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“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.” Ef 4,5s.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

+Gabriel Orellana.
Obispo Misionero
¡Ay de mí si no predico el Evangelio! 1 Co 9,16b.

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lunes, 6 de agosto de 2012

EL PRINCIPIO BÍBLICO DEL PEQUEÑO NÚMERO

NORBERT LOHFINK

“Nuestras iglesias están cada vez más vacías. Disminuyen las vocaciones a la vida religiosa. La práctica religiosa es cada vez menor en cada vez mayores capas de la población. Y, como consecuencia de todo este panorama, se apodera de los creyentes una difusa e incómoda sensación de desánimo. Tal es la percepción que podemos tener cuando echamos una ojeada a la situación de la Iglesia. Se entiende, claro está, de la Iglesia del así llamado primer mundo. Porque en los países del así llamado tercer mundo la vitalidad de las comunidades cristianas es mucho mayor. En una conferencia pronunciada en un congreso de abades benedictinos, el autor del presente artículo, biblista de reconocido prestigio, afronta toda esta problemática. Y lo hace originalmente, relacionándola con la idea bíblica del pequeño número, del resto. Habrá que saber ver en todo ello la obra de Dios, quien empieza siempre por realidades pequeñas y las hace crecer. Y habrá que evitar también que el pequeño número no sea consecuencia de la desidia humana, que puede malograr la obra iniciada por Dios.”

Kleiner werdende Konvente und das biblische Prinzip der kleinen Zahl, Die beiden Türme. Niederaltaicher Rundbriefe 37 (2001) 66-81.

En uno de los documentos preparatorios de este capítulo general se lee: “la situación de nuestros monasterios es un espejo de la situación general de la Iglesia en nuestras latitudes”. Las iglesias y los monasterios se vacían. Las parroquias no siguen rumbos diferentes. Pronto parecerá normal en Alemania (y, tal vez, sea lo más acertado teológicamente) lo que recomendaba el obispo de Hildesheim: que el domingo se celebre una sola Eucaristía en las parroquias. Si no se reúnen más fieles, es importante que celebren la Eucaristía como una comunidad.

Percibí los primeros síntomas de esta evolución hacia la disminución numérica hace unos 30 años. Después de trabajar muchos años en Roma, encontré el mundo cambiado al regresar a casa. Del interés vital por la Biblia no quedaba ni rastro, ni entre estudiantes ni entre laicos. Los sacerdotes de Frankfurt me aconsejaron que me pasara a la sociología o a la psicología. Los obispos no dieron facilidades económicas para un proyecto misional bíblico. ¿Se había rendido la Iglesia y por ello habían descendido drásticamente los números?

Por otro lado, un grupo de laicos, que querían fundar una comunidad de base donde se volviera a celebrar un servicio religioso digno, me pidió si no podría ser yo su sacerdote. Muy pronto hice la doble experiencia de una gran iglesia que se iba reduciendo en un automatismo letal y de la fascinación que ejerce el empezar de nuevo, difícil pero lleno de espíritu y radiante de esperanza.

Recuerdo un video de la “comunidad integrada”, titulado “La nueva ciudad”, que intentaba hallar el hilo conductor del proceder de Dios en este mundo, a través de la historia de Israel y de la Iglesia. Su lema era: “el principio bíblico del pequeño número”:
Abrahán con su familia, segregado del confuso mundo de pueblos; el resto de Israel, regresado de Babilonia; los apóstoles y la comunidad primitiva, nuevo resto de Israel.
Después del crecimiento de la iglesia, los nuevos pequeños comienzos de la realidad monacal y de los anacoretas del desierto; Benito y sus monasterios; las órdenes mendicantes; las órdenes de los tiempos modernos; y hoy en día las nuevas comunidades.

Cuando Dios quiere obrar algo en la historia, empieza por un pequeño número. Así adquirió para mi un sentido positivo y esperanzador la experiencia del pequeño número.

El principio bíblico del pequeño número irradia esperanza.

Claro que el hecho de que Dios empiece siempre por el pequeño número no implica que, dondequiera que se den números pequeños, esté Dios allí para empezar de nuevo. Los números pequeños pueden significar igualmente el fin de algo que empezó por un pequeño número y alcanzó grandes dimensiones, pero que la sopa perdió su sabor por habérsele echado demasiada agua. No se debe empobrecer el bíblico principio del pequeño número.

