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sábado, 16 de julio de 2011

El cristianismo en América Latina. Discernir el presente para preparar el futuro

Carlos PALACIO
Resumen:
Las dos grandes transformaciones que caracterizan el momento presente de la sociedad occidental -la transformación cultural y la transformación religiosa- repercuten profundamente en el cristianismo. El análisis de las mismas permite tomar conciencia de los verdaderos desafíos que tendrá que enfrentar el cristianismo del futuro. El centro de la crisis actual es, pues, el fin de una figura histórica de cristianismo. Para construir una nueva figura es preciso regresar a lo que constituyó la originalidad del hecho cristiano. El futuro del cristianismo en América Latina, como parte integrante de esa historia, sólo podrá ser pensado en su especificidad, tomando en consideración esa problemática.

¿Cómo abordar el problema del futuro del cristianismo cuando se es consciente de la complejidad del actual momento histórico? ¿Es posible hablar de ese futuro sin ser visionario? ¿O se trata, apenas, de un ejercicio de la imaginación? De mi parte debo confesar que no soy visionario ni hijo de visionario. Y que mi imaginación no es de las más fecundas para crear escenarios del futuro. A pesar de todo, pensar en el futuro del cristianismo es un acto de responsabilidad teológica, para todo cristiano; y de modo especial para ese cristiano reflexivo que es el teólogo. Pero ¿cómo plantearlo?

Sería imposible abordar la cuestión del futuro del cristianismo en América Latina sin pasar por un análisis de la actual situación del cristianismo como conjunto. Al fin y al cabo, querámoslo o no, son muchas las formas en que esa situación nos condiciona. Como nos condicionó la herencia del cristianismo colonial que aquí en América Latina fue implantado. Digamos pues cuáles serán los pasos de esta reflexión: a) un rápido análisis de la situación actual del cristianismo, en primer lugar, para recoger las interpelaciones que nos vienen de la realidad, b) seguidamente, una reflexión sobre el núcleo de la crisis actual: el ocaso de una figura histórica del cristianismo y la necesidad de una nueva reconfiguración; y para concluir, c) algunas consideraciones rápidas sobre el futuro del cristianismo en América Latina.

I. El cristianismo y la situación cultural y religiosa del mundo actual
Hace mucho tiempo que el pensamiento contemporáneo, también el no cristiano, se preocupa por la situación actual del cristianismo. Poco importa saber si la crisis actual es más o menos grave que otras por las que atravesó el cristianismo a lo largo de la historia. Ni se trata de tomar posiciones ante las diversas interpretaciones de esa situación[1]. Para nuestro intento es suficiente tratar de comprender, con la mayor lucidez posible, lo que está en juego para la fe cristiana y para el futuro del cristianismo[2]. De manera muy breve y sintética podríamos resumir la situación actual a partir de dos grandes transformaciones que caracterizan el momento presente de la sociedad occidental y que repercuten profundamente en el cristianismo: una transformación cultural de dimensiones mundiales, y una transformación religiosa de proporciones nunca antes vistas.

1. La transformación cultural en primer lugar.
No se trata sólo de las transformaciones internas por las que pasó la cultura occidental a lo largo de los siglos, sobre todo a partir del inicio de la modernidad[3]; ni lo que, de forma un tanto eufemística, se dio en llamar la ‘mundialización de la cultura’ (¡occidental!). Lo que se revela en la actual crisis de la cultura occidental es una transformación radical en su ‘cosmovisión’ (o sea, en su autocomprensión de la vida y la historia humanas) que está inseparablemente relacionada con una nueva forma de relacionarse con la transcendencia, como veremos mas adelante a propósito de la ‘transformación religiosa’. Dos profundas transformaciones, cuyas repercusiones se hicieron sentir poco a poco en todos los ámbitos de la existencia, tanto personal como social. La rapidez vertiginosa con la que en poco más de tres décadas se modificaron instituciones, hábitos, costumbres, valores, etc., en la sociedad occidental, es el indicio más claro de esas transformaciones que atañen no solamente a los fenotipos de la ‘visión cultural del mundo’, sino que modifican sus genotipos y nos colocan, por tanto, en una verdadera transformación de la cultura.

Algunas características de esa situación cultural nos permiten vislumbrar el alcance de esas transformaciones, sin que sea posible todavía, caracterizar de forma nítida, el perfil de la nueva cultura en gestación. Tal vez sea más evidente la crisis generalizada de los valores, con el vacío de sentido que ella genera y que afecta no sólo a los individuos sino a la sociedad entera. No es por acaso, que las cuestiones más fundamentales del ser humano (el por qué y para qué de la existencia, el destino del ser humano, el valor de la persona, etc.) vuelvan a ser destacadas con toda su fuerza. Y son discutidos, con renovado interés, viejos problemas filosóficos como la cuestión de la verdad, la ética, la transcendencia, etc. Indicio evidente de que lo que está en juego es la visión del mundo como conjunto, como modo de entender la vida humana, la historia, la sociedad, el cosmos.

Otro aspecto característico de nuestra época comenzó con la toma de conciencia ecológica y la necesidad de proteger el medio ambiente, y se fue ampliando hasta abarcar la preocupación del ‘cuidado de la tierra’ como hábitat común de la humanidad. Es necesario y urgente establecer una ‘nueva alianza’ de los seres humanos con la naturaleza si queremos preservar el futuro de la vida y su cualidad humana. Esta conciencia se impone cada vez con más fuerza en las diversas sociedades y culturas, a pesar de las grandes resistencias que encuentra en la ceguera de los diversos grupos interesados en explotar económicamente la naturaleza, como si fuese una fuente inagotable de ‘recursos’.

Tras esa toma de conciencia, hay un rechazo a la concepción puramente funcional, utilitarista e instrumental de la naturaleza en nombre de las posibilidades ilimitadas de la ciencia y de la técnica, y un abierto rechazo del tratamiento predatorio impuesto a la naturaleza por el hambre devoradora de la tecnología moderna. En definitiva, la raíz última de esa crítica, es la crisis de la propia razón moderna y el ocaso de las ideologías por ella segregadas: el fracaso de lo que se podría denominar ‘proyecto de modernidad’ (con sus promesas de una sociedad de bienestar y de riqueza sin límites), el desencanto con sus ‘conquistas’ y la consiguiente crítica de sus presupuestos. Esa es la significación de lo que se acostumbra designar como ‘posmodernidad’. La ciencia y la técnica -versiones dominantes de la ‘razón moderna’- son incapaces de ofrecer al individuo razones para vivir, descifrarle el sentido de la vida y la unidad de su existencia. Ahora bien, sin unidad y sentido, el ser humano no puede vivir.

Esas contradicciones explotaron de manera patente con la mundialización de la economía. Técnica y conocimientos están cada vez más asociados a la riqueza económica y al capital. La ‘globalización de la economía’ es, en verdad, la globalización del capital financiero –con los desequilibrios económicos y sociales que ello produce- y la prueba más cabal de la nueva división de la tierra en ‘dos mundos’: el mundo de los ricos y el de los pobres. En cierto sentido, la crisis de la cultura occidental se tornó ‘mundial’, pero por otro lado, fue posible –a través de la ciencia y de la tecnología- la aproximación entre pueblos y culturas muy diferentes.

Esa aproximación de culturas es, sin duda, uno de los aspectos más decisivos de la situación cultural contemporánea. La movilidad que permiten hoy los modernos medios de transporte y la divulgación inmediata de todo y de cualquier acontecimiento a través de la transmisión instantánea por los medios de comunicación, opera una especie de ‘reducción’ del espacio y del tiempo infinitos, a dimensiones que pueden ser administradas por cualquier persona. El mundo, como previó McLuhan, se ha vuelto una pequeña ‘aldea mundial’, al alcance de la mano. No es exagerado afirmar que hoy convivimos -en tiempo real y, sin duda, virtualmente- con personas y acontecimientos que llegan a nosotros de países y culturas que hasta hace poco resultaban tan distantes como misteriosos.

Esta experiencia, unida al fenómeno creciente de las migraciones en masa, nos da la medida de la riqueza potencial de esa presencia e interacción entre las culturas y, al mismo tiempo, del choque cultural que tal situación representa. El descubrimiento del ‘otro’, la pura y simple constatación de su ‘diferencia’ -es por donde comienza la diversidad que representan las culturas- antes de ser un encuentro que enriquece, es una confrontación perturbadora, un factor que nos descentra de nuestro propio punto de vista y de nuestra perspectiva cultural.

