Anglocatólico

COMUNIDAD ECUMÉNICA MISIONERA LA ANUNCIACIÓN. CEMLA
Palabra + Espíritu + Sacramento + Misión
Evangelizar + Discipular + Enviar


“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

whatsapp +503 7768-5447

jueves, 18 de agosto de 2011

JESUS CURADOR DE LA VIDA José Antonio Pagola


JESUS Aproximación Histórica
José Antonio Pagola
El poeta de la misericordia de Dios hablaba con parábolas, pero también con hechos. Los campesinos de Galilea pudieron comprobar que Jesús, lleno del Espíritu de Dios, recorría sus aldeas curando enfermos, expulsando demonios y liberando a las gentes del mal, la indignidad y la exclusión. La misericordia de Dios no es una bella teoría sugerida por sus parábolas. Es una realidad fascinante: junto a Jesús, los enfermos recuperan la salud, los poseídos por el demonio son rescatados de su mundo oscuro y tenebroso. Él los integra en una sociedad nueva, más sana y fraterna, mejor encaminada hacia la plenitud del reino de Dios.
Jesús seguía sorprendiendo a todos: Dios está llegando, pero no como el “Dios de los justos”, sino como el “Dios de los que sufren”. El profeta del reino de Dios no tiene ninguna duda: lo que a Dios le preocupa es el sufrimiento de los más desgraciados; lo que le mueve a actuar en medio de su pueblo es su amor compasivo; el Dios que quiere reinar entre los hombres y mujeres es un “Dios que sana”. Así dice una antigua tradición de Israel: “Yo soy Yahvé, el que te sana” (Éxodo 15(26). Las fuentes cristianas lo afirman de manera unánime: “Recorría toda Galilea... proclamando la buena noticia del reino y curando toda enfermedad y dolencia en el pueblo” (Mateo 4,23. también Marcos 1,39; Mateo 9,35; Lucas 6,18, etc.).
A diferencia del Bautista, que nunca curó a nadie, Jesús proclama el reino de Dios poniendo salud y vida en las personas y en la sociedad entera. Lo que Jesús busca, antes que nada, entre aquellas gentes de Galilea no es reformar su vida religiosa, sino ayudarles a disfrutar de una vida más sana y más liberada del poder del mal. En la memoria de los primeros cristianos quedó grabado este recuerdo de Jesús: “Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos de los Apóstoles 10,38). La primera mirada de Jesús no se dirige hacia los pecadores que necesitan ser llamados a conversión, sino hacia los que sufren la enfermedad o el desvalimiento y anhelan más vida y salud. El evangelio de Juan entiende la actividad de Jesús como enteramente encaminada a potenciar la vida “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia(Juan 10,10) La “vida eterna” de la que habla este escrito comienza en esta vida y alcanza su plenitud en el encuentro definitivo con Dios.
1.    Los enfermos de Galilea
En cada cultura se vive la enfermedad de manera diferente. No es lo mismo enfermar en la sociedad occidental de nuestros días o estar enfermo en la Baja Galilea de los años treinta del siglo l. La enfermedad no es solo un hecho biológico. Al mismo tiempo es una experiencia que el enfermo interpreta, vive y sufre según el modelo cultural de la sociedad en que vive. ¿Cómo se vivía la enfermedad en aquellas aldeas que recorría Jesús?, ¿cómo les afectaba a aquellos campesinos?, ¿cómo reaccionaban sus familiares y vecinos?, ¿qué hacían para recuperar la salud?
Los antropólogos suelen distinguir entre la patología o disfunción orgánica (disease), a la que se responde tratando de curar el mal biológico (curmg), y la enfermedad como experiencia vivida socialmente dentro de una cultura (illness), a la que se responde tratando de sanar (healmg) las consecuencias dañosas tanto para el individuo como para el grupo social (Young, Klemman, Pilch, Avalos ) Empleo indistintamente los términos “curar” y “sanar” para hablar de lo que Jesús realiza en los enfermos, pero a él lo llamo “curador” (latín cura, “cuidado”, “solicitud” por el necesitado) más que “sanador”, pues me parece que sugiere mejor la percepción que podían tener de él aquellos enfermos.
Los enfermos a los que Jesús se acerca padecen dolencias propias de un país pobre y subdesarrollado: entre ellos hay ciegos, paralíticos, sordomudos, enfermos de la piel, desquiciados. Muchos son enfermos incurables, abandonados a su suerte e incapacitados para ganarse el sustento; viven arrastrando su vida en una situación de mendicidad que roza la miseria y el hambre. Jesús los encuentra tirados por los caminos, a la entrada de los pueblos o en las sinagogas, tratando de conmover el corazón de la gente.
Estos campesinos perciben su enfermedad no tanto como una dolencia orgánica, sino como una incapacidad para vivir como los demás hijos de Dios. La enfermedad daña alguna de las “tres zonas” que, según los antropólogos (Geradon, Malina, Pilch), constituyen a la persona según estas culturas de la cuenca mediterránea: la zona del pensamiento y la emoción (ojos-corazón); la zona de la comunicación (boca-oídos); la zona de la actividad (manos-pies). La mayor desgracia de los ciegos es no poder captar la vida de su entorno; cegados los ojos, se les cierra el paso por el que la vida accede al interior de la persona; el ciego pierde contacto con la realidad, no puede contemplar los rostros ni los campos, se le hace más difícil pensar con perspicacia, valorar las cosas, amar a las personas. La desgracia de los sordomudos es su incapacidad para comunicarse; no pueden escuchar el mensaje de los demás ni expresar el suyo; no pueden hablar, bendecir ni cantar; encerrados en su aislamiento, solo se escuchan a sí mismos. La desdicha de los paralíticos, incapaces de valerse de sus manos o sus pies, es no poder trabajar, moverse o actuar; no poder caminar ni peregrinar a Jerusalén; no poder abrazar ni bailar. Lo que anhelan estos enfermos no es solo la curación de una dolencia, sino poder disfrutar como los demás de una vida más plena.
Los leprosos sufrían su enfermedad de manera diferente. En realidad no son víctimas de la “lepra” conocida hoy por nosotros, sino gentes afectadas por diversas enfermedades de la piel (soriasis, tiña, erupciones, tumores, eccemas...) que, cuando se extienden por todo el cuerpo, resultan repugnantes. El término hebreo sara'at, que se suele traducir de ordinario como “lepra”, no es la que la medicina actual conoce como “enfermedad de Hansen” (descubridor del mycobacterium [eprae en 1868), sino que abarca un conjunto de enfermedades de la piel que, al producir decoloración, erupciones, llagas purulentas, etc., producen repugnancia (Levítico 13). Hasta el momento no se ha descubierto en la antigua Palestina ningún resto arqueológico perteneciente a una persona enferma de lepra (Van Hulse). La tragedia de estos enfermos no consiste tanto en el mal que desgarra físicamente su cuerpo cuanto en la vergüenza y humillación de sentirse seres sucios y repulsivos a los que todos rehúyen. Su verdadero drama es no poder casarse ni tener hijos, no participar en las fiestas y peregrinaciones, quedar condenados al ostracismo.
También los enfermos de Galilea, como los de todos los tiempos, se hacían la pregunta que brota espontáneamente desde toda enfermedad grave: “¿Por qué?”, “¿por qué yo?”, “¿por qué ahora?”. Aquellos campesinos no consideraban su mal desde un punto de vista médico, sino religioso. No se detienen en buscar el origen de su enfermedad en algún factor de carácter orgánico; les preocupa sobre todo lo que aquel mal significa. Si Dios, el creador de la vida, les está retirando su espíritu vivificador, es señal de que los está abandonando. ¿Por qué?