EL PEQUEÑO NÚMERO COMO INICIO DE LAS OBRAS DE DIOS

En su libro ¿Necesita Dios a la Iglesia?, muestra mi hermano Gerhard cómo Dios quiere la libertad de los que se asocian a su revolución. Esto pide tiempo y Dios tiene todo el tiempo para empezar con cosas pequeñas, dando así una oportunidad a la libertad. Las revoluciones no tienen tiempo. La vida de cada uno tiene una duración limitada y la masa es inerte. Los cambios rápidos sólo pueden lograrse por la fuerza. Sólo Dios puede cambiar radicalmente el mundo y la sociedad humana sin suprimir la libertad. No intenta cambiarlo todo de una vez. Empieza a partir de cosas pequeñas. Establece un lugar bien visible, donde el mundo se convierte radicalmente en lo que debe ser según su punto de  vista, y a partir del cual podrá extenderse la novedad. No por indoctrinación e intentos de persuasión u opresión. Todos deben poder ir y ver. Si lo desean, podrán dejarse introducir  en la obra de salvación obrada por Dios. Sólo así se respeta la libertad. Esto exige tiempo y Dios se lo toma.

Este es el sentido de la historia de los patriarcas. Según la historia primitiva, la rivalidad y la violencia han ido en aumento. Luego todo se concentra. Gn 12 empieza con la historia de Abrahán. Esta pequeña historia conducirá a la Nueva Ciudad (Ap 21). Al principio una única familia va hacia lo desconocido; pero enseguida sobreviene la promesa (Gn 1, 1-3).

Al principio de la historia salvífica tenemos un diminuto rebaño que vivirá un éxodo y cuyo futuro es promesa.

Esos pocos elegidos son un tesoro para Dios. El tiene tiempo. No todos los hombres deben ser de estos elegidos. Pero, a quienes entran en contacto con ellos, Dios los mide según su reacción (Gn 12,3). Más tarde dirá Jesús: “lo que habéis hecho a uno de mis hermanos más pequeños, a mí lo habéis hecho” (Mt, 25, 40). Los “hermanos más pequeños” no significaban en un principio todos los pobres de esta tierra. La pregunta latente era: ¿qué será de quienes no son de los nuestros? La respuesta es: estos poquitos discípulos del Señor, perseguidos, son tan valiosos a los ojos de Dios, que a los demás les basta reaccionar debidamente ante ellos. Quien viene en ayuda de los discípulos perseguidos de Jesús, colabora con la obra de Dios y pertenece a los bendecidos por el Padre. Quien no, destruye su propia vida. Ese pequeño rebaño de los realmente pobres es lo más importante que tiene Dios en el mundo. Sólo se podrá ayudar a la infinitud de pobres de la tierra si se ayuda a esos poquitos.

Así ocurrió con Abrahán y así sigue siendo. Siempre habrá una sola línea de salvación para las generaciones venideras. Aunque al final se forme un gran pueblo de doce tribus en un gran país. Cuando éste claudique y perezca, sobreviviendo sólo la tribu de Judá, y de ella tan sólo un pequeño resto, deportado a Babilonia, Dios hará que Ciro, rey de los persas, les permita regresar. Y en la destruida Jerusalén empezará Dios con ellos de nuevo. La historia se repetirá. El Israel de Dios volverá a hacerse el sordo a su llamada.

Algún pequeño grupo del pueblo (por ejemplo, la gente de Qumran, cuyos manuscritos descubrimos a orillas del Mar Muerto) se acordará del principio bíblico del pequeño número e intentará vivir como el verdadero Israel. En esta situación hicieron acto de presencia Juan Bautista y el mismo Jesús, promoviendo el verdadero renacimiento de Israel, una vez más en pequeño número.

Jesús es plenamente consciente del principio del pequeño número. A los suyos les llama “pequeño rebaño” (Lc 12, 32). En sus parábolas desarrolla una doctrina teológica del principio del pequeño número, cuando compara el reino de los cielos a un grano de mostaza (Mc 4, 30-3). Una semilla de brassica nigra pesa apenas un miligramo y tiene un diámetro de un milímetro. Esta planta anual alcanza en pocas semanas de un metro y medio hasta tres. Jesús no compara el reino de Dios con la mostaza, sino que se refiere a todo el proceso, de semilla a hortaliza y se remonta desde esta hortaliza a la imagen mística del árbol del mundo, al que acuden los pájaros, anidando en sus ramas. La analogía no es estática: habla de la venida del Reino de Dios. Pero diciendo: Dios empieza por realidades pequeñas.