Es lo que ha ocurrido con la cultura occidental y uno de los factores que explican la crisis por la que atraviesa. El contacto con otras culturas la obligó a desabsolutizar su punto de vista, y reconocerse como una cultura entre otras culturas, a relativizar su pretensión de ser una cultura ‘superior’, la cultura ‘tout court’, ‘universal’ por excelencia, y a aceptar que es simplemente diferente, y tan ‘particular’ como las demás. Y por eso, capaz de establecer un diálogo, de ser enriquecida y de enriquecer. Lo que se hizo patente en lo que toca a la dimensión religiosa de la cultura. ¿Cómo explicar si no, la fascinación ejercida sobre el occidente cristiano por las religiones orientales a partir, sobre todo, de la segunda mitad del siglo XX?

2. La transformación religiosa
Es el segundo aspecto del cambio cultural de occidente. Se hizo manifiesta, en un primer momento, con la secularización progresiva de la sociedad y de la cultura a partir de los años 60 del siglo pasado. Dos o tres décadas después, contra todas las previsiones de los sociólogos de la muerte de Dios, aparece, de manera inesperada, un fenómeno que los propios sociólogos denominaron ‘retorno de lo religioso’ o la ‘revancha de lo sagrado’. Mas esas oscilaciones eran sólo la punta del iceberg, la manifestación visible de una transformación mucho más profunda: la tentativa de la cultura moderna de auto-comprenderse, organizarse en sociedad y construir el sentido de la historia dentro de los estrictos límites de la inmanencia mundana, desterrando así de su horizonte cualquier referencia a la transcendencia.

No viene al caso discutir ahora si esa evolución estaba inscrita en los presupuestos filosóficos de la modernidad o fue fruto de condicionamientos históricos contingentes. En cualquier hipótesis, la ‘situación espiritual’ de la sociedad moderna, en sí misma, da que pensar. Esa búsqueda de lo sagrado, que asume de hecho las formas más contradictorias, es inseparable de la crisis de sentido en la que se sumergió la sociedad occidental. Lo que podría significar, por un lado, que la intranscendencia de la vida, ese confinamiento del individuo en el horizonte estrecho de la inmanencia, acaba sofocando a la persona y se torna insoportable. Y, por otro lado, podría ser la prueba de que no es tan fácil para el ser humano sofocar por completo la transcendencia que lo habita. Sin que eso signifique que la cuestión de Dios haya sido resuelta. Al contrario, es en el fondo de esa crisis donde deben ser buscadas las causas de esa formidable transformación cultural de lo religioso que caracteriza a la sociedad occidental.

Tres factores parecen estar configurando esa ‘situación espiritual’ en la cual puede ser detectada la metamorfosis de lo religioso en la sociedad occidental: el factor cultural del ‘viraje antropocéntrico’ de la modernidad, el sorprendente retorno de lo religioso reprimido, y el fenómeno del pluralismo religioso como uno de los resultados del encuentro entre culturas diferentes. La crisis actual es el resultado de la interacción de esos tres factores.

El primero estaba implícito, en lo que arriba fue dicho sobre la transformación cultural: el viraje antropocéntrico llevaba consigo una transformación de las relaciones del sujeto moderno con la transcendencia. Lo que se hizo manifiesto en el desplazamiento social de la religión. Ésta ya no tiene en la sociedad moderna una función que la justifique. La sociedad se organiza en todas sus dimensiones (sociales, políticas, económicas y culturales) siguiendo los criterios por ella misma establecidos. Lo que en sí mismo representa una conquista: la necesaria distinción y separación entre las esferas social y religiosa, y la justa afirmación de la autonomía de la sociedad con relación a la Iglesia.

Mas esa emancipación se extendió también a la transcendencia. El viraje antropocéntrico colocó al ser humano como centro absoluto de toda la realidad, ‘principio y fundamento’ de lo que es bueno, de lo que tienen valor, de lo que puede ser admitido y de lo que debe ser rechazado. En otras palabras, el ser humano no sólo se entiende a partir de sí mismo sino que se funda en sí mismo. Y, por ello, puede disponer plenamente de sí, del mundo y de la historia. Esta reflexión de todo el dinamismo humano para dentro de la historia no podía dejar de tener consecuencias en la construcción del sentido de la vida. El vacío de sentido que aflige a la sociedad moderna parece estar mostrando que el ser humano no se contenta fácilmente con las ‘pequeñas transcendencias’ que pretenden sustituir a la verdadera ‘transcendencia mayor’. Sea como fuere, aquí está el primer aspecto de una profunda transformación de lo religioso por lo cultural.
El segundo factor de la ‘situación espiritual’ de la sociedad actual es el retorno de lo religioso de manera anárquica y bajo las formas más heterogéneas. Fenómeno plausible después de la secularización progresiva de la sociedad moderna a partir de los años 60 del siglo pasado. Es difícil explicar las causas de esta inesperada efervescencia religiosa[4]. Pero no se puede negar que tenga alguna relación con la crisis de sentido que afecta no sólo a los individuos sino a la sociedad como conjunto. Es como si, sofocado por la intranscendencia de la vida y cansado ya de sus proyectos de autosalvación, el ser humano moderno vislumbrase en ese redescubrimiento de lo religioso una puerta para salir de sí, para trascenderse, en la búsqueda de respuestas para sus necesidades subjetivas: las cuestiones fundamentales de la vida, de la muerte, del sentido y del amor.

Mas no debemos engañarnos. Retorno de lo religioso no equivale necesariamente al reencuentro con Dios. Es ahí donde radica la novedad y la ambigüedad de ese fenómeno. En rigor no se trata de un ‘retorno’ porque no hay una vuelta a las formas religiosas tradicionales. Al contrario, las religiones tradicionales no responden ya a esa búsqueda de ‘transcendencia’ y de ‘espiritualidad’. Lo sagrado es reconstruido, de manera muy subjetiva, en una simbiosis contradictoria de horizontes y perspectivas en que es posible encontrar ciencia, filosofía, gnosis, religiones orientales, esoterismo, ocultismo y hasta las formas religiosas más arcaicas. Es toda esa diversidad la que se acostumbra agrupar bajo la cómoda denominación de ‘nuevos movimientos religiosos’. Ahí aparece el segundo aspecto de la transformación cultural de lo religioso: para dar cabida a tal heterogeneidad es preciso ampliar de tal forma el concepto de lo ‘religioso’ que él pierde su sentido original. De ahí la ambigüedad del fenómeno y la lucidez indispensable para discernir ese sorprendente ‘ímpetu religioso’.

El tercer factor, finalmente, es que por el hecho de vivir en una época de pluralismo religioso se hizo una realidad el encuentro entre las religiones. Pluralismo ‘de facto’. Religiones que hace algún tiempo nos resultaban extrañas y hasta exóticas, forman parte de nuestro cotidiano convivir. Pluralismo ‘de derecho’, porque a los ojos del derecho, dentro del cual se constituye el Estado moderno, todas las religiones son iguales y sujetas a los mismos derechos y deberes. Es pronto todavía para que podamos prever todas las consecuencias de esa nueva situación. Si por un lado, es una realidad cargada de promesas, por otro, ya probó que posee en sí misma un enorme potencial explosivo, por la inextricable relación que existe entre lo religioso, lo cultural y lo étnico. Lo vivido actualmente -en todos los continentes- es la prueba cabal de cuán difícil es, aun dentro de un mismo país, la convivencia entre los diversos grupos religiosos; y más todavía cuando un tercer país recibe esa diversidad llegada de diferentes países.

Ese es, sin duda, un tercer aspecto de nuestra ‘situación espiritual’ que contribuye a la transformación cultural de lo religioso. Porque en el encuentro entre las grandes religiones de la humanidad, la aparente univocidad del lenguaje (divino, transcendencia, Dios, realidad última, experiencia mística, etc.) esconde diferentes experiencias de Dios, de la relación del sujeto con Dios y con el mundo, de la salvación, etc., que no son intercambiables. ¿Puede el moderno sujeto occidental, marcado por la tradición cristiana de Dios, contentarse con una transcendencia que no sea personal? ¿Puede renunciar a su condición de ‘persona’ ante Dios y a su responsabilidad por la historia? Es suficiente (para ese ser humano concreto que es el sujeto moderno occidental) perderse en el Todo o sumergirse en la Plenitud cósmica para realizar la búsqueda de la transcendencia?

