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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
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sábado, 4 de junio de 2011

Plena y suprema potestad: El Papa, una cuestión abierta

EL BLOG DE XAVIER PIKAZA
He presentado el tema de la autoridad (exousia) de Cristo, según el evangelio de Mateo (Mt 28, 16-20), indicando su sentido, según el evangelio. Se trataba de una autoridad de “creación”, de surgimiento y despliegue de vida, sin tipo ninguno de imposición diabólica.

Hoy quiero ofrecer algunas bases para comprender la “potestad” del Papa dentro de la iglesia, tal como ha sido desplegada en cuatro momentos fundamentales:

                1. El Papado de Gregorio VII en su visión del Poder unitario de la Iglesia, centrado en          el              Papa y no en la                 comunión de las iglesias (como querían los ortodoxos)
                2. El Papado de Inocencio III, en su enfrentamiento con el emperador germano, sobre la cuestión del poder                 supremo (o de los dos poderes supremos: cuestión de las investiduras)
                3. El Papado de Bonifacio VIII, en su lucha con el rey de Francia, sobre la supremacía del Papa (o del rey) en                 cuestiones de política social y eclesiástica.
                4. La Definición del Vaticano II, que concede al Papa la plena potestad de jurisdicción en la Iglesia (leída en   clave intra-eclesial).

El tema es complejo, y así quiero dejarlo aquí esbozado, sin matizaciones que serían necesarias en otro contexto. Si alguien quiere podemos seguirlo tratando. Las cuestiones de fondo son tres:

                a. Si ese poder del Papa responde a la autoridad de Jesús según Mt 28 y el conjunto del NT o si ha de entenderse                 desde otras fuentes.
                b. Si ese poder del Papa es hoy fuente de vida para el conjunto de la Iglesia Católica, en la sociedad moderna
                c. Si ese poder del Papa de dejarse como está o debe reformularse en diálogo con las iglesias de oriente y                 occidente, desde la situación actual de la cultura cristiana.

1. GREGORIO VII (1073-1085), EL DICTATUS (DICTADO) PAPAE (DEL PAPA)

Gregorio VII impulsó el gran cambio de la Iglesia (la Reforma Gregoriana) a lo largo de un dramático pontificado, de manera que podemos hablar de una reforma gregoriana. Estaba en juego un modo de entender el orden de la sociedad cristiana, como jerarquía sagrada, y la identidad de sus autoridades. En este contexto culmina la visión "platónica/feudal" del poder, organizada a modo de imperio eclesiástico, con un Sumo Sacerdote (Papa) y un colegio cerrado de electores (cardenales) que garantizan su continuidad, y un Emperador, también sagrado, elegido igualmente por sus electores cristianos.

El Papa aparece así como depositario directo de todos los poderes de la iglesia, de forma que él puede concederlos y repartirlos a quien vea conveniente, en nombre del Dios de Jesucristo, teniendo a su lado a un Emperador, con autoridad propia, aunque inferior (y dependiente en algún sentido del Papa). Esta visión se expresa en el Dictatus Papae, concretado en las «Veintisiete máximas papales» de Gregorio VII, conforme a las cuales el Papa y la iglesia de Roma ostentan el poder supremo, como representantes inmediatos de Dios y de Cristo.

Ciertamente, la «reforma gregoriana» ha tenido otros aspectos muy positivos en plano social, político y religioso, impulsando una intensa purificación de costumbres dentro de la Iglesia (sobre todo en los estamentos clericales, con la ayuda de los Monjes de Cluny), pero, en perspectiva estructural, su mayor aportación, según el Dictatus Papae del 1073, ha sido el instaurar la autoridad suprema al Papa, según los artículos que siguen:

