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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
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jueves, 2 de febrero de 2012

¿CÓMO SURGIO EL PAPADO EN LA IGLESIA DE OCCIDENTE?

DE CÓMO SURGIO EL PAPADO EN LA IGLESIA DE OCCIDENTE
                "Y yo  te  digo  que tú eres  Pedro,  y  sobre  esta piedra edificaré  mi Iglesia, 
 y las puertas del infierno no  prevalecerán contra ella"  (San Mateo 16: 17-19).
"Jesús  le  dijo,  ¡apacienta  mis  ovejas!".   (San  Juan 21:15-17).

            Estos son los dos famosos "Textos Petrinos". Hay dos o tres textos más, que con frecuencia se cita para respaldar los ya mencionados, pero la autoridad escrituraria del Papado descansa principalmente sobre estos dos, y sobre el primero especialmente.
            La doctrina del Papado fue definida, recién,  en el año 1870 en el Concilio Vaticano, y causó que un número importante de Obispos de Europa, no pudiendo suscribirla se separaron con sus Diócesis de Roma formando así la Iglesia Viejo Católica o Vétero Católica y muchas iglesias católicas nacionales, algunas de vida efímera, otras que aún existen. Expresada en forma breve dice así: “Cristo nombró a San Pedro jefe de la Iglesia al conferirle ciertos poderes especiales, según demuestran los Textos Petrinos. San Pedro fue Obispo de Roma. Sus sucesores en oficio, por virtud de ser elegidos al obispado de Roma, son los que reciben sus poderes especiales, y, al mismo tiempo, son por lo tanto, constituidos divinamente, gobernadores de la Iglesia y Vicarios de Cristo en la tie­rra. Esta autoridad de carácter único ha sido desde el principio deman­dada y ejercida siempre por los Obispos de Roma, siendo tal autoridad, esencial para la vida de la Iglesia”.
            Muchos volúmenes han sido escritos acerca de los Textos Petrinos, bien para probar o para negar el llamado “Privilegio de Pedro”. Como en el Concilio Vaticano I se iba a discutir la infalibilidad del Papa, el Arzobispo Kenrrick de la Diócesis Católica romana de San Luis en los Estados Unidos decidió imprimir sus opiniones acerca de la materia que se debatía, pero en inglés, porque no sabía ni italiano ni latín. Le fue imposible hallar en Roma imprenta dispuesta a imprimirlas. Decidió entonces ir a Nápoles. En el folleto impreso en la imprenta napolitana, el Arzobispo, entre varias otras cosas, dice que es importante establecer el “Privilegio de Pedro” desde el  punto de vista de las Sagradas Escrituras, por razón de que el Credo del Papa Pío IV, al que debe adscribirse todo aquel que esté en posesión de un oficio eclesiástico en la Iglesia Romana,  claramente especifica que las Escrituras deben ser interpretadas solamente de acuerdo con el asentimiento unánime de los antiguos Doctores y Padres de la Iglesia. A continuación el Arzobispo procede a demostrar que el primero de estos dos textos ha sido interpretado por los Doctores en cinco formas distintas. De ochenta y cinco Doctores, solamente diecisie­te enseñan que la "roca", sobre la cual Cristo fundó su Iglesia, quiere decir la persona del Apóstol San Pedro; mientras que sesenta y ocho, explican que la "roca" es la fe expresada por San Pedro cuando dijo: "Tu eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente". (San Mateo 16:16). El Arzobispo concluye: "Si tenemos la obligación de seguir en esta cuestión al mayor número de los Doctores, podemos entonces sentirnos convencidos de que la palabra "petra" no significa San Pedro profesando la fe, sino más bien la fe profesada por San Pedro"…“Si la referencia en el versículo dieciocho de este capítulo se refiere a la persona de Pedro, debemos admitir que es un comentario muy triste, ya que casi inmediatamente después, el mismo Pedro es compara­do con Satanás” (Mat.16:23).