Al contemplar simultáneamente esos tres aspectos, tomamos conciencia del alcance de la transformación cultural de lo religioso en la sociedad occidental. Por un lado la extensión sin límites del concepto de lo ‘religioso’ vuelve cada vez más impreciso en su contorno y más ambigua la experiencia que de él resulta[5]. Muchas de las experiencias ‘espirituales’ actuales son experiencias de autocentramiento, inmersiones en la propia interioridad. En tales experiencias, ‘dios’ es sólo un pretexto para el encuentro de la persona consigo misma. Y ésa es la segunda señal de la transformación de lo religioso operada por la modernidad: el desplazamiento del horizonte de sentido como una profunda metamorfosis de lo sagrado. Muchas de las actuales formas y expresiones religiosas, se inscriben no en el horizonte de una transcendencia real, anterior y exterior al sujeto, sino en el horizonte de la inmanencia. Lo ‘sagrado’ es lo humano, las causas, los valores, las experiencias éticas en las que las personas, de alguna forma, salen de sí mismas y se ‘trascienden’. ¿Pero estamos todavía ante lo sagrado transcendente o se trata de un sucedáneo del verdadero Absoluto?[6]. Ese desplazamiento explicaría también un último aspecto de la actual transformación de lo religioso: la nivelación de las experiencias de búsqueda y el resurgimiento de formas arcaicas de lo religioso. Es como si todo fuese igualmente válido y las mediaciones de la búsqueda fuesen intercambiables. ¿Pero puede el sujeto moderno regresar al pasado y voltear el salto cualitativo que representó para la conciencia humana la conquista que tuvo lugar cuando surgieron las grandes religiones mundiales en el primer milenio antes de Cristo?

Esto es lo que llevó a algunos estudiosos a designar la situación actual como ‘segundo tiempo axial’ utilizando la expresión que K. Jaspers acuñara precisamente para caracterizar la ruptura introducida en la conciencia religiosa de la humanidad por el surgimiento de las grandes religiones, aproximadamente entre 800 y 200 a.C. En una misma área geográfico-cultural (China, India, el actual Irán; Grecia e Israel en el Mediterráneo), y de forma simultánea, tuvo lugar una radical transformación de la visión del mundo que estaba ligada a la depuración de la idea de lo divino y cambió la manera humana de relacionarse con la transcendencia[7]. Los efectos de ese cambio marcaron el curso de la historia y de la civilización hasta hoy, en el ámbito sociocultural y en el ámbito religioso. Las profundas transformaciones por las que pasa hoy Occidente, tanto desde el punto de vista cultural como religioso, hacen tentadora esa aproximación. Tanto más que, una de las características de nuestro tiempo, es la aproximación entre las mismas culturas y religiones que forman parte de la misma área en la que tuvo lugar aquella primera transformación. ¿No estaremos viviendo hoy, por lo menos en occidente, una transformación semejante?

3. Balance provisional
No es necesario un gran esfuerzo para percibir que esas transformaciones -cultural y religiosa- de la modernidad, afectan profundamente el cristianismo y lo obligan a repensarse en su totalidad. Como primera conclusión, es suficiente señalar las dos principales repercusiones que esa transformación supone para el cristianismo: su desplazamiento social y la cuestión de su identificación con la cultura occidental.
En primer lugar, el desplazamiento social. Por razones históricas el cristianismo fue de hecho la religión que reinó de manera única y casi exclusiva en Occidente[8]. No era fácil, por eso, la separación entre cristianismo y cultura. Sobre todo desde la cristiandad medieval, en la que ser ciudadano y ser cristiano eran sinónimos. Lenta pero implacablemente, el proceso de la modernidad puso fin a esa situación. Al constituirse en una autonomía, a partir de dos presupuestos que ella misma se da, la sociedad moderna desplazó a la religión -en nuestro caso al cristianismo- para la periferia de la sociedad. Poco a poco, todos los ámbitos que constituyen el tejido de la vida social fueron arrancados de la tutela de la Iglesia. La religión quedó confinada al ámbito personal y particular de los individuos, ya no desempeña más una función social.
Incluso hoy día es difícil para el cristianismo -por lo menos para la Iglesia Católica- asimilar todas las consecuencias de ese desplazamiento. Lo que, por un lado, es comprensible, pero, por otro, es lamentable. Comprensible, porque ello significa la pérdida del lugar privilegiado que la Iglesia ocupó durante tantos siglos en la sociedad occidental, con todas las ventajas que de ello se desprendían: visibilidad, poder, influencia en la configuración de la vida social, entre otras. Pero lamentable, porque esa resistencia genera animosidad y antipatía contra la Iglesia y en nada contribuye a que ella se sitúe en esa nueva realidad social y encare con nuevos fundamentos, la evangelización de la nueva situación cultural. Mas la aceptación de ese desplazamiento significaría reconocer y aceptar el fin de un cristianismo sociológico y de una visión prioritariamente institucional y jerárquica de la Iglesia.

La segunda consecuencia de esa transformación es lo que podríamos llamar ruptura entre cristianismo y cultura occidental. Aspecto relacionado con lo anterior y no menos problemático, por esa especie de simbiosis histórica entre fe cristiana y cultura occidental, a través de la cual llegó hasta nosotros el cristianismo. La crisis de la modernidad pone al desnudo esa identificación y la deshace teórica y prácticamente, lo cual se revela en la crisis de valores, en el individualismo exacerbado y en la clausura del horizonte de la transcendencia. La cultura de la modernidad dejó de ser cristiana, aunque todavía quedan en ella vestigios indelebles de su convivencia secular con el cristianismo. Pero no se inspira ya en el cristianismo. En ese sentido, podría ser designada como ‘pos-cristiana’.

Esa situación, paradójicamente, libera al cristianismo de la tentación de identificarse con una cultura, la occidental, y crea las condiciones para que pueda ser, de hecho, universal. La fe tiene que ser expresada en todas las culturas. El cristianismo sólo puede existir encarnándose dentro de cada cultura, pero no se identifica con ninguna porque no se agota en ellas. Es el desafío que suscita la inculturación, tan ansiada como delicada, con todo su alcance y sus consecuencias, que apenas comenzamos a vislumbrar. ¿Mas no fue ese el riesgo que asumió el cristianismo primitivo al adentrarse en la cultura helenística, abandonando su suelo natal, que era el judaísmo?

Es comprensible que esta ruptura nos asuste. Representa, de hecho, el fin de la figura histórica del cristianismo que nosotros conocemos; la forma en la que él se encarnó y le dio consistencia y visibilidad durante tantos siglos. La crisis de la cultura moderna no podría dejar invulnerable la fe cristiana y las ‘traducciones’ culturales de la misma. Y no sólo el lenguaje utilizado, sino también el horizonte teórico de comprensión, las formas institucionales y las expresiones religiosas. Todo esto nos da la medida de lo que está en juego para la fe cristiana en este momento histórico. No se trata de reformas (por más urgentes que sean)[9], ni de simples adaptaciones al nuevo contexto, sino de repensar la totalidad del cristianismo a partir de nuevos presupuestos. Tarea ingente, para la que la mayoría de los cristianos, a juzgar por lo que parece, no estamos todavía preparados. Sin terminar de realizar la transposición del cristianismo tradicional al horizonte de la modernidad, se nos exige ahora repensar y traducir la fe en el contexto de la posmodernidad.
Hay muchos indicios de que no hay todavía una estimación -inclusive en las diversas esferas del ejercicio de la autoridad pastoral de la Iglesia- de la gravedad de la situación actual. Nos tendríamos que preguntar si nuestras opciones pastorales tienen ante la vista un futuro que nos provoca, o un pasado que se quiere proteger a cualquier costo. El pragmatismo inmediatista de ciertas propuestas de evangelización, hace sospechar que estamos todavía habitados por el fantasma de la cristiandad, o el de la neo-cristiandad: primicia de lo cuantitativo sobre la calidad cristiana de la vida. ¿Estaremos preparando de esa forma el terreno para una verdadera recomposición de la experiencia cristiana en su totalidad, para que pueda llegar a nosotros un futuro nuevo para la fe?

II. Para una reconfiguración del cristianismo
La descripción de la situación actual podría parecer excesivamente dramática y sombría si no encontrase eco, cada día, en nuestra experiencia existencial. No sólo como cristianos sino como hombres y mujeres sometidos a las mismas perplejidades y angustias de nuestros contemporáneos. La situación actual nos desconcierta. Nadie escapa hoy a la angustia de no saber, de tener que abrir caminos -personales, familiares, profesionales, etc.- en un mundo sin referencias claras y definidas. No podría ser de otra manera para la fe de cada cristiano y para el cristianismo como totalidad.