                1. Que la Iglesia Romana ha sido fundada solamente por Dios.
                2. Que solamente el Pontífice Romano es llamado "universal" con pleno derecho.
                3. Que él solo puede deponer y restablecer a los obispos.
                4. Que un legado suyo, aún de grado inferior, en un Concilio está por encima de todos los obispos, y puede                 pronunciar contra éstos la sentencia de deposición.
                5. Que el Papa puede deponer a los ausentes.
                6. Que no debemos tener comunión o permanecer en la misma casa con aquellos que han sido excomulgados                 por él.
                7. Que sólo a él le es lícito promulgar nuevas leyes de acuerdo a las necesidades de los tiempos, reunir nuevas                 congregaciones, convertir en abadía una casa canonical y viceversa, dividir una diócesis rica o unir las pobres.
                8. Que solamente él puede usar las insignias imperiales.
                9. Que todos los príncipes deben besar los pies solamente al Papa.
                10. Que su nombre debe ser recitado en la iglesia.
                11. Que su título es único en el mundo.
                12. Que le es lícito deponer al emperador.
                13. Que le es lícito, según las necesidades, trasladar a los obispos de una sede a otra.
                14. Que tiene el poder de ordenar un clérigo de cualquier iglesia, para el lugar que él quiera.
                15. Que aquel que ha sido ordenado por él puede estar al frente de otra iglesia, pero no sometido, y de ningún                 otro obispo puede obtener un grado superior.
                16. Que ningún sínodo puede ser llamado general si no es guiado por él.
                17. Que ningún artículo o libro puede ser llamado canónico sin su autorización.
                18. Que nadie puede revocar su palabra, y que sólo él puede hacerlo.
                19. Que nadie lo puede juzgar.
                20. Que nadie ose condenar a quien apele a la Santa Sede.
                21. Que las causas de mayor importancia, de cualquier iglesia, deben ser sometidas a su juicio.
                22. Que la Iglesia Romana no ha errado y no errará jamás, y esto, de acuerdo al testimonio de las Sagradas                 Escrituras.
                25. Que puede deponer y restablecer a los obispos aún fuera de una reunión sinodal.
                26. Que no debe ser considerado católico quien no está de acuerdo con la Iglesia Romana.
                27. Que el Pontífice puede absolver a los súbditos del [juramento de] fidelidad respecto a los inicuos». Cf. R.                 ROMEO y G. TALAMO, Documenti storici, I, Torino 1989, 56-58. Edición virtual
                              
http://usuarios.advance.com.ar/pfernando/DocsIglMed/Dictatus_Papae.html.

En esa línea, el contenido y la finalidad básica de la revelación de Dios habría sido la institución de la jerarquía papal, a fin de que ella pueda dirigir la vida de los creyentes. Por eso, la primera virtud de los cristianos será la obediencia al Papa, que aparece como encarnación personal de la autoridad de Dios.

2. INOCENCIO III (1198-1216), EL PAPA DE LA PLENA POTESTAD

La reforma gregoriana, que se concretó en la lucha por las investiduras y que hizo posible las cruzadas, desembocó en una teología y un derecho eclesial que concede al Papa posee la plenitud o potestatis, una potestad o poder supremo. Más que como seguidora de Jesús, al servicio del Reino, a través de lo más pobres, la iglesia romana aparece como Poder Supremo, para organizar y controlar el orden de la sociedad sagrada, según principios que quieren ser evangélicos. Ciertamente, el Papa no tenía (ni quería tener) una potestad universal de tipo civil (potestas saecularis), a no ser en sus Estados Pontificios, pero se atribuía y tomaba todo el del poder eclesiástico, actuando como Vicario de un Cristo Glorioso y como sucesor de un apóstol Pedro a quien Cristo había concedido su poder sobre el mundo.

En esa línea, uno de los primeros gestos de Inocencio III fue asegurar su autoridad (cf. Apostolicae Sedis primatus, 1199, Denz. H. 775), afirmando que el Papa, como Vicario de Cristo, tiene la plenitudo potestatis (toda potestad) y que ella se extiende al «universo entero» (universum orbem). De esa manera se expande e impone un modelo de Iglesia “imperial”, en la línea de un Dios y de un Cristo que vienen a mostrarse en línea de poder (de cristiandad) sobre el conjunto de la Iglesia y, a través de ella, de un modo indirecto, sobre toda la humanidad, que debería integrarse en la Iglesia.