Según la mentalidad semita, Dios está en el origen de la salud y de la enfermedad. Él dispone de todo como señor de la vida y de la muerte. En el libro del Deuteronomio se puede leer un cántico, de rasgos arcaicos, atribuido a Moisés, donde Yahvé dice así: “Yo doy la muerte y la vida, yo desgarro y curo; no hay quien libre de mi mano” (32,39). Por eso los israelitas entienden que una vida fuerte y vigorosa es una vida bendecida por Dios; una vida enferma, lisiada o mutilada es una maldición. En las aldeas que visitaba Jesús, la gente veía de ordinario en la ceguera, la lepra o cualquier otro tipo de enfermedad grave el castigo de Dios por algún pecado o infidelidad. Según el evangelio de Juan, al ver a un ciego de nacimiento, los discípulos preguntan a Jesús: “Rabí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido así?” (9,2). Por el contrario, la curación siempre era vista como una bendición de Dios. Por eso, como Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, el pueblo de Israel esperaba que la intervención final de Dios traería una vida llena de salud para todos: “En aquel tiempo, nadie dirá: "Estoy enfermo", porque al pueblo le será perdonada su culpa” (Isaías 33,24. Se trata probablemente de un poema del período persa recogido en el libro de Isaías).
Estos enfermos, considerados como abandonados por Dios, provocan dentro del “pueblo elegido” malestar y turbación. ¿Por qué Dios no los bendice como a los demás? ¿Por qué les retira su aliento de vida? Probablemente su vida no le agrada. Por ello su presencia en el “pueblo santo” de Dios ha de ser vigilada. Es mejor tenerlos excluidos en mayor o menor grado de la convivencia religiosa y social. Según la tradición de Israel, “los cojos y ciegos no han de entrar en la casa de Dios” (Se trata de un dicho popular recogido en el segundo libro de Samuel 15,8.). En los escritos de Qumrán se acentúa mucho más esta exclusión: los ciegos y sordos son considerados poco respetables, pues “quien no ve ni oye, no sabe practicar la ley”; los ciegos deben ser excluidos no solo del templo, sino también de la ciudad de Jerusalén: “Ningún ciego entrará en ella durante toda su vida; no profanará la ciudad santa en cuyo centro habito yo” (Se puede leer el texto completo en 4QMMT 56-57 Yen el Rollo del Templo (llQTemplo 45,12-14).) La exclusión del templo, lugar santo donde habita Dios, recuerda de manera implacable a los enfermos lo que ya perciben en el fondo de su enfermedad: Dios no los quiere como a los demás.
Los “leprosos”, por su parte, son separados de la comunidad no por temor al contagio, sino porque son considerados “impuros” que pueden contaminar a quienes pertenecen al pueblo santo de Dios. La prescripción era cruel: “El afectado por la lepra... irá gritando: "Impuro, impuro". Todo el tiempo que le dure la llaga quedará impuro. Es impuro y vivirá aislado”. (Levítico 13,45-46) Aunque los evangelios presentan a veces a los leprosos cerca de la gente y con acceso bastante fácil a Jesús, se piensa que las prescripciones del Levítico seguían vigentes en ese tiempo (Baumgarten, Avalos). En una sociedad como la de Galilea, donde el individuo solo puede vivir integrado en su familia y su aldea, esta exclusión significa una tragedia. La mayor angustia del leproso es pensar que tal vez ya no pueda volver nunca a su comunidad.
Abandonados por Dios y por los hombres, estigmatizados por sus vecinos, excluidos en buena parte de la convivencia, estos enfermos constituyen, probablemente, el sector más marginado de la sociedad. Pero, ¿están realmente abandonados por Dios o tienen un lugar privilegiado en su corazón de Padre? El dato histórico es incuestionable: Jesús se dedica a ellos antes que a nadie. Se acerca a los que se consideran abandonados por Dios, toca a los leprosos que nadie toca, despierta la confianza en aquellos que no tienen acceso al templo y los integra en el pueblo de Dios tal como él lo entiende. Estos tienen que ser los primeros en experimentar la misericordia del Padre y la llegada de su reino. Su curación es la mejor “parábola” para que todos comprendan que Dios es, antes que nada, el Dios de los que sufren el desamparo y la exclusión.

2.    El difícil camino de la curación
Todo enfermo anhela liberarse un día de su enfermedad para disfrutar de nuevo de una vida sana. Pero, ¿qué podían hacer los enfermos y enfermas de aquellas aldeas para recuperar su salud?
Al verse enfermo, el israelita acudía por lo general a Dios. Examinaba su vida, confesaba ante él sus pecados y le pedía la curación. Podía recitar uno de tantos salmos compuestos por enfermos y que estaban recogidos en las Escrituras: “Ten piedad de mí, Señor, sáname, que he pecado contra ti” (Salmo 40,5). La familia era la primera en atender a su enfermo. Los padres y familiares más cercanos, el patrón de la casa o los mismos vecinos ayudaban al enfermo a reconocer su pecado e invocar a Dios. Al mismo tiempo buscaban a algún curador de los alrededores.
En los escritos evangélicos se puede observar cómo los parientes se preocupan de sus enfermos (Marcos 1,30); los padres y las madres se preocupan de sus hijos (Marcos 7,25; 9,1718); los patronos hacen lo posible por ver curados a sus criados (Lucas 7,2-10); incluso los vecinos buscan la curación de los enfermos de la aldea (Marcos 2,3-4).
Al parecer, no podían acudir a médicos profesionales. La medicina griega, impulsada por Hipócrates (450-350 a. C.), se había extendido por la cuenca del Mediterráneo y había penetrado probablemente en ciudades importantes como Tiberíades, Séforis o las de la Decápolis, pero no en las aldeas de Galilea. En la medicina hipocrática no se invocaba el poder curador de los dioses, sino que, basándose en alguna teoría del cuerpo humano, se detectaba la enfermedad, se diagnosticaban las causas y se buscaba algún remedio que ayudara a recobrar el equilibrio del cuerpo.
Es muy conocido el tratado De medicina, de Celso, nacido unos veinte años antes de Jesús y muerto tres o cuatro años después de su crucifixión, donde se recoge una amplia información de las teorías y prácticas médicas de su tiempo. Sin embargo, la figura señera de la medicina romana será Galeno (130-200).
La postura tradicional de los israelitas ante este tipo de medicina había sido de recelo, pues solo Dios es fuente de salud. Pero ya en tiempos de Jesús las cosas habían cambiado. Algunos sabios judíos recomendaban acudir a los médicos, pues “hay momentos en que la solución está en sus manos”. Asi dice Ben Sirá en un escrito redactado entre 190-180 a. C. (Eclesiástico 38,1-15). Por desgracia para los enfermos de Galilea, los médicos no estaban al alcance de sus posibilidades: vivían lejos de las aldeas y sus honorarios eran demasiado elevados.
Tampoco podían peregrinar hasta los famosos templos de Esculapio, dios de la medicina, o a los santuarios de Isis y Serapis, divinidades sanadoras, ni bañarse en fuentes sagradas consideradas terapéuticas. Los templos consagrados a Esculapio eran numerosos y de gran prestigio. El más famoso sin duda en tiempos de Jesús, el de Epidauro, no lejos de Corinto. A él acudían miles de enfermos. Después de un baño y de la entrega de la ofrenda a Esculapio, pasaban la noche en un pórtico oscuro del templo para tener ocasión de ser visitados por el dios curador y recibir en sueños el mensaje que indicaba los remedios apropiados (ungüentos, vendajes, dietas) o las instrucciones que, interpretadas por los servidores del templo, ayudarían a recuperar la salud. No es fácil distinguir en estos lugares de curación lo “médico” de lo “milagroso”. Por lo general, el dios indica algún procedimiento que, puesto en práctica al despertar, devuelve la salud al paciente. En santuarios como los de Pérgamo o la isla de Cos había verdaderos médicos ejerciendo su profesión. También había santuarios de Isis y Serapis en las ciudades más importantes del Mediterráneo oriental, pero ciertamente no cerca de Galilea. Los enfermos de aquellas aldeas no podían aventurarse en un largo viaje hasta los famosos lugares de curación ni pagar las costosas ofrendas que allí se exigían.