Mas no podemos olvidar que la fe cristiana ya dio más de un paso en la búsqueda de nuevos caminos. Por otra parte, no es la primera vez en su historia que el cristianismo se encuentra en una situación crítica, de crisis, crucial y, por tanto, de encrucijada. En tales situaciones nunca faltaron pronósticos sobre ‘el fin del cristianismo’. Pero no parece que se hayan realizado. Lo cual no puede servir como consuelo fácil, ni disminuir en nada la responsabilidad que nos corresponde en este momento histórico, pero nos alivia de un peso que resultaría insoportable si el futuro dependiese sólo de nosotros. El cristiano no es optimista por cerrar los ojos a la dureza de la realidad, eso sería una ceguera irresponsable. El cristiano es optimista por exceso, no por defecto. Su experiencia está fundada en la experiencia de una promesa que ya dio pruebas de su fidelidad mayor. Es la que nos permite ir hasta las raíces de la crisis actual y encarar sin miedo las respuestas que va a exigir[10]

1. Carácter inédito de este momento histórico
El horizonte de nuestra experiencia es siempre muy corto y no va más allá de lo que alcanza nuestra vista o de lo que es nuestra historia vivida. Por eso podemos con toda facilidad caer en la trampa de reducir el cristianismo a lo que fue nuestra experiencia, sin percibir que esa ‘figura’ a través de la que tuvimos acceso a la experiencia cristiana, no agota las posibilidades de expresar la fe, ni constituye la ‘esencia’ del cristianismo. Basta un mínimo de conocimiento histórico para descubrir que muchas de la expresiones actuales del cristianismo están condicionadas por una ‘corta’ tradición, que en algunos casos se remonta a uno o dos siglos como máximo, y que, de cualquier forma, no puede ser confundida con la ‘gran tradición’. La fe cristiana es más. Tomar conciencia de esa distancia, dilatar el horizonte de nuestra comprensión, es la primera condición para poder responder, de manera positiva y creadora, a lo que va a exigir de la fe cristiana este momento histórico.

En cierto sentido, la situación actual del cristianismo sólo encuentra paralelo en lo que fue su paso del concepto cultural y religioso del judaísmo a la cultura helenística. Era la totalidad de la experiencia la que tenía que ser recreada para que el anuncio cristiano pudiese resonar y ser comprendido dentro de otro universo cultural. Lo que exigió mucho tiempo, paciencia y no poco discernimiento. Y sólo fue conseguido tras serias tensiones. Las disputas y las mismas herejías de los primeros siglos están ahí para probarlo.
Después de la primera –única en verdad- inculturación, el cristianismo vivió casi durante veinte siglos dentro del mismo horizonte cultural. Y así fue dando ‘forma’ a una manera inédita de vivir la fe, y fue construyendo la ‘figura’ del cristianismo que conocemos hasta hoy y cuya solidez nos impresiona: por la osadía de su transposición teórica dentro del horizonte de comprensión de la cultura helenística, por su capacidad para asumir los valores existentes en esa cultura recreándolos por dentro, por su libertad de crear ‘traducciones’ -litúrgicas, espirituales, religiosas, institucionales, etc.- capaces de expresar de manera significativa su experiencia, de ofrecerle un apoyo, de alimentarla y sustentarla... Sin correr ese riesgo, el cristianismo no habría traspasado los límites del judaísmo, ni habría llegado hasta nosotros. Esa osadía significó romper muchas de las amarras que lo ataban al pasado y aceptar un ‘nuevo comienzo’.

Hoy, por primera vez, después de tantos siglos, el cristianismo es desafiado de nuevo a enfrentar una transposición de proporciones semejantes a las que conoció el cristianismo de los primeros siglos. Como en aquel momento, se trata de una transposición que envuelve la totalidad de la experiencia cristiana: su traducción teórica dentro de un horizonte diferente de comprensión, las expresiones de todo tipo -personales y comunitarias- en las que es vivida y se trasmite la fe, y una nueva configuración institucional que le dé, no sólo visibilidad social, sino también coherencia evangélica. Ingente tarea que requiere renuncias dolorosas a muchos aspectos de una ‘figura’ que parecía definitiva, indebidamente identificada con la ‘esencia’ de lo que es cristiano. Y por eso, a los ojos de muchos, aparece como una amenaza para la fe, olvidando que ésta nunca termina ni se agota en ninguna de sus expresiones. Sin tales renuncias, sin embargo, no habrá lugar para un ‘nuevo comienzo’. Es por lo que hoy no puede ser eludida la cuestión de la identidad cristiana.

2. ¿Qué es ‘cristiano’?
No se trata de teorizar sobre esta cuestión, sino de preguntarse –no sólo en función de los otros, sino para nosotros mismos como cristianos- dónde reside la ‘novedad’ cristiana. La pregunta no es ociosa, ni la respuesta debe ser dada de antemano como conocida, y menos todavía como evidente. Son justamente esas falsas ‘evidencias’ las que nos impiden sentir el choque producido al inicio, por el anuncio cristiano, y lo que hay en él de verdaderamente inaudito y desconcertante. Es en este sentido que la cuestión de la identidad no puede ser puesta de lado. No como algo que impediría el diálogo, porque nos separaría y distanciaría de los otros, sino como aquello que nos permite ir al encuentro de los otros, desarmados, precisamente por no poseer otra ‘diferencia’ que no sea la ‘buena noticia’ que es la vida de Jesucristo, muerto y resucitado. Pues en Jesús de Nazaret, todo está dicho y todo está por decir. Por eso la identidad cristiana es dinámica y debe estar constantemente recreándose entre su origen fundante y el presente histórico en que es vivida. Hoy, más que nunca, es preciso volver a esa ‘simplicidad’, por dentro de la complejidad y a través de la complejidad de que se fue revistiendo a 1o largo de la historia[11].

Un rápido recorrido por las transformaciones semánticas del concepto ‘cristianismo’ permite comprender los cambios de sentido que sufrió a lo largo de la historia y las marcas que en él dejaron esas transformaciones. El simple recurso a la etimología nos revela que la palabra cristianismo (christianismós) es derivada de cristiano (christianós). Cristiano, como es sabido, era el nombre acuñado en el ambiente pagano y helenístico (Hch 11, 26) para designar a los seguidores de Jesús, por ellos denominado Cristo. Pero fueron los paganos los que utilizaron el término para referirse al movimiento suscitado por Jesús. Movimiento, o, en la bella expresión de los Hechos de los Apóstoles, “seguidores del Camino” (9,2), o sea, un modo de ser, un estilo de vida, un ethos, que encontraba su razón de ser en una existencia concreta: la persona y la vida de Jesús de Nazaret como un todo y lo que ella implicaba.

En sus orígenes, por tanto, el cristianismo no era visto, en primer lugar, como un culto, una doctrina o una nueva religión; no se identificaba con una raza, ni podía ser delimitado a un espacio cultural o sociológico. La ‘diferencia’ cristiana como alternativa a lo que eran los judíos o los paganos, se transparentaba y se afirmaba con la vida.

El cristianismo, heredero de la ‘antigüedad tardía’, se vino a ser, por motivos de orden socio-histórico, la matriz fecunda de lo que luego se llamaría cultura occidental. En esa secuencia, la Edad Media conoció un profundo cambio del sentido primitivo de la palabra cristianismo, a ‘cristiandad’, como espacio geográfico y como ámbito social dentro del cual vivían los pueblos cristianos. Es el aspecto sociológico, cuantitativo y mensurable del cristianismo en oposición a su diferencia cualitativa. Para referirse a la interioridad de la vida cristiana -el contenido de la fe- los medievales utilizaban palabras como ‘fe’ o ‘religión’.

La Reforma protestante recuperó la palabra ‘cristianismo’ en una actitud de oposición crítica a ‘cristiandad’, concretada en la Iglesia institucional y en sus prácticas. Al rehabilitar el término ‘cristianismo’ para criticar a la Iglesia, la Reforma quería afirmar cual era la ‘verdadera fe’ y dónde se encontraba: no en lo ‘eclesial’ sino en lo ‘cristiano’. Cristianismo pasó a ser, entonces, la referencia primera y fundamental de la vida cristiana. Esta connotación crítica del término, que parte de la distancia evidente entre lo que debería ser una vida evangélica y lo que de ella aparece en el rostro humano de la Iglesia, tiene en su origen el deseo de cambio y conversión que suscitó siempre la vuelta al evangelio. Porque esa aceptación estaba siempre presente, al menos implícitamente, en todos los movimientos de renovación, ya sea en las sectas religiosas, ya en las críticas de los humanistas, y después de la Reforma hasta la Ilustración.