En esa línea se sitúa Inocencio III (1161-1216), el papa más glorioso de la historia. Era jurista y sólo tenía treinta y siete años cuando fue elegido (1198). Había estudiado teología en París y Derecho en Bolonia, siendo más jurista que teólogo, más diplomático que pastor. Fue un hábil gobernante, y así desarrolló y llevó a su plenitud, la “reforma gregoriana”, estructurando la Iglesia como “poder” (ciertamente “materno” y en el fondo bondadoso), como un gran monasterio cluniacense, en línea de teocracia o “dictado” espiritual (para bien de los creyentes), conforme a los principios que Gregorio VII había formulado en el “Dictatus Papae” (1075). Éstos son los rasgos principales de proyecto:

Iglesia centralizada, autoridad más alta
La Iglesia había sido en su origen koinonia, o comunión de “santos” (de hermanos), de manera que comunidades y personas compartían las “cosas santas” (es decir, la Eucaristía). Pues bien, sin dejar de ser eso, la Iglesia romana (centrada en el Papa) ha empezado a sentirse “madre” (más que compañera o hermana) de todas las iglesias, como si estuviera por encima y tuviera el derecho de mandar sobre comunidades y fieles, conforme a la misión que habría recibido de Cristo (a través de Pedro). La “presencia de Cristo”, a quien se entiende como portador del poder de Dios (más que como servidor kenótico, es decir, crucificado) viene a concretarse así a través del Papa, que actúa “maternalmente” como vicario poderoso del Dios todopoderoso.

Iglesia organizada, Derecho Canónico (Graciano)
Una Iglesia que aparece así, como institución centralizada y portadora de poder, necesita un Derecho, para ratificar y sancionar su organización. Más que como “movimiento misionero” carismático, ella viene a presentarse como sociedad sagrada que ha de administrarse según unos principios bien definidos, Ciertamente, la Iglesia tuvo siempre “leyes” o normas para el buen funcionamiento de su administración, dentro de un entorno social que aceptaba el Derecho Romano, desde la “conversión” de Constantino (y en especial desde Justiniano: 483-565). Pues bien, ahora surgió un derecho eclesiástico propio (Derecho Canónico), separado y unitario, controlando desde arriba (desde el Papa) la trama de la vida cristiana que se estaba volviendo muy compleja.

Iglesia poderosa (política religiosa)
Esta Iglesia maternal, poderosa y canónica quiere realizar su función a través de un dominio espiritual, que se sitúa por encima del poder político/militar de los emperadores reyes. Ciertamente, la Iglesia anterior (y de un modo especial la bizantina) había tenido un gran poder, pero nunca se había elevado, de un modo global y bien estructurado, sobre el conjunto de la cristiandad, como hace ahora la nueva Iglesia Gregoriana, en la línea de los sabios de la República de Platón, que representan el poder más alto (clerical) de los papas, al que deben someterse emperadores y reyes. La Iglesia anterior había tenido mucho influjo en la política, pero siempre dentro de unos límites (en armonía con diversas instancias). Ahora ese poder quiere volverse absoluto, imponiendo su “dictado” sobre todo el “orbe” cristiano.

Iglesia clerical (un cuerpo separado)
Siempre hubo clero en la Iglesia, pero antes se hallaba integrado en la estructura de conjunto de la sociedad. Sólo ahora, a partir de la reforma gregoriana, y en especial desde Inocencio III, ese clero viene a convertirse en una “clase social”, por encima de las otras. En esa elevación del clero han influido dos factores:

(a) La visión de la Iglesia como cuerpo estructurado, que se identifica con el “cuerpo” de sus clérigos, llamados a ofrecer un servicio al resto de los cristianos.
(b) La extensión (imposición) del celibato, que acentúa la separación de los clérigos, en un proceso que culminará en el Concilio de Trento (siglo XVI), cuando el clero aparezca (en línea social y espiritual) por encima del resto del pueblo cristiano. Esta “ley del celibato”, que se había propuesto ya de un modo universal en el Concilio II de Letrán (1139), se fue afirmando progresivamente e introdujo una fuerte distinción entre clero/jerarquía y pueblo cristiano o laicado

Iglesia santa, un control sobre la vida religiosa
En la “reforma gregoriana” habían influido los Monjes de Cluny (siglo XI) y después los del Cister (siglo XII). Pero ahora, siglo XIII, va a surgir una nueva forma de vida religiosa, representada por las Órdenes Mendicantes (dominicos, franciscanos…), que, en principio, eran “hermanos” (laicos) al servicio del testimonio y de la palabra del evangelio. Desde aquí se entiende la gran paradoja de la vida religiosa:
a. Por un lado, los movimientos religiosos (en especial el franciscano) surgen como experiencias laicales de libertad y pobreza, según el evangelio; de esa forma, ellos pueden poner en riesgo el orden eclesiástico (como ha sucedido con los valdenses y algunas ramas de franciscanismo).
b. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia de Roma (en la línea de Inocencio III) logrará que esos movimientos asuman una estructura clerical, bajo su dirección y control, como signo y promotores de la misión unitaria de la iglesia de Roma, con independencia de las iglesias diocesanas, de manera que ellos vienen a ser los portadores privilegiados del nuevo modelo unitario del cristianismo.