En la parábola de la levadura (Lc 13, 20s) no sólo compara estáticamente la soberanía divina con el pequeño puñado de fermento, sino con todo el proceso. Las tres medidas, unos cuarenta litros, de harina en que se introdujo el fermento, forman también parte del juego. El resultado final, cuando el pan sale del horno, son unos 50 Kg. de pan, lo que significaba entonces pan para unas 150 personas. Una sola noche le ha bastado al pequeño puñado de levadura para fermentar esta enorme cantidad. Esta parábola aporta algo nuevo. El pequeño principio posee una increíble capacidad de transformación: la potencia de Dios para transformar el mundo y hacerlo sabroso. De esto está seguro Jesús en medio del desconcertado y perdido puñadito de discípulos que le rodea.

No hay fuerza adversa capaz de impedir que el pequeño inicio de Dios llegue a ser grande. Por esto explica Jesús la parábola del destino de la siembra en el campo (Mc 4, 3-8). Está la semilla que cayó en el camino y se la comieron los pájaros. No tenía la menor alternativa. Luego, la que cayó en terreno pedregoso de poca tierra. Creció, pero el sol la agostó. Por lo menos había crecido un poco, pero se acabó. Luego, la semilla entre espinos: creció, pero los espinos la asfixiaron. Según las leyes de las narraciones populares, ahora llega lo importante. La semilla que cayó en buena tierra creció. De cada grano salieron 30, 60 ó 100 granos. De nuevo se refiere la parábola al proceso, del que forman también parte los enemigos del reino de Dios, los fracasos, los rechazos, a pesar de los cuales se impondrá al fin el gran triunfo divino. Jesús conoce muy bien la imposibilidad de la obra divina en este mundo. Además de la pequeñez de los principios, hay que tener en cuenta la oposición masiva. Esta, sin embargo, no acabará con la obra de Dios, que se irá abriendo camino, no sólo en el mundo venidero, sino también en éste.

Las cifras diminutas de Dios están preñadas de esperanza y de futuro. Claro está que no se dan tan solo números pequeños de Dios: también hay, lamentablemente, otras insignificantes cantidades que nosotros, los hombres, hemos producido.


EL PEQUEÑO NÚMERO AL FINAL INFELIZ DE UNA HISTORIA FELIZ

A lo largo de la historia de Israel y de la Iglesia Dios no ha empezado únicamente una sola vez, sino una y otra vez con pequeños números. No quedaba gran cosa de lo que había crecido a partir de pequeños comienzos. No sólo se da un número insignificante al principio, sino también en el final desafortunado de grandes acontecimientos. ¿Tiene que ser así? ¿Por qué?

Fácilmente pensamos en la secuencia irreversible de juventud, vejez y muerte, una ley válida no sólo para cada individuo, sino para los organismos sociales. También éstos se ven sujetos a continuos envejecimientos que, lejos de fomentar la vida, más bien la frenan. También ellos llegan al final. ¿No es ésta la ley general? ¿No deben también las instituciones aprender y aceptar el morir? Estas leyes actúan en la Iglesia y en los conventos.

Tal vez sea ésta la razón de ser de las diversas genealogías de patriarcas que hallamos en el Génesis, al comienzo de la historia de la salvación. No era nada fácil un crecimiento en una dimensión siempre nueva. Cada uno de esos portadores de la promesa, excepto quizá Abrahán, murió sin dejar rastro de sí. Cada vez llegaba algo a su fin. Lo que a partir de Abrahán creció en Isaac, envejeció con éste. Se dividió luego al pelearse los mellizos de Isaac y el embustero Jacob tuvo que exiliarse. Los doce hijos que aumentaron su familia cuando regresó, aportaron algo nuevo al país. Pero de nuevo llegó a su fin cuando el uno fue vendido a Egipto, donde estallaría la hambruna. Todos sobrevivieron, tanto el padre como los hijos con sus familias. Pero era un nuevo comienzo igualmente transitorio, una vez más en el extranjero, donde José los había salvado. Sólo el éxodo de Egipto, bajo Moisés, sacudió ese repetido recomenzar y fue el inicio de algo completamente nuevo.