Es difícil saber si había un lugar de curación en Jerusalén (¿piscina de Betesda?), aunque hacia el año 135 d. C. funcionó un templo consagrado a Esculapio en la Jerusalén romana, llamada por entonces Aelia Capitalina (Duprez, Parrot).
Más cercanos estaban los curadores populares que no se atenían a una medicina profesional ni dependían de santuario alguno: magos, exorcistas u hombres santos (hasidim), famosos por el poder de su oración, como Honi o Haniná ben Dosa, que sanaban más por su relación estrecha con Dios que por sus técnicas terapéuticas.
Al parecer, Honi actuó en la primera mitad del siglo I a.C. en Galilea (Vermes) o en Jerusalén (Meier); fue conocido sobre todo por la eficacia de su oración a Dios para obtener la lluvia en tiempos de sequía. A Haniná ben Dosa se le atribuyen diversos hechos milagrosos realizados en virtud de su poderosa plegaria. Vivió en Galilea durante el siglo I, tal vez a pocos kilómetros de Nazaret (Vermes, Parrot). En este ambiente comenzó Jesús a recorrer los pueblos de Galilea proclamando el reino de Dios y curando a los enfermos.
No siempre es fácil diferenciar en esta época la medicina, que se esfuerza por facilitar de nuevo el equilibrio natural del organismo, la magia, que trata de manejar fuerzas misteriosas para lograr efectos beneficiosos sobre una persona, y la curación, atribuida a la intervención poderosa de una divinidad (Kee, Avalas, Meier, Crossan).
Prácticamente, la totalidad de los investigadores contemporáneos están de acuerdo en afirmarlo: Crossan, Sanders, Meier, Theissen, Wenham, Parrot, Twelftree, Evans, Blackburn. La única excepción es B. L. Mack. Este consenso generalizado de la crítica moderna no significa que se pueda probar el carácter histórico de cada uno de los relatos concretos tal como están consignados en los evangelios. Al contrario, casi siempre se trata de relatos estereotipados que describen no tanto un suceso concreto cuanto el tipo de curaciones que hacía Jesús, según el recuerdo que había de él como “hacedor de milagros”. Algunas veces se trata de relatos que provienen probablemente de testigos, pero que han sido embellecidos y desarrollados para que Jesús no desdiga de otros taumaturgos famosos. Tampoco se puede descartar que algunas narraciones hayan sido creadas solo para ofrecer una visión teológica de Jesús y de su actividad.
3.    Un curador singular
El hecho es históricamente innegable: Jesús fue considerado por sus contemporáneos como un curador y exorcista de gran prestigio. Todas las fuentes cristianas hablan invariablemente de las curaciones y exorcismos realizados por Jesús. Las curaciones aparecen atestiguadas en todas las fuentes: fuente Q, Marcos, material propio de Mateo, material propio de Lucas y Juan. Además se encuentran en todas las formas literarias: relatos concretos, dichos de Jesús, sumarios sobre su actividad, controversias con sus adversarios, etc.
Por lo demás, hacia el año 90, también el historiador judío Flavio Josefo nos informa de que durante el gobierno de Poncio Pilato como prefecto de Judea “apareció Jesús, un hombre sabio, que fue autor de hechos asombrosos” (Antigüedades de los judíos 18, 3, 3. Se trata de un texto considerado como auténtico por la mayoría de los expertos.). Esta fama de Jesús como taumaturgo y exorcista tuvo que ser extraordinaria, pues durante mucho tiempo hubo exorcistas y magos que, fuera de los ambientes cristianos, usaban su nombre para realizar sus conjuros. Aparece testimoniado en los papiros mágicos griegos, que recogen material que se extiende desde el siglo I o II a. C. hasta el siglo V d. C. Entre otros nombres mágicos se usa el de Jesús, “el dios de los hebreos”.
La actuación de Jesús debió de sorprender sobremanera a las gentes de Galilea: ¿de dónde provenía su fuerza curadora? Se parece a otros curadores que se conocen en la región, pero al mismo tiempo es diferente. Ciertamente no es un médico de profesión: no examina a los enfermos para hacer un diagnóstico de su mal; no emplea técnicas médicas ni receta remedios. Su actuación es muy diferente. No se preocupa solo de su mal físico, sino también de su situación de impotencia y humillación a causa de la enfermedad. Por eso los enfermos encuentran en él algo que los médicos no aseguraban con sus remedios: una relación nueva con Dios que les ayuda a vivir con otra dignidad y confianza ante él.
Las técnicas concretas que Jesús emplea alguna que otra vez recuerdan a los procedimientos que utilizaban los magos y curadores populares. A nadie extrañaba. Según fuentes cristianas, en alguna ocasión llevó aparte a un sordomudo y lo curó “metiéndole sus dedos en los oídos” y “tocándole la lengua con su saliva”. Otro día le trajeron un ciego y él lo sacó fuera del pueblo, “le puso saliva en los ojos”, “impuso sus manos sobre él” y lo curó. Los relatos están consignados en Marcos 7,31-37 y 8,22-26. Era conocida la virtud sanadora de la saliva: Jesús toca con saliva la lengua del mudo para “soltarla”; acaricia con saliva los ojos del ciego para “abrirlos”. Mateo y Lucas omitieron estos dos relatos probablemente por sus resabios mágicos. Sin embargo, nunca se ve a Jesús tratando de manipular fuerzas invisibles, como hacían los magos para forzar a la divinidad a intervenir. Jesús no actúa confiando en técnicas, sino en el amor curador de Dios, que se compadece de los que sufren. Por eso su actuación no es la de un mago de la época. Nunca interviene para hacer daño, causar enfermedades, producir insomnio, impedir amores o deshacerse de enemigos, sino para curar el sufrimiento y la enfermedad. No pronuncia extraños conjuros ni fórmulas secretas: no emplea amuletos, hechizos o encantamientos.
No se parece al tipo de magos que aparecen en los papiros mágicos griegos, ni al famoso Apolonio de Tiana, contemporáneo estricto de Jesús, de quien se conserva una biografía escrita por el filósofo Filóstrato a finales del siglo II. A Apolonio se le atribuyen milagros que recuerdan a los relatos evangélicos, pero su figura nada tiene que ver con Jesús: utiliza su poder para vengarse y hacer daño a sus adversarios; es un “conocedor de fuerzas ocultas” que se mueve en un mundo inverosímil de sátiros, piedras mágicas o plantas milagrosas, muy alejado del mundo de sufrimiento al que se acerca Jesús. No actúa nunca por intereses económicos, sino movido por su amor compasivo y su decisión de anunciar el reino de Dios.
Hace unos años, Morton Smith, basándose en los papiros mágicos griegos por él descubiertos, calificó a Jesús de “mago” y presentó su actividad curadora como magia. Su posición ha sido asumida por algunos autores (Aune, Crossan). Este último considera que no había en aquella sociedad diferencia sustancial entre la actividad mágica y la milagrosa, por lo que prefiere llamar a Jesús “mago” en sentido sociológico y sin ninguna connotación peyorativa. Me parece más razonable la posición de quienes subrayan las diferencias y consideran que llamar hoy “mago” a Jesús no contribuye a aclarar su actividad curadora (Kee, Meier, Twelftree, Theissen, Blackburn).