En clave canónica, esa reforma culminó y se expresó en la obra de Graciano, monje camaldulense y profesor de la Universidad de Bolonia, cuyo Decreto (Concordia discordantium canonum), recopilado hacia el 1140-1142 está en la base de la legislación posterior de la Iglesia hasta el Código (CIC) de 1917-1918 (y de 1983). Desde ese momento, la Iglesia aparece como signo y modelo de un ordenamiento jurídico que será esencial para entender el despliegue posterior de la cristiandad y de Europa.

3. BONIFACIO VIII. LAS DOS ESPADAS (1294-1303)

La doctrina de la potestad suprema del Papa, como vicario de un Cristo imperial, se sitúa dentro de la división de poderes que la Roma cristiana había defendido desde finales del siglo V (Carta de Papa Gelasio al Emperador: 496) y puede mantenerse de manera pacífica siempre que el Papa no intervenga en las cuestiones del emperador y el emperador en las del Papa. Pero, de hecho, la separación resultaba muchas veces difícil, como pudo verse en el pontificado de Bonifacio VIII (1294-1303), elegido después de Celestino V (un monje carismático, que dimitió tras poco tiempo de papado, viéndose incapaz de compaginar su función de Papa y su vida de cristiano). Pero lo imposible para Celestino parecía lógico para Bonifacio, quien intervino como Papa en las fuertes disputas de poder que le enfrentaron con la familia Colonna de Roma y con Felipe el Hermoso de Francia, por la aplicación de la doctrina de las «dos espadas»:

En la línea de Inocencio III. Dos espadas y un poder supremo
El Papa Bonifacio defendía una visión unitaria y jerárquica de la realidad, donde los representantes de Jesús (Papa y obispos) habían asumido de hecho el poder espiritual y desde esa posición querían dirigir a los demás poderes (político-militares), diciendo lo que habían de hacer. En ese contexto se puede hablar de dos espadas. Ciertamente, en sentido estricto, el NT sólo conoce la del César (cf. Rom 13, 1-7), pero hay en la Biblia pasajes que hablan de una espada espiritual, que se identifica con la Palabra del mensaje de Jesús (Logos de Dios: Ap 19, 15), que penetra en lo más hondo de la vida de los hombres y mujeres (cf. Heb 4, 12), sin violencia militar. En esa línea, resulta difícil hablar de una espada cristiana, pero el Papa Bonifacio VIII lo hizo, del año 1302, en su bula Unam Sanctam, que ha marcado por siglos la actitud real de la iglesia ante la violencia.

Unam Sanctam, Texto base:
                «Por la palabra del Evangelio somos instruidos de que en ésta (la Iglesia) y en su potestad hay dos espadas: la                 espiritual y         la temporal. Una y otra espada, pues, están en la potestad de la Iglesia, la espiritual y la material.                 Más ésta (la       material) ha de esgrimirse a favor de la Iglesia; aquella ha de esgrimirla la iglesia misma. Una ha                 de          esgrimirse por mano del sacerdote, otra por mano del rey y de los soldados, si bien a indicación y                 consentimiento del sacerdote. Pero      es menester que una espada esté bajo la otra espada y que la autoridad                 temporal se someta a la espiritual... Que la        potestad espiritual aventaje en dignidad y nobleza a cualquier                 potestad terrena hemos de confesarlo con tanta más claridad cuanta aventaja lo espiritual a lo temporal...                 Porque, según atestigua la verdad, la potestad espiritual tiene que       instituir a la temporal y juzgarla, si no    fuere                 buena...» (Unam Sanctam, 1302; Denz-H. 872)

