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+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
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miércoles, 8 de junio de 2011

LA MISIÓN DEL ESPÍRITU SANTO I


La expresión de que el Espíritu Santo es el gran olvidado de la teología cristiana, se ha hecho ya tópica. Pero quizás no se han sacado seriamente sus consecuencias. Olvidar al Espíritu no es simplemente olvidar un tema más o menos marginal, o más o menos interesante, sino algo así como olvidar la mitad del ser cristiano. El autor lo pone de relieve, arrancando de los orígenes históricos y las causas de este olvido, en un artículo largo, pero programático e iluminador.
A missao do Spírito Santo,
Revista Eclesiástica Brasileira, 35 (1975) 288-325

1. SITUACIÓN DE LA TEOLOGÍA CRISTIANA

Toda la economía de la salvación procede de las dos misiones reveladas en el NT, la misión del Verbo y la del Espíritu Santo. Especialmente claros son los textos de Ga 4,4 para la primera y de Lc 24,49 y Jn 24,26 para la segunda. Ambas misiones constituyen los dos principios de salvación, o al decir de los antiguos, "las dos manos de Dios Padre" (1). Además sólo por ellas conocemos el misterio de la vida intratrinitaria. Por eso toda teología cristiana no puede ser otra cosa que la explicación de estas misiones.

Después de muchos siglos debemos constatar la existencia de un desequilibrio radical en la teología cristiana. La misión del Hijo se desarrolló ampliamente, pero no surgió una pneumatología equivalente. Los autores lamentaron que de "las dos manos" de Dios, una permaneciera en la sombra y otra monopolizara la atención; sin embargo, hasta ahora no se ha logrado remediar oportunamente este desequilibrio crónico. Las distorsiones que este hecho ha producido en la interpretación de la salvación del mundo y del papel del cristianismo y de la Iglesia en la historia humana tuvieron evidente importancia y las correcciones y compensaciones que la Iglesia arbitró no ocultan la única solución válida: revalorizar la misión del Espíritu Santo.

No se puede atribuir este defecto a desconocimiento de los textos del NT, ni a alguna fatalidad histórica ni, menos todavía, a fallos accidentales, sino a los presupuestos rectores del pensamiento teológico. Por ello, el primer paso para superar el desequilibrio citado, debe ser la denuncia de las causas de esta frustración secular.

Aspectos negativos de la herencia agustiniana

La teología trinitaria de Agustín, de tanta influencia en la Iglesia latina, es principalmente responsable de la marginación de las misiones y en especial de la del Espíritu Santo.

Agustín funda su teología trinitaria en la primacía de la "naturaleza divina". En esta concepción, las personas son relaciones dentro de esta única naturaleza. Y actúan fuera del ámbito trinitario como un conjunto, sin lugar a distinguir lo que pertenece a cada una de ellas en la acción divina. Las expresiones bíblicas que se refieren a la actuación propia de una persona en el ámbito externo han de tomarse en sentido "apropiativo" o figurado, como un modo de hablar, con la excepción de la Encarnación del Hijo.

Las consecuencias de este enfoque afectan desde luego a la misión del Verbo, la cual se contempla casi únicamente en su efecto: la unión de dos naturalezas en una sola persona. No tiene en cuenta, sin embargo, la misión como movimiento o actividad. En este supuesto, es lógico que desaparezca de la teología la historicidad del Verbo y que los misterios de la vida de Jesús se reduzcan a modos de expresión de una sola realidad, la unión de dos naturalezas en una sola persona, y por tanto tengan cada vez menos valor las etapas de la misión de Jesús, su inserción histórica y su kénosis, y la teología se centre únicamente en explicar cómo es posible la unión de dos naturalezas en una persona.

No deseamos, sin embargo, insistir en los problemas de la misión del Hijo, porque la teología latina, aunque con limitaciones evidentes, supo dar al Verbo el lugar que le correspondía en la salvación del mundo. El gran perdedor de la concepción agustiniana fue el Espíritu Santo. Admitida la primacía de la naturaleza, la teología latina, con escasas excepciones, estuvo de acuerdo en enseñar que la misión del Espíritu Santo es un modo de expresar una acción conjunta de las tres personas y no significa en manera alguna una relación especial de la tercera persona con los hombres y con la Iglesia. Así, la realidad del Reino de Dios se entendió como una participación accidental, no hipostática, del hombre en la naturaleza divina y se adoptó un lenguaje abstracto y metafísico -gracia, don divino- que descuidaba la referencia personal y apelaba siempre a la naturaleza divina.