               Con referencia al segundo texto, éste aparece substancialmente en la misma forma tres veces, en el capítulo último del Evangelio de San Juan. Nuestro Señor repite la pregunta a San Pedro: "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?" Tres veces responde San Pedro: "Sí, Señor; Tú sabes que yo te amo". Le dice entonces el Señor: "Apacienta mis corderos", apa­cienta mis ovejas", "apacienta mis ovejas". La actual doctrina romana interpreta estos mandatos, como una comisión especial concedida al Apóstol, la cual consistiría en ejercer gobierno supremo sobre toda la cristiandad. Pero Doctores tan eminentes como San Ambrosio, San Agustín y San Cirilo de Alejandría, interpretan este texto como una triple restauración de San Pedro al rango de Apóstol, cuyo rango había traicionado cuando negó a Cristo tres veces, resultando en una apostasía.
               Dice San Cirilo: "Median­te esta triple confesión del bienaventurado Pedro, su pecado, el pecado de triple negación, fue borrado, y las palabras de nuestro Señor: "Apa­cienta mis ovejas", significan que el Apostolado que anteriormente le había sido conferido, fue nuevamente renovado, removiendo la vergüenza pos­terior a su caída y eliminando de él la cobardía nacida de su debilidad humana".
           Es evidente pues,  que los “Textos Petrinos” como base Nuevo testamentaria para el Papado, carecen de firmeza y credibilidad. [1]
               Que  San  Pedro  fuera  Obispo  de   Roma,  es   una  afirmación  basada  en la tradición, y por esta causa ha sido motivo de discusión en todos los tiempos. Pero una tradición igualmente auténtica, es aquella que dice que San Pedro fue primero Obispo de Antioquía y más tarde de Roma, en donde fue martirizado durante la persecución de Nerón. Estas tradiciones son históricas. Pero si el privilegio de Pedro debía pasar a su sucesor en oficio, es muy razonable decir que Antioquía tenía tanto o más derecho a ello que Roma. La diferencia está en que Roma lo reclamó, y Antioquía no lo hizo.
           Hay un sin fin de circunstancias que contribuyeron en gran manera a que Roma fuese el lugar. Roma era sin duda el centro cristiano de mayor importancia en el Occidente, y el centro principal de irradiación para el esfuerzo misionero cristiano que se estaba llevando a cabo a través de la Europa central y occidental. Al principio, Roma tenía la misma categoría que los tres Patriarcados Orientales —Jerusalén, Antioquía y Alejandría—. Todos es­tos centros estaban íntimamente asociados con orígenes apostólicos, y la Iglesia toda les concedía honores especiales. La brecha entre el Oriente y el Occidente, después de la transferencia de la Capital a Constantinopla, de­jó a Roma en posición suprema, en un extremo del Imperio. Los tres Pa­triarcados Orientales se refrenaban mutuamente, y esto evitaba con gran eficacia, que cualquiera de los tres, tratara de asumir una posición de superioridad exagerada, en relación con los otros dos. Es posible, al mismo tiempo, que esta política entre los Patriarcados, impidiera el desarrollo de una concentración de poder en tiempos de emergencia. Fuera cual fuese la razón, el hecho es que una serie de calamidades descendió sobre la Iglesia Oriental, disensiones internas y catástrofes externas, debilitando seriamente la vida de la Iglesia. Mientras tanto, Roma se encontraba sin rival en  Occidente, y la disolución del Imperio logró que el Obispo de Roma adquiriera mayor relieve para llenar el vacío de poder que se suscitó. Al pasar el tiempo, la expansión musulmana absorbió casi por completo a los Patriarcados Orientales, mientras que Roma se elevó a grandes alturas sobre las aflicciones de los Patriarcados. Sin embargo, no hay antecedente alguno en la historia de los ocho primeros siglos, que indique que la Iglesia alcanzara en Roma, nada que no fuese una preeminencia natural y circunstancialmente adquirida.