Sin duda, la figura de Jesús se acercaba más a dos hombres piadosos bien conocidos en la tradición rabínica. De Honi, “el trazador de círculos”, se decía que en medio de una sequía había dirigido a Dios su oración logrando la lluvia. Hablan de él Flavio Josefo y la Misná. Se le llama “trazador de círculos” porque, al no conseguir la lluvia como él la deseaba, trazó un círculo en el suelo y juró que no saldría de él hasta que Dios la enviara como él quería.
De Haniná ben Dosa se aseguraba que, al orar por los enfermos, conocía si Dios iba a concederle la curación solicitada en la manera más o menos fluida con que salía la oración de su boca. La actuación de estos dos hombres santos no era de carácter mágico, sino que se debía al favor de Dios. La tradición rabínica acentúa precisamente la eficacia de su oración. Honi y Haniná ben Dosa no son propiamente taumaturgos: no obran milagros con sus palabras o gestos; lo milagroso es el poder de su oración. No es este el caso de Jesús, que obra sus curaciones dando una orden o realizando un gesto.
Probablemente la gente veía a Jesús no tanto como un hasid, al estilo de Honi o Haniná ben Dosa, sino como un profeta que curaba en virtud del Espíritu de Dios. Su actuación despertaba tal vez el recuerdo de Elías y Eliseo, profetas muy populares en el reino del norte por sus hechos milagrosos. No habían realizado prodigios espectaculares a favor de todo el pueblo, como Moisés, pero la tradición los recordaba como profetas taumaturgos. Elías y Eliseo vivieron en el siglo IX a. c.. La actividad de Elías está recogida en el primer libro de los Reyes 17-20 y la de Eliseo en el segundo libro de los Reyes 2-8.
De Elías se decía que había resucitado al hijo de una pobre viuda a la que ya anteriormente había alimentado de manera milagrosa. A Eliseo se le atribuían, entre otros hechos, la resurrección del hijo de una viuda, una multiplicación prodigiosa de panes y la curación de Naamán, jefe del ejército arameo, enfermo de lepra. Sin embargo, la tradición decía de Eliseo algo absolutamente impensable en Jesús: había hecho morir con su maldición a un grupo de niños que se burlaban de él, había castigado con la lepra a un criado de Naamán y había dejado ciegos a unos soldados que habían salido a capturarlo. Nadie hubiera imaginado al poeta de la misericordia de Dios quitando la vida a esos niños, a los que abrazaba con tanto cariño, ni cegando los ojos o condenando a alguien para siempre al estigma de la lepra.
Sin embargo, lo que más diferencia a Jesús de otros curadores es que, para él, las curaciones no son hechos aislados, sino que forman parte de su proclamación del reino de Dios. Es su manera de anunciar a todos esta gran noticia: Dios está llegando, y los más desgraciados pueden experimentar ya su amor compasivo. Estas curaciones sorprendentes son signo humilde, pero real, de un mundo nuevo: el mundo que Dios quiere para todos.

4.    La fuerza curadora de Jesús
¿Cuándo descubrió Jesús su capacidad de curar? ¿Fue su fe en la misericordia de Dios lo que le empujó a intentar aliviar el sufrimiento de los enfermos o, por el contrario, fue el descubrimiento de su poder curador lo que le condujo a anunciar la cercanía de Dios y su venida salvadora? Nunca podremos responder a este tipo de preguntas. Pertenecen al mundo secreto de Jesús.
Algunos investigadores se atreven a sugerir que la primera curación realizada por Jesús fue la de la suegra de Simón (Marcos 1,29-31) o la del leproso (Marcos 1,40-45). No es posible afirmar nada con seguridad.
Lo cierto es que Jesús contagia salud y vida. Las gentes de Galilea lo sienten como alguien que cura porque está habitado por el Espíritu y la fuerza sanadora de Dios. Aunque, al parecer, Jesús utiliza en alguna ocasión técnicas populares, como la saliva, lo importante no es el procedimiento que pueda emplear en algún caso, sino él mismo: la fuerza curadora que irradia su persona. La gente no acude a él en busca de remedios o recetas, sino para encontrarse con él. Lo decisivo es el encuentro con el curador. La terapia que Jesús pone en marcha es su propia persona: su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada enfermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capacidad de contagiar su fe en la bondad de Dios. Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recuperación de la salud.
En la raíz de esta fuerza curadora e inspirando toda su actuación está siempre su amor compasivo. Jesús sufre al ver la enorme distancia que hay entre el sufrimiento de estos hombres, mujeres y niños hundidos en la enfermedad, y la vida que Dios quiere para sus hijos e hijas. Los evangelios, tan sobrios siempre para hablar de los sentimientos de Jesús, utilizan constantemente el verbo splanjnizomai para decir que cura a los enfermos porque se “compadece” de ellos: literalmente, “se le conmueven las entrañas (Marcos 1,41; 9,22; Mateo 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lucas 7,13). Lo que le mueve es su amor a los que sufren, y su voluntad de que experimenten ya en su propia carne la misericordia de Dios que los libere del mal. Para Jesús, curar es su forma de amar. Cuando se acerca a ellos para despertar su confianza en Dios, liberarlos del mal y devolverlos a la convivencia, Jesús les está mostrando, antes de nada, que son dignos de ser amados.
Por eso cura siempre de manera gratuita. No busca nada para sí mismo, ni siquiera que los enfermos se agreguen a su grupo de seguidores. La curación que suscita la llegada del reino de Dios es gratuita, y así la tendrán que regalar también sus discípulos. Mateo lo indica de manera explícita al hablar de las instrucciones de Jesús a los Doce: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis” (10,8).
Este carácter gratuito resultaba sorprendente y atractivo. Todo el mundo podía acercarse a Jesús sin preocuparse de los gastos. Los enfermos curados por él tienen poco que ver con la rica clientela que acudía a los dioses sanadores. En los templos y lugares de curación se cobraban los servicios y se exigían costosas ofrendas para el dios sanador. Por otra parte, los médicos cobraban fuertes sumas por sus servicios. Plinio el Viejo, nacido el año 23 y muerto el 79 en la erupción del Vesubio, nos informa de que no había en su tiempo una profesión “más lucrativa” que la medicina.
Jesús tiene su estilo propio de curar. Lo hace con la fuerza de su palabra y los gestos de sus manos. Jesús habla con el enfermo y le manifiesta su voluntad de que quede curado. Es uno de sus rasgos característicos. No pronuncia fórmulas secretas ni habla entre dientes, como los magos. Su palabra es clara. Todos la pueden escuchar y entender. Al mismo tiempo, Jesús “toca” a los enfermos. Las fuentes cristianas lo repiten una y otra vez, matizando su gesto con expresiones diversas. A veces Jesús “agarra” al enfermo para transmitirle su fuerza y arrancarlo de la enfermedad. Otras veces impone sus manos” sobre él en un gesto de bendición para envolverlo con la bondad amorosa de Dios. En otras ocasiones “extiende su mano y lo toca”, para expresarle su cercanía, acogida y compasión. Así actúa sobre todo con los leprosos, excluidos de la convivencia. Jesús “agarra” (krátein) a la suegra de Simón (Marcos 1,30), a la hija de Jairo (Marcos 5,41) o al joven epiléptico (Marcos 9,27). “Impone sus manos(epitíthenai) sobre la mujer encorvada (Lucas 13,13), sobre el ciego de Betsaida (Marcos 8,23) o sobre cada uno de los numerosos enfermos que le traen en Cafamaúm a la puesta del sol (Lucas 4,40). “Extiende la mano y toca(háptein) al leproso en Marcos 1,41. Aunque estos relatos no describen las curaciones de Jesús tal y como acontecieron exactamente, la repetición de ciertos detalles nos sugiere cómo era recordado por los primeros cristianos.