La ruptura de la unidad eclesial por la Reforma y la multiplicación de las ‘confesiones’ entre los propios reformadores contribuirá a que el término ‘cristianismo’ sea utilizado, al poco tiempo, para reunir en un denominador común las diversas ‘confesiones cristianas’. Después, en los siglos XVII y XVIII, de cara a los librepensadores por un lado, y al creciente interés teórico por otras religiones no cristianas, la palabra ‘cristianismo’ acabó siendo un simple sinónimo de ‘religión cristiana’. Aceptación esta, que, por lo demás, conserva hasta hoy. En su abstracción -destino de todos los vocablos construidos como ‘ismos’- no deja trasparentar la realidad concreta que le dio origen: la vida de Jesús de Nazaret, en su totalidad. Además de eso, encubre realidades extremadamente heterogéneas en las que se refleja la figura histórica del cristianismo occidental[12].

Fue necesario esperar al siglo XX para que el término ‘cristianismo’ volviese a tener un lugar destacado dentro del propio catolicismo. No porque hubiese sido desterrado, sino por las connotaciones críticas que había adquirido a partir de la Reforma. El término ‘católico’, en oposición a ‘cristiano’, acabó siendo el símbolo no sólo de la resistencia a la Reforma -y cada vez más en el mundo moderno- sino de la continuidad con la tradición eclesial. La transformación del horizonte de la teología católica y el clima propiciado por el Vaticano II, explican que, a partir del Concilio, los teólogos católicos hayan dado preferencia al término ‘cristianismo’ en vez de ‘catolicismo’, incluso para referirse a la Iglesia católica. Cambio significativo que puede parecer sutil, pero es un comienzo significativo de lo que el Concilio designaba como la ‘vuelta a las fuentes’ y expresión de un nuevo clima ecuménico e interreligioso.

3. Las lecciones de la historia
Este rápido recorrido por la semántica de las palabras, manifiesta con claridad, que la cuestión de la identidad no puede ser tratada sólo de manera teórica. El cristianismo -y con él la identidad cristiana- sólo existe en su condición concreta, histórica, encarnada. De la misma forma que no existe un cristianismo puramente ‘sociológico’, tampoco existe un cristianismo químicamente puro, espiritual, ideal. Es a través de la encarnación de la experiencia cristiana –encarnada, y por eso, limitada- como tenemos acceso a lo que es ‘cristiano’. La teología podrá elaborar teóricamente la ‘identidad cristiana’, pero ésta, en su condición histórica nunca podrá ser totalmente transparente.

Esta observación es importante si queremos discernir cuáles son las transformaciones que el actual momento histórico exige del cristianismo. Lo que está en juego no es su identidad teórica sino su identidad histórica. El cristianismo tiene que aprender a discernir en sí mismo lo que es o lo que no es cristiano. En la ‘identidad histórica acumulada’ del cristianismo no todo es transparencia del Evangelio. El recorrido semántico que acabamos de recordar, manifiesta muchas adherencias nada ‘cristianas’, incrustadas a lo largo de la historia, no sólo en palabras sino en la vida de la Iglesia, que dejaron marcas profundas que nos condicionan hasta hoy. Basta nombrar, como ejemplo, la presencia obsesiva en el imaginario cristiano del mito de la cristiandad como ideal del cristianismo. Además de haber sido mucho más un sueño que una realidad, esa concepción del cristianismo dejó secuelas indelebles (como la primacía de lo cuantitativo y mensurable sobre lo cualitativo, y la predilección por lo institucional como forma de visibilidad de lo ‘cristiano’) que hasta hoy el tiempo no ha logrado hacer olvidar. O también, la progresiva ‘eclesiastización’ del cristianismo durante toda la época moderna (con el predominio de lo jerárquico, y por consiguiente, de la autoridad y del poder, en detrimento de la comunión entre iguales) y la inevitable, todavía indebida, identificación de lo ‘eclesial’ con lo ‘eclesiástico’.

Mas hay dos aspectos en los que es innegable la reducción histórica de la identidad cristiana: su ‘transposición doctrinal’ y su ‘transposición religiosa’. No se trata de negar el valor y la importancia de esos dos aspectos para la existencia cristiana, ambos visibles desde los primeros siglos cristianos, y explicables por las circunstancias históricas de la inculturación del cristianismo en el ambiente helenístico. Lo que importa ahora, en términos de discernimiento, es percibir hasta qué punto su perpetuación introducía un desequilibrio profundo en la vivencia de la fe cristiana. Cosa que parece evidente en ambos casos.

La ‘transposición doctrinal’, en primer lugar. Hay una distancia muy grande entre la necesidad intrínseca de la racionalidad, por parte de la fe, y la transformación de la misma en un sistema racional. El primer aspecto es evidente. Sin un ‘logos’ intrínseco, la fe cristiana sería un grito desarticulado. La inteligibilidad le es necesaria tanto para comprender la propia experiencia como para comunicarla a los otros, para explicarla, para defenderla[13]. ¿Quién se atrevería a minimizar la monumental obra teológica del cristianismo desde su inicio hasta hoy? Mas la fe cristiana, más que una cuestión de la razón, es una cuestión de la experiencia. Por la simple razón de que tiene su punto de partida en un acontecimiento histórico: la existencia concreta de Jesús de Nazaret. No se trata, evidentemente de una alternativa. Pero el modo de articular experiencia y reflexión puede tener consecuencias decisivas. ¿Cómo negar, desde el punto de vista histórico, un desequilibrio entre los dos aspectos que penden siempre del lado de lo doctrinal? El cristianismo se tornó un ‘sistema de verdades’, una doctrina que era necesario saber y aceptar, mas sin impacto en la vida[14]. No por acaso, la iniciación cristiana perdió su lado ‘mistagógico’, de iniciación a la experiencia, para reducirse a la enseñanza de la doctrina cristiana: la catequesis. Desequilibrio histórico, no teórico, de la ‘identidad cristiana’ cuyo eco resuena hasta hoy en la preocupación por la ‘verdad’ y la obsesión por la ‘ortodoxia’. Como si la única y plena ortodoxia no exigiese también una ortopraxis, una vida coherente con aquello que se confiesa.

El segundo caso es el de la ‘transposición religiosa’. El problema persigue al cristianismo desde sus orígenes. Y estaba en la raíz de la fe cristiana, cuya especificidad hacía de ella algo inclasificable, tanto para el judaísmo cuanto a los ojos de los paganos. No es por casualidad que los cristianos fuesen llamados ‘ateos’ y el cristianismo despreciado como ‘inreligiosa prudentia’, porque ponía en peligro la religión tradicional.
No se trata de discutir aquí, si el cristianismo es o no una ‘religión’, la cuestión es saber si desequilibró la experiencia cristiana hasta el punto de poner sordina -omitir sin negar- aspectos fundamentales de su identidad, ya sea en el modo de encarar a Dios, ya en la manera de relacionarse con el mundo y con la realidad humana.

Por eso, no viene al caso reeditar en este momento la distinción barthiana –cómoda, pero ineficaz para un discernimiento- entre fe y religión. Decir que el cristianismo es ‘fe’ y no ‘religión’ es una respuesta formal que no explica por qué fue identificado como una religión. La respuesta a esa pregunta no puede ser dada a priori, porque ella surge en la historia, en los momentos en que la identidad cristiana deja de ser clara y evidente. Como es hoy nuestro caso. No es porque el cristianismo dejó de ser la ‘religión’ única -y más de una vez oficial- de Occidente, sino por la trampa que representa para la identidad cristiana la efervescencia religiosa y espiritual de la sociedad contemporánea. ¿Puede el cristianismo ser equiparado a esas experiencias ‘religiosas’? Todo indica que los ‘dioses’ -las experiencias ‘religiosas’- social y culturalmente correctos hoy, poco o nada tienen que ver con el Dios de Jesucristo, que, en definitiva, constituye la médula de la ‘diferencia’ cristiana.