Iglesia, una espada espiritual sobre la espada material
Bonifacio VIII supone así que el Papa y los representantes de la iglesia (portadores de una espada espiritual, de doctrina y sacramentos) pueden dirigir y dirigen, desde arriba, con su sabiduría más alta, al Emperador y a los que ejercen el poder político. La potestad de la iglesia se entiende como espada, es decir, como ejercicio de soberanía eficiente, capaz de discernir (dividir) y castigar a los hombres desde un plano espiritual, para dirigir así, desde su altura, a los portadores de la espada político-militar. Ciertamente, el Nuevo Testamento emplea la palabra espada, pero lo hace siempre en sentido de discernimiento espiritual o iluminación interior, sin ningún tipo de violencia externa (cf. Hebr 4, 12; Ap 1, 16; 19, 15). Pues bien, para Bonifacio VIII esa «espada espiritual» de la iglesia se sitúa sobre la espada material de los reyes y soldados, a quienes debe marcar las pautas de su actuación, para bien de todos (de los mismos políticos y soldados).

El Estado, brazo secular de la Iglesia
Así se fundamenta la famosa distinción entre el brazo espiritual (la iglesia no mata ni hace guerra de un modo directo) y el brazo secular (que ha de ponerse al servicio de la iglesia). Una distinción de este tipo está en la base es la República de Platón, donde los sabios, que equivalen a los sacerdotes cristianos, no luchan directamente, pero promueven y dirigen espiritualmente la guerra, en nombre de Dios. En esa línea, en principio, los clérigos no han debido entrar directamente en la batalla (aunque muchas veces lo han hecho), ni condenar (ejecutar) directamente a nadie (aunque muchas veces lo han hecho), pero pueden dirigir a militares y políticos para que lo hagan, proclamando cruzadas y juzgando a herejes, para entregarlos después al brazo secular que ejecuta la sentencia. De esa forma, la espada de los representantes de la fe, sin ser ella misma militar, dirige a militares, políticos y verdugos, para que ellos pongan su violencia «al servicio de la fe». En esa línea, la iglesia ha venido a presentarse como guía superior que define y dirige desde su privilegio el desarrollo de los restantes planos de la sociedad, el político-militar (coactivo) y el económico-laboral, conforme al esquema clásico de los tres poderes ya indicados (clérigos, caballeros, trabajadores).

Contrapunto. Atentado de Anagni
Bonifacio VIII no pudo realizar su ideal, pues el rey de Francia (Felipe IV el Hermoso) se opuso a sus pretensiones, por otra parte lógicas, relacionadas con el nombramiento de obispos es Francia. Guillermo de Nogaret, consejero del rey de Francia, con Sciarra Colonna y un grupo de cardenales, enemigos, asaltaron el palacio de verano en Anagni, humillando duramente al papa (7 de septiembre del 1303), que pudo escapar a duras penas, muriendo el mes siguiente en Roma. En esa línea debemos añadir que Bonifacio VIII fue el último papa independiente (poderoso) de la iglesia medieval, y su derrota supuso el fin de una visión de dominio universal. De ahora en adelante, a lo largo de todo el siglo XIV (y en los siglos siguientes), los papas serán rehenes del Rey de Francia o de otros príncipes y reyes. Quisieron entrar en el juego de la política, con deseo espiritual de humanizarla, pero la misma dinámica de la política les dominó a ellos.

                Bonifacio VIII había querido situar en la cumbre de la sociedad cristiana la espada espiritual de los sacerdotes,                 que dominan y dirigen desde arriba la tarea bélica de los militares y la función laboral de los trabajadores                 quienes, estrictamente hablando, no deben razonar ni decidir, pues razonan y deciden por ellos los sacerdotes,                 pues los que forman el «brazo secular» no tienen la responsabilidad de pensar, sino que son guiados por la    cabeza espiritual, que debía ser el Papa. Pero el Papa Bonifacio VIII chocó con el rey francés, Felipe el Hermoso,          que no era un dechado de justicia, pero que fue coherente con la nueva racionalidad y autonomía política de              tipo secular, y así murió humillado y vencido. Lógicamente, empezó a triunfar el rey, conforme a su propia          lógica: el ideal de un imperio universal cristiano bajo el Papa comenzaba a fracasar poco después haber nacido.