           La idea de la supremacía de derecho divino de algún obispo sobre los demás, no se concebía en la Iglesia apostólica y sub apostólica, sin embargo aparece en los siglos siguientes, en forma rudimentaria, como destellos ocasionales de ambición personal, en ciertos y determinados obispos de Roma. El mismo título de "Papa", que compartía con todos los Patriarcas Orientales, algunos de los cuales aún lo conservan,  fue reservado en Occidente para uso exclusivo del Obispo de Roma, a partir del siglo V. Muchos ejemplos pueden citarse para demostrar que durante los primeros siglos, la Iglesia estaba ajena a la idea de someterse a Pedro o a los obispos de Roma.[2]
           Es cierto que San Pedro ocupó un puesto importante entre los Apóstoles, cuando la Iglesia emprendió su carrera activa. Los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles le colocan en la vanguardia de la actividad cristiana. Acompañado de su esposa (1 Cor. 9:5) viajó extensamente en favor de la causa de su Maestro. Pero nunca, ni tan siquiera una vez, de palabras o de hechos, dio indicaciones de pretender superioridad alguna sobre sus compañeros apostólicos. Sin duda alguna, recordaba el día en que San Juan y Santiago solicitaron pri­vilegios especiales de nuestro Señor en su Reino, y fueron prestamente silen­ciados en una forma que no dejaba dudas. [3]
               San Pablo surge en la Iglesia, según nos narran los Hechos de los Apóstoles, y desde aquel momento, pasa a ser la figura central, con exclusión de San Pedro.
           San Pablo, que desconocía la pretendida autoridad superior de San Pedro o que éste fuera un “Papa infalible”, como afirman los romanistas, le "resistió en la cara" con motivo de los judaizantes (Gal. 2:11), y fue San Pedro el que se calló. Incluso San Pablo escribió la Epístola a los Gálatas especialmente para desvirtuar la posición de los judaizantes, entre los que se ubicaba San Pedro.
               ¿Alguien puede pensar qué pasaría ahora si un Obispo cualquiera le resiste “cara a cara” y le enrostra su craso error al Papa, escribiendo una Carta a todas las Iglesias, como hizo San Pablo? No cabe duda que termina excomulgado y anatematizado.
San Pedro que no era Papa, ni tenía pretensiones de serlo, que jamás conoció título o rango semejante, ni ostentaba jefatura alguna sobre los demás Apóstoles, menos aún, infalibilidad, aceptó humildemente la opinión de San Pablo y cambió su postura respecto a los gentiles: éstos ya no tenían que hacerse judíos antes de ser aceptados como cristianos. 
               Con un “Papa infalible”, en aquellos tiempos, no existiría la Iglesia Cristiana sino como una Secta Judía, como era la primitiva posición de San Pedro, Santiago y los Judaizantes respecto a los gentiles en la Iglesia primitiva. En el Primer Concilio Apostólico de Jerusalén, fue el Apóstol Santiago, el Jefe de dicha Iglesia, quien presidió y promulgó las decisiones del Concilio estando presente San Pedro, el “Primer Papa”, como dicen los romanistas. [4]
           En los Concilios sucesivos de la Iglesia es el Emperador el que preside y promulga sus acuerdos o sus delegados, no el Obispo de Roma ni sus delegados.
           En una de las Epístolas (Efes. 4:11) San Pablo enumera varios oficios en la Iglesia, apóstoles, evangelistas, profetas, maestros,  pero nunca menciona oficio alguno, que tenga la menor semejanza con el de Papa. Si es verdad que San Pedro era el Papa, “Príncipe” de los Apóstoles, Vicario de Cristo y Sumo Pontífice, al parecer él no lo sabía, y los escritores del Nuevo Testamento tampoco, porque jamás le atribuyen ni superioridad ni el título de Papa o de Sumo Pontífice, o Vicario de Cristo u otros títulos extraordinarios y extravagantes con respecto a su pares, los demás Apóstoles. El Vicario de Cristo en la tierra, es decir quien lo representa, que eso quiere decir la palabra “vicario”, no es ningún hombre, ni Papa ni obispo o sacerdote, sino el Espíritu Santo[5], que asiste a la Iglesia desde todos los tiempos y que se manifiesta en la Comunión de los Obispos católicos de todo el mundo.
            En el siglo segundo surgió una disputa en relación con la observan­cia del día de Pascua de Resurrección. Un método distinto de calcularlo en el Oriente, fue la causa de que dicha fiesta se observara en un día fijo, el cual podía ser o no ser domingo. En el Occidente, siempre se obser­vaba en domingo. Esta cuestión fue discutida amistosamente en los pri­meros tiempos, pero cuando Víctor I fue elegido Obispo de Roma pre­sumió que podía imponer sus opiniones sobre la Iglesia Oriental. Pero sur­gió enseguida una protesta inmediata, contra tal apropiación de autoridad sin precedentes, y Víctor I respondió, excomulgando a los cristianos orien­tales. San Ireneo, Obispo de Lyons, aunque era Obispo de una diócesis occidental, no tardó en enviar a Víctor I una vigorosa protesta y mientras tanto la Iglesia Oriental, siguió serenamente su camino de costumbre, sin preocuparse en lo más mínimo de la excomunión romana. La diferencia continuó por más de un siglo, hasta que fue allanada por el Concilio de Nicea en forma satisfactoria para la Iglesia.