Las manos de Jesús bendicen a los que se sienten malditos, tocan a los leprosos que nadie toca, comunican fuerza a los hundidos en la impotencia, transmiten confianza a los que se ven abandonados por Dios, acarician a los excluidos. Era su estilo de curar.
Jesús no aportaba solo una mejora física. Su acción sanadora va más allá de la eliminación de un problema orgánico. La curación del organismo queda englobada dentro de una sanación más integral de la persona. Jesús reconstruye al enfermo desde su raíz: suscita su confianza en Dios, lo arranca del aislamiento y la desesperanza, lo libera del pecado, lo devuelve al seno del pueblo de Dios y le abre un futuro de vida más digno y saludable. ¿Cómo lo hace?
Jesús comienza por reavivar la fe de los enfermos. De diversas maneras se esfuerza para que confíen en la bondad salvadora de Dios, que parece haberles retirado su bendición. Las fuentes cristianas lo recogen como algo esencial de su acción curadora: “No temas, solo ten fe”; “todo es posible para el que cree”;hijo mío, tus pecados te son perdonados” (Marcos 5,36; 9,23; 2,5). Los relatos sugieren que, en algún momento, Jesús y el enfermo se funden en una misma fe: el enfermo no se siente ya solo y abandonado; acompañado y sostenido por Jesús, se abre confiadamente al Dios de los pobres y los perdidos. Cuando falta esta confianza, la acción curadora de Jesús queda frustrada, como al parecer sucedió en su aldea de Nazaret, donde apenas pudo curar a nadie, pues les faltaba fe. (Marcos lo dice sin tapujos: “No pudo hacer allí ningún milagro. Tan solo curó a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y estaba sorprendido por su falta de fe” (6,5-6). Cuando, por el contrario, en el enfermo se despierta la confianza y se produce la curación, Jesús la atribuye abiertamente a su fe: “Hija mía, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad” (Marcos 5,34. Cf. también Marcos 10,52). La fe pertenece, pues, al proceso mismo de la curación. Jesús no cura para despertar la fe, sino que pide fe para que sea posible la curación. Esta fe no es fácil. El enfermo se siente llamado a esperar algo que parece superar los límites de lo posible. Al creer, cruza una barrera y se abandona al poder salvador de Dios. No es fácil. Se entiende el grito paradójico del padre de un enfermo, que grita su fe, pero reconoce su incredulidad: “Creo, pero ayúdame en mi poca fe” (Marcos 9,24).
Jesús no pide fe en su poder misterioso o en sus conocimientos ocultos, sino en la bondad de Dios, que se acerca a salvar del mal, despertando incluso posibilidades desconocidas que no están de ordinario a disposición del ser humano. Y lo hace no recurriendo a la hipnosis o la magia, sino ayudando a los enfermos a acoger a Dios en el interior de su experiencia dolorosa. Jesús trabaja el “corazón” del enfermo para que confíe en Dios, liberándose de esos sentimientos oscuros de culpabilidad y de abandono por parte de Dios, que crea la enfermedad. Jesús lo cura poniendo en su vida el perdón, la paz y la bendición de Dios. Según Marcos 2,5, Jesús declara explícitamente al paralítico de Cafarnaún: “Hijo mío, tus pecados te son perdonados”. Algunos autores consideran que se trata de una añadidura posterior a un relato que originalmente solo hablaba de una curación. En cualquier caso, la declaración de perdón expresa bien el modo de curar propio de Jesús. Al enfermo se le abre así la posibilidad de vivir con un corazón nuevo y reconciliado con Dios.
Al mismo tiempo, Jesús lo reconcilia con la sociedad. Enfermedad y marginación van tan estrechamente enlazadas que la curación no es efectiva hasta que los enfermos no se ven integrados en la sociedad. Por eso Jesús elimina las barreras que los mantienen excluidos de la comunidad. La sociedad no ha de temerlos, sino acogerlos. Las fuentes cristianas describen de diversas maneras la voluntad de Jesús de incorporar de nuevo a los enfermos a la convivencia: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”; “vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio”; “vete a tu casa con los tuyos y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo” (Marcos 2,11; 1,44; 5,19). Tal vez María de Magdala no tenía familia y Jesús, después de expulsar de ella “siete demonios” (Lucas 8,2), la acogió en su grupo de discípulos. Es especialmente significativa su actuación con los leprosos, excluidos de la comunidad por su condición de impuros. Propiamente no le piden a Jesús que los cure, sino que los “limpie” y tenga con ellos esa “compasión” que no encuentran en la sociedad. Mientras recorría Galilea se le acercó un leproso suplicándole: “Si quieres, puedes limpiarme” (Marcos 1,40). En otra ocasión, a la salida de un pueblo, salieron a su encuentro diez leprosos, que le gritaban: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros” (Lucas 17,14). Este relato parece un desarrollo posterior. Jesús reacciona con un gesto: extiende su mano y los toca. Aquellos hombres y mujeres son miembros del pueblo de Dios, tal como lo entiende Jesús. Al tocarlos, Jesús los libera de la exclusión. Su gesto es intencionado. No está pensando solo en la curación del enfermo; está haciendo una llamada a toda la sociedad. Está llegando el reino de Dios. Hay que construir la vida de otra manera: los impuros pueden ser tocados; los excluidos han de ser acogidos. Los enfermos no han de ser mirados con miedo, sino con compasión. Como los mira Dios.

5.    Liberador de demonios
Jesús no solo curaba enfermos. Lleno del Espíritu de Dios, se acercaba también a los poseídos y los liberaba de los espíritus malignos. Nadie lo pone en duda. Jesús fue un exorcista de prestigio extraordinario, incluso fuera de los ambientes cristianos; todavía bastantes años después de su muerte había exorcistas que seguían utilizando su nombre como medio poderoso para expulsar demonios. La actuación de Jesús con los endemoniados provocó un impacto mucho mayor que sus curaciones. La gente quedaba sobrecogida y se preguntaba dónde estaba el secreto de una fuerza tan poderosa. Algunos veían en él un peligro y lo acusaban de estar “poseído” por un espíritu maligno y de actuar como agente de Beelzebú. A Jesús, por el contrario, le confirmaba en una convicción que iba creciendo en su corazón: si el mal está siendo vencido y es posible experimentar la derrota de Satanás, es que el reino de Dios ya está llegando. ¿Quiénes son estos enfermos? ¿Cómo podemos captar desde nuestra cultura esta peculiar experiencia que se vivía en tomo a Jesús? ¿Cómo los curaba?
En general, los exegetas tienden a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad. Se trataría de casos de epilepsia, histeria, esquizofrenia o “estados alterados de concienciaen los que el individuo proyecta de manera dramática hacia un personaje maligno las represiones y conflictos que desgarran su mundo interior.
Investigadores recientes (Pilch, Crossan) estudian la actuación de Jesús utilizando la categoría de “estados alterados de conciencia”, que ha sido propuesta por la antropología moderna (Erika Bourgignon, Goodman) para definir de “manera neutral” extraños fenómenos que suceden en las sociedades de todos los tiempos y que son interpretados de diversa forma en cada cultura. Sin embargo, esta categoría de “estado alterado de conciencia” no deja de ser ella misma una interpretación cultural hecha desde la psicología moderna.