Cada una de esas tres fases empezó algo nuevo, y luego venía la ascensión y el ocaso. No sólo poseemos los arcos vitales de generaciones, sino el gran arco de toda una realidad social e histórica. Dios mantuvo siempre en la mano el hilo de su propia historia y lo fue devanando. Nada de lo que se fue sucediendo fue una mera repetición.

Las leyes del devenir y transcurrir de las realidades sociales están en vigor donde Dios impulsa su historia. Son leyes naturales que Dios ha puesto en su creación y no piensa revocar. Conducen una y otra vez a puntos del pequeño número, a últimas estaciones antes del final, donde hay que despedirse. Esto no pone en entredicho la obra de Dios, puesto que él ha sembrado diversas semillas en su campo y siempre se da en su entorno un nuevo germen. Un fragmento de esta necesidad de despedirse puede tener lugar tal vez muy cerca de nosotros, en aquellas realidades ricas de tradiciones donde hemos encontrado nuestra patria. Dios se lo puede permitir. En este proceso tenemos una tarea específica. No encuentro mal que algunos asesores, en especial de conventos de monjas sin ninguna vocación desde hace años, las familiaricen con la idea del proceso inevitable hacia el previsible final de la historia de su propia comunidad, llevándolas a aceptar su situación ante Dios: también, en determinadas fases antes de la muerte individual, hay que ayudar a muchas personas a mirar de cara a la muerte y a abandonarse a Dios. Aceptando esta evidencia, algunas comunidades comenzaron a brillar de manera sorprendente en la última fase de su existencia.

Todo esto es verdad. También aquí se realiza la ley del pequeño número. Esto debe aceptarse y así se puede luego vivir y morir. Los números decrecientes muestran que se acerca la hora. No tiene por qué ser un mal fin. Todo esto puede soportarse gracias a la fe en que la obra de Dios seguirá adelante, pues es mayor que el período vital del individuo y de las comunidades (que, en su tiempo, hicieron historia –historia de Dios–, pero cuya hora pasó). Pero esto no es todo. A los pequeños números les puede ocurrir algo distinto que el devenir y el desaparecer.

En la parábola del crecimiento de las semillas ha quedado claro que existen las fuerzas adversas a la semilla que brota. La obra divina sufre desde su humilde comienzo. Aunque se desarrolle, no deja de tener tribulaciones. Cuando la mujer del Apocalipsis ha dado a luz a su hijo, sobreviene una amenaza superior a todos los dolores del parto: el dragón. La mujer es llevada al desierto sobre las alas del águila, donde el dragón no puede dañarla.

Pero éste lucha contra el resto de su simiente, que obedece los mandamientos divinos y se mantiene firme en el testimonio de Jesús. Y es poderoso. Su cola ha barrido ya un tercio de las estrellas del cielo (Ap 12). Al pensar hoy en los números que se han hecho pequeños, tal vez tengamos poco en cuenta la fuerza del dragón y que estamos en guerra.

El AT tiene la imagen del “resto” para los números pequeños. Procede del lenguaje bélico. Al principio del libro de Isaías (1,7-9) se nos presenta plásticamente esta imagen. Podemos datar estas palabras con toda exactitud en el año 701 a.C. La ciudad de Jerusalén es el resto del que habla Isaías. Ya no queda nada más. Dos siglos antes, Asur había conquistado Samaria, anexado el Reino del Norte, borrado definitivamente del mapa diez tribus de Israel, por genocidio e intercambios de población. Sólo quedaba Judá, el reino del Sur, reducido a país vasallo del imperio asirio. Ezequías, tras largos años de equipamiento y preparación logística, había intentado sublevarse, fracasando miserablemente. Asur había conquistado todas las ciudades del país de Judá, destruyéndolas con todos los pueblos. Toda la economía rural estaba agotada, ya que se habían cortado todas las cepas y olivos. Las comarcas de Judá se repartieron entre las naciones vecinas del sur o del oeste. La población de la tierra que no había fallecido fue deportada en su totalidad (unos 200.000 hombres). Jamás regresó: quedó esparcida entre otros pueblos. La región quedó inhabitada. Se convirtió en matorrales donde los filisteos cazaban ciervos. Únicamente Jerusalén quedaba por conquistar. Los ejércitos asirios tuvieron que retirarse porque había problemas en otras partes del reino. Se resarcieron de la retirada con amplias compensaciones. Isaías describe la situación. Todo converge en la ciudad de Jerusalén como el resto que ha
permanecido y que Dios ha conservado.