4. LA POTESTAD DEL PAPA. VATICANO I
Desde Trento (siglo XVI), con ocasión de la Reforma protestante, no se habían realizado más concilios, pues el Papa resolvía de un modo personal todos los problemas. Paradójicamente, fue el papa más absolutista, Pio IX quien convocó un nuevo Concilio, para ocuparse del sentido de la razón humana (de su relación con Dios) y de la constitución de la Iglesia, centrada en el Papa (con potestad plena e infalible), en contra de los riesgos del “galicanismo”, que quiere que la Iglesia dependa de Estado (especialmente en Francia). El concilio, abierto a finales del 1969 se prolongó a lo largo del 1979, hasta que fue suspendido por Pío IX (20 de octubre de 1870), tras la supresión de los Estados Pontificios (20 de septiembre de 1870).

Su definición básica fue la relacionada con la potestad del Papa:
Si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene sólo deber de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción en la iglesia universal, no sólo en las materias que pertenecen a la fe y costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la Iglesia difundida por todo el orbe, o que tiene la parte principal, pero no toda la plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata, tanto en todas y cada una de las iglesias, como en todos y cada uno de los pastores y de los fieles, sea anatema (Denz-H., 3064).

Potestad en toda la Iglesia, en línea de evangelio
El concilio afirma que el Papa tiene «plena y suprema potestad de jurisdicción», un poder ordinario e inmediato en toda la iglesia (potestas ordinaria et immediata in tota Ecclesia). Una formulación como ésta había sido utilizada desde la Reforma Gregoriana, en especial por Inocencio III y Bonifacio VIII (siglo XI-XIII), pero en la Edad Media se pensaba que la potestad del Papa era universal sin más (incluso en la sociedad civil), mientras que el Concilio afirma ahora que ella se ejerce in universam Ecclesiam, es decir, sólo en la iglesia en cuanto comunidad cristiana. Eso significa que su jurisdicción y potestad del Papa se sitúa en línea de evangelio (cf. Mt 28, 16-20), no de jerarquía ontológica (o feudal), sino de mensaje de Jesús.

Potestad en la Iglesia, no sobre la Iglesia
El texto del Concilio no dice que el Papa tenga potestad sobre (super) sino dentro (in) de la Iglesia, como un elemento de su despliegue. Se trata, por tanto, de una potestad fundada en la palabra de Dios, como poder de amor, para ofrecer y compartir fraternidad, desde el interior de la comunidad de los creyentes. Aquí se funda el «derecho» del Papa, aquí reside su autoridad, como signo de entrega de la vida y comunión fraterna entre los hermanos. Conforme al Vaticano I, la Iglesia no es oligarquía (mandato de algunos, que serían los mejores), ni democracia (mandato o poder de una mayoría), ni monarquía (poder de uno solo), sino expresión de la fe compartida de la Iglesia, que se expresa de un modo concreto a través del Papa.

Potestad del Papa no depende de un Concilio
Ciertamente, el Vaticano I declaró que la autoridad papal no depende de la aprobación anterior o posterior de un concilio (Denz-H., num. 3063), como si el Concilio tuviera una autoridad distinta o superior a la del Papa. Esta afirmación, que parece contraria a la visión sinodal de las iglesias de oriente y a las propuestas iniciales del concilio de Constanza, resulta lógica dentro de la perspectiva en que se sitúa el Vaticano I, pues la autoridad del Papa es la misma autoridad eclesial del Concilio y no una diferente. Por otra parte, no se puede afirmar que la autoridad del Papa sea signo de amor (de salvación) y la del Concilio un signo de poder humano (o viceversa) , pues en ambos casos nos hallamos ante la misma autoridad salvadora (de amor y comunión) de la Iglesia es comunidad de aquellos que creen en Jesús.

                Según eso, la autoridad del Papa no deriva de un rey o de una nación (ni de la voluntad democrática de un grupo  de ciudadanos), sino de la gracia de Dios, tal como se expresa en la comunidad cristiana, en cuyo nombre habla  (lo mismo que hace el Concilio). Entendida así, esta definición del primado del Papa ha de entenderse  especialmente en oposición a un tipo de galicanismo, que había encontrado su expresión más clara en la Constitución Civil del Clero (Francia 1790), donde se afirmaba que la Iglesia recibía su poder de la Nación en  cuanto tal, no de una revelación específica de Cristo. Pues bien, en contra de eso, apelando a sus raíces, la Iglesia  ha debido afirmar que su autoridad no viene del consenso racional, de la voluntad de la nación, sino de la  revelación de Dios en Cristo, y que el signo de esa autoridad era de hecho el Papa.

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