                Como a mediados del siglo III, tuvo lugar otra disputa entre San Cipriano, Obispo de Cartago, y Esteban, Obispo de Roma. La disputa tuvo por origen el rebautizo de los herejes, y muchos de los obispos del Asia Menor se vieron envueltos en la discusión. En este caso, San Cipriano, era también un Obispo occidental, pero fue el defensor principal de los que opinaban dis­tinto a Roma. El Papa Esteban perdió completamente la compostura y respondió a San Cipriano con insultos de "falso Cristo, falso apóstol, y obrero engañador", y procedió a blandir la espada de la excomunión. Lejos de aceptar tal deci­sión, San Cipriano le escribió como a un igual, censurándole algunos puntos y resistiéndole en otros. La controversia se calmó con la muerte de  Esteban, mientras que el invencible San Cipriano fue canonizado por un Papa posterior.
              Cuando el Concilio de Nicea fue convocado, Osio, Obispo de Córdoba, fue el que actuó de presidente por mandato del Emperador. Roma estaba representada por un par de delegados, quienes ocuparon la misma posición en el Concilio que los re­presentantes de cualquier otro Patriarcado. Si el Obispo de Roma hubiera tenido alguna superioridad, ésta, por supuesto, no hubiera pasado inadvertida públi­camente en un Concilio General, en donde la Iglesia estaba representada en su totalidad. El Concilio promulgó sus acuerdos, por autoridad del Emperador, no del obispo de Roma, y en ellos se  concede a la sedes de Antioquía, Alejandría y Roma el mismo grado de autoridad.
               La historia del Papa Liberio es muy decidora respecto a las convicciones de la Iglesia en su tiempo.
               Siendo Papa firmó una confesión de fe arriana, lo cual no era otra cosa que herejía, a pesar de la pretendida infalibilidad de los Papas. Sin embargo del error manifiesto y flagrante del Obispo de Roma, la fe de la Iglesia no fue alterada. Los cristianos no arrianos le despreciaron, y la misma Iglesia Romana cuenta al arrianismo actualmente, en el número de las herejías antiguas y ya superadas. En ese tiempo no existía pretensiones de infalibilidad personal de ningún Obispo, gracias a Dios, sino todos seríamos arrianos ahora por la “infalibilidad” del Papa Liberio.[6]
                Se necesita que un hombre sea de gran fortaleza y de dotes especiales para pronunciar discursos de cuaresma, que duren cuatro horas de ininte­rrumpida elocuencia. San Hilario, Obispo de Arles, en el siglo quinto, hacía esto, y su congregación se vio obligada a abandonar la antigua costumbre de escuchar los sermones de pie, recurriendo a la forma moderna de sen­tarse. Mencionamos esto simplemente para dar una idea de las cualidades que poseía. En cierta ocasión, depuso a uno de sus sacerdotes llamado Celedonio. Este consideró que se trataba de una injusticia y apeló a León I, Obispo de Roma. El Papa León I dictó un decreto revocando la decisión de San Hilario, “ordenó” restaurar a Celedonio, y pretendió despojar al Obispo de Arles de sus facultades ecle­siásticas. Pero San Hilario no era hombre que se allanara a los abusos de poder. Fue a Roma sin perder tiempo, e hizo buen uso de su vigorosa resis­tencia batallando por su reivindicación. El resultado fue que San Hilario retuvo su cargo de Obispo durante el resto de su vida, y, como San Cipriano, fue canonizado por un Papa posterior.
              El Concilio de Calcedonia, (451 D. C.) al tratar sobre el carácter de la jurisdicción a ejercer por el Patriarca de Constantinopla, adoptó un acuerdo, especificando que se debía rendir honor especial a Constantinopla y a Roma, por razón de ser las dos Capitales más importantes del Imperio. Los delegados romanos protestaron vigorosamente diciendo que la posición de su Obispo era más que honoraria, pero el acuerdo no fue alterado y Roma aceptó formalmente las decisiones del Concilio.