Sin duda es legítimo pensar hoy así, pero lo que vivían aquellos campesinos de Galilea tiene poco que ver con este modelo de “proyección” de conflictos sobre otro personaje. Es exactamente lo contrario. Según su mentalidad, son ellos los que se sienten invadidos y poseídos por alguno de aquellos seres malignos que infestan el mundo. Esta es su tragedia. El mal que padecen no es una enfermedad más. Es vivir sometidos a un poder desconocido e irracional que los atormenta, sin que puedan defenderse de él. En estas sociedades primitivas no hay que confundir una “enfermedad” causada por un espíritu maligno con una “posesión diabólica” (Theissen, Strecker).
Probablemente es más acertado ver en el fenómeno de la posesión una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por personas oprimidas para defenderse de una situación insoportable. Cuando no hay otro medio para rebelarse, en el individuo se puede desarrollar una personalidad separada que le permite decir y hacer lo que no podría en condiciones normales, al menos sin importantes riesgos. ¿Había alguna relación entre la opresión que ejercía sobre Palestina el Imperio romano y el fenómeno contemporáneo de tantas personas poseídas por el demonio? ¿Era esta una forma enfermiza de rebelarse contra el sometimiento romano y el dominio de los poderosos? Aunque la curación del endemoniado de Gerasa no es una narración estrictamente histórica, puede ayudamos a intuir la conexión que se podía establecer oscuramente entre la posesión demoníaca y la opresión de Roma. Según el relato, el demonio es uno solo, pero se llama “legión”, porque son muchos, como la división armada de Roma que controla Palestina; los demonios entran en los “cerdos”, los animales más impuros de todos y los que mejor podían definir a los romanos; más tarde, los cerdos se precipitan en el “mar”, lugar donde la resistencia judía quería verlos hundidos para siempre. (Marcos 5,1-20) Son bastantes los estudiosos que consideran la posesión demoníaca en Galilea como una forma de secreta resistencia contra Roma, propia de gentes desesperadas (Hollenbach, Horsley, Sanders, Crossan, Guijarro). Es sorprendente que la “posesión demoníaca”, tan extendida en tiempos de Jesús, esté prácticamente ausente en siglos anteriores. Probablemente a nosotros se nos escapa el terror y la frustración que generaba el Imperio romano sobre gentes absolutamente impotentes para defenderse de su crueldad.
No faltaban tampoco conflictos y opresiones dentro de aquellas familias campesinas de estructura rígidamente patriarcal. No pocos de los poseídos eran, sin duda, mujeres, adolescentes y niños: esposas estériles frustradas y sin honor alguno ante nadie, viudas privadas de defensa ante los atropellos de los varones, niños víctimas de abusos. La posesión se convierte también para ellos en un mecanismo de autodefensa que les permite atraer la atención, defenderse del entorno y adquirir un cierto poder. Diversos autores (Davies, Lewis) subrayan esta presencia de lo demoníaco en víctimas de abusos y conflictos familiares. Lucas recuerda que Jesús “había curado de espíritus malignos y enfermedades” a diversas mujeres que lo acompañaban, y en concreto a María de Magdala, de la que “habían salido siete demonios” (Lucas 8,2).
Los poseídos a los que se acerca Jesús no son simplemente enfermos psíquicos. Son gentes desnutridas, víctimas de violencias endémicas, impotentes para defenderse de abusos insoportables. Los endemoniados no se sienten protagonistas de una rebelión contra el mal, sino víctimas de un poder desconocido y extraño que los atormenta destruyendo su identidad. Marcos describe con trazos sobrecogedores a un endemoniado de Gerasa que “corría por los montes” en un estado de soledad total; “vivía en los sepulcros”, excluido del mundo de los vivos; estaba “atado con grillos y cadenas” por una sociedad aterrorizada por su presencia; vivía “lanzando alaridos” en su incapacidad de comunicarse con nadie; “se hería con piedras”, víctima de su propia violencia. ¿Qué poder maligno se esconde detrás de una experiencia de estas características? No es fácil responder. Solo sabemos que Jesús se acercó a ese mundo siniestro y liberó a quienes vivían atormentados por el mal.
Jesús se parecía a otros exorcistas de su tiempo, pero era diferente. Poseemos diversas fuentes para rastrear las prácticas exorcistas en tiempos de Jesús: el testimonio personal de Flavio Josefo sobre un exorcista judío llamado Eleazar; el relato del escritor romano del siglo I Luciano de Samosata sobre un exorcista sirio proveniente de Palestina; la curiosa descripción que se hace de Abrahám como exorcista en el Génesis apócrifo encontrado en Qumrán; el libro de Tobías, escrito en torno al año 200 a. C. Los papiros mágicos grecorromanos, aun siendo de fecha más tardía y de áreas más alejadas de Palestina, también nos permiten hacernos una idea del trasfondo cultural en el que probablemente actuó Jesús.
Probablemente sus combates con los espíritus malignos no resultaban del todo extraños en las aldeas de Galilea, pero había en su actuación algo que, sin duda, sorprendía a quienes lo observaban de cerca. Jesús se acerca al lenguaje y los gestos de los exorcistas de su tiempo, pero, al parecer, establece con los endemoniados una relación muy peculiar. No usa los recursos utilizados por los exorcistas: anillos, aros, amuletos, incienso, leche humana, cabellos. Su fuerza está en sí mismo. Basta su presencia y el poder de su palabra para imponerse. Por otra parte, a diferencia de la práctica general de los exorcistas, que conjuran a los demonios en nombre de alguna divinidad o personaje sagrado, Jesús no siente necesidad alguna de revelar el origen de su poder: no explica en nombre de quién expulsa los demonios, no pronuncia el nombre mágico de nadie, ni invoca a ninguna fuerza secreta. El nombre sagrado más utilizado por los exorcistas judíos de esta época era el de Salomón. Flavio Josefo nos habla de la fama que tenía en las leyendas judías el rey Salomón como hombre sabio, conocedor de ciencias ocultas y experto en exorcismos.
Tampoco se sirve de conjuros o fórmulas secretas. Ni siquiera acude a su Padre. Jesús se enfrenta a los demonios con la fuerza de su palabra: “Sal de él”; “cállate”; “no vuelvas a entrar en él” (Marcos 1,25; 5,8; 9,25). Todo hace pensar que, mientras combate a los demonios, Jesús está convencido de estar actuando con la fuerza misma de Dios.
Las fuentes describen su actuación como una confrontación violenta entre quienes se sienten poseídos por Satán y el profeta que se sabe habitado por el Espíritu de Dios. Ambos combatientes se atacan y se defienden. Los demonios gritan a Jesús con grandes alaridos; Jesús los amenaza y les da órdenes despiadadas. Invade el campo dominado por los espíritus malignos, lo conquista y expulsa a los demonios, que “huyen” derrotados. En ningún momento impone Jesús sus manos sobre los endemoniados. Este gesto de bendición lo reserva para los enfermos. Este “combate”, que a nosotros nos parece una composición literaria, encierra probablemente episodios sobrecogedores de los que fueron testigos aquellas gentes de Galilea. Investigadores recientes sospechan que el propio Jesús sufría una dramática transformación durante su actuación como exorcista. Buscando el sometimiento de los demonios, habla directamente con ellos, penetra en su mundo, les pregunta su nombre para dominarlos mejor, les grita sus órdenes, gesticula, los pone furiosos y los expulsa. De esta manera destruye la identidad “demoníaca” de la persona y reconstruye en ella una nueva identidad, transmitiéndole la fuerza sanadora de su propia persona.
Investigadores recientes piensan que Jesús entraba él mismo en una especie de “trance” e imitaba el comportamiento de los endemoniados para lograr su curación (Smith, Crossan, Sanders, Davies).
