Anglocatólico

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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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jueves, 9 de junio de 2011

LA MISION DEL ESPIRITU VI, VII, VIII, IX, (José Comblin)


6. LAS DOS VISIONES DE LA EVANGELIZACIÓN DEL MUNDO

Otro de los temas cristianos importantes en que incide la problemática de las dos misiones es el de la evangelización, que puede definirse como momento inicial de la salvación o, en otros términos, de la relación entre cristianismo y mundo. Cada misión ofrece perspectivas distintas.

La misión de Jesús es esquemáticamente una palabra dirigida al mundo, pero, como toda palabra, supone siempre una cierta distancia y separación, aunque a la vez sea el recurso adecuado para superarla. Desde la óptica de la misión del Verbo, la evangelización supone siempre una palabra que juzga y exige una adhesión incondicional, un cambio de vida y una entrega del propio destino. Es una tentación fácil de la Iglesia situarse en el lugar de Cristo que juzga, y predicar una palabra que en las circunstancias concretas signifique arrancar a las personas de su país, su ambiente y su mundo, para hacerles hombres distintos, depositarios del Evangelio y cuyo modo de ser se debe imitar. Entonces la evangelización se convierte en proselitismo y propaganda de una sociedad religiosa concreta.

En esto han incurrido sobre todo las sectas protestantes que identifican al predicador y su palabra con Cristo y la suya. Y entonces se constata que la máxima fidelidad a Jesús puede ser la máxima traición al Espíritu.

La evangelización desde el punto de vista del Espíritu parte, en cambio, de la observación del mundo actual. Constata primero que los temas cristianos están presentes en el mundo, aunque no siempre claramente concienciados. Evangelizar consiste en inventar una acción capaz de alumbrar el espíritu del Evangelio en la ambigüedad del mundo, como una llamada nueva. Encontrará muchos obstáculos en los gestos prefabricados, en palabras convencionales y en el amor rutinario e institucional y se apartará de los formalismos, que confirman a los hombres en la persuasión de que el Evangelio es propiedad de un grupo, que le exprimió ya todas sus posibilidades.

La evangelización se inicia, pues, en los mismos evangelizadores que deben convertirse de lo que significa deformación, paganizaci6n o fariseísmo. La evangelización hace muchos años que está en marcha; no se parte, pues, de cero y el verdadero problema está en convertir las actividades llamadas evangelizadoras en una presencia del evangelio. Hay que discernir el evangelio en una cultura como la occidental que arrastra muchos elementos de índole diversa. Potenciar valores presentes en nuestro ámbito cultural como la preocupación por el otro, el deseo de no permanecer en una verdad parcial, y, en cambio, discernir y someter a crítica lo que signifique poder, conquista, superioridad técnica y científica es introducir fermento cristiano, es evangelizar. Desde el punto de vista del Espíritu la evangelización no consiste en el reclutamiento de nuevos miembros o la expansión geográfica, sino en la efectividad y calidad del fermento evangélico.


7. DOS CONCEPCIONES DEL HOMBRE

En las divergencias filosóficas o teológicas subyace siempre una diversidad antropológica. En la infraestructura teológica de la misión del Verbo hay una concepción esencialista del hombre. Es decir, lo importante en la vida humana consiste en buscar el núcleo central dejando de lado las determinaciones de espacio y tiempo. La teología concreta este núcleo en la abertura trascendental al Verbo de Dios en el acto de fe. Todos los hombres deben renovar idéntico acto de fe y por esto resulta trivial la situación histórica. No se niega la actividad temporal ni su necesidad, pero su conexión con la fe permanece siempre extrínseca, y por ello resulta difícil dar significado a la historia humana.

La teología de la misión del Espíritu, en cambio, supone un hombre cuya tarea viene definida por la situación histórica. Acepta, por tanto, la pluralidad de destinos personales y de vocaciones humanas.

La tarea de cada individuo viene determinada por la herencia que recibe y las capacidades que posee. Y en resumen el hombre se define más por su vocación que por su esencia.