              Una correspondencia entre San Gregorio I, Obispo de Ro­ma, y Juan, el Ayunador, Patriarca de Constantinopla (587 D. C.) ha sido cuidadosamente preservada. En un momento de irresponsabilidad, Juan se dio a sí mismo el título de "Obispo Ecuménico o Universal”. El Papa San Gregorio protestó inmediatamente por escrito, dirigiendo su protesta, primero, al Patriarca Juan, después, al Emperador, y por último a los demás Patriarcas.
              El Pa­triarca de Alejandría replicó irónicamente que estaba dispuesto a seguir los mandatos del Papa San Gregorio, y, en tono burlesco, aplicó a éste el título de "Obispo Universal". Pero el Papa San Gregorio escribió por segunda vez, con gran humildad, diciendo: "Le ruego que no hable de "mandar", por cuanto sé quien soy y quien es usted. En dignidad usted es mi hermano, en carácter, mi padre... Si me denomina "Papa Universal", usted niega que usted sea lo que pretende que yo sea universalmente. Fuera de ser además palabras que hinchan la vanidad y que hieren la caridad". 
              Al Patriarca Juan el Papa le escribió: "Nadie ha deseado aún ser "Universal".  En ese entonces eso era suficiente para cualquiera.[7]
            Surgió después el curioso caso del Papa Virgilio (539 D. C.), quien al parecer, poseía todas las propiedades de una veleta. Virgilio se vio mez­clado en una controversia que giraba alrededor de ciertos escritos llama­dos "Los Tres Capítulos". El Emperador Justiniano demandó que estos escritos fueran condenados, e insistió en que todos los Obispos firmasen tal condenación. El Papa Virgilio rehusó hacerlo. Fue llamado a Constantinopla y retenido allí como prisionero. Bajo presión, le pro­metió al Emperador cambiar de idea y firmar el requerido edicto, dando al mismo tiempo, a conocer a los demás Obispos su decisión.  El Papa Virgilio intentó hacer un compromiso, pero sólo añadió aún más combustible al fuego. Entonces se retractó. Justi­niano se indignó por actitudes tan cambiantes, y  tomó preso de nuevo al Obispo Virgilio, después de haberle hecho jurar por los clavos de la Santa Cruz y por los Evangelios. Pero el Papa continuó actuando en forma poco satisfactoria, y entonces, el Emperador envió un Magistrado y un soldado a detenerle y a obligarle a que se sometiera a las condiciones acordadas. El Papa Virgilio se refugió en una Iglesia, escondiéndose bajo el altar. La situación se complicaba por momentos. Virgilio afirmó, entonces,  que la única forma de darle solución al problema era mediante un Concilio General. El Quinto Concilio General fue convocado por el Emperador y el Papa rehusó presentarse. El Emperador presentó evidencia escrita que mostraba el acuerdo del Papa de aceptar la postura del Emperador. El Concilio condenó “Los Tres Capítulos” y acordó someter al Papa Virgilio a una disciplina severa. El Papa, al ver que las cosas se le ponían feas, se hizo presente en el Concilio, se sometió a sus decisiones y entregó un documento en que se  retractaba de todas sus previas acciones y opiniones,  y declaró que sus vacilaciones anteriores habían sido inspiradas por el mismo diablo. [8]
                Así pues, vemos que durante muchos siglos en la Iglesia no existió el concepto de un Obispo Universal con poderes omnímodos emanados del mismo Dios. Esto fue creación de monjes y obispos siglos después de la era apostólica y sub apostólica de la Iglesia y bien entrada la Edad Media en Europa.

               En el siglo séptimo surgió una controversia acerca de la naturaleza de Cristo, llamada  Monotelismo. Un clérigo oriental, de nombre Sergio, era el principal campeón de esta doctrina que negaba la humanidad del Señor, y estaba fuertemente respaldado por el Papa Honorio I, quien fue tan lejos, como hasta escribir cartas en favor de Sergio y de su doctrina. Un gran furor se levantó en la Iglesia y en el Imperio, el cual se desarrolló rápida e intensamente. El problema se hizo tan agudo que hubo necesidad de convocar el Sexto Concilio General para poner punto final a la controversia. El monotelismo fue condenado, pero el asunto no terminó ahí. Todos los que favorecieron tal doctrina fueron anatematizados como herejes, con mención especial de Honorio, acerca de quien el Concilio dijo que "en todas las cosas había seguido las opiniones de Sergio y había aprobado sus doctrinas impías". Roma también ha acep­tado formalmente los decretos de este Sexto Concilio General y por lo tanto ha aceptado que este Papa, Honorio I es un hereje. ¿Dónde queda la infalibilidad Papal? 