Así se explicarían mejor ciertas reacciones ante los exorcismos de Jesús. En el evangelio más antiguo se nos dice que los familiares de Jesús vinieron desde Nazaret a hacerse cargo de él, pues pensaban que “estaba fuera de sí”. ¿Qué pudieron observar de extraño en su comportamiento para pensar así si no era su insólita actuación con los endemoniados? Marcos 3,21. La expresión “estaba fuera de sí” (éjeste) es muy adecuada para hablar de un poseído.
Sus adversarios llegaron más lejos, pues lo acusaron de “estar poseído por Beelzebul” y de “expulsar a los demonios con el poder del príncipe de los demonios” (53 Marcos 3,22. En el evangelio de Juan se repite una acusación más clara: “Tienes demonio” (7,20; 8,48.49.52; 10,20.21). Los que lanzan esta acusación no piensan en el bien que hace Jesús a estos enfermos. Más bien ven en sus exorcismos algún tipo de amenaza para el orden social. Liberando a los endemoniados, Jesús está reconstruyendo un nuevo Israel, constituido por personas más libres y autónomas; está buscando una nueva sociedad. Para neutralizar su peligrosa actividad, nada mejor que desacreditarlo socialmente acusándolo de comportamiento desviado: su poder de expulsar demonios no viene de Dios; tiene su origen en el poder maligno del príncipe de los demonios. Este tipo de acusaciones eran estrategias utilizadas con frecuencia por los poderosos para controlar la sociedad.
Jesús no podía permanecer callado; tenía que defenderse y explicar el verdadero contenido de su actividad de exorcista. La acusación es inconsistente. Satanás no puede actuar contra sí mismo. “Si Satanás expulsa a Satanás, es que está dividido. ¿Cómo va a subsistir su reino?” (Mateo 12,26). Es evidente que Jesús no pertenece al reino de Satanás; es absurdo ver en sus exorcismos una alianza con el maligno. Para disipar cualquier ambigüedad, Jesús expone claramente el sentido de su actividad. “Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios”. (Fuente Q (Lucas 11,20 // Mateo 12,28). Según Lucas, Jesús expulsa los demonios “por el dedo de Dios”. Según Mateo, lo hace “por el Espíritu de Dios”. La expresión de Lucas se acerca más al lenguaje vivo y concreto de Jesús.
A Jesús no le cabe otra explicación. Aquí está el “dedo de Dios”. Su esfuerzo por “liberar” a estos desgraciados es una victoria sobre Satán y el mejor signo de que está llegando el reino de Dios, que quiere una vida más sana y liberada para sus hijos e hijas.
Al parecer, Jesús dio mucha importancia a su actividad de exorcista, pues insistió de nuevo en aclarar su actuación con los demonios por medio de una imagen llena de colorido: “Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear su ajuar, si primero no ata al fuerte; solo entonces podrá saquear su casa”. (Marcos 3,27). La imagen es recogida también por la fuente Q (Lucas 11,21-22// Mateo 12,29) y por el Evangelio [apócrifo) de Tomás 35,1-2. Proviene sin duda de Jesús. Nadie puede invadir el campo dominado por Satán si antes no lo reduce a la impotencia. Jesús ve sus exorcismos como una forma de “atar” al maligno y controlar su fuerza destructora.
La pequeña parábola de Jesús hay que entenderla en el contexto cultural de su tiempo, en el que se pensaba que, aunque Dios tiene el poder supremo sobre el mundo, permite a los demonios una cierta influencia sobre la tierra, hasta que al final restablezca su autoridad y los destruya para siempre. Mientras tanto, en libros conocidos en tiempos de Jesús se dice que es posible “atarlos de pies y manos” (Tobías 8,3; 1 Henoc 10,4) o “encerrarlos en una mazmorra” (Apocalipsis de Isaías 24,21-22).
6.    Signos de un mundo nuevo
Jesús no se limitó a aliviar el sufrimiento de los enfermos y endemoniados, sino que dio a su actividad curadora una interpretación trascendental: ve en todo ello signos de un mundo nuevo. Frente al pesimismo catastrófico que impera en los sectores apocalípticos, que lo ven todo infestado por el mal, Jesús anuncia algo sin precedentes: Dios está aquí. La curación de los enfermos y la liberación de los endemoniados son su reacción contra la miseria humana: anuncian ya la victoria final de su misericordia liberando al mundo de un destino marcado fatalmente por el sufrimiento y la desgracia.
Jesús no realizaba sus curaciones para probar su autoridad divina o la veracidad de su mensaje. De hecho, cuando a Jesús se le pide una prueba espectacular que dispense, por decirlo así, del riesgo de tener que adoptar una decisión, Jesús se niega. Aunque Jesús lleva a cabo curaciones, nunca realiza el “signo del cielo” que se le pide en algunos sectores de escribas (Marcos 8,11-12; fuente Q [Lucas 11,29-30 / / Mateo 12,38-39]).
No ofrece espectáculo. Sus curaciones, más que una prueba del poder de Dios, son un signo de su misericordia, tal como la capta Jesús. En realidad, para los galileos, los “milagros” no probaban nada de manera inapelable, aunque invitaban a ver en el taumaturgo alguna relación estrecha con Dios. Los maestros de la ley, sobre todo, eran bastante escépticos ante hechos prodigiosos. A sus ojos, un “milagro” no prueba nada si el taumaturgo no se mueve en el marco de la ley. De ahí el escándalo que provoca Jesús al curar incluso en sábado, desafiando las tradiciones más ortodoxas. De hecho, Jesús no logra una adhesión generalizada. Unos confían en él, otros no. Algunos le siguen, otros lo rechazan.
Probablemente, lo que mejor captaron todos fue la diferencia grande entre su actuación y la del Bautista. La misión del Bautista está pensada y organizada en función del pecado. Es su preocupación suprema: denunciar los pecados de las gentes y purificar de su inmundicia moral a quienes acuden al Jordán. Era lo que ofrecía a todos: un bautismo purificador para “el perdón de los pecados”. Por el contrario, la preocupación primera de Jesús es el sufrimiento de los más desgraciados. Las fuentes no presentan a Jesús caminando por Galilea en busca de pecadores para convertirlos de sus pecados, sino acercándose a enfermos y endemoniados para liberarlos de su sufrimiento. Su actividad no está propiamente orientada a reformar la religión judía, sino a aliviar el sufrimiento de quienes encuentra agobiados por el mal y excluidos de una vida sana. Es más determinante en su actuación eliminar el sufrimiento que denunciar los diversos pecados de las gentes. No es que no le preocupe el pecado, sino que, para Jesús, el pecado más grave y que mayor resistencia ofrece al reino de Dios consiste precisamente en causar sufrimiento o tolerarlo con indiferencia.
Las fuentes cristianas resumen la actuación de Jesús afirmando que se dedicaba a dos tareas: anunciar la buena noticia del reino de Dios y curar las enfermedades y dolencias en el pueblo. (“Recorría toda Galilea... proclamando la buena noticia del reino y curando toda enfermedad y dolencia en el pueblo” (Mateo 4,23). Ese fue su empeño fundamental: despertar la fe en la cercanía de Dios luchando contra el sufrimiento. Por eso, cuando confía su misión a los discípulos, les encomienda la misma tarea. “Los envió a proclamar el reino de Dios y a curar”. (Lucas 9, 2) En otro lugar, el mismo Lucas dice: “Cuando entréis en una ciudad... curad a los enfermos que haya en ella, y decidles: el reino de Dios está cerca de vosotros” (Lucas 10,9 / / Mateo 10,7-8). Jesús solo realizó un puñado de curaciones y exorcismos. Por las aldeas de Galilea y Judea quedaron otros muchos ciegos, leprosos y endemoniados sufriendo sin remedio su mal. Solo algunos que se encontraron con él experimentaron su fuerza curadora. Jesús no pensó nunca en los “milagros” como una forma fácil de suprimir el sufrimiento en el mundo, sino solo como un signo para indicar la dirección en la que sus seguidores han de actuar para acoger el reino de Dios.