Esos dos ejemplos son suficientes para mostrar concretamente la relación que hay -y que habrá siempre- entre lo ‘esencial’ de la fe cristiana (la ‘identidad’) y sus realizaciones históricas. Esa es la razón por la que el cristianismo siempre puede dar ‘más’ de sí; y por la que tiene futuro. Pero un futuro que sorprende y desconcierta porque en él siempre habrá algo nuevo e inédito dada su riqueza inagotable. Reconocer a tiempo esa distancia es la condición para discernir lo que es o no evangélico en las realizaciones históricas, y tener el coraje de desabsolutizarlas.

III. Discernir las situaciones para reconstruir la experiencia
Antes de concluir es preciso hacer algunas consideraciones respecto de lo que puede significar esta reflexión para nuestra situación en Brasil y en América Latina. Es inevitable, dada mi limitada experiencia, que me refiera más al Brasil. A primera vista este tipo de reflexión podría parecer muy distante de nuestra realidad. En la práctica, con todo, por razones históricas y sociales, sería imposible separar nuestra especificidad sin tener presente que, nuestro cristianismo tiene desde el inicio una impronta occidental. Con la Colonia heredamos problemas que venían del cristianismo medieval y, queriéndolo o no, cultural y eclesiásticamente siempre fuimos tratados como occidentales. Por otra parte, en un mundo cultural y religiosamente plural, es cada vez más importante afirmar nuestra identidad. También desde el punto de vista eclesial. Es indispensable, pues, que discernamos nuestra situación, con toda su complejidad, para que podamos contribuir en la recomposición común de la experiencia cristiana.

1. Es necesario, en primer lugar, proteger y preservar lo que hay de específico en la óptica latinoamericana. Algo que parecería obvio en un mundo que, a pesar de todo tipo de dificultades, tiende a constituirse como pluricultural, plurirracial y pluricéntrico. También desde el punto de vista religioso. Pero todavía encuentra resistencias, sobre todo a nivel eclesiástico. Los vientos que soplan en este momento no favorecen ese descentramiento y hacen más difícil la tarea. Con todo, es un objetivo a ser perseguido con perseverancia. Por dos razones principalmente. La primera es la crisis del cristianismo ‘occidental’. Más visible en Europa o en Canadá, y perceptible también, de forma diferente en Estados Unidos. La crisis cultural acarreó una crisis sin precedentes de la fe cristiana y la secularización de la sociedad como un todo. Mas ella trajo consigo una distinción muy benéfica para el cristianismo como tal: la conciencia de que la fe cristiana no puede ser identificada con la cultura occidental. Lo que abrió un camino inédito para otras posibles inculturaciones.

Por lo demás, esta crisis tuvo como resultado un desplazamiento geográfico-cultural: el peso del cristianismo -hasta numéricamente- y su vitalidad, se encuentran cada vez más en los países pobres del tercer mundo, en América Latina, en Asia y África. No es utópico esperar que, en el futuro, el cristianismo tenga un rostro bien diferente y mucho más diversificado de lo que nosotros conocemos. Proteger esa diferencia es trabajar por el futuro del cristianismo.

Pero hay una segunda razón: la experiencia vivida por la Iglesia de América Latina después del Concilio y su potencial inspirador para otras Iglesias. No como ‘modelo’ para ser exportado, sino como ‘espejo’ en el que se pueden contemplar otras Iglesias particulares. Fue, de hecho, la Iglesia de América Latina la primera en abrir una brecha, para hacer posible, dentro de la rígida uniformidad eclesial, una manera diferente de ser Iglesia y de pensar la fe a partir de su particularidad. Tal vez, sin pretenderlo conscientemente, pero movida en todo caso por su misión. De hecho, la Iglesia latinoamericana tuvo que someter a crítica lo que había sido la evangelización tradicional, aceptar que la fe podía estar contaminada por ideologías que la condicionaban, y repensar el anuncio como verdadera ‘misión’, no sólo a ‘paganos’ sino a ‘cristianos acostumbrados’ (sino ‘acomodados’). Fue un choque saludable producido por la toma de conciencia que significaba la ‘opción por los pobres’.

El dinamismo eclesial que caracterizó la implantación del Concilio en la Iglesia de América Latina, el valiente liderazgo episcopal y la elaboración paulatina de una teología, particular también; son algunos de los trazos que proyectaron esa experiencia en la Iglesia universal. Hoy, el reconocimiento de otras Iglesias particulares y de otras teologías -por ejemplo, las de Asia y África- es cada vez más un hecho que se impone a la conciencia de la Iglesia como algo necesario y, en cierto sentido (porque no faltan dificultades), pacífico.
Todas estas conquistas fueron difíciles y dolorosas pero cargadas de un potencial profético para toda la Iglesia. En grados diferentes fueron permeando la conciencia eclesial: la Iglesia sólo puede ser universal encarnándose en lo particular; la fe tiene que ser anunciada y vivida en contextos concretos y, por eso, puede y debe se traducida a categorías nuevas y adecuadas a cada cultura; la opción por los pobres, la lucha por la justicia y la humanización de la vida y de la sociedad, son parte integrante del anuncio del evangelio; el Reino de Dios no puede ser ‘espiritualizado’, porque la salvación pasa por la historia sin agotarse en ella.

Lo social fue, por así decir, el detonador de la toma de conciencia de la Iglesia latinoamericana. La evolución posterior la obligaría a confrontarse con los problemas culturales de la modernidad y con el pluralismo religioso. Lo que no impide que ciertos problemas surjan con más intensidad y urgencia en determinados contextos: la modernidad en el primer mundo, el diálogo con las culturas y con las religiones en Asia, lo socio-comunitario y cultural en África. Pero eso no significa que cada Iglesia particular y cada teología tengan que ‘especializarse’ en un aspecto. La gran lección que va aprendiendo la Iglesia latinoamericana es que esas tres dimensiones -social, cultural y religiosa- son inseparables de la traducción y de la vivencia de la fe en cualquier universo cultural. Y parece estar confirmado por la constitución de un mundo pluricéntrico, pluri-racial y pluricultural. Por eso es tan importante proteger y preservar cada una de las visiones particulares.

2. La segunda exigencia es discernir con lucidez dónde y cómo se manifiestan los condicionamientos del pasado y la inercia de lo tradicional. En ese sentido es indispensable también para la Iglesia latinoamericana tomar conciencia de la crisis de la cultura occidental y del ocaso de la figura tradicional del cristianismo. Queriéndolo o no, formamos parte de esa historia y estamos condicionados por ella de muchas formas. Aquí nombraremos algunos condicionamientos que parecen todavía profundamente arraigados, no sólo en el pueblo cristiano sino también en aquellos que tienen en sus manos la configuración concreta de la evangelización. Me refiero especialmente al caso del Brasil.

Es sorprendente la fuerza con que se manifiesta todavía, en ciertos grupos y sectores de la Iglesia, la presencia de un catolicismo pre-conciliar. La cuestión es preocupante porque frena de manera paralizante opciones pastorales verdaderamente nuevas y capaces de responder a los actuales desafíos. Y también porque parece estar siendo alimentada por ciertas iniciativas que se sirven de los medios de comunicación.
Relacionada con este problema, aunque sin confundirse con él, está la cuestión nunca respondida del ‘catolicismo popular’, que no se limita a las clases populares. No viene al caso discutir el problema bajo ese prisma. Es cierto, con todo, que, en términos de futuro, la iniciación cristiana y la experiencia vivida de la fe tendrán que enfrentarse, más pronto que tarde, con la cuestión del ‘núcleo sólido de la fe’, o sea, con lo que es verdaderamente esencial y constitutivo de una auténtica experiencia cristiana de la fe: el encuentro con Jesucristo y la novedad que Él introdujo en términos de la relación con Dios y de presencia en el mundo. La fragilidad de una vida cristiana construida alrededor de elementos periféricos no resiste las críticas y la desconfianza de la modernidad, y expone cada vez más la fe a los asaltos de otras propuestas religiosas. ¿No sería ésa la respuesta radical y verdaderamente eficaz a los problemas de la disminución numérica de los cristianos católicos?

Igualmente preocupante es la convivencia de ‘varios catolicismos’ dentro del tejido eclesial, como si todos ellos tuviesen el mismo valor. El discernimiento es delicado pero no puede ser escamoteado. No todo es posible en nombre del evangelio. Ese es el criterio con el cual debe ser medida toda y cualquier experiencia -particular o de grupos- y las pastorales que las alimentan: saber si tocan el núcleo del evangelio y son capaces de mantener la unidad y el equilibrio de la experiencia.