Despojo de una guerra totalmente perdida.

En el AT, resto significa el pequeño número todavía superviviente. En el antiguo oriente se trata de una imagen propia del mundo de la guerra. Las guerras eran infinitamente crueles. Lo que no se entregaba a la esclavitud era sacrificado. No sólo eran derrotadas las tropas, sino toda la población. “Resto” designaba a los afortunados que, de una manera u otra, habían escapado de la catástrofe. “Resto de Israel” significa, por tanto: ha tenido lugar la guerra, no queda apenas nada de Israel, tan sólo unos pocos han sobrevivido.

“Resto” es, por lo tanto, una denominación de pequeños números, y hace referencia a una derrota al final de una guerra asesina. Atónitos ante nuestros pequeños números, no se nos ocurre a nosotros la idea de que pueda haber tenido lugar una guerra, quizá todavía amenazante. ¿De qué clase de guerra se trata?

Los profetas de Israel no eran ingenuos. No se imaginaban que, en el fondo, sólo se trataba de ensayos de poder de las estructuras políticas. Detrás de estos frentes visibles veían el auténtico desarrollo del frente invisible y más profundo de estas guerras que diezmaban Israel. Si el Israel de Dios era derrotado por fuerzas políticas, esto sólo quería decir que hacía tiempo que había regresado a un sistema del que propiamente se había despedido para siempre. En lucha con su propio destino se convirtió en algo que los asirios podían destruir. Pero Israel no vio nada. Los profetas tuvieron que abrirle los ojos.

Is 1, 7-9 se dirige ahora a Jerusalén. Es pura gracia que Dios haya dejado un resto. Propiamente deberían haber sido destruidos. En realidad, el resto superviviente adoptaba exactamente el mismo comportamiento que había provocado la destrucción de Gomorra. Isaías se dirige a los habitantes de Jerusalén, tratándoles como si de Sodoma y Gomorra se tratase (cf. 1,10).

Luego pasa a hablar del culto de Israel. Isaías no impugna aquí la liturgia como tal, sino que la usa como trampolín para tratar de lo que era realmente más importante, razón por la cual debería encontrar su expresión en la liturgia. ¿Por qué Dios no aguanta más el culto que se le tributa? Porque las manos de los sacerdotes, ensangrentadas por los  animales sacrificados, son manos asesinas. La sangre de las animales se mezcla con la de los hombres.

La única obra de Dios en la historia consiste en formarse un pueblo en el que haya justicia, bondad y solidaridad. Las sociedades del mundo se fundan en la fuerza y terminan en sangre. La verdadera guerra se da entre estos dos proyectos del mundo. Si Israel ha llegado a su fin y sólo sobrevive un pequeño resto al que Dios ha dejado por su misericordia, esto significa que, anteriormente, ha perdido la otra guerra más profunda y ha sido destronado por las sociedades del mundo. Se ha pasado al enemigo y, a pesar de ello, ha sido aniquilado. A lo mejor, por esto ha sido aniquilado con particular crueldad pues, después de haberse adaptado al mundo de los pueblos, seguía sin embargo marcado por su pasado.

Volvamos ahora a la primera parte de la parábola de Jesús sobre la semilla esparcida, que habla de los granos perdidos. Jesús aclaró luego a sus discípulos qué significan el picar de los pájaros, el calor del sol y la congestión de los espinos (Mc 4, 13-19). Se acostumbra a ver aquí diversos tipos de amenaza para la fe. Pero yo hablaría más bien de diversos niveles de seriedad.

Cae la simiente sobre el camino, enseguida viene el pájaro y se la come. Creo que se trata de las personas socializadas tan evidentemente en nuestra sociedad normal que a veces perciben de algún modo lo que les llega de Dios. “Oyen la palabra”, dice Jesús. ¿Cómo podríamos dejar de oír esta “palabra” en nuestro mundo? Ha dejado sus huellas por todos los rincones de nuestra cultura (p. ej., en la arquitectura de las iglesias y en los monasterios barrocos). Pero luego Satanás, bajo la forma de los coloreados pájaros de todas nuestras fluctuantes y chirriantes evidencias, se la ha tragado. Tal vez sean estas personas las más felices de los tres grupos. No han reconocido en realidad nada de lo que se les ofrecía. Aquí no cabe hablar de guerra. Cuanto más superficial y socialmente pueda reinterpretarse la “palabra” en nuestras latitudes, tanto más aumentará el número de estas personas. Hace dos o tres generaciones, muchas de ellas incluso habrían acudido a la iglesia los domingos, pues esto era bien visto en nuestra cultura. Hoy ya no es así: así
puede verse quiénes llenaban antaño las iglesias. ¿Cómo iban en estas circunstancias entrar en un monasterio? Hace ya tiempo que los pájaros les han picoteado la auténtica simiente.