El mensaje que transmitía en sus parábolas queda así reafirmado. La acción salvadora de Dios está ya en marcha. El reino es la respuesta de Dios al sufrimiento humano. La gente más desgraciada puede experimentar en su propia carne signos de un mundo nuevo en el que, por fin, Dios vencerá al mal. En alguna ocasión lo expresó con emoción: “Estoy viendo a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lucas 10,18. A pesar de no estar recogido en ninguna otra fuente, los autores consideran este dicho como auténtico de Jesús). Esto es el reino de Dios que tanto anhela: la derrota del mal, la irrupción de la misericordia de Dios, la eliminación del sufrimiento, la acogida de los excluidos en la convivencia, la instauración de una sociedad liberada de toda aflicción.
Todavía no es una realidad acabada ni mucho menos. Hay que continuar poniendo signos de la misericordia de Dios en el mundo. Esa será precisamente la misión que confiará a sus seguidores.

BIBLIOGRAFÍA
1. Para el estudio de la investigación actual sobre los milagros de Jesús
BARTOLOMÉ, Juan José, “Reseña de la investigación crítica sobre los milagros de Jesús”, en Rafael AGUIRRE (ed.), Los milagros de Jesús. Estella, Verbo Divino, 2002, pp. 15-52.
BLACKBURN, Barry L., “The Miracle of Jesus”, en Bruce CHILTON / Craig A. EVANS (eds.), Studying the Historical Jesus. Evaluations of the State of Current Research. Leiden-Boston-Colonia, Brill, 1998, pp. 353-394.
2. Para el estudio socio-cultural de la medicina, la magia y los milagros en tiempos del Nuevo Testamento
KEE, Howard Clark, Medicina, milagro y magia en tiempos del Nuevo Testamento. Córdoba, El Almendro, 1992.
PIÑERO, Antonio (ed.), En la frontera de lo imposible. Magos, médicos y taumaturgos en el Mediterráneo antiguo en tiempos del Nuevo Testamento. Córdoba, El Almendro,2001.
PILCH, John J., Healing in the New Testament. Insights from Medical and Mediterranean Anthropology. Minneapolis, Fortress Press, 2000.
AVALOS, Hector, Health, Care and the Rise of Christianity. Peabody, MA, Hendrickson, 1999.
GUIJARRO, Santiago, “Relatos de sanación y antropología médica. Una lectura de Mc 10,46-52”, en Rafael AGUIRRE (ed.), Los milagros de Jesús. Estella, Verbo Divino, 2002, pp. 247-267.
EVANS, CraigA., Jesus and His Contemporaries. Boston-Leiden, Brill, 2001, pp. 213-243.
YAMAUCHI, Edwin, “Magic or Miracle? Diseases, Demons and Exorcism”, en David WENHAM / Craig BLOMBERG, Cospel Perspectives. The Miracle ofJesus VI. Eugene, OR, Wipf and Stock, 1986, pp. 89-183.
GEORGE, Augustin, “Milagros en el mundo helénico”, en Xavier LÉoN-DuFouR (ed.), Los milagros de Jesús. Madrid, Cristiandad, 1979, pp. 95-108.
3. Estudios monográficos sobre los milagros de Jesús
LÉON-DUFOUR, Xavier (ed.), Los milagros de Jesús. Madrid, Cristiandad, 1979.
GONZÁLEZ FAUS, José Ignacio, Clamor del Reino. Estudio sobre los milagros de Jesús.
Salamanca, Sígueme, 1982. RICHARDSÜN, Alan, Las narraciones evangélicas sobre milagros. Madrid, Fax, 1974.
LATOURELLE, René, Milagros de Jesús y teología del milagro. Salamanca, Sígueme,
21997. WENHAM, David / BLOMBERG, Craig (eds.), Gospel Perspectives. The Miracle ojJesus
VI. Eugene, OR, Wipf and Stock, 1986. THEISSEN, Gerd, The Miracle Stories oj the Early Christian Tradition. Filadelfia, Fortress Press, 1982.
MEIER, John Paul, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico. H/2. Los milagros. Estella, Verbo Divino, 2002.
TWELFTREE, Graham H., Jesus, the Miracle Worker. Downers Grove, IL, Inter-Varsity Press, 1999. SMITH, Morton, Jesús el Mago. Barcelona, Martínez Roca, 1988.
PERROT, Charles / SoULETIE, Jean-Louis / THÉVENOT, Xavier, Les miracles. París, Eds. de l'Atelier, 1995.
PENNDU, Theophile, Jésus nous jait signe. Les miracles de Jésus. Sillery (Quebec), Anne Sigier, 1997.
4. Estudio de los milagros en obras más generales sobre Jesús
SANDERS, Ed Parish, Jesus and Judaism. Londres, SCM Press, 1999, pp. 157-173.
-La figura histórica de Jesús. Estella, Verbo Divino, 2000, pp. 155-190.
CROSSAN, John Dominic, Jesús: Vida de un campesino judío. Barcelona, Crítica, 1994, pp. 177-208 Y352-408. -El nacimiento del cristianismo. Santander, Sal Terrae, 2002, pp. 291-304.
BARBAGLIO, Giuseppe, Gesu, ebreo di Galilea. Indagine storica. Bolonia, Ed. Dehoniane, 2003, pp. 215-253.
GNILKA, Joachim, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia. Barcelona, Herder, 1993, pp. 145-171.
5. Para el estudio específico de los exorcismos
TWELFTREE, Graham H., Jesus, the Exorcist. A Contribution to Study oj the Historical Jesus. Peabody, MA, Hendrickson, 1993.
GONZÁLEZ FAUS, José Ignacio, “Jesús y los demonios” en Fe y justicia. Salamanca, Sígueme, 1981.
GUIJARRO, Santiago, “La dimensión política de los exorcismos de Jesús. La controversia de Belzebú desde la perspectiva de las circunstancias sociales”, en Estudios Bíblicos 58 (2000), pp. 51-77.
-”The Politics of Exorcism”, en W. STEGEMANN / Bruce J. MALINA / Gerd THEISSEN (eds.), The Social Setting of Jesus and the Gospels. Minneapolis, Fortress Press, 2002, pp. 159-174.
CHAPA, Juan, “Exorcistas y exorcismos en tiempos de Jesús”, en Rafael AGUIRRE (ed.), Los milagros de Jesús. Estella, Verbo Divino, 2002, pp. 121-146.
CHILTON, Bruce, “An Exorcism of History: Mark 1,21-28”, en Bruce CHILTON / Craig A. EVANS (eds.), Authenticating the Activities ofJesus. Boston-Leiden, Brill, 2002, pp. 215-245.
MARCUS, Joel, “The Beelzebul Controversy and the Eschatologies of Jesus”, en Bruce CHILTON / Craig A. EVANS (eds.), Authenticating the Activities of Jesus. Boston-Leiden, Brill, 2002, pp. 247-277.
STRECKER, Christian, “Jesus and the Demoniacs”, en W. STEGEMANN / Bruce
J. MALINA / Gerd THEISSEN (eds.), The Social Setting offesus and the Gospels. Minneapolis, Fortress Press, 2002, pp. 117-133.
6. Otros estudios de interés
DAVIES, Stevan L., Jesus the Healer. Londres, SCM Press, 1995. HOOKER, Moma D., The Signs ofa Prophet. The Prophetics Actions ofJesus. Harrisburg, PA, Trinity Press Intemational, 1997.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchas gracias por tu aporte lleno de amor y sabiduría, nos edifica...