La necesidad de abandonar una perspectiva eclesiocéntrica y abrirse a lo que podríamos llamar un cristianismo evangélico, es decir, volcado hacia el mundo como misión, es un grave problema que está relacionado con la necesidad de encontrar, como Iglesia un ‘nuevo lugar’ en la sociedad, que no será ya el tradicional, ni el mismo que ocupó en décadas pasadas, pero ese cambio se vuelve difícil en la medida en que se pierde de vista, o es relegado al olvido, el cambio eclesiológico operado por el Concilio Vaticano II, como parece mostrar un nuevo surgimiento de clericalismo entre las nuevas generaciones. Sin ese descentramiento, sin esa abertura de lo eclesial hacia lo humano, para el mundo como misión, será muy difícil para la Iglesia superar las dos tentaciones que la acosan en este momento: dar por pasada la página de su compromiso con los pobres (con todo y lo que representaron estos años) y sucumbir a la ilusión de lo religioso y de lo numérico.

3. En términos de una evangelización volcada al futuro, una de las grandes tareas de la Iglesia del Brasil -y que en gran parte vale para toda América Latina- es la necesaria recomposición de su matriz religiosa. Un problema que fue camuflado por la evangelización tradicional y que emerge hoy con fuerza, en una sociedad cada vez más consciente de su diversidad cultural y religiosa. ¿Cómo inculturar verdaderamente el evangelio?

Las raíces culturales y religiosas del Brasil son plurales: la indígena, la negra y la que llegó con el cristianismo occidental. Mas, sociológicamente, tanto desde el punto de vista cultural como religioso, la predominante fue la matriz occidental. Desde la Colonia, con todo, las tres tradiciones convivieron en una simbiosis original que dejó sus huellas en el cristianismo mismo y que atraviesa las diferentes capas sociales.

En rigor, esa realidad nunca fue enfrentada con la seriedad que merecía. Tal vez porque no era posible hasta este momento. Pero ya no puede ser eludida. La cómoda distinción entre ‘catolicismo oficial’ y ‘catolicismo popular’ era una forma de ocultar el problema o de tranquilizar la conciencia de las autoridades religiosas. El cristianismo vivido era otro. Y, aparentemente, sin problema para las personas que realizan sus combinaciones, transitando a voluntad por las diferentes matrices y haciendo sus propias ‘síntesis’. El catolicismo puro, nunca existió, a no ser tal vez, en la cabeza de algunos teólogos o pastores. El catolicismo brasileño fue siempre sincrético. De diversas formas. Ni más ni menos sincrético de lo que fue sincrético el cristianismo de las conversiones en masa de los pueblos bárbaros, o de lo que era el cristianismo medieval que llegó hasta nosotros.

En cierto sentido el sincretismo aumentó, en la medida en que en él interactuaron nuevos elementos llegados de esa heterogénea efervescencia religiosa, típica del momento presente. Pero esa situación parece estar cambiando. No por obra de alguna misteriosa purificación a la que habría sido sometido el cristianismo, sino por la transformación de la conciencia de la propia sociedad. Y por la fuerza con la que se afirman dentro del tejido social los diferentes grupos étnicos, culturales y religiosos. Es lo que hace posible hoy, encarar de forma diferente esa pluralidad cultural y religiosa.

La recomposición de esa matriz plural del cristianismo brasileño representaría una auténtica ‘inculturación’ de la fe. Con todas las exigencias y dificultades que lleva consigo un verdadero proceso de inculturación. Eso significaría, en primer lugar, aprender a dialogar con la realidad negra e indígena como realidades culturales y religiosas que tienen riqueza y valores propios, como vamos aprendiendo hoy en la perspectiva del diálogo interreligioso. Supondría, en segundo lugar, que esas realidades puedan ser confrontadas con lo que constituye la ‘diferencia’ cristiana, si de hecho se trata de una inculturación de la fe cristiana y no simplemente de la convivencia pacífica entre realidades culturales y religiosas diferentes. Mas eso es también un aprendizaje nuevo y exigente. Como fue el del cristianismo primitivo en su encuentro con la cultura helenística. Y, finalmente –aunque no es lo menos importante- comprender de una manera dinámica la propia identidad cristiana, no como algo definido a priori y para siempre, sino como un proceso de síntesis propias y originales.
* * *
El futuro del cristianismo sólo puede ser organizado discerniendo laboriosamente el presente. Pero hay dos maneras de evadir esa responsabilidad. La primera es pensar el futuro a partir de lo que nos ofrece el presente. Es la forma típica del ‘sujeto moderno’. El conocimiento que tiene de la realidad y el dominio sobre la naturaleza que la ciencia y la técnica hacen posible, le da la sensación de tener la historia -o sea el futuro- en sus manos. Pero ese futuro no es más que una ‘proyección’ del presente, corregido y mejorado tal vez, mas un futuro domesticado, hecho a medida, a partir de cálculos precisos y de los propios recursos humanos.

La segunda forma de evadirse es encarar el futuro como los soñadores utópicos que perdieron el contacto con la realidad. Poco importa si se inspira en arrebatos mesiánicos de cualquier tipo, o se alimenta de las utopías que no cesan a lo largo de la historia. El resultado acaba siendo el mismo: el abandono del presente, insoportable en sus contradicciones, para refugiarse en un futuro imaginario, hipotético, irreal, por no enraizarse en la historia. El sueño y la utopía son indispensables al ser humano. Pero con una condición: no abandonar la historia a su suerte, capitulando mediante el ocultamiento de lo real.

No se puede descartar a priori que estas dos concepciones pueden estar presentes entre los cristianos a la hora de pensar en el futuro; porque somos inevitablemente hijos de nuestra época. La primera es la tentación de los grupos conservadores y de los movimientos neoconservadores, que son su versión ‘moderna‘. La incapacidad de comprender lo que está en juego en el actual momento histórico los lleva a exaltar de manera ciega el pasado. Sea por error de diagnóstico o por inseguridad -poco importa-, sólo consiguen ofrecer respuestas antiguas para problemas inéditos. Mas si la única forma de responder a las interpelaciones del presente es la restauración del pasado, ¿qué novedad podría esperarse todavía del futuro? Para esa forma de pensar, el futuro sólo puede ser entendido como repetición monótona del pasado que se prolongaría indefinidamente en el presente.

La segunda forma de concebir el futuro fue siempre la tentación de no pocos cristianos ante esa mezcla paradójica del cristianismo que, al encarnarse, se vuelve limitado y se deja afectar -¿podría ser de otra forma?- por la fragilidad de lo humano. Es la tentación de todos aquellos que, ayer como hoy, son incapaces de soportar el lado sombrío de la historia del cristianismo que se refleja en el rostro de la Iglesia; esa Iglesia santa y pecadora, que los Santos Padres no dudaban en denominar “casta meretrix”. Pero para los cátaros de todos las épocas, las sombras en la vida de la Iglesia son insoportables. Por eso, en nombre de un cristianismo ‘ideal’, se refugian en un futuro imaginario que los exime de cargar el presente en sus hombros, para encargarse de él y así transformarlo.

Ninguna de esas dos formas, sin embargo, es capaz de pensar teológicamente el futuro del cristianismo. Porque en términos cristianos, el futuro es una cuestión de esperanza, que no se confunde con nuestras expectativas. Sólo la esperanza, como virtud teologal, nos permite avanzar sin miedo hasta las raíces de ese momento crucial en el que se encuentra el cristianismo. Momento que sólo puede ser comparado con el que fue aquel momento decisivo en el que la fe cristiana tuvo que ‘pasar’ -éxodo y pascua verdaderos- del judaísmo al helenismo. Porque no se trata de retoques ni de reformas. Lo que está en juego es una verdadera recreación de la figura histórica del cristianismo. Y la oportunidad única de recrear la experiencia cristiana a partir de su novedad original.

El futuro del cristianismo no puede ser pensado sin tomar en cuenta el exceso que lo constituyó: la referencia a la persona de Jesucristo como criterio permanente de lo que es cristiano y de lo que es dado a los cristianos vivir en cada momento. Ese ‘exceso’, esa ‘reserva de ser’ introducen en el cristianismo una tensión creadora que nos libera de la tiranía del pasado (con su tendencia a absolutizar ciertas tradiciones históricas del cristianismo), vuelve posible instaurar una crítica valiente del cristianismo actual, y nos permite pensar el futuro no como una proyección del presente que ahí está (o como su prolongación corregida) sino como verdadera invención creadora de algo nuevo e inédito.