El hombre está llamado a una transformación personal y social y a inventar una respuesta nueva a la situación anterior porque siempre existen momentos de decisión, elección o destrucción de realidades individuales o sociales. La fe es la relación de esta vocación con Jesucristo y el Espíritu es quien la descubre a cada persona en el ejercicio de la libertad.


8. DOS CONCEPCIONES DE LA LIBERTAD

De acuerdo con la antropología esencialista; la verdadera libertad se ejerce en el acto en que el hombre se define en relación al Absoluto, es decir, en la opción de fe en Cristo.

Las demás libertades importan sólo en cuanto favorecen o dificultan esta opción básica. Las libertades humanas son compatibles, por supuesto, con esta libertad básica, pero no se llega a darles un sentido cristiano, ni afectan radicalmente a la fe, ni son afectadas por ella. Se dice que en el campo temporal la Iglesia respeta las libres opciones. En la práctica esto significa que se admite la compatibilidad de la libertad trascendental con una sociedad individualista o una interpretación individualista de la libertad. Este individualismo es lo que se define como pluralismo.

En este planteamiento carece de sentido una teología de la liberación, puesto que no hay otra liberación que la que libra de la condición humano-temporal y orienta hacia el Absoluto en la conquista de su acto trascendental, la fe. La liberación es el paso de la incredulidad a la fe. Se puede defender la justicia o la libertad humanas, pero éstas tío tienen un contenido valioso propio.

La teología de la misión del Espíritu entiende la libertad de forma distinta. El hombre se libera únicamente en la conquista de las libertades; es decir, en la superación de las relaciones de dominación y en la instauración de relaciones de diálogo y dé alianza. La libertad es siempre una conquista, dentro de unas posibilidades concretas. Lo cual no quiere decir que la liberación se identifique con ningún proyecto histórico concreto, porque muchas "liberaciones" históricas rio son otra cosa que el alumbramiento de nuevas opresiones. La historia del  cristianismo confirmaría, sin duda, la acción del Espíritu en esa larga marcha hacia la libertad.

Estas dos concepciones del hombre o de la libertad no se excluyen, se completan y corrigen, pero en la teología tradicional el papel del Espíritu ha resultado seriamente perjudicado.


9. LAS DOS CONCEPCIONES DE LA MORAL

Un problema central en la moral actual es la especificidad de la moral cristiana. ¿Qué distingue la moral cristiana de la natural o filosófica? Para algunos, los cristianos no tienen normas de comportamiento propias, lo que les distingue es la intención de fe que les anima. La conducta se hace cristiana por una referencia personal a la fe, no por la adición de nuevos deberes.

Otros, en cambio, piensan que esto no concuerda con las exigencias de Jesús frente a la moral de paganos y fariseos. Pero no consiguen poner en claro la diferencia, porque los principios de análisis tienden precisamente a disminuirla. En realidad, el mensaje moral del evangelio no se puede expresar dentro de un único sistema. La doctrina cristiana de la acción resulta de una síntesis entre los dos principios o fuerzas: la del Hijo y la del Espíritu. Al descubrir cómo actúan ambas iluminaremos el problema que antes hemos planteado.

La moral tradicional deja de lado al Espíritu Santo, suponiendo que no tiene otra misión que repetir o inculcar las palabras del Verbo, que son lo importante.

El mensaje ético de Jesús tiene dos caracteres indisimulables: radicalismo exigente y generalidad de enunciado. Lo primero aparece claro en el Sermón del monte o en las parábolas morales de Lucas. Lo segundo en las paradojas, en la oposición al modo de obrar de los fariseos o en el uso de fórmulas negativas con preferencia a las positivas.

El rigor de las exigencias evangélicas impide que puedan ser normativa práctica inmediata para una sociedad determinada. Algunos intérpretes han llegado a pensar que Jesús las formuló para mostrar la imposibilidad de su cumplimiento y el abismo que separa el comportamiento humano del plan de Dios y para afirmar la salvación por la fe sin las obras de la ley.

Los moralistas procuran enunciar un código moral viable en una sociedad que pretende ser cristiana y se asemeje a la media moral efectivamente vivida por los pueblos llamados cristianos. Usan dos medios para ello. Primero: recordar que las exigencias están sujetas a la interpretación de la Iglesia, lo que en la práctica, significa siempre una atenuación. Y segundo: afirmar que se trata de modos de hablar orientales.