               Por mucho tiempo después de esto, todo Papa, al hacer su juramento como tal, estaba obligado a confesar que Honorio I, su predecesor, había sido un hereje, y, que por dicha razón, era anatematizado.
Estos ejemplos nos cuentan la historia de la opinión que la Iglesia tenía durante los primeros siglos respecto al Obispo de Roma. Estos ejemplos son convincentes.
           Otra gracia de un Papa infalible: El rompimiento entre el anglicanismo y el romanismo tuvo lugar en 1570 cuando el Papa Pío V excomulgó a la Reina Isabel I con su Bula "Regnans in Excelsis", que ordenada, además a los fieles romanistas desconocerla como reina y los “liberaba” de su obligaciones de súbditos, como si acaso algún Obispo, por mucho que se haga llamar “Papa”, pudiera hacer tal cosa o tuviera poderes fantásticos y extraordinarios en la vida civil y política de las naciones.
¿Quién rompió entonces, la unidad? ¿La Iglesia de Inglaterra o la de Roma?

               En estricto sentido fue la Iglesia de Roma la que se separó de la Iglesia de Inglaterra y la que causó con ello el cisma. La Bula, “excomulgó” a la Reina Isabel I, pero al hacerlo, rompió la unidad con la Iglesia de Inglaterra, cuyo jefe temporal era dicha Reina. Un libro católico romano dice textualmente: San Pío V .... Durante muchos años acarició la esperanza de ganar a la fe a Isabel de Inglaterra, pero en 1570 publicó contra ella una Bula de excomunión (“Regnans in Excelsis”), por la que dispensaba a los súbditos de la obligación de prestarle obediencia y les prohibía reconocerla como soberana. Fue este un error de juicio, ciertamente, pero se explica por el desconocimiento de las circunstancias reales de Inglaterra y de  los sentimientos del pueblo”. [9]
               Es decir, un texto católico-romano admite que su Papa “infalible” se equivocó, que actuó precipitadamente por falta de información. Nosotros agregamos por pasión desmedida que nubla la razón y provoca esos berrinches. Otro libro católico romano editado recientemente por la Sociedad de San Pablo dice textualmente en su página 149, a propósito de Pío V: “…no dudó en excomulgar y decretar la destitución (sic) de la reina de Inglaterra, Isabel I, a sabiendas (sic) de las consecuencias trágicas que esto acarrearía  a los católicos ingleses…”  [10] ¿Qué tal el desparpajo romanista? Este papa, declarado “santo” por Roma, vemos que actuó con contumacia imperdonable, según los dichos de sus propios partidarios. ¿Puede haber infalibilidad en un Papa que actúa “erróneamente”, según dicen los Padres Jesuitas, y con “contumacia”, de acuerdo a los Padres Paulinos?
           Los hechos prueban que el Papado fue una creación de la Edad Media. Un desarrollo fácil de trazar, destinado a proteger la Iglesia y a preservar la religión cristiana no cabe duda, pero desarrollo humano y no de origen divino.
           Hacia el fin de la Edad Media, el Papado era lo que se dice “un hecho consumado”, es decir algo que se hace, para que más tarde, después de ya hecho, las razones lo respalden. Algunos piensan que fue, en cierto sentido, inevitable. Se pregunta qué es lo que hubiera sucedido a la Iglesia de Occidente, sin una fuerte y centralizada autoridad religiosa, dispuesta a luchar contra la autocracia social del feudalismo. Fue, en cierto sentido, una bendición, aun­que no fuera una bendición del todo perfecta. Pero al desaparecer el feuda­lismo medieval, y por lo tanto el peligro que trató de evitar, surge la pregunta de si el Papado no pasó a ser un anacronismo.