Dicha terminología, procedente de Agustín fue adoptada por la Escolástica y aceptada oficialmente en Trento, llegando finalmente a la catequesis y la espiritualidad. La teología de la "gracia" y la primacía de la "naturaleza" interpretaban las afirmaciones neotestamentarias sobre el Espíritu, como dichas de la naturaleza divina, con evidente detrimento de la misión del Espíritu Santo.

Intentos de superación

Pero no fue ésta una doctrina unánime. A partir del s. XVII varios teólogos historiadores pusieron de relieve la inadecuación de la teología escolástica respecto a la Escritura y a los Padres, y, a pesar de carecer de conceptos metafísicos adecuados para explicar la "inhabitación" especial del Espíritu Santo, se opusieron a la teoría de la "apropiación" y mostraron que la misión del Espíritu no es una forma de hablar para designar una participación de la naturaleza divina en el alma de los cristianos sino una presencia del Espíritu que corresponde a su peculiaridad personal.

La teoría de la inhabitación específica del Espíritu resurge en el s. XX con más fuerza que nunca, porque la doctrina del Espíritu Santo es uno de los terrenos en que comienza la emancipación del pensamiento teológico de la escolástica. Pero la primacía del concepto de naturaleza pesa todavía demasiado: el estudio de las misiones se reduce al estudio del efecto producido en las naturalezas. No se potencian las dimensiones dinámicas del concepto de misión. La teología se contenta con destacar la modificación de naturaleza, el resto es un simple juego de metáforas, sin superar el estrecho límite de relaciones entre naturaleza divina y humana.

Repercusiones eclesiológicas

La doctrina del Espíritu Santo influye también en la Eclesiología. Ya la del s. XIX reaccionó contra la concepción casi exclusivamente jurídica de la doctrina medieval, estructurada rígidamente por las controversias del s. XVI, destacando el carácter espiritual de la Iglesia; pero no logró liberarse de los cuadros del concepto de naturaleza. Agustín y Tomás aplicaron a la Iglesia los conceptos de alma y cuerpo o de forma y materia. La misión del Espíritu se expresa por el concepto de alma o causa formal (quasi formal) de la Iglesia. Pierde, por tanto, su carácter dinámico y pasa a formar parte de la naturaleza estable, de la esencia invariable de la Iglesia; y esta estabilidad es probablemente lo menos revelador del Espíritu Santo.

El Vaticano II siguió en la línea de valorización de una eclesiología "espiritual", pero la rémora de los conceptos de "alma", "forma", o "naturaleza" impedían que quedase claro el movimiento del Espíritu, es decir, el carácter propio de la misión. La unión del Espíritu con la Iglesia era un "efecto" de la misión del Verbo o una “aplicación" de los frutos de la Redención, no una nueva "misión", distinta, aunque complementaria, de la del Verbo.

La renovación conciliar de la doctrina del Espíritu Santo no logró una confrontación entre el cristianismo y la historia, una consideración teológica de la evolución de la sociedad y su destino temporal, porque el Espíritu Santo fue asimilado a una realidad intemporal, una cualidad universal del alma cristiana o de la Iglesia. La teología conocía sólo la historicidad del AT y de la historia de Jesús. Después de ella la Salvación dejaba de ser historia hasta el final de los tiempos, precisamente porque este lapso temporal estaba dominado por el Espíritu y reducido precisamente a la categoría de "alma" o "forma", "quasi alma" o "quasi-forma" de la Iglesia y del alma humana. La pneumatología latina clásica, pues, no puso en contacto el Espíritu con el mundo y su historia.

Tampoco los reformadores protestantes aportaron novedad en esta línea. Para ellos, la acción del Espíritu representa la gratuidad de la salvación, la iniciativa divina y la soberanía de la gracia en la fe salvadora. Esto significa que la Iglesia es una creación permanente de Dios. La teología protestante no es más histórica que la católica. Esta evapora la misión del Espíritu en la estabilidad de la naturaleza, aquélla en la intemporalidad del acto de fe. Una y otra no son más que variantes de la concepción de Agustín.