Con estos métodos se reduce la exigencia evangélica a un vago humanitarismo no lejano de los sistemas morales no cristianos. Eliminada la radicalidad, es difícil especificar la moral cristiana.

Por otro lado, el núcleo del mensaje de Jesús es la ley del amor, que no se presta a análisis ni a reglas universales. El tratado de la caridad siempre ha sido el más pobre en la teología y los moralistas discuten sobre aspectos secundarios porque lo esencial en el amor no se formula en definiciones universales o válidas para todos y la moral tradicional estaba obsesionada en presentar un código válido para siempre.

Además cualquier moral cristiana debe subrayar el hecho de que la conducta de la mayoría de cristianos está muy alejada del Evangelio, de forma que practicamos lo contrario de lo que afirmamos creer.

Si se trata de definir orientaciones para una conducta concreta el mensaje de Jesús no basta: nos problematiza, pero no define nuestra decisión inmediata.

El segundo principio orientador del obrar cristiano es el Espíritu Santo, que sin proponer nuevos preceptos, los determina en lo concreto de la existencia. En cada momento el hombre, desafiado por su pasado, sus posibilidades, su fuerza y su llamada debe crear una respuesta, que no es nunca algo mecánico, sino una opción, una decisión.

La vocación, que es secreto de la persona y del Espíritu, marca la distancia entre las diversas alternativas y la decisión. Para tomarla, le ayudan los signos de los tiempos y la reserva acumulada de muchos años de experiencia cristiana. Los moralistas pueden iluminar las alternativas y las condiciones en que se debe tomar la decisión, pero poco más pueden hacer en el campo de las decisiones personales.

El camino del Espíritu es imprevisible, y sin embargo tiene cierta continuidad con el pasado. Por un lado, acepta las limitaciones que la ciencia, la cultura, la economía o las lenguas imponen al amor y la justicia. Por otro, no es una energía que viene a reformar la estructura establecida. El Espíritu no es conformista, estimula a una superación de la persona y de las relaciones sociales. Por ello constatamos la lentitud del perfeccionamiento humano y a la vez la permanencia de los valores cristianos, aunque sea con fases de eclipsé.

Todo el mundo lee el mismo Evangelio pero las decisiones son muy diversas, incluso imprevisibles. A veces inspira actitudes heroicas, excepcionales o proféticas, muy alejadas del comportamiento normal. La mayoría, sin embargo, no consigue ir más allá de ciertos límites alcanzados en un esfuerzo colectivo de evangelización. Algunos no se integran nunca en estas normas mayoritarias, lo cual no significa necesariamente que no puedan expresar también la fuerza del Espíritu. Además el tiempo hace que las personas entiendan de distinto modo las mismas palabras de Jesús. Las decisiones importantes no son cosa de cada día; hay, pues, tiempos fuertes de presencia del Espíritu.

Esta diversidad no es arbitrariedad y por esto puede existir una ciencia del Espíritu. La experiencia de la Iglesia guarda la inspiración del Espíritu y sus leyes de comportamiento y la llamamos "tradición eclesiástica". No nos gusta el nombre porque evoca fijeza y estabilidad. Por ello preferimos hablar de historia o experiencia.

El Espíritu no sugiere nunca nada que no sea palabra de Cristo. Pero por el Espíritu las palabras se hacen urgentes y exigentes. Quien las oye no piensa: 'todos deben hacer tal cosa', sino: yo debo hacer esto porque lo exige Jesús'. Otros no perciben la referencia a Jesús. Pero se perciba o no esta vinculación, sin el Espíritu el Evangelio es letra muerta.

Podemos concluir esta exposición general de la misión del Espíritu indicando que permite integrar en una conexión inteligible una serie de temas de la Iglesia de hoy a los que una teología basada en la misión del Hijo no consigue otorgarles todo el valor que poseen.

Notas:
1Expresión metafórica que usaron algunos Padres antiguos (vgr. S. Ireneo) para designar
al Hijo y al Espíritu (N. de la R.).

Tradujo y condensó: JOSÉ Mª. ROCAFIGUERA

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