lombardos, sino que abolió su reino, encerró al rey en un monasterio, y puso a Lombardía bajo su gobierno. Marchó a Roma donde fue recibido con grandes honores. Se dirigió a la Iglesia de San Pedro, y según subía las escalinatas, las iba besando una a una. Estrechó al Papa en sus brazos y el clero le recibió cantando: "Bendito sea el que viene en el nombre del Señor". El donativo de Pepino al Papa fue ratificado y los dominios Papales fueron agrandándose mediante nuevas donaciones, todo lo cual fue públicamente proclamado conforme Carlomagno colocaba el instrumento de donación sobre la “tumba” del Apóstol.
                Años después Carlomagno volvió nuevamente a Roma a resolver el derecho de León III a la silla Papal. Una vez que la cuestión fue satis­factoriamente resuelta, Carlomagno se quedó allí a pasar la Navidad del año 800. Entró en la Iglesia de San Pedro y, cuando estaba arrodillado ante el Altar, el Papa se dirigió hacia él, sin previo aviso, y ante una gran multitud, colocó una corona sobre sus sienes, para sorpresa del pueblo y de Carlomagno mismo. Tal acto estaba de acuerdo con el sentimiento de la gente y la iglesia retumbaba al eco de los gritos de "Larga vida y victoria a Carlos, coronado por Dios Emperador de Roma". Estos fueron los confusos orígenes de lo que más tarde se conoció con el nombre de “Sacro Imperio Romano”, un poderoso factor en los desti­nos de Europa, de hecho o de nombre, durante los mil años siguientes.
            Así surgió el Imperio Medieval y el Papado Medieval.  Si uno o dos de los sucesores de Carlomagno hubieran sido hombres de cualidades iguales a las de su antecesor, su grandiosa visión de ver revivido el Imperio de los Césares, hubiera sido convertida en realidad. Pero el destino no era ese. Su Imperio fue arruinado por sus incompetentes hijos, y comenzó a desintegrarse casi al mismo tiempo que su aliento abandonaba su cuerpo. El título de Emperador del Sacro Imperio Romano, que se inició con él, continuó con gran prestigio durante muchos siglos sucesivos, pero su autoridad imperial era tan transitoria como fuera la vida misma de quien lo llevaba. Mientras tanto, el Papado se atrincheró en las ruinas mismas de los proyectos imperiales. La sede de Roma se convirtió en el trono Papal, y el papa en “el PAPA”. Como gobernante de los Estados Pontificios, el Papa reclamó los mismos privilegios que tenían los soberanos temporales y estableció relaciones con los reyes de igual a igual. Día llegará en que reclamará soberanía sobre todos los reinos y territorios de la tierra, y ahí mismo fue donde comenzó la batalla entre la Iglesia y el Estado, colocando la Divina Comisión en peligro en  Tierra de Nadie.  Gracias principalmente a Carlomagno, la Iglesia comenzó a verse cada vez más envuelta en la barahúnda de la política europea, y el Papado vino a ocupar un lugar en el concilio diplomático de las nacio­nes, para bien o para mal.
                Para aumentar el poder Papal, el Papa Nicolás I (858-867) utilizó unos documentos llamados, así por la crítica posterior, “Decretales seudo Isidorianas”. Estas, se suponía que, contenían decretos y cartas de Obispos y Concilios de los siglos II y III que afirmaban el poder Papal desde siempre en la Iglesia. Todo era falsificado. Allí también había un documento falsificado que se atribuía al Emperador Constantino, llamado la “Donación de Constantino” que supuestamente entregaba las provincias Occidentales de Europa y las insignias y títulos imperiales al Obispo de Roma. En estas falsedades descansan gran parte de las pretensiones Papales a la dominación universal de la Iglesia. Hoy en día cualquiera, medianamente informado, sabe que las Decretales y la Donación de Constantino son documentos falsificados, a petición de algún Papa, por un monje solícito en servir a su señor. [2]