Repercusión en las relaciones cristianismo-mundo

Con este vacío teológico, la Iglesia tuvo que enfrentarse a la conciencia histórica del s. XX. No le fue fácil situarse frente a ideologías históricas (marxismo, nacionalismo...) y a una sociedad consciente de los profundos cambios que la afectan a partir de los descubrimientos técnicos y científicos. La solución simplista, a corto plazo, consistió en denunciar la historicidad como un espejismo producido por los falsos prestigios del mundo y refugiarse en la theologia  perennis. Pero el pánico sólo aplaza el problema.

Las minorías activas procuran elaborar una respuesta (teología de las realidades terrenas, de la historia, del progreso, de la secularización, teología política.. : ) desde hace cuarenta años. Pero la dificultad es idéntica: ¿cómo superar el dualismo entre la historia social humana y la historia de la salvación, si esta historia dejó de serlo después de la muerte de Jesús? ¿Cómo relacionar el cristianismo con la evolución humana después de Cristo y de forma particular con los acontecimientos de nuestro tiempo?

Al afrontar este dualismo que puede recibir nombres distintos: humanismo o escatología, horizontalismo o verticalismo, trascendencia o inmanencia, temporalismo o espiritualismo, el cristiano se encuentra entre Escila y Caribdis. Se acepta una postura para no incidir en la otra, pero se evitan las críticas y objeciones de los opositores. El problema es siempre idéntico: el dualismo. Unos lo admiten y, por tanto, aceptan en su raíz la distinción luterana de los dos reinos: el de Dios y el del mundo. Para ellos, el cristianismo se realiza en el mundo de Dios que es el de las almas y las instituciones eclesiásticas. La historia humana es ajena al Reino de Dios, sólo ofrece las condiciones materiales y las circunstancias en que nace el acto de- fe, pero el dinamismo del mundo -es extraño al Reino de Dios. O. Cullmann, cuya influencia en la Iglesia católica ha sido grande, es el autor más representativo de esta manera de pensar.

Otros rechazan el dualismo, y se abren entonces dos posibilidades. Una es la solución de la cristiandad tradicional, desde el imperio cristiano a la cristiandad medieval, las monarquías modernas y el nacionalcatolicismo, que identifica la historia humana (o parte de ella) con la historia de salvación. Trabajar por esta sociedad es trabajar por el Reino de Dios. Una acción política determinada se consagra como acción por el Reino de Dios. La defensa de la "civilización cristiana" contra el "comunismo ateo" se interpreta como "tarea cristiana" y muchos identifican la lucha contra el comunismo con trabajo por el Reino de Dios, y así llega a desaparecer la diferencia entre un partido político determinado y el Reino de Dios.

La segunda solución consiste no en sacralizar una civilización o una sociedad sino en aceptar una civilización profana como acción cristiana, basándose en criterios científicos o técnicos y atribuyéndole un significado sobrenatural. El cristianismo sólo hace aparecer el sentido de algo que ya lo tenía sin él. En esta hipótesis no se explica, sin embargo, por qué esta misma historia es incapaz de hacer aflorar su significado sin el cristianismo. Ciertas formas de teología de la liberación o teorías que aceptan como elemento indiscutible una concepción de la historia, marxista o positivista, se sitúan en esta línea.

En ambas soluciones, hay un elemento común y el problema real reside precisamente en el. En ellas la historia humana aparece como totalidad impenetrable; o el cristianismo es superior e indiferente a la historia o idéntico en el fondo a ella. La historia constituye un proceso inmanente con un dinamismo único que la hace invulnerable a toda acción exterior. Y ahí nace precisamente la duda: si el cristianismo es una penetración en esta historia, la contestación de su totalidad cerrada, ¿existe entonces un proceso de transformación o interpelación de esta historia? Esta es la pregunta que formulamos a la doctrina clásica de la misión del Espíritu. ¿Puede decirse que en la historia humana, o todo -es espiritual o no lo es nada?, ¿consiste la misión del Espíritu en una relación permanente y estable con el hombre?

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