En el segundo grupo, donde hay poca tierra sobre la roca, las cosas van todavía más en serio, y el sol acaba por agostarlo todo. Aquí no sólo se oye la palabra, sino que es “acogida con alegría”. Estos hombres experimentan durante una temporada el gusto por Dios y por la causa de Dios en este mundo. Al principio corren más rápido que los demás y parecen los mejores. Pero están “entregados al instante”. Dependen de la situación. Cuando ésta cambia y al gusto sucede la angustia o la persecución, no están suficientemente enraizados. Ninguna fuerza de contraposición sube desde lo profundo. Se secan. ¿Cómo no van a sufrir dificultades y persecución los que escuchan la palabra de Dios? También el número de estas personas es grande hoy en día. Quizá de modo especial entre los jóvenes. Se encuentra con la guerra; pero pronto es vencida la palabra que había dado fruto. Es más fuerte el temor por la dificultad inherente a la novedad. En el fondo, nos encontramos con la adaptación a un mundo que promete ser más llevadero, el mundo de los muchos, donde uno no debe sentirse aislado. Algunos de los pertenecientes a este grupo incluso pueden entrar en un monasterio y perseverar unos años, hasta que el sol les abrasa tanto que aparece su falta de raíces. De repente, advierten que no pueden aguantar siendo distintos a la mayoría. Nuestra sociedad dominante produce en su fase postmoderna un aislamiento cada vez mayor del individuo, que favorece paradójicamente la presión por la adaptación. Aumenta fácilmente el temor de no hallarse en el lado acertado y no se encuentra a nadie que pueda ayudarle a uno.

El número de los que caen entre espinos es quizá menor y más noble. Se encuentran en el centro de la batalla. La semilla divina ha crecido en ellos. Pertenecen en verdad a la siembra de Dios. Se les puede reconocer, pues ellos mismos lo proclaman. Sólo que, en torno a ellos, crecen muy altos los abrojos. Jesús define exactamente cuáles son estos espinos: el gusto por la riqueza y el ansia por todo lo relacionado con ella (poder, honor, perpetuidad en la tierra). Esto es todo lo contrario del gusto de Dios y su causa. Las opciones básicas de ambos mundos son contrapuestos. Lo normal será que hasta se entrelacen mutuamente. Para servir a Dios se busca la mediación del poder y de la posición. O al revés: para servir a este mundo, se echa mano de la causa divina. Y, sin embargo, ambos mundos son como el fuego y el agua. Es imposible que se ayuden recíprocamente. Su abrazo es mortal. Estos tallos no producen al fin ningún fruto. Estos brotes siguen creciendo en el campo. No se han extinguido, ni picoteados por los pájaros ni abrasados por el sol. No dan fruto. Pero, cuando tenemos que ocuparnos de ellos, nos encuentran en la Iglesia, en los conventos. Toda una comunidad o toda una iglesia puede convertirse también en tal abrojo. Una iglesia, por ejemplo, que se deja abrazar por el estado y la sociedad, dejándose golpear las espaldas hasta tal punto, que acaba por pertenecerles únicamente a ellos. Un monasterio que no se distingue realmente de los demás, con una escuela como todas las escuelas, con hospitales como todos los hospitales, con un estilo de vida como los de clase media. Esto puede ir a la par con un rito completo, ondeante hábito espiritual y clara profesión de fe. La semilla divina se asfixia porque no da fruto. Volvemos con esto al pequeño número. Este puede indicar que se acerca el punto final para la vida de la soberanía de Dios, que faltan fuerzas para seguir viviendo y que un gusto ha ahogado al verdadero.

En la historia que nos narra el AT los pequeños números se originaron precisamente así.