                Analizaremos otra institución Romana que no tiene parangón en ninguna otra de las ramas de la Iglesia Católica: El Cardenalato, que es también una institución meramente humana de la Iglesia Romana, con la que Cristo jamás soñó y que ningunos de sus Apóstoles conoció nunca, ni tampoco los obispos de los primeros siglos. Si es un desarrollo legítimo o no es una cuestión discutible, porque en realidad quienes deberían elegir a un Primado, en una futura Iglesia católica reunida deberían ser solo los Obispos como sucesores de los Apóstoles. El cardenalato en la Iglesia romana pasó a convertirse de adjetivo a sustantivo, e incluso sagrado, Sacro Colegio de Cardenales. El adjetivo deriva del latín “cardo, cardinis”, cuyo significado es gozne de una puerta. En sentido figurado indicaba un punto extremo en el firmamento o en la tierra, por ello Quintiliano se refería a los cuatro puntos “cardinales”. En el latín cristiano, “cardinalis” quiere decir principal y desde San Ambrosio se llama así a las virtudes cardinales o “cardinalis”. Desde el siglo VI se comenzó a usar la palabra “cardenal” para referirse a los sacerdotes y diáconos que ocupaban un puesto principal en el clero de una ciudad. En el siglo IX se habla ya de obispos “cardenales”, para designar a los que vivían en Roma en la cercanía del Papa. Ya como sustantivo se llama así a los miembros principales del clero de una ciudad. En Roma éstos pasan a ser los consejeros y ayudantes principales del Papa. Estaban divididos en cardenales-diáconos, cardenales-presbíteros y cardenales-obispos, según el orden que habían recibido. Así fue hasta que en 1962, el Papa Juan XXIII, decretó que todos fueran obispos, si no lo eran ya.
                La historia del cardenalato, en el Medioevo y en el Renacimiento, hasta finales del siglo XVI, contó con figuras respetables, pero también con prácticas de intrigas políticas, afán de dinero, nepotismo, clientelismo, desorden moral, etcétera. Se nombró cardenales a jovencitos menores por ser parientes o porque sus padres compraban para ellos el título. En casos excepcionales con buen resultado, como en el de San Carlos Borromeo, llamado al cardenalato por su tío Pío IV el 31 de Enero de 1560; nombrado arzobispo de Milán el 8 de Febrero de 1560 y después ordenado subdiácono y diácono en Diciembre del mismo año, sacerdote el 17 de Julio de 1563 y obispo el 2 de Diciembre del mismo año.  No resultó así el nepotismo practicado en el pontificado de Calixto III, de la familia de los Borgia o Borja, con la designación de Rodrigo Borgia como cardenal, futuro Alejandro VI, quien en su pontificado designó a su hijo César en el cardenalato.
Ser “cardenal” es pues un título, y no depende del Sacramento del Orden. Cardenal puede ser cualquiera, incluso un laico como ya los ha habido. Así lo fue, entre otros, Teodoro Mertel (1806-1899), autor del Estatuto del Estado Pontificio, hecho cardenal por Pío IX en 1858. El jesuita Mons. Kombo, en Octubre de 1994, en el aula del Sínodo sobre la vida Consagrada, en presencia de Juan Pablo II dijo: “Quiera Dios inspirar la actitud profética que lleve a nombrar mujeres en puestos de responsabilidad, hasta los puestos más elevados de la jerarquía, como cardenales laicos”. 
                En cuanto al hábito que visten los cardenales, a partir del siglo XIII, fue el rojo púrpura, al uso de los patricios romanos, teologizado después como disponibilidad a derramar la sangre. Cambió a blanco en 1566 cuando Pío V, que era fraile dominico, al llegar a Papa no quiso cambiar el color de su hábito.
                Ni el ropaje, ni el cargo de cardenal confieren a quien lo viste y ostenta más autoridad que la que da un cargo burocrático.

CAPITULO III
HISTORIA DE LA IGLESIA ANGLICANA
Mons. +Jorge Rodríguez Escobar

[1] “Divina Comisión” Ob.Cit.
[2] “Historia de la Iglesia Cristiana” Ob.Cit.

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