La esperanza que se apoya en la palabra fiel de Dios, en esa promesa verificada en la historia, es la que nos permite ‘resistir’ y ‘permanecer’ en medio de las muchas contradicciones que tienden a sofocarla. ‘Esperar contra toda esperanza’ decía Pablo (Rm 4,18) hablando precisamente de Abrahán, aquel que “creyó en Dios, el que da vida a los muertos y llama a la existencia a lo que antes no existía” (v. 17). Pues “si esperamos lo que no vemos, es porque lo aguardamos con perseverancia” (Rm 8, 25)
En realidad, la fe cristiana, mucho más que ‘creer lo que no vemos’, es la obstinación de ‘no creer lo que vemos’, o sea, no aceptar que la realidad desfigurada sea la última palabra. Precisamente porque esperamos, porque creemos en el ‘exceso’ de lo real. La esperanza cristiana, así entendida, nos hace llevar tan en serio el presente que ni los condicionamientos del pasado, ni las incoherencias del presente, nos pueden disuadir de la certeza de un futuro nuevo. Porque el presente es más, puede dar más de sí, de lo que intentan afirmar nuestros análisis. Para el cristiano, la historia, y por tanto, el futuro, está entregado a la responsabilidad del ser humano, aunque no tiene en él su fundamento. Porque la historia de Dios con el ser humano comienza con una promesa que abre el presente para una realización y una plenitud inesperadas.
Por eso, cualquier realidad -aun la más desfigurada- está preñada de una ‘reserva de sentido’, es más de lo que la vida deja trasparentar. Una de las grandezas del hecho cristiano es haber liberado a la historia del fatalismo y de la necesidad. Precisamente porque en ella hay siempre lugar para lo imprevisible de Dios. El futuro, en términos cristianos, no puede ser ‘proyectado’ porque no lo dominamos; es advenimiento, algo que nos llega como don, como gracia que nos sorprende, algo que viene a nosotros, que está por-venir. Aquí está porque sólo puede ser inédito: verdadera creación; fruto de la apertura responsable de la libertad humana a la promesa y al don de Dios.




[1] A título de muestra, veamos algunas indicaciones bibliográficas que son también ejemplo de esa diversidad de interpretaciones: M. de CERTEAU – J. M. DOMENACH, Le christianisme éclaté. Paris, Seuil, 1974; J. DELUMEAU, Le christianisme va-t-il mourir? Paris, Hachette, 1977; D. HERVIEU-LEGER, Vers un nouveau christianisme?Introduction à la sociologie du christianisme occidental. Paris, Cerf, 1986; J. M. MARDONES, El desafío de la postmodernidad al cristianismo. Santander, Sal Terrae, 1988; J. M. VELASCO, El malestar religioso de nuestra cultura. Madrid, Paulinas, 1993; P. VALADIER, Catolicismo e sociedade moderna. São Paulo, Loyola, 1991; A. TORRES QUEIRUGA, Fim do cristianismo pré-moderno. São Paulo, Paulus, 2003; S. MARTELLI, A religião na sociedade pós-moderna. São Paulo, Paulinas, 1995. En una perspectiva no sólo posmoderna sino poscristiana: M. GAUCHET, Le désenchantement du monde. Une histoire politique de la religion. Paris, Gallimard, 1985, y L. FERRY, L’homme-Dieu ou le sens de la vie. Paris, Grasset, 1996.
[2] Una introducción –clara, lúcida y sintética- de los diversos aspectos que están en juego en las relaciones del cristianismo con la cultura moderna occidental puede ser encontrada en J.B. LIBÂNIO, Olhando para o futuro. Prospectivas teológicas e pastorais do Cristianismo na América Latina, Sāo Paulo, Loyola, 2003 (espec. pp. 5-20 como diagnóstico, y pp. 45-51 para algunas de las interpretaciones posibles).
[3] Cronológicamente se acostumbra establecer el s. XVII como el comienzo de la modernidad, pero sus raíces se remontan mucho antes en el tiempo. Ver el ensayo póstumo de H. C. de LIMA VAZ, Raízes da modernidade, Sāo Paulo, Loyola, 2002 (espec. pp. 11-30)
[4] Para una comprensión del hecho y de sus posibles interpretaciones, ver J. B. LIBÂNIO, A religāo no inicio do milenio, Sāo Paulo, Loyola, 2002.
[5] Es lo que aparece claramente en la maleabilidad a que es sometido el lenguaje religioso tradicional. Como acontece, por ejemplo, con el término ‘mística’, utilizado para designar las experiencias más disparatadas. La misma observación cabría a propósito de términos como experiencia religiosa, espiritualidad, transcendencia e igualmente sobre la palabra Dios.
[6] Como ejemplo de esa reapropiación de las categorías cristianas, interpretadas dentro del horizonte de la inmanencia, ver L. FERRY, L´homme-Dieu, ou le Sens de la Vie, París, Bernard Grasset, 1996. Para una interpretación de ese fenómeno, ver J. MARTIN VELASCO, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Santander, Sal Terrae, 1998, disponible en http://servicioskoinonia.org/relat/256.htm
[7] Es lo que podríamos llamar el surgimiento de la conciencia individual que llevaba consigo la afirmación de la persona mediante la colectividad y de sus condicionamientos, y desde el punto de vista religioso, una nueva manera de relacionarse con la transcendencia: la toma de conciencia del destino personal y la búsqueda de la salvación.
[8] En rigor, después de la reforma protestante en el s. XVI, habría que hablar de ‘iglesias cristianas’ y no de cristianismo como realidad única en Occidente. Es verdad, sin embargo, que dada la posición numéricamente dominante de la Iglesia católica acabaron por ser casi sinónimos catolicismo y cristianismo; de modo que hasta hoy, en el ámbito católico por lo menos, tienden a ser identificados como una sola cosa.
[9] Ya sea aquellas que no fueron realizadas o abortaron después del Concilio Vaticano II, ya sean los problemas pendientes y nunca resueltos, como el derecho de la persona, la libertad y el diálogo dentro de la Iglesia, la cuestión del poder y de la autoridad, el clericalismo que renace, la cuestión de la mujer en la Iglesia, las formas de gobierno y participación, etc. Esas y otras reformas, por más importantes que sean, son apenas síntomas de un desequilibrio más profundo: la presencia del cristianismo en la nueva situación de la sociedad moderna.
[10] El historiador francés J. DELUMEAU ya se preguntaba hace más de 25 años si habría futuro para el cristianismo en la sociedad actual: Le christianisme va-t-il mourir? París, Hachette, 1977. Profundo conocedor de la historia cristiana, la honestidad y la lucidez de sus análisis no le impidieron encontrar la verdadera razón de su esperanza: los ricos filones evangélicos que recorren la historia cristiana. El cristianismo revive cada vez que renuncia al poder y a la riqueza para volver a la transparencia del evangelio. ¿No debería ser también hoy el criterio de todas nuestras búsquedas?
[11] No se trata de establecer aquí una discusión teórica sobre la identidad cristiana. Basta, para nuestro objetivo, llamar la atención sobre los estereotipos con que ella puede estar cargada en un momento en que se trata precisamente de repensar la totalidad de la fe cristiana. Una breve y clara síntesis de la cuestión puede ser hallada en J. B. LIBÂNIO, Olhando para o futuro, pp. 30-43. Ver también, C. PALÁCIO, A identidade problemática, Perspectiva Teológica 21 (1989) 171-176, e ID, A originalidade singular do cristianismo, Perspectiva Teológica 26(1994) 311-339, espec. 321 ss.
[12] Para la mayoría de las personas, el término ‘cristianismo’ es una nebulosa que envuelve catolicismo, protestantismo y, para algunos más letrados tal vez, las iglesias ortodoxas orientales. O en la definición del famoso diccionario brasileño Aurelio, ‘el conjunto de las religiones cristianas’. Sólo que en ese conjunto, están no sólo el catolicismo y las iglesias del protestantismo histórico, sino también las iglesias evangélicas y la infinidad de denominaciones pentecostales. ¿Qué significa, entonces, la palabra ‘cristianismo’? ¿Es posible reducir esa heterogeneidad a una unidad coherente?
[13] Para un desarrollo de esta problemática ver C. PALÁCIO, Filosofía e cristianismo, Síntese 18/55 (1991) 505-526.
[14] La teología tradicional es un buen ejemplo de esa obsesión sistemática. Ver C. PALÁCIO, Deslocamentos da teología, mutaçoes do cristianismo. Sāo Paulo, Loyola, 2001, pp. 15-23.


Carlos Palacio
Belo Horizonte

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