En la situación actual, en la que el reino de Dios ha sobrepasado el marco de un solo pueblo, no tiene porqué repetirse el hecho de que el cambio de Israel en una sociedad de este mundo traiga como consecuencia que la nación y su tierra, según las leyes de este mundo, hayan de ser aniquiladas un día por potencias mundiales más poderosas. Pero el fenómeno del pequeño número se dio entonces y se da ahora. Es la señal de que se acerca un mal final para una buena cosa.

La Biblia considera el hecho de que Dios haya dejado un “resto” como una gracia. Amós había profetizado en nombre de Dios que nadie podría liberarse. Un terremoto recorre el país. La espada matará lo que sobreviva (Am 9, 1. Cf. también: 3,12; 6,9). Tan sólo una vez (5,3) habla de una décima parte que sobrevive (5,3), añadiendo: “tal vez el Señor, Dios de los ejércitos, otorgue su gracia al resto de José” (5,15). La gracia sólo puede consistir en que se frene el camino de la destrucción y esta décima parte no perezca. Si Israel experimenta que, después de tales catástrofes, un resto sobreviva, nos encontramos con una primera señal de una gracia posible, o una nueva ayuda de parte de Dios.

EL PEQUEÑO NÚMERO Y LAS DESCONOCIDAS POSIBILIDADES DE DIOS

Lo que yo desearía decir aquí a modo de conclusión, puede indicarse con el nombre del hijo menor del profeta Isaías, que éste tenía cogido de la mano cuando se dirigió, con el oráculo del Emmanuel, al rey Acaz en la calzada del campo del Batanero, en Jerusalén.

Es un nombre simbólico: Shear Yashub. En su siempre discutible significado se hallan latentes todas las potencialidades que tiene la idea del resto. El nombre, en primer lugar,  es una simple amenaza: si tú, rey sigues así con tu política, conduces a tu pueblo a una derrota tan terrible, que se dirá: “sólo un [pequeño] resto regresará”. En segundo lugar, el nombre puede entenderse como un alivio en la desgracia: seréis derrotados, pero éste no es el final definitivo: “por lo menos, un resto regresará”. La palabra viene a ser entonces una palabra de gracia. Finalmente, en tercer lugar, de acuerdo con la interpretación postexílica, puede entenderse como profecía de la conversión del resto de Israel salvado de las grandes catástrofes: “el resto se convertirá al Dios fuerte”. “El Gibbor”, Dios fuerte, es uno de los cuatro nombres de entronización del hijo mesiánico de la paz (Is 9,5). La palabra “resto” se ha convertido en nombre honorífico del Israel regresado del exilio a Babilonia. Este “resto” llega hasta los días del Mesías. Se le pide a Israel lo que Dios espera de él: convertirse. Todo esto se relaciona con la llamada de Jesús a la conversión (metanoia). Nuestros números, más pequeños aún, nos convierten en “resto”.

La guerra prosigue. Somos diezmados. Pero no estamos acabados. A lo mejor, la próxima estación es la última y la espada de la ira se apresure sobre los que han podido escapar. Todavía estamos ahí como pequeño resto, pero salvado. Y es una gracia que todavía existamos, señal de una nueva ayuda divina. Todo esto vale para las iglesias disminuidas en nuestras latitudes y vale también para los monasterios que se han hecho pequeños. Y, si Dios nos ha permitido seguir viviendo como resto, espera de nosotros lo que significa el tercer nivel de significación del nombre del niño: conversión.

Jutta Hausmann hace ver que, en los textos postexílicos del AT, la palabra “resto” aparece siempre que se habla de conversión. Si Israel sigue todavía existiendo como resto, la conversión garantizará que Dios sigue ayudando a su pueblo y le conduce a una situación de mayor salvación.

En la palabra bíblica del “resto” se une n lo que antes eran dos términos contrapuestos, a saber, el número pequeño como inicio de los caminos de Dios y el número pequeño como mal final de un buen comienzo. El resto de Israel queda abierto a todas las posibilidades divinas. El pequeño número como mal final puede convertirse en el pequeño número como maravilla de un nuevo comienzo. Esto no está en nuestras manos. Todo es gracia, como ya es gracia el que haya sobrevivido un pequeño resto. Nosotros podemos unirnos a esta benévola ayuda de Dios si seguimos su llamada a la conversión.