               Es distinto pretender, que el Papado ha sido esen­cial a la vida de la Iglesia desde el principio, y que su necesidad temporal ha sobrevivido las condiciones que le dieron vida. La Enciclopedia Católica[11] dice que, "la permanencia de ese oficio, es esencial para la vida misma de la Iglesia". Pero hubo períodos que mediaron entre la desaparición de algunos papas, y la elección del papa sucesivo. Por ejemplo, el intervalo de tres años entre Clemente IV y  Gregorio X, durante el llamado Cisma de Avignon, que llegó  a haber tres Papas que se excomulgaban unos a otros ¿Dónde estaba la Iglesia durante estos años? Si el oficio de Papa es esencial a la vida misma de la Iglesia, ¿por qué no cesó de existir la Iglesia, durante esos  años al faltarle su elemento esencial? Si por otra parte, la Iglesia pudo sobrevivir años en ausencia de su propia “esencia”, ¿por qué no cien años, o un milenio, o mientras dure este mundo?.
               En el mismo artículo (págs. 266 - 267) dice también la Enciclopedia, que los poderes extraordinarios del Papa son "inmediatos en carácter", y no son delegados a él por la Iglesia, es decir que los poderes pertenecen al Papa exclusivamente y provienen directamente de Dios y no de la Iglesia.
               ¿En qué texto del Antiguo o  Nuevo Testamento encontramos esa enseñanza?
TRANSMISION DE LOS PODERES PAPALES DE UNO A OTRO OBISPO DE ROMA.
               Concediendo que las palabras de Cristo indicaran la supremacía de San Pedro sobre el resto de los Apóstoles, lo cual contradicen la mayoría de los antiguos Doctores de la Iglesia; concediendo que San Pedro fue Obispo de Roma, leyenda ésta que surge entre los siglos II y III; suponiendo que esta supremacía debía ser transmitida a sus sucesores en el oficio, y aceptando que los obispos de Roma pueden recibir tales poderes hereditarios como en una especie de posta, en que un corredor le pasa el bastón al compañero que continúa la carrera, otra pregunta surge entonces, que es la siguiente: ¿Cómo pueden estos poderes ser transmitidos, poderes personales personalísimos,  cuando un nuevo Papa no puede ser elegido hasta que ha muerto su predecesor en el oficio?  La Iglesia no puede transmitirlos, puesto que la Iglesia nunca los tuvo; tampoco los Cardena­les, puesto que jamás los han tenido y por lo tanto no los han recibido, tampoco el anterior Obispo de Roma puesto que ya está muerto.
               Solamente puede efectuarse mediante un nuevo acto creador de la gracia divina, en cuyo caso ya no es el “Privilegio de Pedro”, sino un privilegio completamente nuevo concedido personalmente a cada uno de los Papas que vayan sentándose en el trono Papal. Es decir que en cada elección de un nuevo Papa por los Cardenales,  Dios haría un milagro extraordinario y entregaría poderes especiales al elegido, y estos poderes son para él y no para otro, y estos poderes están por encima de la Iglesia, y constituyen así una nueva Revelación, que se acaba cuando él muere y tiene que volver a crearse otra vez, y así, sucesivamente,  mientras exista la Iglesia de Roma como tal.
            ¿En qué parte de las Sagradas Escrituras o de la Tradición o de la Patrística se encuentra esta peregrina y audaz enseñanza?
            No hay dudas que solamente es sustentada por el Romanismo, a despecho de la enseñanza del Evangelio y toda la original Tradición católica. No hay autor de la época apostólica o sub apostólica que sostenga tal doctrina.
CAPITULO II
HISTORIA DE LA IGLESIA ANGLICANA
Mons. +Jorge Rodríguez Escobar




[1] Divina Comisión. Obra citada.
[2]El Anglicanismo”. Monseñor Stephen Neill Ediciones Península 1966.
[3] Mateo 20:20-27; Lucas 21:24-27
[4] Hechos 15:19 y siguientes.
[5] Juan 14:16;14:26;15:26 y 16:7
[6] “Divina Comisión”. Ob.Cit.
[7] “Divina Comisión. Ob.Cit.
[8] “Divina Comisión” Ob.Cit.
[9] “Vida de los Santos” Butler Tomo II
[10] “Un santo para cada día” Sgarbossa y Giavannini
[11] Tomo XII pág. 262 artículo “Papa”.

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