¿Cómo fue el regreso de aquel resto que volvía de Babilonia? Lo más importante que nos ha dejado este “resto de Israel” es la Torah, que recibió entonces su estructuración. En ella reflexionó el resto que regresó a casa sobre los principios de Israel: la creación, la elección de los padres, el éxodo del extranjero, el Sinaí. En el Sinaí plasmó Israel los  grandes temas a los que debía conducir la conversión: la ley y la liturgia.

Ley, palabra susceptible de malas interpretaciones, significa, en este contexto, el proyecto de una sociedad justa, como Dios la quiere para este mundo. Se halla condensada en el Decálogo y explicada en los tres grandes proyectos de sociedad para Israel: el libro de la alianza, la ley de la santidad y la ley deuteronómica. Aquí el resto de Israel que había regresado a casa describió cómo quiere Dios el mundo de los hombres. Así comprenderá más tarde la multitud mesiánica de la comunidad primitiva, desde Pentecostés, la vida que quiere llevar, siguiendo este proyecto: una comunidad que era un corazón y una sola alma, en la que nadie llamaba propiedad suya lo que poseía, sino que todo lo tenían en común y nadie padecía necesidad (cf. Hch 4, 32-34). Este texto era tan central para san Benito, que lo cita en tres capítulos distintos de la regla benedictina (RB 33, 34, 55).

La misma importancia tiene en el Sinaí el establecimiento de la liturgia. El sentido del Israel que Dios ha conducido a la libertad y a la fraternidad es hacer que la creación desemboque en alabanza de Dios. Por esto se levanta la tienda sagrada y en ella se desarrollan los ritos litúrgicos. Después de Pentecostés, repetición mesiánica de la teofanía del Sinaí, la comunidad primitiva vio también en ello el sentido de su existencia.

Los primeros cristianos no sólo formaban una comunidad y lo tenían todo en común, sino que perseveraban diariamente en la oración en el templo, partían el pan en sus casa y comían unidos con alegría y sencillez de corazón. Glorificaban a Dios y eran apreciados por todo el pueblo (cf. Hch 2, 44-47). El pequeño número del resto salvado está a punto de convertirse en el pequeño número del nuevo inicio establecido por Dios (Hch 2, 47).

Al concentrarse el regreso a casa del resto salvado de Israel en la nueva comunidad y en la nueva alabanza divina, ya no nos encontramos sólo con la primitiva comunidad cristiana, sino con lo que determinó íntimamente la fundación de San Benito. El llama a la conversión: de ella debe salir una nueva vida en una nueva comunidad y una permanente alabanza divina. Esto no es nada nuevo, si lo planteamos desde el punto de vista del tema bíblico del pequeño número.

Todos los detalles que deben tomarse en consideración al enfrentarse con la disminución de los números tienen su peso y no se deben tomar a la ligera. Aquí la objetividad y el coraje tienen la palabra, sin invocar ni una sola palabra de la Biblia. Sin embargo, cada decisión particular debe contar con el mensaje bíblico del resto. Si los números disminuyen debemos darnos cuenta de que, en la guerra de los dos mundos, por lo menos en nuestra latitud, no estamos del lado de los vencedores. Hemos sido derrotados y el combate todavía no ha terminado. Pero el resto que nos ha quedado puede ser una gracia que albergue las insospechadas posibilidades de un nuevo inicio divino. Se nos pide si queremos convertirnos a lo que es genuinamente nuestro.

Es obvio preguntarse de qué “nosotros” se trata. Sigue siendo cierto que la situación de nuestros monasterios no es más que “un espejo de la situación general de la Iglesia en nuestras latitudes”. Si ésta no quiere tenerse por un resto salvado y llamado a la conversión, entonces no sabemos realmente dónde han de crecer nuestras vocaciones y cómo han de aumentar de nuevo nuestros números. La Iglesia y los monasterios son como vasos comunicantes. Pero precisamente por esto deberíamos aprender a ver las cosas desde otro punto de vista. A lo largo de la historia fueron precisamente los monjes y los monasterios los lugares a partir de los cuales se inició la conversión que luego renovó toda la iglesia.

Podemos ser el espejo de la situación global de la iglesia en nuestras latitudes. Pero ¿no podría tener Dios la idea de que en esta iglesia se pueda reflejar lo que empezó en los monasterios? ¿Y precisamente según el principio bíblico del pequeño número?

Tradujo y condensó: RAMON PUIG MASSANA
Tomado de SELECCIONES DE TEOLOGÍA

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